3

Una parte de Conway permanecía siempre a la expectativa, por muy activo que estuviese el resto de su ser. Ahora precisamente, mientras esperaba que los extraños se aproximaran, su mente se debatía pensando Lo que debía hacer en caso de posibles contingencias.

Y no era valor ni sangre fría, sino una confianza extraordinaria en sí mismo lo que le inducía a hacer planes para, llegado el momento de obrar, estar preparado para todo; no. Era, más bien, una forma de indolencia peculiar en él lo que le impulsaba a no transmitir a sus compañeros sus secretos temores, y se limitó a seguir los acontecimientos con el interés de un mero espectador.

Cuando las figuras humanas penetraron en el valle y vieron que se trataba de una decena o más que llevaban una silla de manos, percibieron en ésta la silueta de un hombre vestido de azul.

Conway no podía imaginarse adónde se dirigían, pero ciertamente parecía providencial, como decía la señorita Brinklow, que a aquel destacamento se le ocurriese pasar por allí en tales momentos.

Cuando la partida de hombres se había acercado a una distancia prudencial, Conway se separó de los suyos y avanzó hacia los recién llegados, aunque sin apresurarse, pues conocía bien a los orientales y sabía perfectamente el valor que conceden al cumplimiento del ritual en las bienvenidas.

Detúvose cuando se encontró a unos cuantos metros de ellos y se inclinó profundamente con exquisita cortesía.

Con gran sorpresa suya, el hombre del vestido azul descendió de la silla, avanzó hacia él con digna deliberación y le tendió la mano.

Conway la estrechó calurosamente y observó su rostro. Era un chino anciano, de cabellos grises, pulcramente rasurado y vestido con un quimono de seda azul pálido.

El oriental sometió a Conway al mismo examen. Luego, en un inglés perfecto, le dijo:

—Pertenezco al convento de lamas de Shangri-La.

Conway se inclinó otra vez, y, después de hacer una pausa, le explicó brevemente las circunstancias que le habían conducido, así como a sus compañeros, a aquella solitaria parte del mundo.

Al final de su narración, el chino hizo un gesto de comprensión.

—Es verdaderamente muy notable —dijo, y lanzó una mirada reflexiva al semidestruido aeroplano. Luego añadió—: Me llamo Chang. ¿Tendría la bondad de presentarme a sus compañeros?

Conway intentó sonreír con urbanidad. Estaba completamente estupefacto ante aquel fenómeno. Un chino que hablaba un inglés impecable y que observaba en las alturas salvajes del Tíbet las mismas formalidades sociales que si estuviese en Bond Street.

Volvióse a sus amigos, que se habían aproximado y les contemplaban con diversos grados de asombro pintados en sus semblantes.

—La señorita Brinklo… El señor Barnard, americano… El señor Mallinson… y yo me llamo Conway. Encantados de conocerle, señor Chang, aunque nuestro encuentro es tan incomprensible como el motivo que nos ha traído aquí. En este momento pensábamos dirigirnos a su monasterio. Así pues, su llegada es doblemente afortunada para nosotros. Si nos hiciese algunas indicaciones para llegar allá…

—No hay necesidad de eso. Será un gran placer para mí poder servirles de guía.

—Pero yo no quiero de ninguna forma molestarle. Es muy amable por su parte, pero si la distancia no es larga…

—No es larga, pero es difícil. Será un honor para mí acompañar a usted y a sus amigos.

—Pero de veras, yo…

—Permítame que insista.

Conway pensó que la discusión en aquel lugar y circunstancias tenía mucho de ridícula.

—Muy bien —respondió—; como usted quiera. Le estamos muy agradecidos por su bondad.

Mallinson, que había estado soportando con aire sombrío aquella batalla de cumplidos, intervino ahora diciendo con acre entonación:

—No estaremos allí mucho tiempo. Le pagaremos lo que nos dé para comer y alquilaremos algunos de sus hombres para que nos guíen en nuestro camino de regreso queremos volver a la civilización lo más pronto posible.

—¿Cree que está muy lejos de ella?

La pregunta, hecha con mucha suavidad, sólo sirvió para excitar la irascibilidad del joven, que contestó:

—De lo que estoy seguro es de que no me encuentro demasiado lejos de donde quisiera estar y creo que ése es el parecer de todos mis compañeros. Nuestro agradecimiento será grande por el asilo temporal que se propone proporcionarnos, pero será mucho mayor si nos facilita los medios para regresar a la India. ¿Cuánto tiempo cree usted que tardaríamos en hacer el viaje?

—Lamento no poder decírselo.

—Bien, no nos enfadaremos por eso. Tengo algunas experiencias en el trato de los indígenas y esperábamos que usted empleara su influencia para inducirles a que nos acompañen.

Conway se dio cuenta de que aquella conversación, por el tono en que se llevaba, sólo podía acarrearles disgustos innumerables, y se disponía a intervenir, cuando oyó la respuesta del oriental, que dijo con mucha dignidad:

—Sólo puedo asegurarle, señor Mallinson, que será usted tratado con toda clase de consideraciones, y de que al final no tendrá por qué arrepentirse.

—¿Al final? —exclamó Mallinson, acentuando la palabra, pero inmediatamente olvidó todos sus disgustos cuando los robustos tibetanos, envueltos en pieles de carnero y cubiertas sus cabezas de peludos gorros, empezaron a desembalar los paquetes que traían y extrajeron de ellos botellas de vino y frutas.

El vino tenía un sabor agradable, muy parecido al del vino del Rin, mientras que los frutos, entre los que había mangos, estaban completamente maduros y su exquisitez les produjo una sensación dolorosamente deliciosa después de tantas horas de ayuno.

Mallinson bebió y comió sin preocuparse, mientras que Conway, tranquilizado y completamente repuesto de sus molestias pasadas, cesó de pensar en las futuras, y empezó a preguntarse cómo podían cultivar mangos en aquellas latitudes. También contemplaba la montaña que se alzaba al otro lado del valle; era un pico sensacional, y le sorprendía que hasta ahora ningún viajero hubiese hecho mención de él en los libros que en tan gran número se habían publicado sobre el Tíbet.

Disponíase a escalarlo con el pensamiento, eligiendo cuidadosamente un camino practicable, cuando una exclamación de Mallinson le hizo volver a la tierra. Entonces dirigió una mirada de curiosidad a su alrededor y observó que el chino le miraba con tranquilo semblante.

—¿Estaba usted admirando la montaña, señor Conway? —le preguntó.

—Sí, es una vista estupenda. ¿Cómo se llama?

—Karakal.

—Creo que no he oído nunca ese nombre. ¿Es muy alta?

—Tendrá unos veintiocho mil pies.

—¿De veras? No creí que hubiese nada que alcanzara esa altura además del Himalaya. ¿Está usted seguro de que no se equivoca? ¿Cómo sabe que esas medidas son correctas?

—¿Cree usted que hay algo incompatible entre el monaquismo y la trigonometría? —preguntó a su vez el chino.

Conway saboreó la frase y replicó:

—Oh, nada de eso…, nada de eso.

Lanzó una carcajada cortés y poco después emprendió el viaje a Shangri-La.

El ascenso se prolongó toda la mañana lentamente y por fáciles pendientes; pero a aquella altura el esfuerzo físico era demasiado considerable para malgastar las energías hablando.

El chino viajaba suntuosamente en la silla de manos, lo que habría parecido poco caballeresco, si no hubiese sido absurdo imaginarse a la señorita Brinklow ocupando aquel asiento primitivo.

Conway, a quien el aire enrarecido molestaba menos que a los demás, se esforzaba en sorprender las intermitentes conversaciones de los portadores de la silla. Conocía muy deficientemente el tibetano, pero logró comprender que aquellos hombres manifestaban su contento por el regreso al monasterio.

Aunque lo hubiese deseado, no habría podido interrogar a su jefe, que con los ojos cerrados y el rostro semioculto por las cortinas parecía dormitar apaciblemente.

El sol empezaba a entibiar la atmósfera; el hambre y la sed habían sido adormecidas, si no satisfechas; y el aire, puro como si perteneciese a otro planeta, les era más precioso a cada paso. Había que respirar consciente y deliberadamente, lo cual, aunque desconcertante al principio, les proporcionó al poco rato una tranquilidad espiritual extraordinaria.

Todos los cuerpos movíanse en un ritmo único de respiración, avance y pensamiento; los pulmones supeditaban su funcionamiento a la armonía con la mente y los miembros.

Conway, con una sensación mezcla de misticismo y escepticismo, encontrábase profundamente turbado en lo más íntimo de su ser.

Una o dos veces dirigió palabras de ánimo a Mallinson, pero el joven no respondió por la fatiga del ascenso. Barnard jadeaba como un asmático, mientras que Miss Brinklow sostenía un combate pulmonar, que, por alguna razón desconocida, hacia violentos esfuerzos por ocultar.

—Ya estamos cerca de la cumbre —dijo Conway para animarlos.

—Una vez tuve que correr para que no se me escapase un tren, y experimenté una sensación muy parecida a ésta —dijo ella.

Conway reflexionó que había mucha gente que confundía la sidra con el champaña. Todo era cuestión de paladares.

Estaba sorprendido al darse cuenta de que, aparte de su desconcierto, tenía ahora muy pocos recelos respecto a lo que les esperaba, y si experimentaba alguna duda no era a causa de sí mismo.

Hay momentos en la vida en que uno abre su alma igual que si abriese el monedero en una noche de feria y se da cuenta de que la distracción, aunque costosa, resulta agradable. Conway, en aquella mañana, a la vista del Karakal, tuvo aquella sensación ante la nueva experiencia que se le presentaba.

Después de diez años en varias partes de Asia, había adquirido la experiencia suficiente para evaluar en una ojeada todo cuánto un lugar de aquel país podía ofrecerle, y aquél se le presentaba singularmente interesante.

Tras haber recorrido un par de millas, el valle empezó a hacerse más escapado; el sol estaba velado por una bruma ligera y la niebla plateada oscurecía la vista. Los truenos y los grandes aludes resonaban en los campos de nieve de allá arriba; el aire se enfrió y al poco rato, con la transición brusca de las regiones montañosas, se hizo verdaderamente glacial.

El viento comenzó a soplar con extraordinaria furia obstaculizando su marcha y aumentando sus sufrimientos; hasta Conway se dijo que no podría continuar mucho tiempo de este modo. Pero poco después la pareció que habían alcanzado la cumbre, pues los portadores de la silla se detuvieron para reajustarse sus cargas.

La situación de Barnard y Mallinson, que sufrían terriblemente, imponía un descanso; pero los tibetanos parecían ansiosos de proseguir y les dieron a entender por señas que el resto del camino sería menos fatigoso.

Pero después de estas seguridades les produjo una sensación de disgusto ver que empezaban a desenrollar las cuerdas que llevaban en la cintura.

—¿Pensarán colgarnos ya? —exclamó Barnard con acento de desesperación, pero los tibetanos demostraron inmediatamente que sus intenciones eran menos siniestras que las que les atribuía el americano, ya que sólo pretendían atar a toda la partida en la forma que lo hacen los excursionistas.

Cuando vieron que Conway estaba familiarizado con el arte del escalo por este medio, gracias la rapidez con que ligó a todos sus compañeros, los guías empezaron a considerarle con más respeto y le permitieron disponerlo todo a su antojo.

Conway se ligó junto a Mallinson con los tibetanos a la cabeza y a la retaguardia y con Barnard y la señorita Brinklo detrás de los últimos. Observó, no sin cierta satisfacción, que los tibetanos, en el sueño de su jefe, le consideraban como su lugarteniente.

Experimentó entonces la sensación de confianza que da la autoridad; si llegaba la ocasión, estaría dispuesto a transmitir a todos aquella sensación, acompañada de órdenes.

Había sido un escalador de montañas de primer orden en sus buenos tiempos y, sin duda, no lo habría olvidado.

—Cuídese de Barnard —dijo a la señorita Brinklow, medio en broma, medio en serio.

Y ella respondió rápidamente:

—Haré lo que pueda; pero le aseguro que es la primera vez que me atan.

La siguiente jornada, aunque peligrosa a veces, fue menos ardua de lo que creyeron, y los tranquilizó del enorme esfuerzo del ascenso. Tuvieron que descender por un sendero estrechísimo, cortado a pico en el flanco de la montaña, lo que tal vez fue una suerte para la mayor parte de nuestros viajeros; pero Conway habría querido poder medir la profundidad del abismo que se abría a sus pies.

El paso tenía escasamente dos pies de anchura y la habilidad con que los portadores se las arreglaban para transportar su carga despertó su admiración, así como los templados nervios del chino, que continuaba durmiendo beatíficamente en su silla. Los tibetanos no se preocupaban gran cosa de la estrechez de la senda, pero observó en sus rostros la alegría que les produjo el ver que el paso empezaba a ensancharse y descendían cada vez con mayor velocidad.

Entonces empezaron a cantar unos himnos bárbaros que Conway imaginó compuestos por Massenet para su ballet tibetano. La lluvia cesó y el aire volvió a entibiarse.

—Ahora estoy convencido de que no habríamos encontrado el camino jamás por nuestros propios medios —dijo Conway, intentando animar a Mallinson; pero éste no encontró la observación muy tranquilizadora.

—No creo que hubiésemos perdido mucho con ello —repuso amargamente. Era indudable que estaba tremendamente asustado y no tardaría en demostrarlo ahora que la mayor parte del peligro había pasado.

El camino descendía ya muy acentuadamente, y Conway encontró algunas florecillas, el primer signo de bienvenida de tierras más hospitalarias.

Pero cuando lo anunció, Mallinson respondió más desconsolado aún:

—¡Dios mío! Conway, ¿sabe usted adónde diablos nos lleva esta gente? Eso es lo que quisiera saber… Cuando lleguemos, si es que llegamos alguna vez a algún sitio, ¿qué es lo que vamos a hacer? Tenemos que pensar algo…

Conway repuso lentamente:

—Si tuvieses la misma experiencia que yo, Mallinson, sabrías que hay ocasiones en la vida en que lo más cómodo es no hacer nada. Lo mejor es dejar que todo suceda como ha de suceder. La guerra fue una cosa parecida. Se es afortunado cuando la contemplación de la novedad nos hace olvidar todas las sensaciones desagradables.

—Es usted demasiado filosófico para mí. No era así como hablaba en Baskul.

—Desde luego que no. Allí tenía la probabilidad de alterar los acontecimientos con mi esfuerzo; pero ahora esa probabilidad no existe, por lo menos por el momento. Estamos aquí porque estamos aquí. No hay otra razón, ni me molesto en buscarla.

—Supongo que se habrá dado cuenta de lo difícil que nos será regresar por donde hemos venido. Hemos estado descendiendo por una pared casi vertical…

—Ya lo he observado.

—¿Sí? —prosiguió Mallinson acaloradamente—. Comprendo que no soy más que un estorbo, pero no puedo evitar las sospechas que me produce todo esto. Me estoy dando cuenta de que hasta ahora no hemos hecho más que lo que estos individuos se han propuesto que hagamos y nos van a meter en un callejón sin salida…

—Aunque sea así, la única alternativa que teníamos era quedarnos allí y perecer de hambre y de frío.

—Todo lo que usted dice es perfectamente lógico pero yo no acepto mi situación con la misma tranquilidad que usted. No olvidemos que hace dos días nos encontrábamos en el Consulado de Baskul. Lo que nos ha sucedido desde entonces es mucho más fuerte de lo que yo puedo soportar… Lo siento de veras… y me alegro de no haber ido a la guerra. Creo que si hubiese estado en ella habría enloquecido… Me parece que todos se han vuelto locos a mí alrededor. No sé cómo se me ha ocurrido hablarle así… perdóneme.

Conway movió la cabeza.

—Hijo mío, te comprendo perfectamente. No tienes más que veinticuatro años y te encuentras a dos millas y media por lo menos sobre el nivel del mar. Es más que suficiente para que no me extrañe nada de lo que puedas pensar en este momento. Tengo la seguridad de que en circunstancias ordinarias habrías soportado todo esto mucho mejor que yo lo hacía cuando tenía tu edad.

—¿Pero no se da usted cuenta de la insensatez, lo absurdo de todo esto? El vuelo sobre aquellas montañas… la espera azotados por la furia del vendaval…, la muerte del piloto…, el encuentro con estos individuos… ¿No le parece algo de pesadilla…, algo increíble, cuando reflexiona bien en todo lo que nos ha sucedido?

—Desde luego.

—Entonces, no me explico cómo se mantiene tan tranquilo…

—¿Quieres saber por qué? Voy a decírtelo, aunque tal vez me creas un cínico. Es porque, recordando todo lo que me ha sucedido antes de esto, me parece una pesadilla también. Esto no es la única parte absurda e insensata de este mundo, Mallinson. Piensa en Baskul y recordarás cómo torturaban los revolucionarios a sus prisioneros para arrancarles informaciones… ¿Recuerdas el último mensaje que recibimos antes de salir? Era una circular de una casa de hilaturas de Manchester preguntando si conocíamos algunas casas que se dedicaran a la venta de corsés en Baskul. ¿No te parece absurdo? Créeme, al llegar aquí, lo peor que puede sucederme es sustituir una forma de locura por otra. Y en cuanto a la guerra, si hubieses estado, habrías aprendido lo mismo que yo, a temblar de miedo sin que los demás se den cuenta.

Conversaban aún, cuando al ascender una pendiente pronunciadísima, aunque corta, tuvieron que contener el aliento. Caminaron así durante varios pasos. Tres minutos después salieron de la niebla y se encontraron en pleno aire soleado. Doblaron un recodo y vieron que a poca distancia de ellos se alzaba el monasterio de Shangri-La.

A Conway, al verlo por primera vez, le pareció una visión producida por la falta de oxígeno que estaba padeciendo y que, probablemente, había embotado sus facultades.

Era, verdaderamente, una vista extraña y casi inverosímil. Un grupo de pabellones coloreados colgaban de la montaña sin la tristeza gris de un castillo de la Renania, pero sí con la delicadeza de los pétalos de una flor silvestre que emergen pálidos de una roca. Era soberbio y exquisito. Una austera emoción hacía levantar la vista desde los techos de un color azul lechoso al gris bastión rocoso de allá arriba tremendo como el Wetterhorn sobre el Grindewald.

Más allá, en una pirámide asombrosa, se remontaban las vertientes nevadas del Karakal. Era posible que fuese, pensó Conway, la vista montañosa más terrorífica del universo, y se imaginaba la enorme tensión de la nieve y los glaciares, contra los cuales la roca desempeñaba el papel de un muro de contención gigantesco. Algún día, tal vez, toda la montaña se derrumbaría, y la mitad del frígido esplendor del Karakal se extendería por el valle.

Al otro lado, la pared montañosa continuaba descendiendo casi perpendicularmente en una hendedura que debía haber sido el resultado de un terrible cataclismo ocurrido muchos cientos de años antes. El piso del valle, confuso en la distancia, les daba la bienvenida con su exuberante verdor; abrigado de los vientos y vigilado, mejor que dominado, por el monasterio, le pareció a Conway un lugar deliciosamente favorecido, aunque, si estaba habitado, su comunidad debía estar completamente aislada por las elevadísimas e inescalables cimas del otro lado. Para llegar al monasterio sólo había un camino practicable. Conway experimentó al contemplarlo un ligero estremecimiento y pensó que los temores de Mallinson estaban bien fundados pero aquel sentimiento fue sólo momentáneo y no tardó en triunfar sobre él la profunda sensación, mitad mística, mitad visual, de haber alcanzado al fin un lugar que era el término eventual de sus desdichas.

Jamás recordó exactamente cómo llegaron él y sus compañeros al monasterio, ni con que formalidades fueron recibidos, desatados e introducidos en el recinto. El aire finísimo tenía una contextura de ensoñación, que armonizaba con el azul porcelana del cielo; a cada inhalación, a cada mirada sentía una tranquilidad anestésica que contrastaba extrañamente con la irascibilidad de Mallinson, el ingenio humorístico de Barnard y el estoicismo de la señorita Brinklow, que había adoptado el papel de una princesa de los cuentos de niños, resignada a ser devorada por un dragón.

Recordaba vagamente su sorpresa al encontrar el interior del edificio, extraordinariamente espacioso, tibio, acogedor y perfectamente limpio; pero no tuvo tiempo más que para observar estas cualidades, porque el chino acababa de descender del palanquín y emprendió la marcha a través de numerosas antecámaras, haciéndoles señas para que lo siguieran.

Díjoles afablemente:

—Les debo mis excusas por haberles abandonado durante el viaje, pero la verdad es que esas marchas a pie no me van bien, y tengo necesidad de cuidarme mucho. Supongo que no se habrá fatigado excesivamente.

—No mucho —replicó Conway con una sonrisa forzada.

—Excelente. Y ahora, si quieren seguirme, les enseñaré sus habitaciones. Sin duda, les gustará bañarse. Nuestras comodidades son simples, pero no les disgustarán.

En este momento, Barnard, que aún sufría los efectos de la caminata, soltó una tosecita asmática y declaró:

—¡Ejem…! No me gusta mucho este clima, el aire me está fastidiando el pecho, pero, sin duda, disfrutarán de un magnífico panorama… Dígame, señor chino, ¿tendremos que hacer cola para bañarnos o tiene cada habitación su cuarto de aseo?

—Tengo la seguridad de que quedará completamente satisfecho, señor Barnard.

La señorita Brinklo hizo un gesto de asentimiento.

—Yo lo espero así también.

—Y luego —prosiguió el chino— me harían un gran honor si me acompañaran a comer.

Conway replicó cortésmente. Solamente Mallinson no dio muestras de sorpresa ni de agradecimiento ante aquellas amenidades inesperadas.

Como Barnard, experimentaba los sufrimientos del que no está acostumbrado a llegar a tan elevadas latitudes, pero ahora, con un violento esfuerzo, reunió el resto de sus energías para exclamar:

—Y luego, si no le molesta, haremos nuestros planes para marcharnos de aquí. Cuanto más pronto, mejor…