Fue típico en Conway dejar que los otros se despertasen por sí solos, y no hizo el menor comentario a sus exclamaciones de asombro; sin embargo, más tarde, cuando Barnard preguntó su opinión, se la dio, poniendo en ella algo del calor y fluidez de un profesor de universidad dilucidando un problema.
Dijo que creía probable que estuviesen aún en India; habían estado volando en dirección oeste durante varias horas, demasiado altos para ver mucho, pero probablemente habían seguido el curso de algún río; por esta razón, el avión cambiaba de ruta de vez en cuando, siguiendo las ondulaciones de la corriente.
—No confío mucho en mi memoria, pero mis impresiones que ese velo corresponde al del Indo superior. Ya suponía que la parte alta de este río se extendía en un sitio de lo más espectacular del mundo, y, como ustedes ven, no me he equivocado.
—¿Reconoce entonces el lugar en que nos hallamos? —interrumpió Barnard.
—Pues bien, no… No he estado jamás por aquí, pero no me sorprendería que esa montaña fuese Nanga Parvat, donde Mumbery perdió la vida. En su estructura y aspecto general, parece de acuerdo con lo que he oído sobre ella.
—¿Es usted un escalador de montañas?
—En mi juventud lo fui. Pero sólo he escalado las montañas suizas, naturalmente.
Mallinson intervino para decir:
—Creo que valdría más que discutiesen sobre el lugar en que nos encontramos.
—A mí me parece que nos dirigimos hacia aquella cordillera. ¿No lo cree usted así, Conway? Perdóneme que me tome esa familiaridad, pero en la aventura en que nos encontramos sería una idiotez andarse con ceremonias.
Conway hallaba muy natural que cualquiera le llamase por su nombre, prescindiendo del «señor», y juzgó las excusas de Barnard innecesarias.
—¡Oh, ciertamente! —dijo; y luego añadió—: Creo que aquella cordillera debe ser el Karakorum. No lo pasaremos muy bien si nuestro hombre intenta cruzarla.
—¡Nuestro hombre! —exclamó Mallinson—. Querrá decir nuestro loco. Creo que es hora de que rechacemos de plano la teoría del secuestro. Ya hemos pasado con mucho el país de la frontera y no creo que éste esté habitado. La única explicación plausible es que nuestro piloto sea un enajenado incurable. Sólo un loco podía atreverse a volar por una comarca como ésta.
—Mi opinión es que el único que puede hacerlo es un aviador consumado —repuso Barnard—. Nunca he estado muy fuerte en geografía, pero tengo entendido que estas montañas tienen fama de ser las más altas del mundo, y si es así, constituye una gran hazaña atravesarlas.
—Aunque este individuo sea un piloto extraordinario, no veo por qué hemos de ensalzarlo; es indudable que está loco. He oído hablar de un piloto que enloqueció de repente durante un vuelo. Éste debía estar loco antes de partir. Ésta es mi teoría, Conway.
Conway permanecía silencioso. Encontraba estúpido y cansado continuar discutiendo a grito pelado para hacerse entender entre el rugir de los motores. Además, había poca base para argüir posibilidades.
Pero cuando Mallinson insistió en conocer su opinión, dijo:
—Una locura muy bien organizada, por cierto. No habrás olvidado el aterrizaje para el abastecimiento de petróleo, así como tampoco que es éste el único aparato que ha podido volar a la altura en que nos hallamos.
—Eso no prueba que no esté loco. Puede haberlo estado lo bastante para haberlo arreglado todo.
—Sí, desde luego, es posible.
—Bien; entonces tenemos que decidir un plan de acción. ¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos a tierra? Eso, si no nos estrella a todos. ¿Qué piensa usted hacer? ¿Felicitarle por su maravilloso vuelo?
—Nada de eso —dijo Barnard—. Le cederé a usted ese honor.
De nuevo Conway quedó silencioso, por no prolongar la argumentación. Reflexionó que la partida podía haber estado constituida menos afortunadamente. Sólo Mallinson parecía menos belicoso; pero aquello podía ser debido a la altitud. El aire enrarecido causa efectos muy diversos en las personas. En Conway, por ejemplo, producía una combinación de clarividencia mental y apatía física que no tenía nada de desagradable. En efecto, anhelaba el aire frío y puro en pequeños espasmos de contento. La situación, sin duda, no tenía nada de atractiva; pero él carecía de energías en aquel momento para intervenir en nada que no fuese la contemplación del cautivador espectáculo que presentaba el magnífico paisaje glacial.
Y se le ocurrió, mientras miraba con ojos atónitos aquella soberbia cadena de montañas, que era una satisfacción única encontrarse en aquellos lugares de la tierra tan distantes, tan inaccesibles y… tan solitarios.
Las heladas faldas del Karakorum chispearon más que nunca, y en el cielo nórdico, que se había tornado de un color gris siniestro, los elevados picachos adquirían un brillo fantasmal.
Conway era la antítesis de todos aquellos detentadores de marcas mundiales que intentaban continuamente superar las ya batidas. Él se sentía inclinado a no ver más que vulgaridad en la afición occidental a los superlativos. Sin embargo, contemplaba con profunda atención aquella escena, hasta que le sorprendió el crepúsculo, que extendió en las profundidades una oscuridad aterciopelada que, poco a poco, fue ascendiendo hasta la altura. La cordillera, mucho más cerca ahora, palideció con un nuevo esplendor; apareció la luna llena, tocando sucesivamente cada uno de los picos, que se iluminaron como al conjuro mágico de un sacristán celestial, hasta que todo el horizonte brilló contra un fondo negro azulado.
El aire fue enfriándose cada vez más, y el viento, al soplar contra el aparato, le imprimía sacudidas desagradables. Lo desapacible de la situación apagó bastante el entusiasmo de los pasajeros; ya que no creían que se prosiguiese el vuelo en la oscuridad. Su última esperanza radicaba ahora en la falta de combustible, y aquello no debía tardar en ocurrir.
Mallinson inició una discusión sobre este punto, y Conway, de mala gana, porque en realidad no lo sabía, aseguró que no era suficiente el petróleo que cargaron más que para mil millas, de las cuales ya debían haber recorrido la mayor parte.
—Entonces, no tardaremos en descender —dijo el joven con desmayo. Pero ¿dónde?
—No es fácil juzgarlo, pero probablemente será en alguna parte de Tíbet. Si éste es el Karakorum, el Tíbet se encuentra al otro lado. Una de esas crestas debe ser el K2, que se considera la segunda montaña del globo en cuanto a su elevación.
—¿La próxima en la lista después del Everest?, —comentó Barnard.
—Y para escalarlo, es mucho más difícil que el Everest. El duque de los Abruzzos lo consideró como algo imposible.
—¡Santo Dios! —murmuró Mallinson, de todo corazón, lo que hizo reír a Barnard, que contestó:
—Le propongo como guía oficial de este viaje, Conway. Pero si pudiera lograr una botella de coñac y un par de tazas de café bien caliente, nada me importaría que ése fuese el Tíbet o el Tennessee.
—No me explico cómo tienen buen humor en estos momentos —dijo Mallinson, visiblemente disgustado.
—¿Y de qué nos serviría preocuparnos? —intervino Barnard—. Si ese hombre es un lunático, como usted dice, no nos queda otro remedio que resignarnos a nuestra suerte.
—Debe de estar loco. No encuentro otra explicación. ¿Y usted, Conway?
El aludido movió la cabeza negativamente.
La señorita Brinklow se volvió como podía haber hecho durante el intervalo de un juego.
—Como ustedes no han solicitado mi opinión, no debería decirla —empezó modestamente—, pero me atrevo a afirmar que estoy de acuerdo con el señor Mallinson. Estoy segura de que el pobre hombre no está en su sano juicio. Me refiero al piloto, naturalmente. No habría excusa alguna para él si no estuviese loco. —Luego añadió, gritando confidencialmente—: y ésta es la primera vez que vuelo. Nada me había inducido jamás a hacerlo antes, aunque un amigo mío intentó persuadirme a hacer el vuelo de Londres a París.
—Y ahora vuela usted de la India al Tíbet —dijo Barnard—. Así suceden las cosas.
La dama continuó:
—Una vez conocí a un misionero que había estado en el Tíbet y me dijo que los tibetanos eran personas muy extrañas. Ellos creen que descienden del mono.
—¡Gran descubrimiento!
—¡Oh, no! No me refiero a la teoría moderna. Conservan esa creencia desde hace muchos siglos, y no es más que una de sus muchas supersticiones. Desde luego, no participo de esa opinión, y pienso que Darwin era mucho peor que cualquier tibetano. No creo más que en lo que nos dice la Biblia.
Y así prosiguió la discusión de teología que Conway escuchaba con aire desinteresado. Preguntóse si debía ofrecer a la simpática señorita Brinklow algunas de sus prendas de abrigo para que pasara la noche, pero al fin decidió que la constitución de la mujer era mucho más fuerte que la suya.
Se arrebujó en su abrigo, cerró los ojos y poco a poco se quedó dormido.
Y el vuelo continuó.
De pronto, despertaron por un esguince del aparato. La cabeza de Conway chocó contra la ventana, atontándole por un momento; otro golpe violento lo lanzó contra el asiento delantero. El frío era más intenso. Lo primero que hizo, automáticamente, fue mirar a su reloj; marcaba la una y media. Había dormido un buen rato.
En sus oídos martilleaba un sonido confuso como un silbido, que él creyó imaginario hasta que se dio cuenta de que el motor se había parado y el aparato sufría el embate de una violenta tempestad. Miró por la ventana y pudo ver la tierra muy cerca.
—Va a aterrizar —gritó Mallinson; y Barnard, que también había sido echado violentamente de su asiento, respondió con un triste:
—Si tiene suerte.
La señorita Brinklow, a quien la conmoción parecía haber perturbado menos que a los demás, se ajustaba el sombrerito con tanta calma como si lo que se hallaba a la vista fuese el puerto de Dover.
El aeroplano tocó tierra. Pero fue un mal aterrizaje esta vez.
—¡Oh, Dios mío, qué mal, qué rematadamente mal! —gruñó Mallinson, aferrado a su asiento mientras duró el choque.
Oyóse algo que hizo explosión, seguramente uno de los neumáticos del tren de aterrizaje.
—Ya está —añadió Mallinson, en tono de angustioso pesimismo—. Debe de habérsele roto el timón. Tendremos que quedarnos aquí.
Conway, nunca comunicativo en las crisis, extendió sus entumecidas piernas y apoyó la cabeza en el mismo sitio en que había golpeado poco antes. Percibíase un ruido, no mucho. Tenía que hacer algo para ayudar a aquella gente. Pero fue el último de los cuatro en levantarse cuando el avión, después de tambalearse durante algunos segundos, quedó inmóvil.
—¡Quietos! —gritó cuando Mallinson abrió la puerta de la cabina y se preparó para saltar a tierra; y como un eco fantasmal llegó la respuesta del joven en aquel silencio inmenso.
—Esto parece el fin del mundo No se ve un alma en todo alrededor.
Un momento después, temblando de frío, todos pudieron apreciar la verdad de la afirmación de Mallinson. No percibían otro sonido que el fiero silbido del viento y el de los crujidos de sus propios pasos. Sentíanse a merced de algo extraño y agrestemente melancólico, algo de que estaba saturado el aire y la tierra que pisaban.
La luna parecía haberse escondido detrás de las nubes, y las estrellas iluminaban la tremenda soledad que no cruzaba más que el viento.
Parecía que aquel mundo rocoso se alzaba a una altura tremenda y que las montañas que veían a su alrededor eran montaña sobre montaña. En el horizonte lejano brillaba una hilera de ellas como una dentadura gigantesca.
Mallinson, con actividad febril, se disponía a subir a la carlinga del piloto.
—Ahora no me da miedo de ese loco, cualquiera que sea —gritó—. Voy a sacarlo de ahí a la fuerza…
Los otros vigilaban, hipnotizados por el espectáculo de tal energía, aunque con cierto temor.
Conway se abalanzó hacia el joven, pero demasiado tarde para evitar la investigación. Dos segundos después, Mallinson volvía a saltar a tierra y asía el brazo de Conway, murmurando entrecortadamente:
—Es extraño; ese hombre está muerto o gravemente herido. Suba y lo verá. He tomado su revólver.
—Dámelo —dijo Conway, y, algo atontado por el reciente golpe recibido en la cabeza, se dispuso a actuar.
Se encaramó por la carlinga hasta llegar a una posición desde la cual pudo lanzar una ojeada a su interior. No se veía muy bien, pero hirió su olfato el olor inconfundible del petróleo, por lo que no se arriesgó a encender una cerilla. Percibió al piloto, encorvado hacia la proa, con la cabeza apoyada en el volante. Lo asió por los hombros, le quitó el casco, le descubrió el cuello, y un momento después se volvió para informar.
—Sí, algo le ha sucedido. Tenemos que sacarlo de aquí.
Pero un observador perspicaz podía haber añadido que también a Conway le había sucedido algo extraño. Su voz era más aguda, más incisiva; ya no se notaba en ella aquel timbre de vacilación, de indiferencia. La hora, el lugar, el frío, la fatiga, no importaban ya; había que efectuar una tarea y la parte más convencional de su ser estaba enteramente dispuesta a ejecutarla sin vacilaciones de ninguna clase.
Con la ayuda de Barnard y de Mallinson, el piloto fue extraído de su asiento y depositado en el suelo. Conway no poseía grandes conocimientos de medicina, pero como a muchos otros hombres a quienes su profesión obliga a bastarse a sí mismos, los síntomas de algunas enfermedades le eran bastante familiares.
Posiblemente se trata de un colapso cardíaco a consecuencia de la excesiva altura —diagnosticó, inclinándose sobre el desconocido—. Poco podemos hacer por él aquí. Vale más que lo llevemos a la cabina y entremos nosotros también. Por lo menos estaremos al abrigo de este viento infernal y esperaremos tranquilamente a que llegue el nuevo día para averiguar el lugar en que nos hallamos.
El veredicto y la sugestión fueron aceptados sin disputa. Hasta Mallinson manifestó su aprobación. Llevaron al piloto al interior de la cabina y lo extendieron en el estrecho pasillo que había entre los asientos. No estaba mucho más caliente que el exterior, pero, por lo menos, ofrecía un refugio contra la furia del viento.
Esto era lo que constituía ahora el fondo de sus preocupaciones, el motivo fundamental de aquella noche de pesadilla. No era un viento ordinario. No era solamente frío y fuerte, sino algo misterioso y viviente que silbaba a su alrededor golpeando insistentemente contra las débiles paredes de su refugio.
Hacía tambalearse al pesado armatoste, y cuando Conway miró por la ventanilla le pareció que el viento arrancaba astillas de luz a las estrellas.
El desconocido yacía inerte, mientras que Conway, tropezando con la dificultad de la oscuridad y el reducido espacio, lo sometía a un examen minucioso.
—Se le está debilitando el corazón por momentos —dijo al cabo de un rato, y cuando la señorita Brinklow hurgó en su saquito de mano y extrajo de él un frasco de coñac, despertó cierta sensación en la reducida asamblea.
—No sé si le sentará bien a ese pobre hombre —balbució la misionera—. Yo no lo he probado jamás; lo llevo únicamente para casos de urgencia.
Conway destapó la botella, olió el interior y vertió parte de él en la boca del piloto.
—Es precisamente lo que le hacía falta —repuso, ocultando una sonrisa.
Después de un intervalo, el más ligero movimiento de los párpados del desconocido habría podido ser percibido a la llama de la cerilla.
Mallinson prorrumpió de pronto en gritos histéricos.
—No puedo evitarlo —dijo luego, estallando en carcajadas nerviosas—. Parecemos locos encendiendo cerillas para ver la cara de un cadáver, que no es una belleza precisamente. Debe de ser chino, si es que pertenece a alguna raza conocida.
—Posiblemente —respondió Conway con voz severa—. Pero todavía no ha muerto. Con un poco de suerte podremos hacerlo volver en sí.
—¿Suerte? Será para él.
—¡Cállate ya de una vez!
En Mallinson quedaba todavía bastante de la humildad que caracteriza a los escolares para permitirse responder groseramente a la orden de su superior y calló.
Conway, aunque lamentando el estado de nervios de su subordinado, se dedicó a cuidar al piloto, ya que era su única esperanza para saber con seguridad el lugar en que se hallaban.
Adivinaba que el vuelo se había efectuado por encima de la cordillera oriental del Himalaya hacia las casi desconocidas alturas del Kuen-Lun. Por consiguiente, debían encontrarse en el lugar más estéril e inhospitalario de la superficie terrestre, la meseta tibetana, a dos millas de altura sobre el nivel del mar, una región completamente deshabitada e inexplorada, incesantemente azotada por el viento.
Súbitamente, como si el destino en vez de satisfacer su curiosidad quisiera complacerse en aumentarla, todo el paisaje sufrió una transformación.
La luna, que hasta entonces parecía estar oculta por las nubes, surgió de detrás de una eminencia sombría, y, aunque no se mostró directamente, disipó en cierto grado las tinieblas que le rodeaban.
Conway pudo ver un inmenso valle bordeado de montañas de aspecto fúnebre, no muy altas, pero cuyos picos se proyectaban en negro sobre el azul eléctrico del cielo nocturno.
Sus ojos se dirigieron, como impulsados por una atracción irresistible, hacia el nacimiento del valle, donde se erguía, con irisadas magnificencias, a la luz de la luna, lo que a él le pareció la más encantadora de todas las montañas de la Tierra. Era un cono de nieve casi perfecto; parecía que había sido construido por un niño, y era imposible de terminar su volumen, así como tampoco la altura y la distancia a que se encontraba de ellos. Era tan radiante, estaba tan serenamente equilibrado, que se preguntó por un momento si aquello era real. Mientras miraba, una pequeña nube ocultó por un instante el borde de la pirámide, dando vida a la visión antes de que la trepidación de la enorme masa de nieve demostrase su realismo.
Estuvo tentado de despertar a los otros para que participaran del espectáculo, pero después de considerarlo decidió que tal vez no les causara una impresión tranquilizadora. Y desde un punto de vista de sentido común, aquellos esplendores vírgenes demostraban la realidad de su soledad y de los peligros.
Probablemente, la vivienda humana más próxima se hallaba a cientos de millas de allí. Y ellos carecían de alimentos; estaban inermes, no contando más que con el revólver del piloto, el avión averiado y casi sin combustible, además de que ninguno de ellos sabía manejarlo. Carecían también de vestidos adecuados para soportar aquella temperatura glacial.
Todos, exceptuándose el mismo, estaban sensiblemente afectados por la altitud. Hasta Barnard se había hundido en la melancolía bajo la tensión reinante. Mallinson murmuraba algo entre dientes; no era difícil prever lo que sucedería si sus sufrimientos se prolongasen mucho.
Sin embargo, Conway no tuvo más remedio que dirigir una mirada de admiración a la señorita Brinklow. Ella no era, se dijo, una persona normal; a ninguna mujer que se dedicaba a enseñar a los afganos a cantar himnos religiosos podía considerársela en su sano juicio. Pero después de cada calamidad, aquella mujer aparecía aún más normalmente anormal, por lo que él experimentó hacia ella un profundo agradecimiento.
—Espero que no se sentirá mal —dijo Conway, sonriéndole, cuando sus miradas se cruzaron.
—Durante la guerra, los soldados tuvieron que sufrir cosas peores que éstas —replicó ella.
La comparación no le pareció a Conway muy acertada. En realidad, él jamás había pasado en las trincheras una noche tan desagradable como aquélla, aunque, sin duda, no todos podrían decir lo mismo.
Ahora concentró su atención en el piloto, que respiraba con gran esfuerzo y se estremecía ligeramente de vez en cuando.
Probablemente, Mallinson acertó al asegurar que era chino. Su nariz y pómulos eran típicamente mogoles, a pesar de su feliz caracterización de teniente aviador británico. Mallinson lo había considerado feo, pero Conway que había vivido en China, lo conceptuó como un ejemplar bastante pasable, aunque ahora, a la vacilante luz de la cerilla, su piel pálida y aquella boca torcida en un rictus de agonía no tenían nada de atractivo.
La noche avanzaba como si cada minuto fuese algo grávido y tangible que era empujado por el que le seguía. La luz de la luna se desvaneció al cabo de algún tiempo, y con ello aquel distante espectro de la montaña; entonces la triple calamidad de la oscuridad, el frío y el viento aumentó hasta el anochecer.
Con la aurora, el viento cesó como por encanto, dejando todo sumido en profunda quietud.
Enmarcada por un pálido triángulo, la montaña volvió a aparecer, gris al principio, luego plateada y finalmente rosada cuando los primeros rayos del sol naciente alcanzaron la cúspide. Al disiparse las tinieblas, el valle adquirió forma, revelando un piso de roca y cascotes formando una cuesta.
Allá a lo lejos, la blanca pirámide producía en el espíritu la impresión de un problema de Euclides, y cuándo al fin el sol se alzó en el cielo de un azul purísimo, Conway se sintió casi completamente tranquilo.
Con la tibieza de la atmósfera, los otros se despertaron y él propuso llevar al piloto al aire libre, donde la luz del sol podría ayudarle a luchar con la muerte. Así lo hicieron, y al poco tiempo el desconocido abrió los ojos y empezó a hablar convulsivamente.
Los cuatro pasajeros se inclinaron sobre él, escuchando atentamente e intentando en vano descifrar aquellos sonidos que sólo eran inteligibles para Conway, quien, de vez en cuando, hacía algunas preguntas. Poco después, el desconocido empezó a debilitarse, hablando cada vez con mayor dificultad, hasta que, al fin, exhaló un profundo suspiro y cesó de existir. Eran las diez de la mañana aproximadamente.
Conway se volvió entonces a sus compañeros.
—Siento tener que comunicarles que me ha dicho muy poca cosa… poca cosa comparada con lo que yo quería saber. Ha declarado que nos hallamos en el Tíbet, cosa que ya sabíamos. No pude lograr averiguar para qué nos ha traído. Hablaba en una especie de chino que no comprendo muy bien, pero creo que habló algo sobre un convento de lamas que hay cerca de aquí, al final del valle, probablemente, donde podríamos hallar asilo y alimentos. Creo que se llama Shangri-La. La quiere decir desfiladero en tibetano. Parecía muy interesado en que nos dirigiésemos allí.
—Lo que me induce a pensar que debemos marchar en sentido contrario —dijo Mallinson—. No creo que tuviese completas sus facultades mentales.
—Es probable. Pero, si no vamos allí, ¿adónde nos dirigiremos?
—A cualquier parte, no me importa. De lo que estoy seguro es que ese Shangri-La, si es que está en esa dirección, debe hallarse a muchas millas de lo civilizado. Prefiero disminuir la distancia en vez de aumentarla.
Conway repuso pacientemente:
—Me parece que no comprendes bien nuestra situación, Mallinson. Nos hallamos en una parte del mundo de la que solamente se sabe que es dificultosa y está erizada de peligros hasta para una expedición adecuadamente equipada, y considerando que por todas partes nos rodean cientos de millas de terreno con el mismo aspecto que el que ves, la idea de regresar a pie a Peshawar no me entusiasma en absoluto.
—Yo no creo que pudiésemos llegar allí —dijo la señorita Brinklow, seriamente.
Barnard movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Entonces hemos tenido una suerte inmensa con ese convento de lamas que está al volver la esquina.
—Una suerte relativa, tal vez —dijo Conway—. Después de todo, carecemos de víveres y, como pueden ver por sus propios ojos, el país no es de los que invitan a hartarse. Dentro de unas horas moriríamos de inanición. Además, si tuviésemos que pernoctar de nuevo aquí, tendríamos que volver a afrontar el viento y el frío, y no es una perspectiva muy agradable. La única probabilidad de salvarnos está en encontrar seres humanos… ¿Y dónde hemos de hallarlos sino en el lugar en que nos han dicho que los hay?
—¿Y si es un lazo? —arguyó Mallinson.
Barnard fue el encargado de dar la respuesta:
—Si en ese lazo nos dan una cama y un buen trozo de queso, me quedo en él sin protestar —dijo.
Todos rieron, a excepción de Mallinson, que frunció el entrecejo, barbotó una exclamación colérica y quedó mudo.
Entonces, Conway prosiguió:
—¿Estamos de acuerdo, pues? Indudablemente, debe de haber un camino a través del valle. No parece muy escarpado, pero tendremos que marchar muy lentamente. Aquí no podemos hacer nada. Sería imposible cavar una fosa para este hombre sin ayuda de un cartucho de dinamita. Los lamas podrán proporcionarnos guías para regresar… Propongo que partamos inmediatamente; si no hemos localizado el convento al atardecer, regresaremos a pasar la noche en la cabina del avión.
—Y suponiendo que lo localicemos —interrogó Mallinson, intransigentemente—, ¿puede usted garantizarnos que no nos asesinarán?
—Claro que no puedo; pero prefiero, por mi parte, morir de un tiro a fallecer de frío y de hambre. Creo que vale la pena arrostrar esa eventualidad…
Luego añadió, después de una pausa, pensando tal vez que su dialéctica no era la más adecuada para tal ocasión:
—El asesinato es lo último que podemos esperar en un monasterio budista. Estaremos tan seguros allí como en cualquier catedral inglesa.
—Como Santo Tomás de Canterbury —dijo la señorita Brinklow, sin que nadie le hiciera caso.
Mallinson se encogió de hombros y exclamó con melancólica irritación:
—Bueno, vayamos a Shangri-La. Dondequiera que esté, y sea lo que sea, intentaremos llegar; pero ojalá no tengamos que andar mucho, porque si no…
La interrupción hizo desviar la vista a todos los presentes hacia el lugar que miraba Mallinson, con los ojos desorbitados por la alegría y el asombro. Descendiendo por la ladera de la colina, venía una fila de figuras humanas embutidas en pieles.
—¡Bendita sea la providencia! —murmuró la señorita Brinklow, elevando los ojos al cielo.