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—Supongo que habrá gente que tenga que vivir en sitios peores que éste —declaró Barnard en las postrimerías de su primera semana de estancia en Shangri-La.

Por aquel tiempo, la partida se había acomodado a la rutina diaria, y en sus excursiones, acompañados de Chang, su aburrimiento no era mucho más agudo que el de algunas vacaciones cuidadosamente planeadas.

Todos se habían aclimatado a la nueva atmósfera, que empezaban a encontrar bastante vigorizadora, sobre todo desde que evitaban los ejercicios violentos.

Ahora sabían que los días eran calurosos y las noches frías, que el monasterio estaba casi completamente al abrigo de los vientos, que los aludes sobre el Karakal eran más frecuentes hacia el mediodía, que en el valle se cultivaba un tabaco excelente, que ciertos alimentos y bebidas eran más agradables que otros, y que cada uno de ellos poseía gustos y peculiaridades personalísimos.

Chang se esforzaba incansablemente en suavizar todas las asperezas. Era el guía de todas las excursiones, sugería ocupaciones, recomendaba libros, hablaba con su voz meliflua y cuidado acento siempre que se abría una pausa en las comidas, y en todas las ocasiones se mostraba benigno, cortés y hombre de recursos. Estaba tan acentuada la línea de demarcación entre las informaciones suplidas espontáneamente y las cortésmente delicadas, que estas últimas dejaron de producir resentimiento, exceptuando, quizá, a Mallinson.

Conway se alegró de observar todo esto, añadiendo otro fragmento a sus datos constantemente acumulados. Barnard trataba al chino como si fuese un miembro de una de las convenciones del Oeste Medio…

Chang —decía—, éste es un hotel de la más ínfima calidad. ¿Por qué no se ocupa de que traigan diariamente los periódicos? Daría de buena gana todos los libracos que tiene usted en la biblioteca por una edición de esta mañana del Herald Tribune

Las respuestas de Chang eran siempre graves, aunque no por ello debiera deducirse que tomara en serio todas las preguntas que se le hacían.

—Poseemos la colección del Times de hace muy pocos años; pero solamente la del Times de Londres.

Conway supo con alegría que las visitas al valle no les estaban prohibidas, aunque la dificultad del ascenso hacían las excursiones a aquel lugar imposibles sin escolta.

Acompañados de Chang emplearon un día entero en inspeccionar todo aquel llano cubierto de verde que producía tal sensación de placer a la vista, contemplado desde el monasterio, y para Conway, la expedición tuvo un interés absorbente. Viajaron en palanquines de bambú, que oscilaban peligrosamente sobre los bordes de los precipicios, mientras que los porteadores seguían indiferentemente su camino sin preocuparse de la expresión de susto de los ocupantes de las sillas.

No era en realidad una excursión apta para melindrosos, pero cuando llegaron al fin al fondo del valle, pudieron contemplar a su babor lo que constituía la fuente de riquezas del monasterio.

Todo el valle no era más que un paraíso de asombrosa fertilidad, en el que el desnivel de unos cuantos miles de pies unía los productos de los países fríos con los templados y los tropicales.

Cosechas de inusitada diversidad crecían en profusión y continuidad sin un centímetro de terreno inculto.

Toda la zona cultivada se extendía por un espacio de más de doce millas, variando en anchura de una a cinco millas, con la facultad de que a pesar de la profundidad llegaban perfectamente los rayos solares.

La temperatura era agradabilísima, aun a la sombra, y, sin embargo, los riachuelos que corrían murmurantes por entre los sembrados estaban cubiertos de trocitos de hielo procedentes de las montañas.

Conway volvió a pensar, contemplando la soberbia montaña que servía de muro de contención, que existía un peligro tremendo siempre cernido sobre aquella escena portentosa; si no hubiese sido por aquella barrera que formaba la montaña, todo aquel lugar estaría convertido en un inmenso lago, alimentado continuamente por los glaciares de los alrededores. Pero en vez de ello, sólo corrían por el suave césped y los terrenos cubiertos de hortalizas y cereales unos cuantos arroyuelos que llenaban los depósitos construidos al efecto para regar los campos y plantaciones con un conocimiento disciplinado, digno de un ingeniero agrónomo.

El proyecto había sido extraordinariamente afortunado, ya que la obra no había podido ser dañada por los frecuentes terremotos ni por los deslizamientos de tierras.

Los temores del futuro aumentaban el encanto incomprensible del presente. Conway estaba cautivado por las mismas cualidades de fascinación e ingenuidad que habían hecho sus años de estancia en China mucho más felices que los anteriores. El casto arriate que le circundaba contrastaba perfectamente con los minúsculos prados, con los cuidados jardines, con las pintadas casas de té y las viviendas de juguete.

Los habitantes del valle le parecían una mezcla inteligente de chinos y tibetanos; eran mucho más limpios y proporcionados que la mayoría de cualquiera de las dos razas y parecían muy poco disgustados por la inevitable intromisión de la pequeña partida de extranjeros.

Sonreían, y hasta lanzaron carcajadas alegres cuando vieron pasar los palanquines que conducían a Conway y sus compañeros, y dirigieron palabras amistosas a Chang; poseían un carácter alegre e inquisitivo; eran corteses y descuidados y se hallaban ocupados en innumerables trabajos, sin parecer tener prisa por terminar ninguno.

Conway los consideró como una de las comunidades más agradables que había visto en su vida y hasta la señorita Brinklow, que los examinaba concienzudamente en busca de un síntoma de degradación pagana, tuvo que admitir que todo parecía estupendo «superficialmente». Lanzó un nuevo suspiro de satisfacción al observar que los indígenas iban completamente vestidos, aunque las mujeres llevaban unos pantalones amplísimos atados a la cintura, y su más escrupuloso examen de un templo budista sólo le reveló algunos objetos de culto que podían ser considerados como algo dudosamente felices.

Chang les explicó que el templo poseía sus lamas propios que se hallaban bajo el gobierno directo de Shangri-La, aunque no eran de la misma orden.

También vieron un templo taoísta y otro dedicado a Confucio, a muy poca distancia uno del otro.

—Las piedras preciosas tienen facetas dijo el chino. Es posible que muchas religiones sean moderadamente verdaderas.

—Soy de su misma opinión —declaró Barnard cordialmente—. Jamás he sido partidario de los fanatismos de secta. Chang, es usted un filósofo. Recordaré siempre esa frase «Muchas religiones son moderadamente verdaderas…». Me parece que ustedes, los lamas, son bastante más inteligentes de lo que yo creía… porque se necesita ser listo para pensar una cosa así… Tienen ustedes mucha razón, muchísima razón, Chang. Estoy completamente seguro.

—Pero nosotros —respondió Chang con su voz meliflua y como si hablase en sueños— no estamos más que moderadamente seguros.

La señorita Brinklow no podía soportar aquella idea que le parecía una prueba de pereza espiritual.

—Cuando regrese a mi país —dijo con los labios apretados— intentaré convencer a mi sociedad para que envíe aquí a un misionero, y si le parecen elevados los gastos que origine su desplazamiento, haré la propaganda necesaria hasta que lo consiga.

Aquella muestra e fortaleza hizo despertar de su ensimismamiento al propio Mallinson, que, a pesar de las pocas simpatías que le inspiraba la misionera, no pudo por menos que decirle, mirándola con sincera admiración:

—A usted es a quien debían enviar aquí. Naturalmente, si es que le gusta un lugar como éste.

—No es cuestión de gustos, Mallinson —respondió la señorita Brinhlow con gesto altivo—. A nadie le gusta esto, como es natural; pero volvería de buena gana a cumplir con mi deber.

—Si yo fuese misionero —intervino Conway preferiría este sitio a muchos otros.

—En este caso carecería de mérito su estancia aquí —respondió la señorita Brinklow.

Yo no pensaba en el mérito.

—Peor todavía. No vale la pena hacer una cosa que causa placer. Mire a esa gente.

—Parecen muy felices.

—Exactamente —respondió ella con soberbia expresión. Luego añadió—: Me agradaría empezar mi proyecto aprendiendo su lenguaje. ¿Puede usted prestarme una gramática donde pudiera aprender a hablar tibetano, señor Chang?

Chang contestó con su voz meliflua:

—Desde luego, señora, con el mayor placer. Y si me lo permite le diré que me parece una idea excelente.

Cuando emprendieron el ascenso a Shangri-La aquella tarde, Chang trató el asunto como algo de gran importancia, y al llegar al monasterio, la señorita Brinklow quedó sorprendida al contemplar un enorme volumen recopilado por un pacienzudo alemán del siglo diecinueve.

Ella había imaginado probablemente, que el libro sería un manual por el estilo de esos que ofrecen: «¿Quiere usted hablar tibetano en quince días?», pero con la ayuda de sus conocimientos del chino, y los ánimos de Conway, emprendió su tarea con ahínco y no tardó muchos días en hacer notables progresos.

Conway, también, se hallaba muy interesado en el problema que él mismo se había planteado. Durante los días calurosos y soleados, hacía un empleo excesivo de la biblioteca y de la sala de música, ratificándose cada vez más en su opinión de que los lamas poseían una cultura excepcional.

Los libros poseían cierta tendencia católica; Platón, en griego, se hallaba junto a Omar en inglés; Nietzsche se codeaba con Newton; también estaban Tomás More, Hannah More, Thomas Moore, George Moore, e incluso Moore el Viejo.

Conway estimó el número de volúmenes entre veinte y treinta mil; era tentador el querer adivinar cuáles habrían sido los métodos de selección y adquisición…

Esforzóse en descubrir si había algo moderno, pero no consiguió encontrar más que una edición barata de Sin novedad en el frente.

En otra visita, Chang le aseguró que había otros libros publicados después del año 1930, que acababan de llegar al monasterio.

—Como verá, no se nos puede tachar de anticuados a este respecto —comentó el chino.

—No creo que encuentre mucha gente que participe de su opinión —replicó Conway con una sonrisa—. Han sucedido muchas cosas en el mundo desde el año pasado.

—Nada importante, mi querido señor Conway, que no hubiese sido ya previsto en 1920, o que no sea perfectamente comprendido en 194O.

—¿No le interesan entonces los últimos acontecimientos de la crisis mundial?

—Me interesaran mucho, sin duda, a su debido tiempo.

—Creo, Chang, que empiezo a comprenderle. Es usted muy diferente a los demás…, es decir, el tiempo no significa nada para usted. Poseemos caracteres muy parecidos. Si yo estuviese en Londres, no experimentaría ansiedad alguna por leer las últimas noticias, y usted, en Shangri-La, tiene la misma falta de curiosidad por los más recientes acontecimientos. Dígame, Chang, ¿cuánto tiempo hace que no han recibido ustedes visitas en el monasterio?

—Ésa es una pregunta, señor Conway, a la que lamento no poder contestar.

Aquélla era la terminación definitiva de la conversación, y produjo menos irritación a Conway que el hecho contrario; es decir, la conversación que no tiene trazas de termina jamás.

La simpatía que Chang le inspiraba aumentaba a cada entrevista; sin embargo, le extrañaba sobre manera que no se hubiese tropezado hasta ahora con ningún otro habitante del monasterio más que Chang y la muchacha. Aun presumiendo que los lamas fuesen inabordables, ¿no habría otros postulantes además de Le-Tsen y Chang?

La pequeña manchú se encontraba frecuentemente con Conway en la sala de música; pero no hablaba inglés y él no quería que supiesen que conocía el chino.

Conway no sabía, pues, aún, si la muchacha tecleaba por pasar el rato, o si verdaderamente era una estudiante de música. Las ejecuciones, como toda la conducta de la oriental, se caracterizaban por la formalidad, y su repertorio era escogidísimo; obras de Bach, Corelli, Scarlatti, y a veces Mozart.

Ella prefería el clavicordio al piano; pero cuando Conway se sentó ante este último e inició una melodía ella escuchó con recogimiento y apreciación.

Era imposible saber lo que pensaba aquella mujer; era difícil, incluso, adivinar su edad, pues lo mismo podía haber cumplido los treinta que no haber llegado a los catorce, y a pesar de este absurdo, cualquiera de las dos edades que hubiese asegurado tener la habría aceptado sin dudar.

Mallinson, que algunas veces venía a oír música a falta de otra cosa que hacer, expuso a Conway en repetidas ocasiones lo que pensaba sobre ella.

—No puedo comprender lo que hace aquí —decía—. Esto de los lamas tiene una explicación plausible en Chang que es viejo y carece de ambiciones, pero ¿qué atracción puede tener para una mujer que es casi una niña? ¿Cuánto tiempo llevará a aquí? .

—También yo lo quisiera saber, pero ésa debe ser una de las muchas cosas que Chang lamenta no poder decir.

—¿Cree usted que a ella le gusta estar aquí?

—Por lo menos, me parece que no le disgusta.

—Yo creo que carece de sentimiento a este respecto me da la impresión de que es una muñequita de marfil mejor que un ser humano.

—Pero una muñequita encantadora, no me lo negarás.

—En apariencia, sí.

Conway sonrió.

—Y todas las apariencias están a su favor, Mallinson. Es una muñequita de modales refinados, que posee buen gusto para vestir, que es atractiva, que toca bastante bien el clavicordio y que no se mueve por la habitación como si estuviese jugando a hockey, como haría cualquier mujer de nuestro país. La Europa occidental carece de representantes del sexo débil con tantas virtudes.

—Es usted un cínico respecto a las mujeres, Conway.

Conway estaba acostumbrado a esta censura. No había tenido jamás íntimas relaciones con el género femenino, y en los permisos, poco numerosos, de que había gozado durante su estancia en la India, había sustentado la opinión de cínico tan fácilmente como muchas otras.

En realidad tuvo algunas relaciones puramente amistosas con mujeres que habrían aceptado sin vacilar una propuesta de matrimonio de su parte, pero nunca se las había hecho. En una ocasión llegaron a anunciar sus esponsales en el Morning Post, pero como la novia no quiso vivir en Pekín y él se negó rotundamente a fijar su residencia en Tumbridge Wells, desistieron de su proyectado enlace por incompatibilidad de caracteres.

Sus experiencias de la mujer, en general, habían sido intermitentes y algo inconclusas; pero no era de ningún modo un cínico.

Sin embargo, respondió con una carcajada:

—Tengo treinta y siete años, Mallinson; mientras que tú apenas has cumplido los veinticinco… Ya te desengañarás de algunas cosas.

Después de una pausa, Mallinson preguntó de repente:

—Dígame, Conway, ¿qué edad juzga usted que tiene Chang?

—Oh, lo mismo puede tener cuarenta y nueve, que ciento cuarenta y nueve.

El hecho de que la curiosidad de los recién llegados quedaba insatisfecha sobre infinidad de cosas, oscurecía la cantidad realmente vasta de datos que Chang se apresuraba a suministrarles concernientes a otros muchos puntos interesantes.

No había secretos, por ejemplo, sobre las costumbres y hábitos de los pobladores del valle, y Conway, con infinito interés, sostenía largas conversaciones con el chino que le habrían sido de suma utilidad para publicar una memoria sobre aquel país perdido.

La población del valle era gobernada de una forma aparentemente autocrática, aunque bastante especial por su elasticidad, ejercida por los habitantes del monasterio con una benevolencia indolente.

Pero aquel régimen había tenido un éxito rotundo y cada descenso en el fertilísimo edén se lo confirmaba. Conway preguntó asombrado cómo obtenían aquel orden y cómo lograban hacer cumplir sus leyes, ya que no había señales de soldados ni de policías.

Chang replicaba a estas cuestiones que el crimen o el delito eran rarísimos en aquel lugar, en parte porque solamente las cosas gravísimas eran consideradas como verdaderos crímenes y en parte porque cada uno disponía de lo suficiente para no tener que envidiar a nadie.

En último caso, cualquiera de los criados del monasterio estaba autorizado para expulsar del valle a los que ellos consideraban que lo merecían; pero la expulsión era el más terrible de todos los castigos impuestos.

El factor principal en el gobierno de Luna Azul, aseguró Chang, era el inculcamiento de buenas costumbres, predicándoles a los habitantes del valle, sin cesar, que perdían grados en sus castas si hacían cosas que no debían hacer.

—Ustedes los ingleses —añadió— inculcan los mismos sentimientos a los niños en los colegios, aunque lamento tener que decir que no los educan en el mismo temor. Los habitantes de nuestro valle, por ejemplo, saben que no se debe ser inhospitalario con los extranjeros, ni disputar violentamente, ni esforzarse en ser más que su vecino… Es decir, que el estímulo, esa virtud negativa que tanto valor tiene para sus profesores ingleses, es considerado aquí como una excitación peligrosa de los bajos instintos.

Conway pregunto entonces si no disputaban nunca por causa de mujeres.

—Muy raramente, porque no se considera de buena educación que un hombre requiera de amores a la mujer de su prójimo.

—¿Y si a alguno le importara un comino la buena educación?

—Entonces, el otro hombre daría una lección de moral y de buenas costumbres a aquél, permitiéndole que se llevara la mujer sin disputas de ninguna clase. La mujer, por su parte, aceptaría también complacida para evitar luchas. No puede usted darse una idea de los buenos resultados que la puesta en práctica de estos principios nos proporcionan para la resolución sin asperezas de todos esos pequeños problemas.

Y ciertamente, durante sus frecuentes visitas al valle, Conway tuvo ocasión de apreciar la paz y buena armonía que reinaba entre todos sus habitantes, convenciéndose de que aquella forma de gobierno había adquirido un grado de perfección inigualable.

Cuando comunicó a Chang sus impresiones, manifestándole su asombro por el éxito obtenido con su gobierno, el chino le respondió con una sonrisa indefinible:

—Nos hemos convencido de que la mejor forma de mantener incólume nuestra autoridad es no abusar de ella.

—Y sin embargo no emplean los recursos de la maquinaria democrática, como la votación…

—Oh, de ninguna manera. Entonces haríamos pensar a nuestro pueblo que nuestra política no era la más beneficiosa para ellos. Eso sería un error injustificable.

Conway sonrió. Estaba completamente de acuerdo con Chang.

Mientras tanto, la señorita Brinklow se entregaba con ardor al estudio del tibetano; Mallinson proseguía gruñendo y maldiciendo y Barnard persistía en una ecuanimidad que, fuese real o fingida, era igualmente digna de admirar.

—Le confieso, Conway —dijo el joven— que el buen humor de que hace gala ese hombre me está atacando los nervios. No me sorprendería que por no preocupar a usted diese muestras de resignación con este estado de cosas, aunque en su interior estuviese tan indignado como yo; pero no, siempre tiene ganas de bromas y… no puedo soportarlo. Un día, no voy a poder contenerme y…

Conway, que en más de una ocasión se había preguntado estupefacto en qué consistiría la facilidad con que el americano se había amoldado a su nueva situación, le interrumpió intentando desviar la conversación:

—¿Y no crees que ha sido una suerte para nosotros que haya tomado las cosas así?

—Tal vez; pero lo encuentro muy extraño. ¿Qué sabe usted de él? Me refiero a quién es, de dónde vino, y todo lo demás…

—No mucho más que tú. Tengo entendido que venía de Persia, donde se dedicaba a la explotación de unos pozos de petróleo. Por lo visto forma parte de su idiosincrasia tomárselo todo tranquilamente, pues me vi negro para convencerle de que ocupara un puesto con nosotros en el avión. Sólo lo conseguí cuando le aseguré que un pasaporte americano no era capaz de detener las balas de los sublevados.

—¿Y vio usted el pasaporte?

—Probablemente, aunque no puedo asegurarlo. ¿Por qué?

Mallinson lanzó una carcajada.

—Seguramente pensará usted que me he estado metiendo en lo que no me importa. ¿No encuentra extraño que después de dos meses de estancia en un lugar desconocido ese hombre no nos haya revelado lo más mínimo sobre su pasado? Pues bien, yo sí tengo algo que descubrir sobre él, y le juro que en condiciones normales no lo habría hecho, pero ahora tengo necesidad de quitarme este peso de encima…

—Déjate de preámbulos y di lo que tengas que decir.

—Pues bien, ahí va: Barnard viajaba con pasaporte falso. No se llama Barnard ni mucho menos.

Conway enarcó las cejas con una expresión de interés que no tenía nada de fingida. Jamás le había preocupado saber quién podía ser aquel americano que con tanta facilidad se había amoldado a todo, pero la ansiedad que veía en el rostro de su subordinado le intrigó.

—¿Quién crees tú que es?

El joven respondió aviesamente:

—No creo; tengo la seguridad de que es Chalmers Bryant.

—¿Chalmers Bryant? ¿Qué te ha hecho imaginar esa barbaridad?

—Esta mañana se le cayó una cartera y Chang la recogió, entregándomela a mí, por creer que me pertenecía. No pude evitar el ver que estaba llena de recortes de periódicos y no me importa confesar que les eché una ojeada. Después de todo, los recortes de diarios no se pueden llamar objetos de propiedad privada. En todos ellos se hablaba de Bryant y en uno vi una fotografía cuyo original sólo se diferenciaba de nuestro Barnard en el bigote.

—¿Has mencionado tu descubrimiento a Barnard?

—No. Le he entregado la cartera sin hacer el menor comentario.

—¿Así, pues, solamente basas tu identificación de la suplantación de personalidad en la fotografía de un diario?

—Hasta ahora sí.

—Pues yo no considero eso como una prueba definitiva ni mucho menos. Tal vez tengas razón. No niego que no pueda, posiblemente, ser Bryant; y entonces, tendría una explicación esa satisfacción que demuestra experimentar desde que nos encontramos aquí. Difícilmente habría podido encontrar un escondite mejor que éste.

Mallinson parecía desilusionado por esta recepción indiferente de noticias que él creía sensacionales.

—Bien, ¿qué piensa hacer ahora que lo sabe?

Conway reflexionó un momento antes de responder:

—No tengo la menor idea Mallinson. Probablemente no haré nada. ¿Qué diablos quieres que haga?

—Pero si ese hombre es Bryant…

—Mi querido Mallinson, aunque fuese Nerón en persona, me daría igual. No tenemos más remedio que soportar su compañía mientras estemos aquí. ¿De qué nos serviría rehusarle la palabra? Sería cómico. Si lo hubiese sabido en Baskul, habría sido diferente… Entonces habría intentado ponerme en comunicación con Delhi para recibir instrucciones, Únicamente por creerlo mi deber; pero aquí no puedo tomar medida alguna… Estamos fuera de mi jurisdicción.

—Eso se llama negligencia, Conway.

—Llámalo como quieras; no pienso dar el menor paso para hacerle detener… No podría hacerlo tampoco.

—¿Quiere decir entonces que olvide lo que he descubierto?

—No creo que lo puedas olvidar; pero sí estimo conveniente que nos guardemos este secreto para nosotros solos. No por consideración a Barnard o a Bryant o a quien diablos sea, sino para evitarnos un sinnúmero de molestias cuando salgamos de aquí.

—¿Y lo dejaremos que se vaya tranquilamente entonces?

—Mira, Mallinson… ¿No crees que sería mucho mejor que diésemos a cualquier otro el placer de atraparlo? Cuando se ha vivido sociablemente con un hombre durante cierto tiempo resulta enormemente duro tener que colocarle las esposas y entregarlo a la justicia.

—No participo de esa opinión. El hombre de que tratamos no es más que un ladrón en gran escala… Conozco a una infinidad de gente que ha quedado en la miseria por su causa.

Conway se encogió de hombros. Admiraba la simplicidad del código de blancos y negros de Mallinson; la ética de la escuela pública podía ser cruda, pero era recta y justa. Cuando un hombre faltaba a la ley, cualquiera estaba autorizado para detenerle y entregarle a la justicia, siempre que su delito estuviese castigado por el código.

Y la ley decía algo a este respecto sobre los cheques, acciones y balances. Bryant la había quebrantado, y aunque Conway no se había interesado demasiado por el caso, sabía que era de los peores de su especie.

Decíase que el grupo de accionistas gigantes que capitaneaba Bryant se había declarado en quiebra en Nueva York y el balance de pérdidas arrojaba un total de cien millones de dólares, cifras fantásticas aun para aquel país extraordinario.

El resultado de todo ello fue la orden de arresto de Bryant, su fuga a Europa, y varias peticiones de extradición contra él en media docena de países.

Conway dijo finalmente:

—Si quieres seguir mi consejo, no digas nada sobre esto… No por él, sino por nosotros mismos. Piensa además que cabe la posibilidad de que no se trate de Bryant.

Pero sí lo era, y la revelación llegó después de la comida.

Chang los había dejado solos; la señorita Brinklow había vuelto a su gramática tibetana y los tres exiliados pertenecientes al sexo fuerte se enfrentaron fumando y tomando café.

La conversación durante la comida habría languidecido más de una vez a no haber sido por el tacto y la afabilidad del chino; en su ausencia, se produjo un silencio pesado y denso.

Barnard, por esta vez, no se atrevió a hacer ninguna manifestación de buen humor, como era su inveterada costumbre.

Era claro para Conway que Mallinson carecía del suficiente dominio sobre sus emociones para tratar al americano como si nada hubiese sucedido, y también aparecía patentemente visible que Barnard se había dado cuenta de que exista algo extraño.

De pronto el americano arrojó su cigarro a una escupidera y exclamó:

—Supongo que todos ustedes saben quién soy yo, ¿eh?

Mallinson se ruborizó como una niña; pero Conway replicó en voz baja:

—Sí, Mallinson y yo creemos saberlo.

—Fue una negligencia imperdonable por mi parte dejarme esos recortes de periódicos abandonados…

—Todos podemos pecar de negligentes.

—Bien; veo que lo han tomado con calma, después de todo. Eso es buena señal.

Hubo otro silencio, roto al fin por la voz estridente de la señorita Brinklow, que decía:

—Le aseguro, señor Barnard, que yo no sé todavía quién es usted, aunque debo decirle que adiviné desde el principio que viajaba de incógnito.

Los tres hombres la miraron extrañados, y ella prosiguió:

—Recuerde que cuando el señor Conway aseguró que nuestros nombres aparecerían en todos los periódicos, usted dijo que aquello no le afectaba en absoluto. Entonces pensé que Barnard no debía ser su verdadero nombre.

El delincuente sonrió débilmente y se dispuso a encender otro cigarro.

—Señorita —dijo—; es usted no solamente un detective habilísimo, sino también de una urbanidad versallesca al aplicar ese nombre tan eufónico a mí caso. Viajo de incógnito, efectivamente; lo ha adivinado usted. En cuanto a ustedes dos, muchachos, no me preocupa que lo hayan sabido. Cuando no tenían la menor sospecha de nada, era fácil tratar con ustedes; ahora, sería insensato pensar que podemos reanudar nuestra vida como si tal cosa… Bien, han sido ustedes extraordinariamente buenos para mí, por lo que me atrevo a esperar que todavía lo pasaremos bien durante todo el tiempo que dure nuestra estancia en este monasterio. Lo que suceda después, ya vendrá por sí solo… No nos preocupemos.

Todo esto pareció a Conway tan eminentemente razonable, que miró a Barnard con un interés considerablemente mayor, y hasta con sincera apreciación.

Era curioso pensar que aquel individuo gordo y corpulento, bien humorado y de apariencia paternal, fuese el estafador más grande del mundo. Daba la sensación de ser uno de aquellos tipos que, con una ilustración muy poco superior a la normal, se colocaban de profesores en las escuelas de preparatorios.

Detrás de su jovialidad se advertían signos de disgustos y molestias recientes, pero esto no quería decir que la jovialidad fuese forzada. Indudablemente era lo que aparentaba y nada más: un «buen muchacho» en toda la acepción universal; un cordero por naturaleza y un tiburón por su profesión.

Conway dijo:

—Sí: creo que eso es lo mejor.

Entonces, Barnard lanzó una carcajada. Parecía como si aún poseyese reservas de buen humor que no hubiese querido mostrar hasta ahora.

—¡Dios mío! No pueden ustedes darse cuenta de cuán extraordinario resulta todo esto… He cruzado Europa entera; llegué a Persia a través de Turquía… Siempre con la policía pisándome los talones; estuvieron a punto de cazarme en Viena… Es muy distraído al principio eso de ser perseguido; pero al poco tiempo empieza a destrozar nuestros nervios. Me tomé un buen descanso en Baskul… Yo creía que estaría á salvo a causa de la revolución.

—Y lo habría estado —dijo Conway con ligera sonrisa— de no haber sido por las balas.

—Sí. Eso fue lo que me hizo dudar para decidirme. Convengan conmigo en la dificultad de elegir… O quedarme en Baskul, expuesto a que me acribillaran cuando menos lo esperase, o aceptar el viaje que me ofrecía en su aeroplano, con la posibilidad de que al final del mismo me esperasen con las esposas preparadas para adornarme las muñecas… No me atrevía a decidirme por ninguna de las dos cosas.

—Ya lo recuerdo.

Barnard rió de nuevo.

—Pues ahora no se extrañará de que el cambio de plan, o mejor dicho de ruta de nuestro avión, no me preocupara lo más mínimo. Esto me parece un lugar misterioso y nuestra llegada a él algo incomprensible; pero difícilmente habría podido encontrar algo mejor y no soy de los que acostumbran a quejarse cuando están satisfechos.

La sonrisa de Conway fue haciéndose más cordial.

—Una actitud muy razonable, desde luego. ¿Y por qué se siente tan contento?

—No se lo podría explicar razonablemente. Este es un sitio espléndido cuando uno se acostumbra. El aire es algo molesto al principio, pero no se puede pedir todo… Además se goza de una paz y de una tranquilidad envidiables… Cada vez que quebraba, me enviaban a Palm Beach en cura de reposo, pero no podía compararse con esto. Aquí es dónde podré observar escrupulosamente las prescripciones de mi doctor, sin tener que estar contemplando a cada momento los rostros huraños y los galones dorados de mis enfermeros, ni sufrir las inocentes llamadas telefónicas de los afectados por la quiebra…

—Pues tal vez les gustase echarle mano.

—Desde luego y me habría visto negro para poder zafarme de ellos.

Dijo esto con tanta simplicidad que Conway no pudo por menos que replicar:

—Le advierto que yo no puedo conceptuarme una autoridad en lo que los americanos llaman «alta finanza».

—La alta finanza no es más que una lucha sin cuartel.

—Algo así me figuraba yo.

—Mire, Conway, voy a explicarle algo. Un individuo hace lo mismo que ha estado haciendo durante muchos años y exactamente igual que otra infinidad de individuos, cuando de pronto las cosas le vienen mal. No puede hacer nada para evitarlo y se cruza de brazos a esperar que le venga la buena; pero no viene y cuando ya ha perdido diez millones de dólares, lee en un periódico que un profesor sueco asegura que se avecina el fin del mundo. Ahora, dígame, ¿usted cree que esta noticia podía causar en la bolsa una sensación que me favoreciera? Desde luego que aceleró al mismo tiempo que el descenso de mis valores los de muchos otros pero eso me levantó. La policía recibió órdenes de capturarme y yo no quise esperar a que lo hicieran.

—¿Pretende entonces que lo sucedido es obra del azar?

—Naturalmente.

—Pero perdió también el dinero de otros —intervino Mallinson con voz cortante.

—No lo niego; pero ¿por qué lo tenía…? Porque todos ellos querían ganar dinero sin sudar y carecían de la inteligencia suficiente para conseguirlo.

—No soy de su opinión. Se lo entregaron porque confiaban en usted y creían que lo tenían seguro en sus manos.

—Bueno, pues no estaba seguro. No podía estarlo. No hay seguridad en ninguna parte y los que pensaran que la hubiere eran como los sapos que pretenden ocultarse debajo de un paraguas para evitar un tifón.

Conway dijo en tono pacificador:

—Bien. Convengamos en que usted no pudo evitar el tifón.

—No pude evitarlo, como usted tampoco pudo evitar lo que nos sucedió a la salida de Baskul. Y le sucedió lo mismo que a mí. Cuando vio que no podía hacer nada, se cruzó de brazos también mientras que Mallinson enloquecía de rabia.

—No diga tonterías —gritó Mallinson exasperado—. Una quiebra puede evitarse siempre que se tengan en cuenta las reglas del honor que rigen para todos los juegos.

—Es muy difícil cuando todo el juego se ha hecho pedazos. Además, no hay nadie de la profesión que conozca esas reglas. Ni todos los profesores de Harvard y Yale juntos podrían decirlo.

Mallinson replicó disimulando su rabia:

—Me refiero a ciertas reglas simplísimas de la conducta que debe observar diariamente un ciudadano honrado.

—Pues entonces, esa conducta diaria a que usted se refiere no reza con las sociedades anónimas.

Conway se apresuró a intervenir.

—Creo que es mejor no discutir. No tengo nada que objetar a la comparación entre sus asuntos y los míos. Hemos estado volando a ciegas en estos últimos días, tanto metafórica como literalmente; pero ahora estamos aquí y convengo con usted que esto es lo principal y que podíamos tener más motivos de queja de los que tenemos. Es curiosa, si pensamos en ello detenidamente, la forma en que nosotros cuatro hemos sido reunidos por un azar del destino y secuestrados en un lugar que dista varios miles de kilómetros de nuestro punto de partida. Tres de nosotros parecen haber encontrado algún consuelo en el presente estado de cosas. Usted, por ejemplo, necesitaba una cura de reposo, o un escondite: la señorita Brinklow se cree destinada por Dios a evangelizar a los infieles tibetanos.

—¿Y quién es el tercero? —interrumpió Mallinson—. Supongo que no seré yo.

—Me incluía yo mismo —replicó Conway—. Y el motivo es el más simple de todos… Me gusta esto.

Y en efecto, poco tiempo después, cuando emprendió su solitario paseo habitual a lo largo de la terraza o junto al estanque de los lotos, experimentó un sentimiento de tranquilidad y bienestar mental y físico.

Era perfectamente verdad; le gustaba vivir en Shangri-La. Su atmósfera lo tonificaba, mientras que su misterio le estimulaba y la sensación total era algo extraordinariamente agradable.

Hacía varios días que había llegado a una conclusión definitiva sobre el lamaísmo y sus habitantes; su cerebro se hallaba aún preocupado con aquella curiosa conclusión, aunque en el fondo de su pensamiento no experimentaba preocupación alguna. Era como un matemático ante un problema abstruso; deseoso de llegar a resolverlo, pero con un deseo lento e impersonal.

En cuanto a Bryant, a quien decidió seguir llamando Barnard, la cuestión de sus hazañas e identidad se desvaneció instantáneamente, exceptuando una sola frase, «todo el juego se ha hecho pedazos».

Conway se encontró recordando aquellas palabras y repitiéndolas con una significación más amplia seguramente de lo que presumía el americano al pronunciarlas. Se trataba de algo más que de direcciones o gerencias de sociedades financieras. Abarcaba también Baskul, Delhi y Londres, guerras, forja de imperios, concesiones comerciales y banquetes en el edificio del gobierno; todo aquel mundo que recordaba se disolvía ante sus ojos; y Barnard se refirió a todo ello como si solo se tratara de lo que a él concernía. Todo el juego se hacía pedazos, sin duda, pero los jugadores no tendrían necesidad de dar cuenta ante un tribunal de los trozos que consiguieran salvar. En aquel respecto, los financieros tenían mala suerte.

Aquí, en Shangri-La, todo se hallaba en la calma más profunda. En un cielo sin luna, las estrellas brillaban en todo su esplendor, y una aureola de color azul pálido coronaba la cima del Karakal.

Conway pensó que si los esperados porteadores procedentes del mundo exterior llegasen en aquel momento, no le agradaría separarse de aquel lugar de delicias. Ni a Barnard tampoco, reflexionó con interna sonrisa. Era divertido, realmente; y de pronto se dijo que Barnard le era extremadamente simpático.

La pérdida de cien millones de dólares era algo inexplicable para un hombre solo; habría preferido que hubiese robado un reloj todo lo más. Y pensándolo bien, ¿cómo era posible que se perdieran cien millones? Probablemente tan sólo en el sentido con que un gabinete ministerial podía anunciar airosamente que habían perdido la India.

Y de nuevo pensó en el día en que tuviese que abandonar Shangri-La en compañía de los porteadores que regresaran a la «civilización». Se imaginó las jornadas largas y fastidiosas y luego la llegada al bungalow de cualquier plantación de Sikkim o Baltistán. Sería un momento de alegría, sin duda, pero tal vez decepcionante. A continuación los apretones de manos y las presentaciones; bebidas en las verandas de los casinos; rostros bronceados mirándolo atónitos con expresión de incredulidad.

Y en Delhi las entrevistas con el virrey y el consejo de gobiernos; infinidad de cabezas cubiertas de turbantes escuchando en silencio; interminables informes para preparar y transmitir al Ministerio de Colonias. Tal vez un permiso o una orden para regresar a Inglaterra y acudir a Whitehall; juegos de cubierta en el P. O.; la fláccida palma de la mano de un subsecretario; declaraciones a los periódicos; voces femeninas, duras unas, burlonas las otras… «¿De veras, señor Conway, estuvo usted en el Tíbet…?». Indudablemente podría cenar en Londres, donde le acomodase, durante toda una estación; pero recordó una sentencia pronunciada por Gordon en los últimos días que pasó en Khartum: «Prefiero vivir como un derviche entre los mahdis a cenar todas las noches en Londres». La aversión de Conway era menos definida… era la mera anticipación de referir su extraña aventura en pretérito, lo que le molestaba y al mismo tiempo le entristecía sensiblemente.

De repente, en medio de sus reflexiones, se dio cuenta de que se le aproximaba Chang.

—Señor —dijo el chino, acelerando sus palabras a medida que hablaba; me siento orgulloso de ser el portador de importantes noticias…

Ah, los porteadores habían llegado antes de lo que se esperaba; fue el primer pensamiento de Conway; era extraño que hubiese estado pensando en ello tan recientemente. Con acento resignado, dijo:

—¿Y bien?

Chang estaba en una tensión de nervios tan grande como era posible para él.

—Mi querido señor, añadió, permítame que le felicite efusivamente. Tengo la satisfacción inmensa de poder decir que en cierto modo me lo debe a mí, pues ha sido después de mis recomendaciones incesantes cuando el Gran Lama me ha hecho conocer su decisión. Desea verle inmediata mente.

Conway le miró extrañado.

—Es usted menos coherente que de ordinario, Chang. ¿Qué es lo que sucede?

—El Gran Lama quiere verle.

—Ya lo ha dicho antes; pero ¿por qué esa excitación?

—Porque es extraordinario y sin precedentes… Aun yo, que he forjado esta entrevista a fuerza de constancia, no esperaba triunfar tan pronto. Todavía no hace quince días que llegó y ya va a ser recibido por el Gran Lama… ¡Jamás ocurrió esto tan pronto!

—Perdóneme que no le comprenda… Voy a ver al Gran Lama; es lo único que he entendido. ¿No hay nada más?

—¿Acaso no le parece bastante?

Conway rió.

—En absoluto… No, Chang, no ponga esa cara, no pretendo ser descortés. Me imaginé al principio algo totalmente diferente, pero no importa ahora. Me sentiré honrado y complacidísimo con la entrevista que se digna concederme ese caballero. ¿Para cuándo es la cita?

—Para ahora mismo. Me ha enviado para que le acompañe.

—¿No será tarde?

—¿Qué importa la hora? Mi querido señor, ahora va a comprender usted una infinidad de cosas que a mí me estaba vedado revelar. Pero puedo asegurar con gran placer por mi parte que este intervalo tan desagradable para usted y para mí de su estancia aquí ha terminado para siempre. No puede imaginarse lo molesto que ha sido para mí tener que rehusar responder a sus deseos de informarse sobre ciertas cosas… Afortunadamente ya no será necesario que me pregunte nada porque no tardará en saberlo todo.

—Es usted un excelente muchacho, Chang respondió Conway. Pero vamos, no se moleste en continuar presentándome sus excusas. Estoy dispuesto y le aseguro que estimo sobremanera sus justas observaciones. ¡Guíeme!