8

Hubo una pequeña pausa, impuesta por el Gran Lama, que llamó para que le sirvieran refrescos, lo que no extrañó a Conway, ya que el esfuerzo para un relato tan largo debía haber sido considerable.

Él mismo se sintió agradecido por este descanso. El intervalo era deseable, tanto desde un punto de vista como de cualquier otro, y las tacitas de té con su acompañamiento de reverencias convencionalmente improvisadas, desempeñaban la misma función que una cadenza en música.

Esta reflexión dio ocasión al Gran Lama para hacer un alarde de sus poderes telepáticos —a menos que fuese una mera coincidencia—, pues inmediatamente empezó a hablar sobre la música y expresó su complacencia porque la afición de Conway a este respecto no hubiese quedado totalmente insatisfecha en Shangri-La.

Conway respondió con una frase cortés, añadiendo que había quedado sorprendido al encontrar en la biblioteca del monasterio un surtido tan completo de autores europeos.

El cumplimiento fue acogido entre espaciados sorbos de té.

—¡Ah, mi querido Conway! Tenemos la fortuna de contar entre los nuestros un verdadero virtuoso del piano… Fue en otro tiempo discípulo de Chopin y hemos dejado en sus manos la dirección de la sala de música. Ya haré que se lo presenten.

—Me agradará mucho. Chang me aseguró que su compositor favorito es Mozart.

—Precisamente —respondió el Gran Lama—. Mozart posee una austera elegancia que encontramos muy satisfactoria. Los edificios por él construidos no son ni excesivamente grandes ni demasiado reducidos, y los amuebla con un gusto exquisito.

El intercambio de comentarios prosiguió hasta que las tazas de té fueron retiradas, y entonces Conway, con voz pausada y serena, dijo:

—Así pues, volviendo a nuestra anterior conversación, ¿tiene usted el propósito de obligarnos a permanecer aquí? Porque tengo la convicción de que ésa era la condición previa a que hacía referencia.

—Ha acertado usted, hijo mío.

—¿Tendremos que quedarnos para siempre?

—Preferiría que emplease otra expresión menos desagradable y más apropiada. Diga que se quedarán aquí para bien suyo.

—Lo que me extraña es que hayamos sido nosotros cuatro, entre tantos habitantes como tiene el mundo, los elegidos para…

El Gran Lama le interrumpió, diciendo:

—Es una historia muy intrincada, hijo mío; pero si desea oírla, se la referiré. Ha de saber que siempre hemos procurado conservar el mismo número de lamas en el monasterio, por lo que hacemos constantes reclutas, además de otras razones, porque resulta agradable poseer entre nosotros personas de varias edades y representativas de diversos períodos.

»Desgraciadamente, desde la reciente guerra europea y la revolución rusa, los viajes y exploraciones al Tíbet han cesado casi por completo. Nuestro último visitante, un japonés, llegado en mil novecientos doce, no fue una valiosa adquisición, si he de serle franco.

»Como habrá tenido ocasión de apreciar, mi querido Conway, no somos embusteros ni charlatanes; no garantizamos ni podemos garantizar un éxito rotundo; algunos de nuestros visitantes no obtienen provecho alguno de su estancia aquí; otros viven hasta lo que pudiéramos llamar una edad normalmente avanzada y luego mueren de cualquier enfermedad sin importancia.

»En general, hemos observado que los tibetanos, debido tal vez a su hábito a la altitud y demás condiciones atmosféricas, son mucho menos sensitivos que las otras razas externas; son, indudablemente, gente encantadora, y hemos admitido a muchos de ellos, pero dudo que ni siquiera unos cuantos pasen de los cien años. Los chinos son algo mejores, pero aun entre ellos tenemos un tanto por ciento bastante elevado de fracasos.

»Nuestros mejores sujetos son, indudablemente, las razas nórdicas y latinas de Europa; tal vez los americanos sean igualmente adaptables, y considero una gran suerte haber conseguido al fin, en la persona de uno de sus compañeros, un ciudadano de aquella nación.

»Pero debo continuar con la respuesta a su pregunta. La posición en que nos encontrábamos era la siguiente: durante más de dos décadas no habíamos recibido nuevos visitantes, y como habían ocurrido varios fallecimientos en ese período de tiempo, empezaba a presentarse un problema de difícil solución.

»Hace unos cuantos años, a uno de los nuestros se le ocurrió una idea luminosa; era joven, un nativo de nuestro valle, digno de toda confianza y completamente identificado con nuestros ideales; sin embargo, como a todos los habitantes del valle, le había sido denegada por su naturaleza la probabilidad que se les concede tan fácilmente a los forasteros.

»Fue él quien sugirió abandonarnos y dirigirse a cualquier país de los alrededores para traernos colegas nuevos por un método que habría sido imposible en una época anterior. Era, en muchos aspectos, una propuesta revolucionaria, pero dimos nuestro consentimiento después de someterla a consideración. Debemos obrar de acuerdo con los tiempos en Shangri-La también.

—¿Quiere decir que fue enviado deliberadamente a traer visitantes por vía aérea?

—Verá usted; se trataba de un joven inteligentísimo y lleno de recursos, por lo que habíamos depositado en él toda nuestra confianza. Todo fue idea suya y le dimos carta blanca para que la pusiera en práctica. Lo único que supimos definidamente es que, en la primera parte de su proyecto, se incluía un período de aprendizaje en una escuela de vuelo americana.

—¿Pero cómo consiguió después…? Fue solamente una casualidad que encontrara aquel aeroplano en Baskul…

—Tal vez, mi querido Conway, hay muchas cosas que son casualidades. Pero sea como fuere, sucedió que aquélla era la casualidad que estaba esperando Talu. Si no se hubiese presentado, habría esperado un año más o dos, o tal vez no lo hubiese logrado jamás. Confieso que me sorprendió cuando nuestros centinelas nos advirtieron del descenso del aparato sobre la meseta.

»No ignoro los grandes progresos que se han realizado en la aviación; pero creí que tendría que transcurrir todavía mucho tiempo antes de que un aeroplano cualquiera pudiese atravesar tan fácilmente las montañas.

—Es que no era un aparato cualquiera. Se trataba de un aparato especialmente diseñado para vuelos de gran altura.

—¡Otra casualidad! ¿No lo cree así, hijo? Indudablemente, nuestro amigo fue extraordinariamente afortunado. Es una lástima que no podamos discutir este asunto con él, su muerte ha sido muy sentida entre nosotros. Creo que habría usted simpatizado con él, Conway.

Conway hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza. Dijo:

—Es muy posible. —Quedó silencioso durante algunos segundos, y luego añadió—: Pero ¿qué idea es la que se esconde detrás de todo esto?

El Gran Lama respondió con su susurro musical:

—Hijo mío; la forma en que me hace la pregunta me causa infinito placer. En el transcurso de mi larga experiencia, nunca se me ha expuesto la cuestión con tanta calma…

»Mis revelaciones han sido acogidas de todas las formas concebibles: con indignación, desesperación, furia, incredulidad, histeria… pero nunca, hasta esta noche, con interés. Esta es, mi querido Conway, una actitud que me place sobremanera. Hoy está usted interesado; mañana sentirá cariño por la idea; eventualmente, me atrevo a esperar que contaremos con su devoción.

—Eso es mucho más de lo que yo podría prometer.

—Su misma duda me agrada, puesto que es la base de una profunda y significativa… Pero no arguyamos. Está usted interesado, y eso en usted, es ya mucho… Lo único que le pido es que lo que le voy a revelar ahora quede por el presente desconocido para sus tres compañeros.

Conway permaneció silencioso.

—Ya llegará el día en que ellos lo sepan igual que usted, pero por ellos mismos creo preferible no apresurar la revelación. Estoy tan convencido de su prudencia y rectitud de juicio, que no le exijo promesa ni juramento alguno; sé que obrará de acuerdo con mis deseos…

»Y ahora permítame ante usted un cuadro bastante agradable… Es usted, aun para el modo de considerar la edad en el resto del mundo, un hombre joven; tiene ante usted una vida, como vulgarmente se dice; en condiciones normales podría esperar veinte o treinta años de actividad, que iría disminuyendo lenta y progresivamente.

»No es una perspectiva muy halagüeña, en verdad; claro que no tengo la pretensión de que usted lo vea desde el mismo punto de vista que yo, es decir, como un intermedio reducidísimo, rápido y frenético…

»El primer cuarto de siglo de su existencia lo ha vivido, indudablemente, bajo la nube de ser demasiado joven para ciertas cosas; mientras que el último lustro lo vivirá más ensombrecido aún por la espesa nube de considerarse demasiado viejo; y entre esas dos nubes, ¡cuán menguados y escasos son los rayos de sol que iluminan una vida humana!

»Pero usted, hijo mío, está predestinado a ser más afortunado, puesto que en Shangri-La sus años luminosos apenas han empezado. Sucederá, posiblemente, que durante décadas no se sentirá mucho más viejo que hoy… Se conservará, igual que Henschell, en una juventud larga y maravillosa…

»Pero eso, créame, no es más que una fase primaria y superficial. Llegará un tiempo en que envejecerá como los demás, aunque más lentamente en una condición infinitamente más digna. A los ochenta años podrá trepar a las más altas montañas, compitiendo en agilidad con un adolescente, pero cuando alcance el doble de esa edad no espere que el milagro persista.

»No somos taumaturgos, mi querido Conway, no tenemos la pretensión de haber triunfado sobre la muerte, ni aun sobre el desgaste de los años. Lo que hemos podido hacer y hacemos todavía es prolongar el tiempo de este breve intervalo que se ha dado en llamar vida. Lo hemos conseguido por métodos que son tan factibles aquí como imposibles en otros lugares; pero no se equivoque, el fin es el mismo para todos.

»Y, sin embargo, es una perspectiva llena de encanto la que presento ante sus ojos… Luengos períodos de tranquilidad, durante los cuales observará las puestas de sol con la misma indiferencia con que los hombres del mundo que nos rodea oyen las campanadas del reloj… Los años llegaran y pasarán, y usted abandonará los goces carnales para elevarse a otras regiones más austeras, pero no menos satisfactorias…

»Perderá, tal vez, la agudeza del apetito y la elasticidad de los músculos, pero desarrollará otros sentidos que compensarán con creces esa pérdida. Obtendrá la calma y la profundidad de espíritu, la madurez de la sabiduría y de la prudencia y el diáfano encanto de la memoria…

»Y lo más preciado de todo; tendrá bajo su dominio al tiempo, ese don raro y costoso que vuestros países occidentales han perdido más cuanto más lo han perseguido. Piénselo un momento… Tendrá tiempo para leer… No tendrá jamás que pasar páginas por alto para ahorrarse minutos o abandonar un estudio porque le resulta laborioso con exceso…

»Usted, que profesa una afición desmedida por la música, disfrutará de tiempo suficiente para arrancar de los instrumentos que aquí tiene a su disposición las más puras y delicadas melodías…

»Y siendo, como es, un hombre amante de la Humanidad, ¿no le encantará poseer amistades juiciosas y serenas, pensar en intercambios espirituales largos y henchidos de sincera bondad, a los cuales no le podrá arrancar la muerte con su precipitación acostumbrada?

»Y si es la soledad lo que prefiere, ¿no aprovechará la calma de nuestros pabellones para enriquecer la dulzura de sus pensamientos solitarios?

La voz hizo una pausa que Conway no se atrevió a interrumpir.

—No hace usted comentarios, mi querido Conway. Perdone mi elocuencia; pertenezco a una edad y a una nación que nunca tuvo a mal expresarse con facundia…

»¿Piensa tal vez en una mujer, en padres o hijos que ha dejado allá? ¿O tal vez en ambiciones insatisfechas? Créame, aunque el dolor sea grande al principio, dentro de diez años el fantasma de ese recuerdo no volverá a molestarle… Pero si no me equivoco al leer en su alma, usted carece de esos lazos…

Conway quedó asombrado ante la exactitud de la aseveración del anciano. Respondió:

—En efecto. Soy soltero, señor. Tengo muy pocos amigos íntimos y carezco de ambiciones.

—¿No tiene ni ambiciones? ¿Y cómo ha conseguido escapar a esas enfermedades tan extendidas?

Por primera vez, Conway se dio cuenta de que estaba tomando parte en una conversación. Dijo:

—Me ha sucedido más de una vez en mi profesión que lo que mis superiores consideraban éxitos lisonjeros me parecían a mí cosas desagradables y los ocultaba porque la vanagloria que su conocimiento me pudiese deparar no compensaba los esfuerzos que había de hacer para resumir mis trabajos en varias hojas de papel. Pertenecía al servicio consular, donde he ocupado siempre puestos subalternos, muy de acuerdo con mi modo de pensar.

—¿Pero no ponía su alma en su trabajo?

—Ni mi alma, ni mi corazón, ni la mitad de mis energías. Soy perezoso por naturaleza.

Las arrugas del rostro del anciano se profundizaron y se contrajeron y Conway adivinó que el Gran Lama esbozaba una sonrisa.

—La pereza puede ser una virtud en ciertos casos —dijo la voz susurrada.

Hizo una pausa de dos segundos y prosiguió:

—Es posible que en este aspecto nos encuentre muy semejantes a usted. Creo que Chang le ha explicado ya nuestro principio de la moderación y una de las cosas en que siempre somos moderados es la actividad.

»Yo, por ejemplo, he logrado aprender diez idiomas; los diez habrían podido ser veinte si hubiese estudiado inmoderamente. Pero no lo hice. Y lo mismo nos ocurre en otras cosas. No podrá tacharnos de libertinos ni de ascetas. Hasta que llegamos a una edad en que es prudente abstenerse de ciertos excesos, aceptamos los placeres que nos proporciona una buena mesa, mientras que, en beneficio de nuestros jóvenes colegas, las mujeres del valle han aplicado felizmente el principio de la moderación a su propia castidad. Considerando todas las cosas, creo que se acomodará usted a nuestras normas sin esforzarse demasiado.

»Chang era verdaderamente un optimista y yo lo soy también después de este primer encuentro. Hay en usted una cualidad rara que jamás tuve ocasión de apreciar en ninguno de los visitantes que le precedieron hasta hoy. No es cinismo propiamente dicho, ni mucho menos amargura; tal vez sea algo de desilusión, pero mejor aún cierta claridad mental que no esperaba ver en nadie que hubiese cumplido ya… digamos, cien años… Si hubiese de definir esa cualidad suya con una sola palabra, la llamaría… insensata.

Conway respondió:

—Y acertaría, sin duda. No sé en qué forma clasifica usted a las personas que vienen aquí, pero a mí podría colocarme una etiqueta con dos fechas: «Mil novecientos catorce, mil novecientos dieciocho». Eso me convertiría según creo, en un ejemplar único en su museo de antigüedades. Los otros tres que vinieron conmigo no entran en esta categoría.

—¿Por qué?

—Porque yo empleé la mayor parte de mis pasiones y energías durante los años que he mencionado y aunque no me gusta hablar sobre ello, lo único que interiormente he pedido al mundo desde entonces es que me dejara solo. He hallado en este lugar tal encanto indefinible, tal quietud, que colma mis hasta entonces calladas aspiraciones y, como usted dice, tengo la seguridad de que no tardaré en acostumbrarme a todo.

—¿Nada más, hijo mío?

—Ya verá que me comporto de acuerdo con sus reglas de moderación.

—Es usted inteligente, como Chang me aseguró, muy inteligente. ¿Pero no hay nada en la perspectiva que he desarrollado ante usted que le haga experimentar un sentimiento más fuerte que los demás? ¿Una tentación…?

Conway permaneció silencioso por un momento. Luego replicó:

—Quedé profundamente impresionado por su relato sobre el pasado, pero si he de ser sincero, le diré que lo referente al futuro no me seduce más que en un sentido abstracto. No puedo mirar tan lejos delante de mí. Me entristecería profundamente tener que abandonar Shangri-La mañana mismo, o la semana que viene o tal vez el año próximo; pero cuáles serán mis sentimientos si he de vivir cien años, no he tenido aún tiempo de decidirlo, ni lo intento; habría de ser un profeta para ello.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Puedo afrontarlo, como cualquier otro futuro; pero para hacerlo con animosidad, habría de tener una finalidad. Muchas veces he dudado que la tuviera la misma vida; si esa finalidad no existe, ¿para qué me servirá una existencia tan larga?

—Amigo mío, la tradición de este edificio, budista y cristiano a la vez, es tranquilizadora a ese respecto.

—Tal vez, pero yo necesito una razón más definida para ansiar llegar a centenario.

—Hay una razón, y perfectamente definida por cierto. Es la única razón que hace persistir esta colonia de cazadores de extranjeros casuales a través de los siglos. No es un capricho fantástico, no es un sueño irrealizable lo que perseguimos. Hemos tenido una revelación, una visión. Una visión que se le apareció por primera vez a Perrault cuando yacía moribundo en esta habitación en el año mil setecientos ochenta y nueve.

»Su mente recorrió todo su larguísimo pasado y, como ya le he dicho antes, se dio cuenta de que todas las cosas amables son fugaces y perecederas, y que la guerra, la brutalidad y la codicia las destrozarán algún día hasta no dejar ninguna sobre la superficie del globo.

»Recordó cosas que había visto en el mundo con sus propios ojos corporales y con los del espíritu imaginó otras; vio a las naciones aumentar, no en su sabiduría, sino en vulgares pasiones y en ansias de destrucción; vio multiplicarse sus potencias mecánicas hasta que un hombre con un arma únicamente podía enfrentarse con todo el ejército del Gran Monarca. Y vio finalmente que, cuándo hubieran asolado el mar y la tierra, volverían sus ojos al aire… ¿Puede usted negar la realidad de esta visión?

—Nada de eso. Me parece maravillosa.

—Pues eso no es todo. Él previó un tiempo en que los hombres, delirantes con su técnica homicida, desahogarían su furia mecánica sobre la tierra de tal forma, que todas las cosas preciosas se hallarían en peligro, todos los libros, cuadros y maravillas, los tesoros reunidos durante milenios, los objetos pequeños, delicados, frágiles, todo se perdería como los libros de Livy o serían arrasados como los ingleses arrasaron el palacio de Verano de Pekín.

—Soy de su misma opinión.

—No es usted sólo. Pero ¿de qué vale la opinión de los hombres razonables contra el hierro y el acero? Créame, esa visión de Perrault se realizará… Y por eso, hijo mío, es por lo que yo estoy aquí, por lo que usted está, y por lo que rogamos a Dios nos permita sobrevivir al atroz destino del mundo que nos rodea.

—¿Sobrevivirlo?

—Hay una probabilidad por lo menos. Todo sucederá antes de que usted llegue a ser tan viejo como yo.

—¿Y cree usted que Shangri-La escapara a esa suerte?

—Tal vez. No hay que esperar compasión, pero podemos poner nuestra esperanza en su inteligencia o en su olvido. Permaneceremos aquí, entre nuestros libros y nuestras músicas, conservando las delicadas fragancias de una edad que muere y persiguiendo la sabiduría que necesitarán los hombres cuando agoten sus pasiones.

»Poseemos una herencia que debemos aumentar y legar a nuestros sucesores. Tomémoslo todo, pues, con tranquilidad y esperemos con optimismo y resignación a que llegue lo que ha de venir.

—¿Y entonces?

—Entonces, hijo mío, cuando los fuertes se hayan devorado, triunfará la ética cristiana y los humildes serán los dueños de la tierra.

El susurro había adquirido en aquel momento una sombra de patético enternecimiento y Conway se rindió a su belleza. Otra vez sintió surgir la oscuridad a su alrededor; pero ahora simbólicamente, como si el mundo exterior presagiase la tormenta que se avecinaba.

Y, de pronto, se dio cuenta de que el Gran Lama de Shangri-La se había incorporado de su asiento, y se ponía de pie, semejante a la materialización de un espíritu.

Atendiendo a los dictados de su caballerosidad, Conway dio un paso hacia adelante para ayudarle, pero, de repente, en un impulso repentino e inexplicable, hizo lo que no había hecho jamás ante ningún hombre… Se arrodilló.

Y no supo cómo se había despedido después ni por dónde salió. Se hallaba como en un éxtasis, del que no se recobró hasta pasado un rato.

Recordó el helado aire de la noche, más frío comparándolo con la caliente atmósfera de aquellas habitaciones, y la presencia de Chang con su silenciosa serenidad cuando cruzaron los patios tachonados de estrellas.

Nunca había mostrado Shangri-La más encanto concentrado ante sus ojos. El valle yacía a sus pies, delineándose en toda su esplendente belleza y paradisíaca paz, contorneado por los elevados picachos; parecía un lago sereno y tranquilo semejante a sus propios pensamientos.

Conway no podría ya admirarse ni asombrarse por nada. La larga conversación, en sus diversas fases, lo había dejado completamente vacío de todo, exceptuando cierta satisfacción tanto espiritual como emotiva; hasta sus pensamientos no le turbaban ya, sino que formaban arte de un todo armónico y sutil.

Chang no habló, ni él tampoco. Era muy tarde y se alegró de que sus compañeros se hubiesen acostado.