Pasaron todo el resto de la mañana deliberando sobre el plan que cabía seguir.
Era ciertamente una situación insostenible la suya. Cuatro personas, acostumbradas a las diversiones más o menos honestas que proporcionaban los casinos de Peshawar o la casa misión de la misma ciudad, se hallaban ahora enfrentadas con la perspectiva de pasar dos meses en un monasterio del Tíbet.
Pero estaba en la naturaleza de las cosas que las impresiones recibidas en el transcurso de aquellos días de prueba dejasen en ellos minúsculas reservas de indignación o de asombro.
Hasta el mismo Mallinson cayó en una especie de fatalismo.
—No puedo continuar así, Conway —decía, dando chupadas nerviosas a su cigarrillo. Ya comprenderá usted cuáles son mis sensaciones. He dicho que había algo extraño, enigmático en este asunto. Presiento una catástrofe, quisiera salir de aquí si pudiera hoy mismo, pero…
—No te censuro por eso —le interrumpió Conway—. Desgraciadamente no se trata ahora de que nos agrade o no permanecer aquí. No tenemos más remedio que atenernos a las circunstancias. Francamente, si esta gente no quiere o no puede proporcionarnos los guías necesarios, nada podemos hacer sino esperar a que lleguen esos individuos. Siento tener que confesar que nos encontramos completamente desamparados, pero desgraciadamente es la pura verdad.
—¿Quiere decir que tendremos que resignarnos a pasar aquí esos dos meses?
—¿Y qué otra cosa podemos hacer?
Mallinson sacudió la ceniza de su cigarrillo con fingida indiferencia.
—Perfectamente, entonces —dijo. Aguantaremos esos dos meses. Supongo que tendré que transmitir mi agradecimiento a ese Chang por su estomagante hospitalidad y presentarle mis excusas por…
Conway le interrumpió.
Dijo:
—No veo por qué ha de ser peor que dos meses en cualquier otra parte aislada del mundo. Los de nuestra profesión estamos obligados a trasladarnos sin rechistar a los lugares más olvidados… Creo que esto lo mismo puede servir para nosotros dos que para los demás. Desde luego, es duro para los que tienen amigos o familiares. Personalmente, yo soy afortunado a ese respecto. No recuerdo a nadie que se preocupe por mi suerte, y mi trabajo, cualquiera que pueda haber sido, puede ser perfectamente ejecutado por cualquier otro.
Y volvióse a los demás como invitándoles a que expusieran sus casos particulares.
Mallinson permaneció silencioso; pero Conway sabía cuál era su situación, poseía parientes en Inglaterra y una novia con la que debía casarse…
Barnard, sin embargo, aceptó su posición con lo que Conway consideraba como un buen humor imperecedero.
—Confieso que yo he tenido suerte —dijo, sonriendo bonachonamente—. Estos dos meses de prisión correccional me vendrán de perilla. Y en cuanto a mis familiares no se preocuparán… Nunca he sido muy aficionado a escribir cartas.
—Olvida, sin duda, que nuestros nombres han aparecido en los periódicos —le recordó Conway—. Se habrán dado cuenta de nuestra desaparición y la gente siempre supone lo peor.
Barnard le miró atónito durante un par de segundos.
—Pues tiene usted razón —dijo al fin con una mueca extraña—. Pero de todas formas no me afecta gran cosa. Se lo aseguro.
Conway se alegró de que así fuese, aunque lo conceptuaba algo extraño.
Luego volvióse a la señorita Brinklow, que hasta entonces había estado notablemente silenciosa; ella no se había aventurado a emitir ninguna opinión durante la entrevista con Chang. Presumió que ella tampoco debía tener muchos motivos para preocuparse.
Dijo con calor:
Como dice el señor Barnard, dos meses no es gran cosa… Además, dondequiera que me halle, estaré al servicio de Dios. La Providencia Divina es la que me ha enviado aquí, sin duda alguna, y lo considero todo como una prueba a que me somete el Creador.
Conway opinó in mentis que aquella actitud era muy conveniente en las circunstancias actuales.
—Le aseguro —dijo animosamente— que sorprenderá agradablemente a los demás miembros de la misión cuando regrese. Entonces podrá informarles plenamente sobre multitud de hechos que todos desconocían. Todos nosotros habremos para entonces adquirido una gran experiencia sobre infinidad de cosas. Es un consuelo después de todo.
La conversación se hizo general. Conway se vio algo sorprendido por la facilidad con que Barnard y la señorita Brinklow se acomodaban a la nueva situación.
Sintióse reconfortado interiormente. No le quedaba más que una persona con quien discutir.
Pero hasta Mallinson, después de la tensión de los argumentos, empezaba a experimentar una reacción favorable; aún se hallaba turbado, pero dispuesto indudablemente a considerar las cosas desde un punto de vista menos desagradable.
—Sólo Dios sabe cuál será el final de todo esto dijo.
Y el hecho de hacer una exclamación de esta suerte probaba que empezaba a reconciliarse con el nuevo estado de cosas.
—Lo primero que tenemos que hacer es procurar no dejarnos llevar de los nervios —replicó Conway—. Felizmente, el lugar es lo suficientemente grande y no está superpoblado. Exceptuando a los criados, no hemos visto más que a uno de sus habitantes.
Barnard encontró otro motivo de optimismo.
—Y no moriremos de hambre si continúan alimentándonos como hasta ahora. Conway, aquí deben gastar una enormidad de dinero para vivir con esta suntuosidad. Esos baños, por ejemplo, deben haberles costado un disparate. Y no veo que nadie gane nada aquí, como no sea que los del valle trabajen sin cesar… De todas formas, no creo que produzcan lo bastante para exportar… Me gustaría saber si poseen minas…
—Todo esto tiene un misterio diabólico —interrumpió Mallinson—. Supongo que poseen tesoros ocultos o depósitos de dinero esparcidos en el extranjero. Es probable que los baños se los regalara algún millonario medio loco. De todas formas no me volverá a preocupar tan pronto como haya salido de aquí, aunque reconozco que en cierto modo es un lugar delicioso. Sería un sitio ideal para deportes de invierno, si se hallara bien situado. ¿Podría esquiarse en aquellas pendientes que se ven allá?
Conway le lanzó una mirada divertida y exclamó:
—Ayer, cuando te dije que había visto algunas flores, me recordaste que no estábamos en los Alpes. Ahora me toca a mí decirte lo mismo. Te aconsejo que no intentes ninguna de tus hazañas en Wengen-Scheidegg en esta parte del mundo.
—No creo que ninguno de estos indígenas haya tenido jamás ocasión de ver un salto con esquíes.
—Ni un encuentro de hockey sobre hielo —repuso Conway burlonamente—. ¿Por qué no organizas un partido? Combinado angloamericano contra lamas, ¿qué te parece?
—Magnífico —respondió la señorita Brinklow, con grave continente. Podríamos enseñarles a jugar.
Los comentarios adecuados sobre todo esto habrían llegado a hacerse difíciles, pero no hubo necesidad, ya que no tardaron en servir el almuerzo, cuyo carácter y prontitud les produjeron una agradable impresión.
Más tarde, cuando entró Cháng, los encontró poco dispuestos a entablar nuevas discusiones. Con gran tacto, el chino se comportó como si se hallara en buenas relaciones con todos ellos y los otros le imitaron.
Y en efecto, cuando sugirió que si deseaban visitar el monasterio, él se sentiría encantado de acompañarles, la oferta fue aceptada por unanimidad.
Desde luego —dijo Barnard—. Ya que estamos aquí, ¿por qué no dar una vuelta para conocerlo todo? Seguramente transcurrirá mucho tiempo antes de que volvamos a hacerles otra visita.
La señorita Brinklow añadió por su parte:
—Cuando salimos de Baskul en aquel aeroplano, jamás habría soñado que viniese a parar a un lugar como éste.
—Y aún no sabemos por qué y para qué hemos venido —completó Mallinson con rencor.
Conway no sentía prejuicio alguno de raza o de color. No eran afectadas sus afirmaciones en casinos y vagones de primera clase, en sus viajes en ferrocarril, de que no había nada para él tan atractivo como un rostro coloradote bajo una chistera de siete reflejos.
Su falta de prejuicios le había permitido evitar innumerables disgustos en la India; en cuanto a China, no necesitaba alardear de estos sentimientos, pues poseía una enormidad de amigos chinos a quienes jamás se les había ocurrido tratarlos como inferiores.
Por esta razón, en sus actuales relaciones con Chang, era lo suficientemente despreocupado para no ver en él más que un afectado anciano de educadas maneras, en el cual tal vez no pudiesen confiar en absoluto, pero que indudablemente poseía una gran inteligencia.
Mallinson, por otra parte, se esforzaba en considerarlo como si lo viese desde detrás de las rejas de una prisión imaginaria.
La señorita Brinklow lo trataba con despego y cierta superioridad, como a un pagano que no se deja convencer, y en cuanto a Barnard empleaba con él la misma familiaridad que si fuese su mayordomo.
Mientras tanto, continuaban su visita de Shangri-La. No era aquélla la primera institución monástica que había inspeccionado Conway; pero sí ciertamente la más grande y, aparte de su situación, la más notable de cuantas había visto hasta entonces.
La mera procesión a través de cámaras y patios constituía de por sí un ejercicio agradable. Conway notó que pasaban de largo ante numerosas habitaciones… Probablemente no le estaba permitida la entrada en aquellos lugares ni al mismo Chang.
Pero vieron lo suficiente para que todos ratificasen las impresiones recibidas. Barnard estaba más seguro que nunca de que los lamas eran propietarios de grandes riquezas. La señorita Brinklow encontró numerosas pruebas de que eran inmorales. Mallinson, después de pasada la primera sorpresa, se encontró tan aburrido como en sus excursiones a otros lugares de menos altitud en otras regiones de la Tierra. Pensó que los lamas no llegarían a ser jamás sus héroes, ni mucho menos.
Solamente Conway experimentaba una sensación de fascinación cada vez más creciente. No hubo jamás nada que le atrajera tanto como aquella gradual revelación de elegancia, de modestia y de gusto impecable, de armonía tan fragante que complacía a la vista y el espíritu.
Con un esfuerzo violento de su voluntad logró zafarse de aquella impresión de artista, y entonces, el conocedor que había en él reconoció los tesoros por los que habrían pujado por su posesión museos y millonarios: exquisitas cerámicas perladas Sung, dibujadas con tintas que habían permanecido indelebles a pesar de tener una existencia de más de mil años; lacas, en las que el detalle frío y encantador de motivos fantásticos estaba tan bien logrado.
Un mundo de refinamiento incomparable, de porcelana y barniz, apareció trémulo ante sus ojos maravillados.
Aquellas delicadas perfecciones parecían estar dotadas de existencia y agitarse como los pétalos de una flor. Habrían hecho enloquecer a un coleccionista pero Conway no tenía esas aficiones; carecía del dinero suficiente y del instinto adquisitivo.
Su amor por el arte chino era algo espiritual; en un mundo de ruidos crecientes y cosas fenomenales, gustaba de admirar en privado las miniaturas preciosas y delicadas.
Y mientras atravesaba habitación tras habitación, admirando en éxtasis su valioso contenido, le invadió la idea absurda de que tal vez un día el Karakal extendería su helado manto sobre todas aquellas preciosidades.
El monasterio, empero, era algo más que un museo de arte chino. Uno de sus detalles característicos, por ejemplo, era una deliciosa biblioteca, alta y espaciosa, conteniendo una multitud de libros, cuidadosamente alineados en muebles de color castaño que producían una atmósfera que tenía más de sabiduría que de enseñanza, más de buenas maneras que de seriedad.
Conway dirigió una rápida mirada a los títulos de algunos volúmenes y observó con profundo asombro que estaban almacenados los ejemplares de la mejor literatura universal, mezclados con materias curiosas y abstrusas que no podía apreciar.
Había volúmenes en inglés, en francés, en alemán y en ruso, así como gran número de manuscritos en chino y otras lenguas orientales.
Una sección, que le interesó singularmente, estaba dedicada a Tíbetiana, si se me permite la expresión, descubriendo entre aquellos libros algunos notabilísimos, como por ejemplo, el Novo descubrimento do grao catayo ou dos regos de Tíbet, de Antonio de Andrada (Lisboa, 1623); La China, de Atanasius Kircher (Amberes, 1667); Voyage a la Chine des péres Grueber et D’Orville, de Thevenet; y Relazione inedita di un viaggio al Tíbet, de Beligatti.
Examinaba atentamente este último, cuándo observó los ojos de Chang fijos en él con suave curiosidad.
—¿Es usted literato, tal vez? —preguntó.
Conway no supo qué responder. Su período de estudios en Oxford le prepararon para responder afirmativamente, pero sabía que aquella palabra, aunque le habría atraído la consideración del chino, no habría sonado más que como una petulancia de su parte a los oídos de sus compañeros.
Respondió, pues:
—Me gusta mucho leer, desde luego, pero el ejercicio de mi profesión no me ha permitido, durante estos últimos años, dedicarme por entero a mis aficiones literarias.
—¿Y le gustaría satisfacerlas?
—No sé qué responderle… Desde luego, sí que me gustaría…
Mallinson, que acababa de coger un libro, le interrumpió, diciendo:
—Aquí tiene algo para empezar su vida de estudios, Conway. Un mapa de esta región.
—Poseemos una colección de varios cientos de ellos —dijo el chino—. Están a su entera disposición, pero creo conveniente advertirles algo que les evitará un sinnúmero de molestias, aunque sé que los desilusionará… No encontrará Shangri-La en ninguno de ellos.
Es curioso —respondió Conway—. ¿Y a qué se debe esa omisión?
—Hay excelentes razones para ello; pero lamento no poder decírselas.
Conway sonrió, pero Mallinson dirigió a Chang una mirada rencorosa.
—Más misterios —dijo con acento airado—, hasta ahora no hemos visto nada que valga la pena de ocultar.
De pronto, la señorita Brinklow se recobró de su estupor mudo.
—¿No nos va a enseñar a los lamas en sus trabajos? —inquirió en un tono que habría atemorizado a más de un londinense.
Indudablemente, tenía la imaginación saturada de confusas visiones de artesanía indígena…, alfombras ondulantes en que hacían sus rezos, o cualquier otra cosa pintorescamente primitiva de las que pudiera hablar cuando volviese a casa.
Poseía un arte especial para no dejarse sorprender por nada, adoptando al mismo tiempo una actitud despótica cada vez que se dignaba dirigir la palabra al oriental.
Pero notóse en sus ojos una expresión de indignación cuando Chang le respondió:
—Lamento tener que decirle que es imposible, señora. Los lamas no salen nunca, o, mejor dicho, en raras ocasiones, de sus celdas.
—Tendremos que pasarnos sin ellos —declaró Barnard—. ¡Qué lástima…! No puede usted figurarse lo que habría dado por estrechar la mano de su padre prior.
Chang acogió la declaración con benigna seriedad.
La señorita Brinklow, empero, no se amilanó por el poco éxito de su primera pregunta y prosiguió:
—¿Qué es lo que hacen los lamas?
—Se dedican, señora, a la contemplación y a la adquisición de la sabiduría.
—Pero eso es no hacer nada.
—Pues entonces, señora, no hacen nada.
—Ya me lo suponía… —Hizo una corta pausa y continuó—: Bien, señor Chang, ha sido un gran placer el examen de todas estas cosas; pero no logrará convencerme de que nada de lo que he visto haga bien a nadie. Prefiero algo más práctico.
—Tal vez… ¿desearía una taza de té?
Conway se preguntó si aquella respuesta del chino contenía cierta dosis de ironía; pero no tardó en convencerse de que lo había dicho con toda su alma.
La tarde había pasado rápidamente, y Chang, aunque frugal en las comidas, tenía la típica afición china por beber té a cortos intervalos.
La señorita Brinklow confesó que aquella visita, como las que hacía en Europa a galerías artísticas y a museos, le había producido una jaqueca invencible.
Toda la partida acogió, pues, la idea con entusiasmo y siguieron a Chang a través de una serie de patios hasta llegar a un lugar de encanto incomparable.
Desde un pórtico de inmaculada blancura descendían unos escalones hasta un jardín lujurioso en el cual, por medio de una instalación hidráulica caprichosa, brotaba un surtidor en el mismo centro de un macizo de lotos, cuyas hojas estaban tan estrechamente apretadas que daba la impresión de que destilaban rocío.
Bordeaban el surtidor una serie de leones, dragones y unicornios, cada uno de los cuales ofrecía un estilo distinto de ferocidad que acentuaba, en vez de ofenderla, la paz del ambiente.
Todo el cuadro estaba tan perfectamente proporcionado, que la mirada erraba incansable de un lado a otro. Hasta la cumbre nevada del Karakal, emergiendo entre los techos azulados de tilos, daba la escena un aspecto de arte exquisito.
—Delicioso —comentó Barnard, cuando Chang abrió la marcha y los condujo a un pabellón, en el cual, para gran delicia de Conway, vieron un clavicordio y un modernísimo pianoforte.
En cierto modo, le pareció aquello el colofón asombroso de toda una tarde de maravillas.
Chang respondió a sus preguntas con aparente sinceridad, asegurando que los lamas tenían la música occidental en gran estima, especialmente la de Mozart; poseían una colección completísima de todos los grandes compositores europeos y algunos de los religiosos eran habilísimos ejecutantes de diversos instrumentos.
Barnard estaba profundamente impresionado, considerando el problema del transporte.
—Supongo que no intentará hacerme creer que este piano lo han traído por el mismo camino que vinimos nosotros ayer, ¿eh?
—No hay otro, señor Barnard.
—Eso bate todas las marcas mundiales de transporte… Bien, ya no falta más que un gramófono o un buen aparato de radio… Pero tal vez no conozcan los últimos progresos de la ciencia en este aspecto.
—¿Por qué no? Poseemos informes sobre la radiorrecepción, pero las montañas nos impedirían obtener una audición agradable y hemos desistido de instalar un aparato. En cuanto al gramófono, ya se ha sometido la idea a la máxima autoridad. Ya decidirá sin apresuramientos.
—Lo habría adivinado aunque no me lo hubiese dicho —comentó Barnard—. Me parece que ya sé el lema de su sociedad: «Sin apresuramientos». —Lanzó una carcajada estentórea y continuó—: Bien, supongamos que sus autoridades decidan que les conviene poseer un gramófono… ¿qué trámites seguirán? El fabricante no se lo traerá aquí; eso es indudable. Tengo la seguridad de que disponen ustedes de un agente en Pekín o en Shanghái o en cualquier parte, pero a pesar de todo, el aparatito en cuestión les supondrá un gran puñado de dólares cuando llegue a sus manos.
Pero Chang no se mostró más comunicativo que en las entrevistas anteriores.
—Sus suposiciones revelan su clara inteligencia, señor Barnard, pero lamento no poder discutirlas.
Así estaban, pues, reflexionó Conway, bordeando el límite que separaba lo que podía de lo que no podía ser revelado. Pensó esperanzado que no tardaría en franquear aquella línea, pero el choque de una nueva sorpresa le hizo diferir el proyecto.
Los criados traían el servicio de té, que exhalaba un delicioso aroma; pero junto con los ágiles y menudos tibetanos venía una muchacha vestida a la china, que entró sin llamar la atención y se encaminó directamente al clavicordio, ejecutando una gavota de Rameau.
El primer acorde produjo a Conway una impresión de placer indescriptible; aquellos aires argentinos de la Francia del siglo dieciocho parecían competir en elegancia con las ánforas de Sung, las exquisitas lacas y el estanque de lotos. En ellos se advertían la misma arrogancia desafiadora de la muerte, una fragancia sutil que hablaba de inmortalidad y delicadezas espirituales…
Sus ojos contemplaron ahora a la ejecutante. Tenía una nariz armoniosa, aunque algo respingadilla, pómulos un tanto salientes, y su tez poseía una palidez de yema de huevo que revelaba su ascendencia mongólica. Llevaba el cabello, negrísimo, peinado hacia atrás y recogido en dos enormes trenzas. Su boquita era una cereza diminuta y sólo movía sus manos ágiles de largos dedos. Tan pronto como hubo terminado la gavota, hizo una ligera inclinación y abandonó el pabellón.
Chang sonrió complacido, con una expresión de triunfo personal, y dijo dirigiéndose a Conway:
—¡Le ha gustado!
Pero antes de que Conway pudiese responder, se adelantó Mallinson, inquiriendo:
—¿Quién es esa muchacha?
—Se llama Le-Tsen. Es muy hábil en la ejecución de música de clave occidental como yo, aún no ha alcanzado el período de iniciación completa.
—¡Claro que no! —intervino la señorita Brinklow—. ¡Si apenas habrá salido de la pubertad…! ¿Conque también hay mujeres lamas?
—No hay distinción de sexos entre nosotros.
—Es extraordinario todo esto —comentó Mallinson, pensativo.
El resto de la entrevista transcurrió en silencio Bebieron el aromático té sin cambiar una sola palabra. El aire estaba aún lleno con los ecos del clavicordio, imponiendo un extraño encanto.
Chang se levantó para acompañarlos al abandonar el pabellón.
—Espero que les habrá complacido el paseo —dijo entre profundas reverencias.
Conway respondió por los demás y le aseguró que habían pasado una jornada deliciosa, a lo cual repuso el chino que tanto la sala de música como la biblioteca se hallaban incondicionalmente a su entera disposición y podrían disponer de ambos lugares de esparcimiento a su libre albedrío por todo el tiempo que durara su forzada estancia.
Conway, con alguna sinceridad, le dio las gracias efusivamente.
—Pero ¿y los lamas? ¿No las usan ellos nunca?
—Sí, a veces; pero ceden el sitio a sus honorables huéspedes.
—Eso es estupendo —dijo Barnard—, y demuestra que los lamas saben que existimos. Es un buen síntoma, sin duda alguna, y me hace sentirme mucho más tranquilo; casi tanto como si me hallara en casa. Tengo la satisfacción de decirle, Chang, que todo lo que hemos visto hasta ahora me parece magnífico. Esa muchacha toca el piano bastante bien. ¿Qué edad tiene?
—Lamento no poder decírselo.
—¡Ah, no quiere descubrir el profundo misterio que entraña siempre la edad de una mujer! ¿No es eso? —Y estalló en carcajadas sonoras.
—Precisamente —respondió Chang, con leve sonrisa.
Aquella noche, después de cenar, Conway procuró separarse de sus compañeros y salió a los jardines, bañados por la luz plateada de la luna. Shangri-La aparecía en toda la plenitud de su encanto, rodeado del misterio inescrutable que enlazaba sus bellezas.
El aire era frío y tranquilo. La enorme masa del Karakal parecía mucho más próxima que a la luz del día.
Conway se sentía físicamente feliz y emocionalmente satisfecho en aquella tranquilidad mental; pero en lo más profundo de su cerebro había aún cierta preocupación.
Aquel secreto que se había propuesto descubrir se hacía más indescifrable a cada momento. Toda la asombrosa cadena de acontecimientos, todo lo sucedido a él y a sus compañeros, se encontraba ahora en una especie de focus; todavía no podía analizarlos, pero tenía la seguridad de que había algo comprensible y perfectamente lógico en ellos.
Atravesó un claustro y llegó a la terraza que dominaba el valle. Hirió su olfato el aroma de las tuberosas, acompañado de delicadas asociaciones; en China se te llamaba «olor de luz de luna».
Caprichosamente pensó que, si la luz lunar tenía también sonido, debía ser exactamente igual a la gavota de Rameau que oyera poco antes. Y luego recordó a la pequeña manchú. Jamás había imaginado que existieran mujeres en Shangri-La; nadie habría asociado su presencia con la práctica general del monaquismo.
Sin embargo, después de meditarlo un momento, decidió que tal vez no fuese, después de todo, una innovación desagradable. Una virtuosa del clavicordio debía ser un incentivo real para una comunidad que se permitía el lujo de ser, según las propias palabras de Chang, «moderadamente herética».
Por encima de la balaustrada contempló el vacío negro azulado. Debía haber una profundidad enorme hasta el fondo de aquel abismo; tal vez una milla. Preguntóse si le permitirían visitar el valle y examinar de cerca aquella civilización de que Chang le había hablado. La noción de aquella cultura escondida en un espacio reducido, rodeado de enormes colinas, y regido por una especie de teocracia, le interesó como estudiante de Historia, además de los secretos del lamaísmo que debían estar relacionados con aquélla y que tanto despertaran su curiosidad.
Súbitamente, como un susurro, llegaron sonidos procedentes de las profundidades del valle. Escuchando atentamente, pudo oír los ecos de trompetas y gongs, y también —aunque quizá fue se sólo producto de su imaginación las voces de una masa coral—, dejó de soplar la brisa y cesó el sonido, pero al poco tiempo volvió a percibirlo de nuevo.
Aquellas señales de vida y placer en las veladas profundidades acrecentaban la austera serenidad de Shangri-La.
Los patios solitarios y los pálidos pabellones estaban sumidos en el silencio, dando la impresión de que todo el edificio estaba abandonado por sus moradores.
De pronto, de una ventana que daba a la terraza brotó la luz dorada de un farol de papel. ¿Era en aquella habitación donde los lamas se dedicaban a la contemplación y adquisición de la sabiduría, y hallaban en aquel momento ocupados en sus devociones?
El problema era uno de esos cuya resolución más rápida habría sido abrir la puerta próxima y adentrarse por galerías y pasillos hasta comprobar la verdad; pero Conway sabía que su libertad era ilusoria, y que sus movimientos eran vigilados sin cesar. Dos tibetanos se hallaban, en aquel momento, apoyados negligentemente en el parapeto de la terraza. Parecían gozar de buen humor, y llevaban dos capas multicolores colgando descuidadamente de sus hombros. El murmullo de los gongs y de las trompetas volvió a dejarse oír de nuevo, y Conway percibió el rumor de uno de los tibetanos que preguntaba algo a su compañero.
El otro respondió:
—Van a enterrar a Talú.
Conway, cuyo conocimiento del tibetano era bastante elemental, esperó a que continuasen hablando, pero no pudo comprender más que palabras sueltas.
Siguió una pausa, tras la cual los dos hombres reanudaron su conversación y Conway con gran esfuerzo logró traducir algunas de las respuestas de uno de los interlocutores; la voz del otro era tan baja y confusa que no logró entender ni una sílaba.
Las contestaciones eran las siguientes:
—Murió allá.
—Obedecía las órdenes de los grandes lamas de Shangri-La.
—Vino por el aire, volando sobre la gran montaña, montado en un pájaro gigantesco.
—Trajo algunos extranjeros.
—Talú no tenía miedo ni del viento, ni del frío ni de la lluvia.
—Aunque hace mucho tiempo que se ausentó, todo el valle de la Luna Azul lo ha recordado siempre.
No dijeron nada más que Conway pudiese interpretar y después de esperar algunos minutos se retiró a sus habitaciones. Había comprendido lo suficiente para dar otro paso que le ayudaría al esclarecimiento del impenetrable misterio. Lo averiguado encajaba tan bien en sus deducciones, que comprendió que aquello era uno de los eslabones de la cadena.
Aquel vuelo desde Baskhul no había sido la hazaña irrazonable de un loco. Había sido algo planeado, preparado y ejecutado a maravilla por la instigación de alguien de Shangri-La.
El nombre del piloto muerto era conocido de los que vivían allí; había sido uno de ellos en cierto modo, y ahora lamentaban su muerte, celebrando ostentosamente sus funerales.
Todo indicaba la existencia de un ser inteligente, superior a todos aquellos indígenas, cuya autoridad había instigado a uno de ellos a recorrer millas y millas, después de haber aprendido a manejar un avión, para el cumplimiento de sus ocultos designios.
¿Y cuáles eran sus designios?
¿Por qué razón posible habían sido secuestrados cuatro pasajeros occidentales en un aeroplano del Gobierno británico y conducido a aquellas soledades trashimaláyicas?
Conway se enfrentó estupefacto con el problema, aunque no podía decir, sin faltar a la verdad, que le desagradara. Tenía el mayor aliciente que para él podía poseer un problema: su dificultad. En él se veía ya un poco de luz; no faltaba más que un eslabón, y si no lo hallaba, lo supliría con su fértil imaginación.
Una cosa decidió instantáneamente; su descubrimiento no se lo comunicaría a sus compañeros, que no podrían hacer nada para ayudarlo, ni a su anfitrión, que no querría.