7

Conway permanecía impasible, aunque su impasibilidad era sólo una máscara que ocultaba la creciente ansiedad que le invadía a medida que avanzaba acompañado del chino a través de una serie de patios solitarios.

Si las palabras de Chang no obedecían a un móvil oculto, pronto tendría ocasión de descubrir aquel misterio impenetrable y convencerse de la exactitud de su hipótesis, comprobando si, a pesar de estar semiformulada, era tan imposible como a primera vista le pareciera.

Aparte de esto, sería sin duda una entrevista interesante por todos conceptos. Conway había tenido entrevistas con grandes potentados en su tiempo, pero su interés por ellos decreció pocos minutos después de entablar conversación.

Intuitivamente sabía decir cosas corteses y agradables en idiomas que apenas conocía. Tal vez se limitara a ser un oyente pasivo en esta ocasión.

Ahora se dio cuenta de que Chang le llevaba por habitaciones que no había visto antes; todas alumbradas suavemente por faroles de apagados colores.

Por una escalera en espiral ascendieron hasta llegar a una puerta a la cual llamó el chino y que fue abierta con tanta celeridad por un criado tibetano, que Conway pensó que estaba aguardándoles.

Esta parte del monasterio, en un piso superior, se hallaba no menos adornada que el resto, pero su rasgo característico era una atmósfera tibia y suave, como si todas las ventanas estuviesen herméticamente cerradas y los aposentos se hallasen calentados por un sistema de calefacción interior. La falta de aire se dejaba sentir más a medida que avanzaban. Finalmente, Chang se detuvo frente a una puerta que, por la sensación física que experimentó Conway, debía conducir a un baño turco.

Chang murmuró a su oído:

—El Gran Lama le recibirá a usted solo.

Abrió la puerta para dar entrada a Conway y se marchó tan silenciosamente que su partida resultó imperceptible.

Conway titubeó un segundo. Respiraba una atmósfera, no solamente enrarecida y caliente, sino también llena de polvo; de modo que transcurrieron dos o tres minutos antes de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad reinante.

Observó entonces que se hallaba en una estancia de techo bajo, con pesadas cortinas en las ventanas cerradas y simplemente amueblada con una mesa y varias sillas.

En una de éstas se hallaba sentado un anciano pálido y arrugadísimo, inmóvil en la sombra y produciendo el efecto de un retrato antiguo y borroso en claroscuro.

Si había algo cuya presencia estuviera en completo desacuerdo con la actualidad, este algo era aquel anciano, cuya clásica dignidad era más una emanación que un atributo.

Conway reflexionó con curiosidad en su propia percepción intensa de todo esto y se preguntó si no sería más que su reacción al rico calor crepuscular; sintióse empequeñecido ante la mirada de aquellos ojos semivelados por los años, dio unos pasos hacia adelante y se detuvo.

El ocupante de la silla apareció ahora menos vagamente diseñado; pero apenas algo más corpóreo; era un hombrecillo de edad avanzadísima, vestido con prendas chinas, cuyos anchos pliegues caían sobre su cuerpo flacucho y arrugado.

—¿Es usted el señor Conway? —preguntó en excelente inglés.

La voz tenía una suavidad deliciosa mezclada con gentil melancolía que produjo en Conway una sensación de beatitud; sin embargo, su escepticismo le hizo reponerse y responder en tono seco, achacando a la temperatura la culpa de su sensiblería:

—Yo soy.

La voz prosiguió:

—Es un verdadero placer para mí, señor Conway. Le he mandado buscar porque creí que será conveniente para ambos que hablásemos. Siéntese a mi lado y no tenga miedo. Soy muy viejo y no puedo hacerle mal alguno.

Conway respondió:

—Ha sido un gran honor para mí haber sido recibido por usted.

—Gracias, querido Conway… Permítame que le llame así siguiendo la costumbre inglesa. Este es, como ya le he dicho antes, un momento de gran placer para mí. Mi vista es pobre, pero créame, le veo tan bien con los ojos de mi espíritu como con los de mi cuerpo. Confío en que se encontrará bien en Shangri-La y le habrán tratado con las consideraciones que merece…

—No tengo el menor motivo de queja; por el contrario.

—Me alegra oír eso de sus labios; no dudo que Chang habrá hecho todo lo posible por hacerle su estancia agradable. Ha sido un placer inusitado para él. Me ha dicho que usted le ha hecho gran número de preguntas sobre nuestra comunidad y sus fines. ¿No es verdad?

—Me interesa profundamente todo esto, señor.

—Si quiere concederme un poco de tiempo, estoy dispuesto a suministrarle toda clase de detalles sobre nuestra fundación.

—Se lo agradecería enormemente.

—Esto es lo que yo había pensado y… esperado. Pero antes de empezar mi narración…

Hizo un leve movimiento con la mano e inmediatamente, como obedeciendo a un conjuro incomprensible para Conway, entró un criado para preparar el elegante ritual del servicio de té. Los pequeños cuencos, como cascarones de huevo, llenos de un líquido casi incoloro, fueron colocados en una bandeja de laca; Conway, que conocía la ceremonia, no la consideró despectivamente, ni mucho menos.

Dejóse oír de nuevo la voz del anciano, que preguntó:

¿Le son familiares nuestras costumbres, Conway?

Obedeciendo a un impulso, que ni pudo analizar ni deseó reprimir, Conway respondió:

—He vivido en China durante varios años.

—Pues eso no se lo ha dicho usted a Chang.

—No.

—¿Por qué, pues, me honra a mí con esa confianza?

Raramente encontraba Conway difícil explicar los motivos que le impulsaban a obrar de un modo determinado; pero en esta ocasión no pudo pensar en ninguna razón en absoluto.

Después de un instante de silencio, replicó:

—Si he de decirle la verdad, no tengo la menor idea… Tal vez mi subconsciente me aconsejó ocultarlo hasta conocerle a usted.

—Ésa es la mejor de todas las razones, sin duda alguna, para dos hombres que van a ser buenos amigos… Ahora, dígame, ¿no cree que el aroma de este té es delicadísimo? En China hay gran variedad de tés a cual más fragante, pero éste, que es un producto especial de nuestro propio valle, es en mi opinión tan bueno como aquéllos.

—Conway llevó la tacita a sus labios y lo paladeó. Tenía un sabor dulce y recóndito, un aroma delicado y sutil, que producía una sensación extraña de obsesión embriagadora.

Dijo al cabo de un momento:

—Es delicioso. No lo había probado jamás hasta ahora.

—Sí, como la mayoría de las hierbas de nuestro valle, es única y preciosa a la vez. Hay que saborearlo, desde luego, lentamente, no sólo por reverencia y afección, sino también para extraerle el mayor grado de placer. Es una lección excelente que nos proporciona el gran Kou Kai Tohou, que vivió hace mil quinientos años. Vacilaba siempre en sorber el suculento tuétano, cuando estaba saboreando un trozo de caña de azúcar, porque, decía, «así me introduzco gradualmente en las regiones de las delicias». ¿No ha estudiado usted los clásicos chinos?

Conway replicó que conocía superficialmente algunas de sus obras. Sabía que la conversación alusiva continuaría, de acuerdo con la etiqueta, hasta que se llevaran el servicio de té; pero no encontró aquella charla aburrida, a pesar de su interés por oír la historia de Shangri-La.

Tal vez había algo de la displicente sensibilidad de Kou Kai Tohou en él mismo.

Por fin fue dada de nuevo la misteriosa señal; el criado entró, depositó silenciosamente el servicio sobre la bandeja de laca, y no bien hubo salido, cuando el Gran Lama empezó:

—Probablemente, mi querido Conway, conoce usted ya a grandes rasgos la historia del Tíbet. He sido informado por Chang de la asiduidad con que visita usted nuestra biblioteca y no dudo que habrá leído los escasos pero extraordinariamente interesantes anales de esta región. No ignorará, pues, que el cristianismo nestoriano se extendió profusamente por toda el Asia durante la Edad Media y que su recuerdo permanece aún mucho tiempo después de su predicación. En el siglo dieciocho, los habitantes de estas regiones recibieron nuevas inyecciones de cristianismo por mediación de los misioneros heroicos enviados directamente desde Roma a este objeto y cuyos recorridos fueron, con mucho, más interesantes que los de San Pablo. Gradualmente, la Iglesia, se estableció en un área inmensa, y es un hecho notable, no conocido hoy día por muchos europeos, que durante treinta y ocho años existió una misión cristiana en el mismo Lhassa. No fue, sin embargo, desde Lhassa, sino desde Pekín, en el año mil setecientos diecinueve, que cuatro frailes capuchinos emprendieron una investigación sobre los restos de la fe nestoriana que sobreviviera en la Hinterland.

Quedó silencioso un segundo y luego prosiguió:

—Viajaron en dirección suroeste durante muchos meses, por Lanehow y Koke-Nor, afrontando las dificultades que usted puede imaginarse fácilmente. Tres de ellos murieron en el camino, y el cuarto estuvo a punto de terminar sus días en una caída accidental por el desfiladero rocoso que es hoy el único camino practicable para la llegada al valle de la Luna Azul. Allí, para su gozo y sorpresa, encontró una población próspera y acogedora que se apresuró a desplegar lo que siempre he considerado como nuestra tradición más antigua: la de la hospitalidad a los extranjeros. Recobróse rápidamente y empezó a predicar su misión. Los habitantes practicaban la fe budista, pero no se negaron a escucharle y logró un éxito notable. Entonces existía un vetusto templo lamaísta en el mismo lugar en que hoy se alza este monasterio, pero hallaba en un estado de decaimiento físico y espiritual, y como la cosecha de almas ganadas a la fe por el capuchino aumentaba diariamente, éste concibió la idea de levantar en aquel sitio un monasterio cristiano. Bajo su dirección y vigilancia, el caduco edificio fue reparado y reconstruido y él mismo hizo de él su morada en el año mil setecientos treinta y cuatro, cuando tenía cincuenta y tres años de edad.

Una nueva pausa, que empleó en humedecer los fláccidos labios, y continuó:

—Ahora, permítame que le diga algo más sobre este hombre. Se llamaba Perrault y había nacido en Luxemburgo. Antes de dedicarse a las misiones orientales había estudiado en París, Bolonia y otras universidades, habiendo adquirido una sólida cultura. Hay pocos informes sobre su infancia, pero no es extraño, dada su edad y profesión. Era aficionado a la música y a las artes; poseyendo una aptitud especial para los idiomas, y antes de decidirse por su vocación, había gustado todos los placeres que podía ofrecerle el mundo. Malplaquet fue arrasado cuando él era joven, adquiriendo así, por experiencia, los conocimientos sobre los horrores de la guerra y la invasión. Físicamente tenía gran fortaleza habiendo trabajado durante sus años mozos labrando con sus propias manos, cavando su jardín y aprendiendo de los habitantes al mismo tiempo que los enseñaba.

»Encontró enormes depósitos de oro en el valle pero las riquezas no le tentaron; le interesaban mucho más las plantas y las hierbas. Era humilde sin ser santurrón. Proscribió la poligamia; pero no se opuso al prevaleciente hábito de los indígenas por la ingestión de bayas de tangtsé, a las que adjudicaban ciertas virtudes medicinales y que gozaban de general aceptación por sus efectos semejantes a los de un narcótico suave… Perrault llegó a aficionarse también al tangtsé; era peculiar en él aceptar de los nativos todo cuanto aquéllos le ofrecían que no fuese perjudicial y sí agradable, donándoles en compensación el tesoro espiritual de Occidente. No era un asceta y disfrutaba de todo lo bueno que el mundo podía proporcionarle; por lo que enseñaba a cocinar a sus adeptos al mismo tiempo que les explicaba el catecismo…

Interrumpióse un momento para mirar con sus ojitos cansinos a su silencioso oyente y resumió su relato diciendo:

—Hago hincapié en estas nimiedades para que se dé una idea de aquel hombre honrado, trabajador, sencillo y entusiasta, que no hallaba incompatible sus funciones sacerdotales con la albañilería y ayudó a sus fieles a construir algunos de estos aposentos en que nos hallamos. Fue, verdaderamente, una labor dificilísima, que sólo pudo realizar por su excesivo amor propio y tenacidad férrea. El amor propio, o mejor dicho el orgullo, fue el sentimiento dominante en él en un principio… el orgullo de su propia fe que le hizo decidir que si Gautama pudo inspirar a los hombres el construir un templo en la ladera de Shangri-La, Roma no había de ser capaz de menos.

»Pero pasó el tiempo y no tiene nada de extraño que aquellos motivos cediesen la plaza a otros más tranquilos. La emulación es, después de todo, el espíritu que guía a los jóvenes, y en la época en que se terminó este monasterio, Perrault estaba ya cargado de años. Tenga en cuenta que desde un punto de vista estricto él no había actuado muy regularmente aunque se le debe conceder cierta laxitud a un hombre, cuyos superiores eclesiásticos se encuentran a una distancia cuya medida puede o podía hacerse en años mejor que en millas…

»La gente del valle y los mismos monjes no albergaban el menor recelo respecto a él y le amaban y le obedecían… Y con el transcurso de los años, empezaron a venerarle. Era su costumbre enviar, a intervalos, sus informes al obispo de Pekín, pero la mayoría de las veces no llegaban a su destino, y presumiendo que los correos habían sucumbido a los peligros y asechanzas de la terrible jornada, Perrault decidió no arriesgar sus vidas inútilmente y a mediados del siglo cesó en absoluto en sus prácticas anteriores.

»Alguno de sus anteriores mensajes, empero, debió alcanzar a su destinatario, y tal vez se alimentara alguna duda sobre sus actividades, ya que en el año mil setecientos sesenta y nueve llegó a estas regiones un extranjero con una carta escrita doce años antes en que se ordenaba a Perrault que regresara a Roma inmediatamente.

»Si la orden hubiese llegado sin pérdida de tiempo, lo habría encontrado con setenta años; pero en aquel entonces acababa de cumplir los ochenta y nueve. No había que pensar en el recorrido penosísimo a través de montañas y mesetas; jamás habría podido sobrevivir a las violentas galernas y bajísimas temperaturas del exterior de esta región. Envió, pues, una respuesta cortés, explicando su situación; pero se carece de informes que permitan aclarar si el mensajero logró franquear la primera fila de colinas.

»Así pues, Perrault permaneció en Shangri-La; no exactamente desafiando las órdenes de sus superiores, sino porque era físicamente imposible para él poder cumplimentarlas. En cualquier caso, era ya un anciano y la muerte no tardaría en poner fin al mismo tiempo a su vida y a sus irregularidades. Por aquel tiempo, la institución que había fundado empezó a experimentar un cambio sensible. Podía ser deplorable, pero de ninguna manera extrañó, puesto que un hombre sin ayuda de nadie no era capaz en modo alguno de mantener inamovibles los hábitos y las tradiciones de una época. Carecía de colegas occidentales que le tendiesen una mano cuando la suya se debilitaba y tal vez fuese un error emplazar su templo en un lugar que despertaba recuerdos tan distintos y mucho más antiguos que los que él sustentaba. ¿Qué podía esperarse, sin embargo, de un nonagenario, más que la realización del profundo error que había cometido? Pero Perrault no se había dado cuenta todavía. Era demasiado viejo y demasiado feliz.

»Sus discípulos le adoraba aunque ya no les enseñara nada; mientras que la gente del valle le tenía en tan reverente estima que él les perdonó su retroceso a los hábitos primitivos. Todavía era activo y sus facultades no le habían abandonado. A la edad de noventa y ocho años empezó a estudiar los libros budistas que habían sido olvidados en Shangri-La por sus anteriores ocupantes, y era su intención entonces dedicar el resto de su vida a confeccionar un volumen atacando sin piedad al budismo desde un punto de vista ortodoxo. Terminó su tarea, desde luego (poseemos su manuscrito completo), pero el ataque era demasiado suave, porque ya había alcanzado en aquella época la redondeada edad de un siglo, una edad en que se desvanecen las más agudas acrimonias.

»Entretanto, como puede usted suponer, muchos de sus primeros discípulos habían muerto, y como habían sido muy pocos los reemplazados, el número de los residentes bajo la regla del viejo capuchino había disminuido sensiblemente. De ochenta que fueron en un principio, quedaron reducidos a una veintena y poco más tarde no llegaban a doce, todos ellos de edad avanzada también.

»La vida de Perrault empezó a deslizarse plácida y tranquila, esperando su fin próximo. Era ya demasiado viejo para preocuparse de enfermedades o mostrar descontento por nada; sólo le esperaba el sueño eterno y no le tenía miedo. La gente del valle subvenía a sus necesidades, proporcionándole alimentos y vestidos; su biblioteca le daba ocasión de emplear su tiempo.

»Se había debilitado bastante; pero aún tenía energías suficientes para observar el ceremonial de su oficio; el resto de los días tranquilos lo empleaba en los libros, en sus memorias y en los suaves éxtasis que le proporcionaba el narcótico. Su cerebro permanecía tan extraordinariamente claro que se dedicó al estudio de ciertas prácticas místicas que los hindúes llaman yoga, y que están basadas en varios métodos especiales de respiración. Para un hombre de su edad, tal empresa podía haber parecido algo arriesgada y es ciertamente verdad que poco después, en el año mil setecientos ochenta y nueve, se extendió por el valle la noticia de que Perrault estaba agonizando.

»Yacía en esta misma habitación, mi querido Conway; sus ojos contemplaban el borroso colorido azul que le deparaba la visión lejana del Karakal; pero veía también con los ojos del alma y se dio cuenta entonces de la gigantesca empresa que había esbozado medio siglo antes.

»Y hubo ante su espíritu un desfile extraño de todas sus anteriores experiencias; de los años de viajes fatigosos a través de desiertos y montañas; de las grandes multitudes de las ciudades occidentales; de los ruidos de timbales y trompetas, así como de brillo de los uniformes de las tropas de Marlborough.

»En su cerebro se había distendido una calma de páramo; estaba dispuesto a morir, lo deseaba y se alegraba. Reunió a sus amigos y criados a su alrededor y se despidió de ellos; luego les rogó que le dejasen solo un rato. Durante esta soledad, mientras su cuerpo se debilitaba por momentos y su alma se elevaba hacia la beatitud, esperaba el fin… Pero no sucedió así. Permaneció vivo varias semanas, mudo e inmóvil; luego empezó a restablecerse. Tenía ciento ocho años.

El murmullo cesó por un momento, y a Conway, que se estremecía ligeramente, le pareció que el Gran Lama había estado narrándole con inusitada elocuencia un sueño remoto e irreal.

El anciano prosiguió su relato.

—Como muchos otros que han estado esperando mucho tiempo en el umbral de la muerte, Perrault fue gratificado con una visión de cierta importancia antes de regresar al mundo; pero de esta visión hablaremos más tarde.

»Aquí me remito únicamente a sus actos y conducta, que eran ciertamente notables. En vez de convalecer perezosamente, como era de esperar, se sometió a una disciplina corporal rigurosísima, curiosamente combinada con ingestiones de narcótico. Tomaba drogas y hacía ejercicios respiratorios… No parecía un régimen muy a propósito para desafiar a la muerte; y, sin embargo, tenemos la convicción de que cuando el último de sus monjes murió, en mil setecientos noventa y cuatro, Perrault vivía aún.

»Aquello habría hecho sonreír en Shangri-La si hubiese habido alguno que poseyera cierto sentido del humor. El arrugado capuchino, no mucho más decrépito que una docena de años antes, perseveró en las prácticas del secreto ritual, mientras que a las gentes del valle aparecía velado en un misterio indescifrable; aseguraban que se hallaba dotado de poderes divinos y adquirieron un miedo espantoso que les inducía a no acercarse demasiado al monasterio.

»Sin embargo, persistía el cariño hacia él, se empezó a considerar meritorio y de buen augurio subir a Shangri-La y dejar ante el pórtico una labor manual o productos alimenticios… Perrault daba sus bendiciones a aquellos peregrinos, olvidando o perdonando, que eran ovejas descarriadas, pues él Te Deum Laudamus y el Om Maue Padme Hum se oían con la misma frecuencia en los templos del valle.

»A medida que se aproximaba el nuevo siglo, la leyenda se convirtió en un folklore rico y fantástico. Se aseguraba que Perrault se había transformado en dios y que obraba milagros. Llegábase a afirmar que ciertas noches volaba a las cumbres del Karakal y encendía una hoguera en prueba de gratitud a los cielos. Se observa una palidez extraña en la cúspide de la montaña cuando hay luna llena; pero no necesito asegurarle que ni Perrault ni nadie ha sido capaz de subir allí. Lo menciono porque existe una cantidad asombrosa de inverosímiles testimonios certificando que Perrault hacía o podía hacer toda clase de cosas imposibles…

»Suponíase, por ejemplo, que practicaba el arte de la propia levitación, de que están llenos los relatos de misticismo budista; pero la verdad es que, aunque hizo muchos experimentos a este respecto, fracasó rotundamente. Descubrió, empero, que la atrofia de algunos de los sentidos ordinarios podía ser compensada por el desarrollo de otros; adquirió cierta habilidad en la telepatía, lo que era ya de por sí una cosa notable, y aunque no pretendía poseer virtudes curativas, lo cierto es que su mera presencia bastó para conseguir una mejoría sensible en algunas enfermedades.

»Le agradará, sin duda, saber cómo empleó su tiempo en estos años sin precedentes. Su conducta puede resumirse diciendo que, no habiendo muerto a su edad normal, empezó a pensar que no existía razón alguna que le hiciese albergar esos temores para un futuro próximo.

»Pero habiéndose probado a sí mismo anormal, reflexionó después que la anormalidad podría continuar hasta que viniese el desenlace cuando menos lo esperara. Y en esta ceremonia se dispuso a comportarse sin preocupaciones por la inminencia del peligro, viviendo la vida que siempre había deseado, pero que nunca había podido vivir. En el fondo de su corazón y a través de todas las vicisitudes había conservado los gustos reposados y tranquilos de su vida estudiantil.

»Su memoria era portentosa; parecía haber escapado a los obstáculos físicos hasta alcanzar las regiones superiores y desconocidas de inmensa claridad; parecióle que podía ahora aprenderlo todo con mucha más facilidad que en sus días de estudiante podía aprender algo.

»Pero necesitaba libros y sólo tenía unos asuntos que había traído consigo en los primeros días, entre los cuales se hallaba una gramática inglesa, un diccionario de la misma lengua y una traducción de Montaigne, por Florio.

»Con la ayuda de tan exiguo material logró dominar todas las dificultades de nuestra lengua, y aún poseemos en nuestra biblioteca el manuscrito de uno de sus primeros ejercicios lingüísticos: una traducción del ensayo de Montaigne sobre la Vanidad al tibetano… Seguramente es una producción única en su género.

Conway sonrió.

—Será interesante poder verlo —dijo.

—Con el mayor placer. Convengo en que fue una obra singularmente inútil, pero Perrault había llegado a una edad en que debemos perdonarle que no tuviese en cuenta la practicabilidad de sus trabajos. Habría estado demasiado solitario sin ninguna ocupación, por lo menos hasta el cuarto año del siglo diecinueve, que marca un acontecimiento de gran importancia en la historia de nuestra fundación.

»Fue entonces cuando llegó al valle de la Luna Azul otro extranjero procedente de Europa. Se trataba de un joven austriaco, llamado Henschell, que había luchado contra Napoleón en Italia… Era un individuo de noble estirpe, pocos años, sólida cultura y encantadores modales.

»La guerra lo había desposeído de su fortuna, y después de atravesar Rusia vagó por Asia intentando reponerla. Sería interesante saber cómo alcanzó la meseta, pero él no tenía tampoco una idea muy clara de ello. En efecto, estaba medio muerto cuando llegó aquí, exactamente igual que Perrault en otro tiempo.

»La hospitalidad de Shangri-La se extendió sobre él, siendo recibido con la misma acogedora solicitud con que lo fue el mismo Perrault. El extranjero empezó a restablecerse; pero aquí se rompe el paralelo que existe entre las dos llegadas, pues Perrault había venido para evangelizar y hacer prosélitos, mientras que a Henschell no le interesaban más que los yacimientos auríferos. Su principal ambición era enriquecerse y regresar a Europa lo más pronto posible.

»Pero no regresó. Sucedió algo extraño… aunque se ha repetido tantas veces en el transcurso de los siglos, que no debemos considerarlo extraño ya. El valle, con su tranquilidad paradisíaca y al abrigo de las preocupaciones del mundo, le hizo retrasar meses y meses su partida, y un día, habiendo oído la leyenda local, subió a Shangri-La y celebró su primera entrevista con Perrault.

»Aquella entrevista fue, en el verdadero sentido de la palabra, histórica. Perrault, más allá de pasiones tan humanas como la amistad o el afecto, estaba dotado de tal benignidad de espíritu que cayó sobre el joven como el rocío en el suelo reseco. No intentaré describir la asociación que surgió entre los dos; el uno experimentó una especie de adoración hacia el anciano; el otro le hizo compartir sus conocimientos, sus éxtasis y aquel sueño extraño que había sido la única realidad que le quedaba por cumplir en este mundo.

Hubo una pausa y Conway dijo en voz muy baja:

—Perdóneme por mi interrupción; pero eso no está claro para mí.

La respuesta susurrada tenía cierto dejo de simpatía.

—Ya lo sé. Lo inexplicable sería que lo comprendiese. Se trata de algo que ya le explicaré antes de terminar nuestra conversación; pero por ahora, si me lo permite, me ceñiré a cosas más simples.

»Un dato que le interesará, sin duda, es que Henschell inició nuestra colección de arte chino, así como nuestra biblioteca y las adquisiciones de libros e instrumentos musicales.

»Tuvo que hacer un viaje notabilísimo a Pekín y trajo la primera consignación en el año mil ochocientos nueve. No volvió después a abandonar el valle, pero creó el complicado sistema por el cual continúa surtiéndose el monasterio de los productos del mundo exterior.

—Hacían ustedes el pago en oro, ¿verdad?

—Desde luego. Éramos lo suficientemente afortunados para poseer reservas de ese metal que en tan alta estima se tiene en los demás países del mundo.

—En tal alta estima que no comprendo cómo han podido evitar la intromisión de los buscadores de oro.

El Gran Lama inclinó la cabeza en la más simple indicación del asentimiento.

—Eso, mi querido Conway, fue siempre el temor de Henschell. Tuvo el cuidado de que ninguno de los porteadores que traían los libros u objetos de arte se aproximara nunca demasiado; los obligaba a depositar su carga a un día de distancia y luego la recogían las gentes del valle. Apostó también centinelas que vigiaban la entrada del desfiladero. Pero no tardó en imaginar una vigilancia mucho más simple y efectiva.

Hubo un silencio, que rompió Conway para preguntar con gran excitación en la voz:

—¿Cuál?

—Como usted comprenderá, no había por qué temer una invasión de fuerzas armadas. Eso no será posible jamás debido a la naturaleza del terreno y a la gran distancia que lo separa de los otros países habitados. Todo lo más que se podía esperar era la llegada de algunos individuos de tropa completamente desorientados, los cuales, aunque viniesen armados, no constituirían peligro alguno por su estado de debilidad…

»Decidióse entonces que los extranjeros podían venir tan libremente como lo desearan… siempre que se sometieran a una condición previa…

»Ya durante un período de muchos años, estuvieron llegando extranjeros. Comerciantes chinos, tentados por el cruce de la meseta, pasaron por aquí por pura casualidad, ya que hay infinidad de caminos practicables que conducen a otros puntos… tibetanos nómadas, que habían perdido el contacto con sus tribus y hacían su entrada como animales exhaustos. A todos se les recibía con solicitud, aunque algunos morían poco después de encontrarse al abrigo del valle.

»En el año de Waterloo, dos misioneros ingleses, en su viaje hacia Pekín, cruzaron la colina por un paso innominado y tuvieron la suerte de llegar aquí tranquilamente como si viniesen de visita.

»En mil ochocientos veinte, un comerciante griego, acompañado por criados enfermos y hambrientos, fue encontrado moribundo en la parte alta del desfiladero. En mil ochocientos veintidós, tres españoles, habiendo oído una vaga historia sobre oro, llegaron aquí después de errar por las inmensas soledades durante muchos días y haber sufrido penalidades sin cuento.

»En mil ochocientos treinta la afluencia fue mayor. Dos alemanes, un ruso, un inglés y un sueco, consiguieron atravesar el terrible Tian-Shan, impelidos por un motivo que luego se hizo extraordinariamente común… Exploraciones científicas. En el tiempo de su llegada, Shangri-La había experimentado una leve transformación en su disposición hacia los extranjeros. No solamente eran recibidos aquéllos con benevolencia y solicitud, sino que se acostumbraba a salir a buscarlos cuando se encontraban a cierta distancia de aquí.

»Todo ello se debía a una razón que discutiremos más tarde; pero el punto principal es que el lamaísmo no había sufrido ningún cambio sensible en lo referente a la hospitalidad; existía a un tiempo la necesidad y el deseo de nuevos llegados. Y en efecto, en los años que siguieron sucedió que más de una partida de exploradores, contemplando con asombrados ojos su primera visón de la cúspide del Karakal, encontraron mensajeros portadores de una cordial invitación… que raramente era declinada.

»Mientras tanto, el lamaísmo había empezado a adquirir muchas de sus actuales características. He de hacer resaltar el hecho de que Henschell era extraordinariamente activó e inteligente y que la Shangri-La de hoy le debe a él tanto como a su fundador… Sí, no tengo la menor duda de ello… Fue la suya la mano firme y bondadosa a un tiempo que cada institución necesita en cierto periodo de su desarrollo, y su pérdida habría sido mucho más sensible e irreparable si no hubiese completado el trabajo de más de una vida en la fecha en que ocurrió…

Conway miró el arrugado rostro de su interlocutor y exclamó con los dientes apretados, presa de indefinibles emociones:

—¿Quiere decir que murió?

—Sí. Fue una cosa repentina. Murió asesinado… Sucedió en el tiempo de la revolución india. Poco antes de su muerte, un artista chino le hizo un retrato que voy a enseñarle ahora mismo. Repitióse el leve gesto de la mano y una vez más entró un criado.

Conway, como un espectador en trance, vio a aquel hombre que corrió una pequeña cortina hasta el final de la habitación y luego traer una linterna, cuya luz disipó en cierto modo las tinieblas.

Luego oyó el murmullo invitándole a entrar; aquel murmullo que se había convertido en una música familiar.

Púsose en pie y se encaminó lentamente hacia el trémulo círculo luminoso. El retrato era pequeño, apenas algo mayor que una miniatura en colores, pero el artista había logrado dar a la carne un tinte cerúleo de un realismo asombroso.

Los rasgos del retratado eran de gran belleza, casi femeninos, pero Conway observó en ellos la inmensa atracción que ejercían a través del tiempo, la muerte y el artificio.

Lo más extraño de todo, empero, era algo de que no se dio cuenta hasta después de pasada la primera impresión de admiración: aquel rostro era el de un hombre joven.

Retrocedió tambaleándose y preguntó:

—¿No me dijo usted que el retrato fue obtenido poco antes de su muerte?

—En efecto, y su semejanza es extraordinaria.

—Pero si murió en el año que usted dijo…

—Murió, no lo dude.

—Y llegó aquí en mil ochocientos tres, cuando era joven…

—¿Y bien?

Conway no respondió por un momento. Con un esfuerzo enorme, logró hacer acopio de energías para decir:

—¿Y murió asesinado?

—Sí; lo mató un inglés. Pocas semanas después de haber llegado el británico a Shangri-La. Era uno de aquellos exploradores a que hice referencia.

—¿Cuál fue el motivo del asesinato?

—Una disputa a causa de los guías. Henschell acababa de comunicarle la condición previa para admitir a los huéspedes. Era una tarea demasiado dura, lo comprendo, y desde entonces, a pesar de mi debilidad, me he encargado yo siempre de transmitirla a mis invitados…

El Gran Lama hizo otra pausa mucho más larga. Indudablemente, esperaba una pregunta, pues cuando continuó fue para añadir:

—Tal vez se pregunte, mi querido Conway, cuál era esa importante condición.

Conway respondió lentamente y en voz que parecía un susurro:

—Creo que la he adivinado.

—¿De veras? ¿Y ha adivinado algo más después de esta larga historia que acabo de referirle?

Conway sintió una especie de torbellino en su cerebro cuando intentó responder a aquella pregunta; la habitación era un verticilo sombrío con aquella vetusta benignidad en su centro.

Durante toda la narración, había estado escuchando con tal atención, que no dejó funcionar a su cerebro para hacer deducciones; pero ahora, al pensar en las conclusiones que su mente acababa de realizar, se cogió las sienes entre las manos presa de un asombro infinito.

Dijo, al fin, tartamudeando:

—Pa… re… ce im… po… si… ble.

El Gran Lama no quiso interrumpirlo, dejando que diese libre curso a sus reflexiones.

—Sí, parece imposible, y sin embargo, no puedo evitarlo… Aunque mi sentido común se niega a admitirlo, hay algo en mi interior que me dice que no me he equivocado, no… Aunque parece asombroso… extraordinario… increíble…

—¿Qué, hijo mío?

—Y Conway respondió, temblando con una emoción cuya causa ignoraba y que no trató de ocultar:

Que esté usted vivo aún, padre Perrault.