—Como ustedes han tenido ocasión de apreciar —decía Chang—, somos menos bárbaros de lo que creían.
Conway, en aquel atardecer de sueño, no podía negar nada. Gozaba aquella agradable mezcla de tranquilidad física y alerta espiritual que le parecía la más verdaderamente civilizada de todas las emociones. Las comodidades de Shangri-La habían sido todas cuantas podía haber deseado y ciertamente muchísimas más de las que había esperado.
Que un monasterio tibetano estuviese provisto de calefacción central no era quizá nada extraordinario en una época en que se haba dotado a Lhassa de un servicio telefónico inmejorable; pero que se hubiesen mezclado todos los últimos refinamientos de la higiene occidental con la más arraigada tradición del Oriente, era algo inconcebible incluso para el mismo Conway.
El baño, en el que se había sumergido con una delectación y un placer inefables, tenía un color delicadísimo de porcelana verde y, a juzgar por la inscripción, había sido fabricado en Ahron, Ohio. Sin embargo, el criado indígena que le había atendido, le limpió al uso chino las orejas y la nariz con una pieza de seda y luego le frotó los párpados inferiores.
Preguntóse entonces si sus tres compañeros habrían recibido las mismas atenciones.
Conway había vivido en China durante una década, no solamente en las grandes ciudades, y consideraba su estancia en aquel gran país como una de las porciones más felices de su existencia.
Le gustaba China y estaba tan familiarizado con sus costumbres, que le agradaba extraordinariamente su cocina, cuyas exquisiteces son incomprensibles para la mayoría de los occidentales. Su primera comida en Shangri-La le produjo una sensación de contento indescriptible. Sospechaba que tal vez contuviese una droga o una hierba para tonificar las vías respiratorias, porque no solamente experimentó un gran alivio en sus molestias, sino que vio la tranquilidad inmediata de que hacían gala sus compañeros.
También se dio cuenta de que Chang no comía más que pequeñas porciones de una ensalada verde y no bebía vino en absoluto.
—Perdónenme —dijo a la asamblea—, pero mi dieta es muy restringida… tengo que cuidarme mucho, mucho… Era la misma excusa que había dado poco antes por no haber hecho la caminata a pie y Conway se preguntó de qué especie de invalidez estaba atacado. Mirándole con reconcentrada atención se dijo que sería difícil averiguar la edad de aquel hombre; sus rasgos minúsculos e indefinidos, así como el tono arcilloso de su tez, le daban una expresión tal, que lo mismo podía considerársele como un joven prematuramente viejo, que como un anciano extraordinariamente bien conservado.
No carecía de atractivos de cierta especie; poseía una elegancia, una fineza de modales, tan fragantemente delicada que sólo se notaba cuando no se pensaba en ello. Vestido con aquel quimono de seda azul, con aquella especie de camisa abierta por los costados y los pantalones holgados atados a la cintura, tenía un encanto que Conway juzgó complacido que se asemejaba al de las límpidas aguas de un lago, aunque sabía que no todos sus compañeros pensarían lo mismo.
La atmósfera, en realidad, era más bien china que específicamente tibetana. Todo en sí daba a Conway la impresión de hallarse en casa; ésta era una opinión que no esperaba que compartieran los otros.
Su habitación le agradaba extraordinariamente; estaba admirablemente proporcionada y adornada sin profusión con tapicerías y un par de piezas de laca. La luz provenía de dos faroles de papel inmóviles en el aire tranquilo y perfumado.
Sentía una dejadez invencible de cuerpo y espíritu y otra vez pensó que debía haber ingerido una droga en la comida. Indudablemente había producido un efecto instantáneo y asombroso a sus compañeros también, porque había aliviado el asma de Barnard y había tranquilizado casi por completo al belicoso Mallinson; ambos habían comido bien, encontrando más satisfacción masticando que hablando.
Conway también había comido con extraordinario apetito y se alegró de que la etiqueta oriental prescribiese la lentitud cuando se van a tratar asuntos de importancia. Jamás se había apresurado a terminar una situación que le parecía agradable, por lo que aquella costumbre le parecía una cosa extraordinariamente conforme con su manera de ser.
Permaneció, pues, silencioso durante todo el ágape y hasta que hubo empezado a fumar un cigarrillo no se permitió dar rienda suela a su curiosidad.
Entonces observó, dirigiéndose a Chang:
—Parecen ustedes una comunidad feliz y muy hospitalaria con los extranjeros, aunque supongo que no los recibirán muy a menudo.
—En efecto —respondió el chino prudentemente—. Esta parte del mundo no es muy frecuentada por los viajeros.
Conway sonrió.
—No contesta usted muy bien a mis preguntas, señor Chang. Además, creo que es usted excesivamente moderado al decir que no es muy frecuentada. Yo tengo la impresión de que es el lugar más apartado del mundo exterior que han contemplado mis ojos. Aquí puede florecer perfectamente una cultura propia, sin que la contaminen las ponzoñas de la otra…, la de allá.
—¿Que la contaminen?
—Me refiero a la música de baile, los cines, los anuncios luminosos…, etcétera, etcétera. Su instalación hidráulica es magnífica; lo único, a mi modo de ver, que el Oriente podía tomar del Occidente. Por eso he creído siempre que los romanos fueron muy afortunados, ya que su civilización no pasó los baños calientes, sin llegar a conocer las maquinarias.
Conway hizo una pausa. Había hablado con una animación y una fluidez, que aunque no falsas, tenían como fin primordial crear una atmósfera. Tenía cierta práctica en esas cosas. Únicamente su exquisita delicadeza, que le obligaba a responder a la fina cortesía de la situación, le impidió mostrar más abiertamente su curiosidad.
La señorita Brinklow, empero, carecía de aquellos escrúpulos.
—Por favor —dijo. Pero su voz tenía un tono de autoridad que contrastaba con aquella introducción—. Refiéranos algo sobre el monasterio.
Chang levantó la cabeza y enarcó las cejas, visiblemente turbado ante aquella súplica-orden.
—Será un gran placer para mí poder complacerla, señora —dijo, cuando se hubo repuesto—. ¿Qué es exactamente lo que usted desea saber?
—Lo primero de todo, cuántos son ustedes y a qué nacionalidades pertenecen.
Era indudable que el ordenado cerebro de la señorita Brinklow estaba funcionando con el mismo profesionalismo que en la misión de Baskul.
Chang respondió inmediatamente:
—Los que poseen la categoría de lama ascienden a unos cincuenta, y hay otros, entre los cuales estoy yo, que aún no hemos alcanzado la completa iniciación. Lo seremos cuando pase el tiempo reglamentario, desde luego; hasta entonces seremos medio-lamas, postulantes, podríamos decir. En cuanto a nuestros orígenes étnicos, hay entre nosotros representantes de muchas naciones, aunque, como es natural, abundan más los chinos y los tibetanos.
La señorita Brinklow no pudo evitar dar a conocer su opinión por equivocada que fuese.
Dijo con acento de convicción:
—Ya decía yo que era un monasterio de indígenas… ¿Su jefe es tibetano o chino?
—Ninguna de las dos cosas.
—¿Hay algún inglés entre ustedes?
—Varios.
—¡Es verdaderamente notable eso!
La señorita Brinklow hizo una pausa para respirar profundamente antes de continuar diciendo:
—Ahora dígame usted cuáles son sus creencias.
Conway se reclinó en su asiento en divertida expectación. Siempre le había gustado observar el impacto de dos mentalidades opuestas, y la austeridad católica de la señorita Brinklow aplicada a la filosofía lamaísta prometía ser interesante.
Pero por otra parte no quería que su anfitrión se asustara e intervino para decir en tono contemporizador:
—Ésa es una pregunta demasiado obtusa.
Sin embargo, la señorita Brinklow no estaba dispuesta de ningún modo a dar su brazo a torcer. El vino, que había postrado a los demás, le había dado a ella nuevas energías.
—Naturalmente prosiguió diciendo, yo creo en la verdadera religión, pero soy lo suficientemente tolerante para admitir que otros…, me refiero a los extranjeros…, sean casi sinceros en sus creencias. Pero de ninguna manera podré estar de acuerdo con las que se posean en un monasterio pagano.
A esta declaración respondió Chang inclinándose profundamente:
—¿Y por qué no, señora? ¿Acaso nos cree tan presuntuosos que, porque sostengamos que una religión es la verdadera, pretendamos que todas las otras sean falsas?
Conway se interpuso de nuevo.
—Realmente creo que es mejor no discutir. Pero la señorita Brinklow participa de mi misma curiosidad sobre el motivo de este establecimiento único en su género.
Chang respondió lentamente y con voz que parecía un susurro:
—Si he de hacer un resumen de todas nuestras prácticas, me atrevo a asegurar que nuestra principal virtud es la moderación. Inculcamos a todos nuestros seguidores la necesidad de evitar el exceso en todo, la gran virtud de huir, si se me permite la paradoja, del exceso de virtud mismo. En el valle que ha visto y en el cual viven varios miles de habitantes, bajo el gobierno directo de nuestra orden, hemos tenido ocasión de apreciar la felicidad que proporciona la fiel observancia de nuestros principios. Gobernamos a nuestros fieles con moderada rectitud y nos contentamos, en cambio, con una obediencia moderada. Puedo añadir que nuestro pueblo es moderadamente sobrio, moderadamente casto y moderadamente honrado.
Conway sonrió. Pensó que lo había expresado perfectamente y de acuerdo con su propio temperamento.
—Me parece que lo he comprendido. Supongo que los individuos que venían con usted esta mañana pertenecen a la población del valle. ¿No es así?
—Sí. Supongo que no habrán tenido disgusto alguno con ellos durante el viaje.
—Oh, nada de eso. Y lo que me alegra es que tuviesen los pies más que moderadamente seguros. Dijo usted que la virtud de la moderación se aplica a ellos. ¿Debo entender que no la practican en su sacerdocio?
Chang movió la cabeza.
—Lamento tener que decirle, mi querido señor, que ha tocado usted un punto al que no puedo responder. Nuestra comunidad practica varios ritos, creencias y costumbres, pero somos más que moderadamente heréticos sobre todos ellos. No puedo decir nada más por el momento.
—No se preocupe, ni intente presentarnos sus excusas por eso —respondió Conway al ver el rostro compungido del anciano bien conservado o del joven prematuramente viejo. Había algo en su propia voz, así como en sus sensaciones corporales, que produjo de nuevo la impresión a Conway de que había sido narcotizado.
Mallinson parecía haber sido afectado similarmente, aunque aprovechó la oportunidad de aquella pausa para decir:
—Todo esto ha sido extraordinariamente interesante; pero creo que ya es hora de que empecemos a discutir nuestros planes para marcharnos de aquí. Tenemos que regresar a la India lo más pronto posible. ¿Cuántos guías podrán proporcionarnos?
La pregunta, práctica y directa, cogió de improviso al chino, que hizo una larga pausa antes de responder con aquella suavidad que le caracterizaba:
—Desgraciadamente, señor Mallinson, lamento tener que decirle que no soy yo la persona más adecuada para contestar una pregunta de ese género. Pero, de todas formas, creo que es un asunto que no podrán arreglar tan rápidamente como usted desea.
—¡Pero no hay más remedio que arreglar algo! Tenemos que volver a posesionarnos de nuestros cargos… Además, todos nuestros parientes y amigos estarán justificadamente intranquilos por nuestra desaparición… En fin, estamos obligados a regresar. Le agradecemos extraordinariamente su cordial acogida, pero no queremos de ninguna manera permanecer aquí sin hacer nada. Si es posible, desearíamos partir de aquí mañana a lo más tardar. Supongo que entre sus fieles habrá muchos que se presten a escoltarnos voluntariamente, aunque les pagaremos generosamente sus molestias.
Mallinson terminó nerviosamente, como si hubiese esperado que le respondiesen antes de haber hablado tanto; sin embargo, no logró sacar de Chang más que un calmoso y casi reprochador:
—Ya le he dicho antes, señor Mallinson, que eso no está a mi alcance.
—¿No? Pero no dudo que usted podrá hacer algo si se lo propone. Si nos proporcionara un mapa a gran escala de esta región, nos ayudaría bastante. Al parecer, tendremos que hacer un viaje larguísimo; por lo que debemos emprender el viaje lo antes posible. ¿No tiene mapas?
—Desde luego que sí.
—Préstenos, pues, algunos de ellos, si no le molesta. Ya se los devolveremos después… Supongo que comunicarán con el mundo exterior de vez en cuando y creo que sería una buena idea enviar mensajes a nuestros amigos para que se tranquilicen sobre nuestra suerte. ¿Dónde está la línea telegráfica más próxima?
El arrugado rostro de Chang parecía haber adquirido una expresión de paciencia infinita; pero no replicó.
Mallinson esperó un momento y luego continuó:
—Bien, dígame entonces cómo envía sus mensajes cuando desea algo… Me refiero a algo civilizado.
En su rostro empezó a pintarse una expresión de susto. De pronto, empujó su silla hacia atrás y se puso en pie. Estaba palidísimo y se pasaba la mano por la frente con aire fatigado.
—Estoy muy cansado —anunció, echando una ojeada a su alrededor—. Ninguno de ustedes quiere… ayudarme. —Volvióse de nuevo al chino y prosiguió: Le estoy haciendo una pregunta muy simple… Es obvio que conoce perfectamente la respuesta. ¿Cómo consiguió que le trajeran esos baños modernos que tiene instalados en las habitaciones?
Siguió otro silencio.
—¿No quiere decírmelo? ¿Es que forma parte de todo el misterio que nos rodea? ¡Oh, Conway no vuelva a su indiferencia…! Ahora… estoy… resignado… a quedarme… aquí… por hoy…, pero… ma… ña… na… te… ne… mos… que… mar… charnos… Es mu… y… im… por… tan… te…
Habría caído al suelo si Conway no lo hubiese sostenido por los hombros. Luego lo llevó hasta una silla. Mallinson se recobró algo, pero no habló.
Mañana estará mucho mejor —aseguró Chang suavemente—. El aire de estas montañas es algo duro al principio para los extraños, pero no tardan en aclimatarse.
Conway experimentaba también los síntomas de un desmayo. Con un esfuerzo de voluntad se sobrepuso a su decaimiento y dijo:
—Todo lo sucedido ha sido demasiado fuerte para él…
Luego añadió, haciendo acopio de energía:
—Supongo que todos ustedes se sentirán terriblemente cansados. Propongo que pospongamos por el momento esta discusión y nos vayamos a acostar. Barnard, ¿quiere cuidar de Mallinion? Usted también necesitará reposar, señorita Brinklow.
Indudablemente, habían hecho alguna señal, porque en aquel momento apareció un doméstico.
—Buenas noches a todos, buenas noches. Yo iré en… se… gui… da…
Y los empujó de la habitación sin ninguna ceremonia. Luego, con una cortesía que contrastaba singularmente con sus anteriores modales, se volvió a su anfitrión.
No quiero detenerle mucho tiempo, señor; pero voy a hacerle una pregunta a la que desearía que me respondiese sin subterfugios de ninguna clase. Mi amigo Mallinson es impetuoso, lo reconozco, pero estimo que tiene sus motivos… Está desesperado… Hay que empezar a disponerlo todo para nuestro viaje de regreso y tengo la seguridad de que no podremos hacer nada. Desde luego, comprendo que será imposible partir mañana, y en lo que a mí respecta, abrigo el convencimiento de que los días que dure mi estancia aquí serán interesantísimos. Si es verdad, como usted dice, que no puede hacer nada para ayudarnos a salir de aquí, le ruego encarecidamente que nos ponga en contacto con alguien que pueda hacerlo.
El chino respondió:
—Es usted más juicioso que sus compañeros, mi querido señor Conway, y, por consiguiente, menos impaciente, de lo que me congratulo.
—Eso no es una respuesta.
Chang empezó a reír, con una carcajada estridente, tan visiblemente forzada, que Conway reconoció en ella la cortés pretensión del chino de eludir una contestación desagradable.
—Estoy seguro de que no se molestará por lo que voy a decirle —respondió, después de un corto intervalo. No dudo que dentro de algún tiempo podré proporcionarle la ayuda que solicita. Hay grandes dificultades, como puede usted suponer, pero si afrontamos el problema con ecuanimidad y sin prisas innecesarias…
—No he dicho nada de prisas. Meramente quería informarme sobre los guías.
—Bien, mi querido señor Conway, eso es ya otro punto. Tengo mis dudas sobre que pueda encontrar fácilmente hombres que quieran emprender este viaje. Poseen sus hogares en el valle y no les agradará abandonarlos para emprender una marcha larga y penosa.
—Creo que será fácil convencerlos, igual que usted ha logrado hacer que le escoltaran está mañana…
—¡Esta mañana! Oh, eso era diferente.
—¿En qué sentido? ¿No emprendía usted un viaje cuando se encontraron por una casualidad, afortunada para nosotros, conmigo y mis amigos?
No hubo respuesta a esto, y Conway prosiguió en voz más baja y reposada.
—Comprendo. No fue entonces un encuentro casual. Ya me lo figuraba. Usted fue deliberadamente a recogernos, lo cual quiere decir que usted conocía nuestra llegada de antemano. Ahora se presenta la interesante cuestión: ¿Cómo?
Sus palabras revelaban la tensión que escondía su rostro calmoso. La luz del farol de papel se proyectaba sobre la faz del chino, descubriendo sus rasgos pétreos e inescrutables.
De pronto, con un pequeño movimiento de su mano, el chino rompió la tensión; separó la cortina de seda y descubrió una puerta de cristales que daba a un mirador.
Volvióse entonces, y asiendo del brazo a Conway lo condujo al balcón.
—Es usted inteligente —dijo con aire cansado—, pero no enteramente correcto en sus apreciaciones. Por esa razón le aconsejo que no moleste a sus amigos por estas discusiones abstractas. Créame, ni usted ni ellos corren peligro alguno en Shangri-La.
—No es el peligro lo que nos preocupa. Es el retraso.
—Lo comprendo. Es probable que tengan que resignarse a sufrir ciertos retrasos inevitables.
—Si es por poco tiempo y genuinamente inevitable, entonces nos dispondremos a pasar el tiempo que dure nuestra estancia aquí lo mejor que podamos.
—No deseamos más que usted y sus compañeros disfruten sin reparos de todas cuantas distracciones les apetezcan y esté en nuestras manos proporcionarles por todo el tiempo que dure su honrosa compañía.
—Agradecidísimo… Como le dije antes a mí me importaría muy poco que nuestra estancia se prolongara. Es una experiencia nueva e interesante… Además, necesitamos reposo.
Contemplaba con mirada ensoñadora la brillante pirámide del Karakal. En aquel momento, en la radiante luz de la luna, parecía que podría tocarla sólo con alargar la mano; su silueta se recortaba nítidamente sobre e inmenso fondo azul del cielo.
—Mañana —dijo Chang— lo encontrará todo mucho más interesante; y en cuanto a descanso, si es que se siente fatigado, no hay un lugar más adecuado en todo el universo.
Y, en efecto, mientras Conway continuaba mirando, una sensación de reposo infinito se extendió sobre él, como si el espectáculo ejerciese una influencia benéfica sobre el espíritu y el ser físico. No soplaba la menor brisa; lo que contrastaba grandemente con la violenta galerna que hubieron de sufrir la noche anterior. Todo el valle se asemejaba a un puerto cerrado, del cual era el faro vigilante el níveo Karakal.
La semejanza crecía a medida que la contemplaba, porque había actualmente luz en la cúspide, un brillo de hielo azulado que casaba perfectamente con el esplendor que reflejaba.
Algo indefinible le impulsó a inquirir la interpretación literal de aquel hombre, y la respuesta de Chang llegó a sus oídos como un eco susurrado de su propio ensueño.
—Karakal, en el dialecto del valle, significa «luna azul» —dijo el chino.
Conway no participó a sus compañeros su conclusión de que su llegada y la de ellos había sido en cierto modo esperada por los habitantes de Shangri-La.
Pensaba decírselo, y se daba cuenta que el asunto tenía cierta importancia pero al llegar la mañana, su preocupación le turbaba tan poco en un sentido teórico, que no quiso dar a los demás motivos de aflicción.
Una parte de su ser insistía en que había algo distintamente extrañó en aquel lugar; que la actitud de Chang en la noche anterior distaba mucho de ser tranquilizadora y de que toda la partida se encontraba virtualmente prisionera hasta tanto las autoridades británicas se decidiesen a hacer algo por ellos… Y su deber, como es natural, le impelía a obrar.
Era, después de todo, un representante del Gobierno de Su Majestad, y era inicuo que los habitantes de un monasterio tibetano le rehusaran una ayuda tan necesaria…
Aquél era, sin duda, el punto de vista oficial desde el cual debía considerar las cosas, y una parte de Conway era normal y oficial. Nadie mejor que él habría podido representar el papel de hombre fuerte llegada la ocasión; durante aquellos días terroríficos que precedieron a la evacuación, se había comportado en una forma que le habría hecho merecedor de la investidura de caballero y habría proporcionado a Henry un premio escolar por una novela titulada Con Conway en Baskul, porque haberse puesto al frente de varios millares de hombres, mujeres y niños, proporcionarles cobijo en el reducido edificio del consulado y protegerles contra los innumerables peligros que ofrece una revolución a sangre y fuego dirigida por indígenas xenófobos, y lograr engañar a los revolucionarios hasta conseguir la evacuación completa por vía aérea de todos sus protegidos, era algo digno de tenerse en cuenta.
Tal vez enviando mensajes y escribiendo larguísimos informes sobre lo sucedido, habría obtenido algunos honores que se conceden con motivo del Año Nuevo… Por lo menos se había ganado la ferviente admiración de Mallinson…
Desgraciadamente, el joven empezaba ahora a sentirse decepcionado… Era una lástima, porque Conway se había acostumbrado a que la gente lo admirara y le tomara cariño; pero no le sorprendía. Si no era en realidad uno de esos tenaces, cabezones forjadores de imperios, la impresión que producía en todos era que se trataba simplemente de una escena en un acto, repetida de vez en cuando por contrato con el destino y el Ministerio de Asuntos Exteriores y por un salario verdaderamente irrisorio.
La verdad era que el misterio de Shangri-La y de su llegada a aquel lugar empezaba a ejercer sobre él una encantadora fascinación. En todo caso se le hacía duro pensar que pudiese sucederle alguna desgracia… Su empleo oficial le había conducido a muchas partes del mundo y casi siempre había sufrido los traslados a extrañas residencias con una resignación espartana… ¿Por qué, pues, quejarse ahora, cuando un accidente fortuito o provocado le había llevado, como podía haberlo hecho cualquiera de los jefazos de Whitehall de un plumazo, a la más extraña de todas las partes que hasta ahora había visitado?
Y en efecto, nada más lejos de su ánimo que quejarse… Cuando se levantó aquella mañana y contempló el color lapislázuli del cielo a través de su ventana, no habría cambiado su residencia actual, por ninguna otra de la Tierra, incluyendo a Peshawar y Piccadilly.
Comprobó con cierta alegría que el reposo había producido sus saludables efectos en todos sus compañeros. Barnard habló en tono jocoso de los lechos, baños, almuerzos y otras amenidades hospitalarias. La señorita Brinklow declaró que sus minuciosas investigaciones por toda su habitación para encontrar alguna huella de abandono o de suciedad, como no tenía al principio la menor duda de que hallaría, no le había dado el menor resultado.
Hasta Mallinson había adoptado un barniz de semihuraña complacencia.
—Supongo que no nos iremos hoy, después de todo —murmuró—, a menos que haya alguien que esté interesado en lo contrario. Estos individuos son típicamente orientales… no es posible obligarlos a hacer nada rápida y eficientemente…
Conway aceptó la observación. Mallinson llevaba solamente un año ausente de Inglaterra, pero era tiempo suficiente para justificar una generalización que probablemente repetiría cuando llevase veinte. Y era verdad, desde luego, en cierto grado. Sin embargo, a Conway no le parecía que las razas orientales fuesen anormalmente indolentes, sino que lo parecían con relación a la fiebre de velocidad que padecían ingleses y americanos.
Aquél era un punto de vista del que no esperaba que participase ninguno de sus compañeros de raza, pero a pesar de ello permaneció siempre fiel a este principio y a medida que creció en años y experiencia tuvo numerosas ocasiones de convencerse de su veracidad.
Por otra parte, era cierto que Chang era un ergotista sutil y justificaba en cierto modo la impaciencia de Mallinson. Conway habría deseado experimentar también aquella impaciencia, aunque no hubiese sido más que para tranquilizar al muchacho.
Contestó, pues:
—Creo que es mejor esperar y ver lo que nos trae el día de hoy. Era demasiado optimista esperar que hiciesen algo anoche mismo.
Mallinson repuso con el ceño fruncido:
—Probablemente me cree idiota por haberme conducido de aquella manera. No pude evitarlo… me pareció que ese chino del demonio estaba tomándome el pelo… y todavía lo pienso… ¿Consiguió usted sacarle algo después de acostarnos nosotros?
—No hablamos mucho tiempo. Es confuso y poco comunicativo en muchas cosas.
—A ver si hoy nos damos mejor maña para obligarle a que nos diga lo que nos interesa.
—Ya veremos —respondió Conway, con poco entusiasmo—. Pero mientras tanto, éste es un excelente almuerzo.
Consistía en pomelo, té y chupatties, perfectamente cocinados y aderezados.
Al final del almuerzo, entró Chang, y, después de una ligera inclinación, empezó a repartir corteses saludos, acompañados de cumplidos, que en inglés resultaban completamente inadecuados. Conway habría preferido hablar en chino, pero hasta ahora no había dejado entrever que conociera ninguna lengua oriental; presintió que tal vez le fuese útil alguna vez guardar silencio a este respecto.
Escuchó, pues, con gran atención las cortesías de Chang y le aseguró gravemente que había dormido muy bien y que se encontraba muchísimo mejor.
Chang expresó su infinita complacencia por aquella noticia y añadió:
—Cuánta razón tenía aquel poeta inglés que dijo que el sueño deshace la tela de araña de nuestras preocupaciones.
Este alarde de erudición no fue muy bien recibido. Mallinson respondió con esa expresión de enojo que causa a los ingleses de mente sana la mención de la poesía:
—Supongo que ese poeta a que usted hace referencia es Shakespeare, aunque jamás he oído ese trozo. Pero conozco otro que dice: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy». Sin ser descorteses, eso es lo que nos gustaría hacer… Desearía iniciar mis gestiones para convencer a algunos de sus hombres a que nos acompañen, esta misma mañana, si usted no se opone.
El chino recibió aquel ultimátum con expresión impasible.
Finalmente replicó:
—Lamento tener que decirle que eso no le serviría de nada. Temo que no encontrará a nadie que se atreva a abandonar su hogar para una empresa tan arriesgada como ésa…
—Y entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Nada… Esperar…, esperar… No puedo aconsejarles nada…
—Pues anoche no estaba usted tan seguro de que no podríamos salir de aquí.
—No quise desilusionarles… ¡Estaban ustedes tan fatigados por el largo y penoso viaje que acababan de hacer…! Ahora, después del reposo, tengo la esperanza de que verán todas las cosas a la luz de la razón…
—Óigame, Chang —le interrumpió Conway impulsivamente—. No siga con sus vaguedades y prevaricaciones. Usted sabe que no podemos estar aquí indefinidamente. Es, igualmente, obvio que no podemos salir de aquí por nuestros propios medios. ¿Qué nos aconseja que hagamos?
Chang abrió los labios en una sonrisa radiante que sólo tuvo amplia significación para Conway.
—Mi querido señor Conway, será un placer para mí ofrecerle una sugestión. Para la impertinente exigencia de su amigo no hay contestación; pero para la juiciosa demanda de un hombre prudente e inteligente como usted hay siempre una respuesta. Creo recordar que ayer hice saber a su amigo que sólo ocasionalmente mantenemos contacto con el mundo exterior. Ésa es la verdad. De tiempo en tiempo necesitamos algunas cosas procedentes de puntos lejanos y acostumbramos a obtenerlas por medio de métodos y formalidades qué sería demasiado prolijo enumerar… Lo importante es que una de estas consignaciones no tardará en llegarnos, y como los hombres encargados de hacer la entrega regresarán después a sus puntos de origen, creo que podrán llegar a un acuerdo con ellos. En realidad, me parece que éste es el mejor plan que pueden seguir y espero que, cuando lleguen…
—¿Cuándo llegarán? —le interrumpió Mallinson.
—La fecha exacta es imposible de prever. Ya han tenido ustedes ocasión de comprobar cuán difíciles son las comunicaciones en esta parte del mundo. Pueden suceder miles de motivos que demoren la llegada de esos hombres… accidentes, temporales… lluvias… terremotos…
Conway intervino de nuevo.
Dijo con impaciencia:
—Ya está bien… Ésos son motivos justificadísimos; pero volvamos al punto principal… Usted sugiere que empleemos como guías a los hombres que no tardarán en venir a traerles algunas mercancías. La idea no me parece mala; pero desearía que me aclarase algunos puntos. Primero: ¿para cuándo esperan ustedes a esos hombres? Segundo: ¿a dónde nos conducirían?
—Esta última es una pregunta que debe usted hacerla a ellos.
—¿Nos llevarían a la India?
—¿Cómo quiere que yo lo sepa?
—Bien, respóndeme entonces a la otra cuestión. ¿Cuándo llegarán aquí? No pido una fecha, sino una idea de la poca aproximada; es decir, si los esperan para dentro de una semana o para el año próximo.
—Creo que estarán aquí dentro de un mes o dos todo lo más. Probablemente no más de dos meses.
—O tres, o cuatro, o cinco meses —interrumpió Mallinson con ímpetu irrefrenable—. ¿Y pretende usted que esperemos aquí a que llegue esa hipotética caravana para que nos conduzcan a un destino ignorado en un futuro problemático y distante?
—Creo, mi querido señor, que lo de futuro distante y problemático no es lo más adecuado para esta ocasión. A menos que ocurra algún accidente imprevisto, el período de espera no será mayor del que he dicho.
—¡Pero dos meses! ¡Dos meses aquí! ¡Es absurdo! Conway, supongo que no se resignará. Dos semanas es más que suficiente.
Chang se recogió las faldas del quimono de seda en un gesto que revelaba elocuentemente que daba por terminada la entrevista y se retiraba.
—Lo lamento —dijo—. No quería haberles ofendido. El monasterio les ofrece incondicionalmente su hospitalidad por todo el tiempo que tengan la desgracia de permanecer entre nosotros. No puedo decir más.
—Ni lo necesita —respondió Mallinson ya furioso—. Y si cree que nos ha asustado no tardará en convencerse de lo contrario. Conseguiremos guías para que nos saquen de este maldito lugar… ¡Ya puedes hacer inclinaciones y rascarte la barba y todo lo que te plazca, chino ridículo!
Conway asió por el brazo a su joven compatriota. En su estado de ánimo, fuera de sí, Mallinson presentaba un aspecto pueril y habría dicho todo cuanto le vena a la boca, sin tener en cuenta la edad de su anfitrión, ni su situación, ni el decoro… Conway pensó que aquel rapto de furia era justificable en las presentes circunstancias, pero temió que ofendiera la delicada susceptibilidad del chino.
Afortunadamente, Chang había salido, con tacto admirable, con tiempo suficiente para escapar a lo peor.