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En aquella tercera semana del mes de mayo había empeorado la situación en Baskul y el día veinte los aviones de la Air force empezaron a llegar a Peshawar para evacuar a los súbditos ingleses, residentes en aquel infierno.

Sumaban entre todos unos ochenta y la mayoría cruzaron las montañas en transportes militares. Empleáronse también aviones de distintas marcas y características, entre ellos un aparato de recreo, cedido por el maharajá de Chadapore.

En éste tomaron acomodo aquel día, a las diez de la mañana aproximadamente, cuatro pasajeros: Miss Roberta Brinklow, de la misión oriental; Henry D. Barnard, ciudadano de Estados Unidos; Hugh Conway cónsul de Su Majestad, y el capitán Charles Mallinson, vicecónsul de Su Majestad.

Los nombres están dispuestos tal como aparecieron más tarde en los periódicos hindúes y británicos.

Conway tenía treinta y siete años. Acababa de dar fin a un período de su vida; dentro de unas cuantas semanas, o tal vez después de algunos meses de permiso en Inglaterra, sería destinado a otra parte: Tokio o Teheran, Manila o Mascate; las personas de su profesión no sabían jamás qué era lo que les esperaba.

Era alto, de tez acentuadamente bronceada, cabellos negros muy cortos y ojos azul pizarra. Parecía severo y paternal hasta que reía (cosa que no sucedía muy a menudo); en aquellos momentos daba la impresión de ser un chiquillo.

Tenía un tic nervioso en el ojo izquierdo, que se le observaba perfectamente cuando trabajaba con exceso o cuando bebía demasiado, y como había estado empaquetando sus cosas y destruyendo documentos durante todo el día y la noche que precedieron a la evacuación, el tic aparecía muy marcado cuándo subió al avión.

Estaba agotadísimo y experimentó gran alegría al ver que haría el viaje en el soberbio avión del maharajá y no en uno de los atestados transportes militares tomó asiento en la parte delantera de la cabina interior, bostezó y se extendió confortablemente. Era de aquellos hombres que, acostumbrados a las mayores rudezas, exigían cuando podían un máximo de comodidades por vía de compensación. Es decir, habría soportado animosamente los rigores del camino a pie por Samarcanda, pero de Londres a París habría gastado hasta su último penique con tal de hacer la travesía en el Golden Arrow.

Cuando ya llevaban una hora de vuelo, Mallinson declaró que el piloto se había apartado de su ruta.

Mallinson se hallaba sentado frente a Conway, era un joven de unos veinticinco años, de mejillas sonrosadas, inteligente sin ser intelectual y con la educación que puede adquirirse en una escuela pública, pero poseía excelentes cualidades.

Su fracaso en unos exámenes le hizo ser destinado a Baskul, donde Conway lo tenía ya seis meses en su compañía y se había acostumbrado él.

Conway oyó la observación del joven Mallinson; pero no estaba dispuesto a entablar una polémica a gritos como era forzoso hablar en aquella cabina para poder entenderse. Se limitó a aproximar sus labios a los oídos de su ayudante y replicar que el piloto debía saber mejor que él adonde se dirigían.

Media hora más tarde, cuando el cansancio y el runruneo de los motores lo habían aletargado y estaba sumido en un dulce sopor, Mallinson volvió a despertarle.

—Conway, yo creía que era Fenner el que conducía el avión.

—¿Y no es él?

—No. Acaba de volver la cabeza y no le conozco, podría jurar que no le he visto en mi vida.

—Es difícil asegurar una cosa así. Ten en cuenta que lo has visto a través de un panel de vidrio y…

—Reconocería la cara de Fenner a pesar de eso.

—Entonces será otro. ¡Qué importa!

—Es que Fenner me aseguró que sería él precisamente el que pilotaría el avión.

Tal vez sus jefes hayan cambiado de opinión y hayan enviado a uno de los otros.

—Pero ¿quién es este hombre?

—¿Cómo quieres que lo sepa, muchacho? ¡Tú crees que puedo acordarme de todos los tenientes aviadores de la Air Force!

—Yo conozco a la mayoría de ellos; pero ese individuo me es totalmente desconocido.

—Porque debe pertenecer a la minoría que no conoces —repuso Conway sonriendo—. Cuando lleguemos a Peshawar, que ya no tardaremos mucho, preséntate a él y hazle todas las preguntas que se te ocurran.

—Así no llegaremos nunca a Peshawar. Ese hombre se ha apartado de la ruta. Y no me sorprende en absoluto, pues estamos volando a tal altura que no se ve la tierra.

Conway no se preocupó lo más mínimo. Estaba acostumbrado a los viajes aéreos y aceptaba las cosas tal como venían. No tenía nada apremiante que hacer en Peshawar ni había nadie que tuviese que verle con urgencia; por consiguiente, le era completamente indiferente que tardaran en el viaje cuatro horas o seis.

Era soltero; no se tenderían brazos cariñosos a su llegada. Poseía amigos; pero éstos se limitarían a llevarle a su casino y hacerle beber. No le parecía mal la perspectiva, pero no le agradaba hasta el punto de obligarle a suspirar de impaciencia.

Una sacudida gástrica que le era familiar le informó que el aeroplano empezaba a descender. Estuvo tentado de propinar a Mallinson un buen pescozón por sus lamentaciones y lo habría hecho, sin duda, si el joven no hubiese dado en aquel momento un salto que le hizo dar con la cabeza en el techo de la cabina. Luego despertó a Barnard, el americano, que dormitaba apaciblemente en su asiento, al otro lado del estrecho pasillo.

—¡Dios mío! —exclamó Mallinson mirando por la ventanilla que correspondía a su asiento—. ¡Miren!

Conway miró. El panorama que se ofrecía a su vista era ciertamente el que esperaba, si es que esperaba algo. En vez de los establecimientos simétricamente dispuestos y de los hangares enormes y oblongos, no se veía más que una neblina opaca que cubría un campo desolado, árido, quemado por los rayos del sol.

El aeroplano, aunque descendía rápidamente, se hallaba todavía a una altura inusitada para un velo ordinario. Divisábanse las ondulaciones de las enormes montañas, a una milla aproximadamente más cerca de ellos que la niebla del valle. Era el escenario típico de la frontera, pensó Conway, aunque jamás lo había contemplado desde aquella altura.

—No reconozco esta parte del mundo —comentó; pero luego, para no alarmar a los otros, añadió en voz baja al oído de Mallinson: Creo que tenías razón. El piloto se ha perdido…

El aeroplano se zambullía a una velocidad espantosa, y a medida que se acercaba a la tierra, el aire se tornaba más y más caliente, como una estufa cuya puerta se abre de repente. Los picos de las montañas elevaban en el horizonte su gentil silueta; ahora volaba sobre un valle de fondo sinuoso, al frente del cual se observaban enormes montones de rocas y acervos gigantescos de barro desecado, restos sin duda, de las tierras arrastradas por las corrientes de agua, secas ya por la acción del ardiente sol.

El aeroplano cabeceaba tan desagradablemente como un bote a remos en una galerna. Los cuatro pasajeros tuvieron que agarrarse a sus asientos con todas sus fuerzas.

—Por lo visto quiere aterrizar dijo el americano con voz ronca.

No puede replicó Mallinson. Está loco si lo intenta. Nos estrella…

Pero el piloto hizo un aterrizaje perfecto. Había un pequeño espacio libre de detritos, rocas y ondulaciones, junto a una profunda zanja, y con una suavidad que revelaba la enorme pericia del desconocido piloto, el aparato se posó en aquel punto, dio una vuelta sobre sí mismo y quedó parado en seco.

Lo que ocurrió después fue mucho más extraño y menos tranquilizador. Apareció una banda de indígenas con largas barbas y turbantes, que acudían de todas direcciones, rodearon la máquina y se opusieron a que nadie, a excepción del piloto, abandonara el avión.

El piloto saltó a tierra y empezó una discusión agitada con el jefe de aquella tribu. Durante el coloquio, Conway se convenció, no sólo de que no era Fenner, sino también de que no se trataba de un inglés, ni siquiera de un europeo.

Mientras tanto, los hombres barbudos llevaban latas de petróleo al avión y llenaban los enormes tanques de que estaba provisto. A los gritos de los viajeros prisioneros respondían los indígenas con gestos amenazadores, acompañados de movimientos significativos con los rifles de que estaban armados.

Conway, que conocía el pushtu, pronunció una arenga a aquellos salvajes en aquel idioma, pero sin resultado; la respuesta del piloto a las preguntas que le hizo en infinidad de lenguas y dialectos fue siempre la misma: un gesto con el revólver de reglamento que empuñaba en la mano derecha y que no soltó en todo el tiempo que duró la conversación con el jefe de aquellos desharrapados.

El sol de mediodía, cayendo a plomo sobre el techo de la cabina, caldeaba de tal modo el aire en su interior, que sus ocupantes se hallaban próximos a desfallecer por el enorme calor. Estaban completamente indefensos, pues una de las condiciones para la evacuación era que no llevaran armas.

Cuando los tanques estuvieron llenos, diéronles una lata de petróleo llena de agua tibia a través de una de las ventanillas. No respondieron a sus excitadas preguntas, aunque se veía bien a las claras que ninguno de aquellos barbudos les era hostil.

Después de una despedida rápida, el piloto volvió a su carlinga, un pathas dio vueltas a la hélice, y reanudaron el vuelo. La salida, en aquel reducido espacio y con la carga adicional de petróleo fue mayor prueba de pericia que el aterrizaje. El avión atravesó la bruma en un segundo, se remontó y luego viró hacia el Este. Era media tarde.

Cuando el aire frío los refrescó, los pasajeros no se atrevían a creer que fuese verdad lo que les sucedía; era un ultraje sin precedentes. Les habría parecido verdaderamente increíble si no hubiesen sido ellos las propias víctimas.

Como es natural, a la gran indignación sucedió un conciliábulo en que cada cual expuso su teoría después de dar rienda suelta a su exasperación. Mallinson desarrolló entonces su hipótesis, que, a falta de otra mejor, fue aceptada por unanimidad.

Dijo que habían sido secuestrados para exigir un rescate. La cosa no era nada nueva en sí, pero su técnica particularísima había que considerarla como original, tranquilizáronse pensando que su caso no carecía de precedentes. Habíanse efectuado secuestros de esta clase en numerosas ocasiones y las víctimas volvieron siempre a sus hogares después de pagar sus familiares o sus amigos la cantidad que fijaron los secuestradores.

A todos los trataron decentemente, y como había veces en que era el Gobierno el que pagaba el rescate para evitar su difusión, los secuestradores hablaban con grandes elogios de los bandidos. Luego la Air Force enviaba un par de escuadrillas para que bombardearan los reductos de los facinerosos, pero los rescatados ya tenían una historia que contar a sus amigos y familiares, rodeándose de una aureola de gloria.

Mallinson enunció su teoría con cierto nerviosismo pero Barnard le respondió con acento sarcástico:

—Bien, caballeros; no niego que esta idea prueba que nos las vemos con un individuo osado e ingenioso; pero al mismo tiempo desdice la fama que ustedes los ingleses dan a la Air Force. Ustedes, caballeros británicos, se han burlado en toda ocasión de los atracos de Chicago. Yo no recuerdo, sin embargo, que ningún pistolero se haya atrevido jamás a robar uno de los aeroplanos del río Sam. Me gustaría saber también qué es lo que este individuo ha hecho con el verdadero piloto.

Y el americano bostezó… Era un hombre voluminoso, con el rostro curtido, en el que las arrugas del buen humor no estaban aún cubiertas por las alas del pesimismo. Nadie en Baskul sabía gran cosa de él, excepto que procedía de Persia, donde se suponía que tenía algunos intereses en una compañía petrolífera.

Conway, entretanto, se dedicaba a una tarea más práctica. Recogió todas las hojas de papel blanco que pudieron encontrar cada uno de ellos en sus bolsillos y compuso mensajes en todas las lenguas de los nativos que conocía y los fue arrojando al espacio a intervalos.

Había un mínimum de probabilidades en un país tan poco poblado como aquél, pero valía la pena probar.

El cuarto ocupante del avión, la señorita Brinklow, continuaba en su asiento sin pronunciar una palabra ni exhalar una queja. Era una mujer de pequeña estatura y algo acartonada, que tenía el aire de una persona a la que han obligado a tomar parte en un viaje, sin que sus compañeros le agraden lo más mínimo.

Conway había hablado menos que sus dos compañeros, porque la traducción de los mensajes de socorro a los dialectos nativos constituía un ejercicio mental que requería cierta concentración. Sin embargo, había respondido a todas las preguntas que se le hicieron y manifestó su aprobación a la teoría de secuestro de Mallinson y a la crítica de la Air Force de Barnard, aunque expuso su propia opinión respecto a esta última.

—Con la conmoción consecuente a los sucesos, no se debe culpar a nadie de lo ocurrido. Cuando no hay tiempo suficiente, ni existe la menor sospecha de que una cosa así pueda suceder, nadie sería capaz de distinguir a un aviador, uniformado con todos sus arreos, de otro cualquiera. Y además, este individuo conocía las señales y no me negarán que sabe su oficio.

—Perfectamente, señor —respondió Barnard—. No tengo más remedio que admirar el modo en que ha tratado los dos aspectos de la cuestión. Se necesita un espíritu templado como el suyo para permanecer tan tranquilo cuando no sabemos ni dónde estamos ni a dónde vamos.

Los americanos, se dijo Conway reflexionando, tienen la virtud de decir cosas desagradables sin que parezcan ofensivas. Sonrió tolerantemente, pero no continuó la conversación. Su cansancio era tan grande, que ni la sensación de un peligro mucho más grave habría podido hacerlo reaccionar. Poco más tarde, cuando Mallinson y Barnard, que proseguían la discusión, acudieron a él para que juzgara, se dieron cuenta de que estaba profundamente dormido.

Está como un lirón —comentó Mallinson—, y no me extraña, después de lo que ha trabajado en estas últimas semanas.

—¿Es usted amigo suyo? —preguntó Barnard.

—He trabajado con él en el consulado y sé que hace cuatro noches que no se ha acostado. Ha sido una suerte que lo tengamos junto a nosotros en una situación como en la que nos encontramos. Además de conocer los dialectos de estas regiones, posee un don privilegiado para tratar con esta gente. Si hay alguien capaz de sacarnos de este apuro, es él.

—Dejémosle que duerma, entonces, dijo Barnard.

La señorita Brinklow se dignó intervenir pará decir:

—Yo creo que es un hombre de verdad, o, por lo menos, lo parece.

Conway se sentía menos seguro de ser un hombre de verdad. Había cerrado los ojos con un agotamiento físico invencible, pero no dormía. Oía y percibía todos los rumores y movimientos del aeroplano, y se enteró, con una mezcla de sensaciones indefinibles, de la elogiosa opinión de Mallinson y de la de la señorita Brinklow.

Pero sus dudas sobre la opinión de esta última empezaron a surgir cuando notó algo en su estómago, que tal vez no fuese más que la reacción corporal a su incesante vela mental. Él no era, como bien lo sabía por experiencia, de aquellas personas que aman el peligro por el solo hecho de serlo.

Había un aspecto en él que le gustaba: la excitación, que actuaba como sedante para sus nervios, pero no se había sentido jamás inclinado a arriesgar su vida sin provecho.

Doce años antes, había aprendido a odiar los peligros de la guerra de trincheras en Francia y había evitado varias veces la muerte negándose a intentar temerarias imposibilidades. La medalla del Mérito militar con que le habían condecorado había premiado más su desarrollada técnica de resistencia que su valor físico. Y desde la guerra, cuando se había encontrado con un peligro, lo había afrontado como algo inevitable, pero desagradable.

Era su destino que siempre confundiera, su ecuanimidad con su decisión, aunque fuese menos viril. Ahora se hallaban en una situación apurada, al parecer, y él, en vez de afrontarla con bravura como todos se esforzaban en imaginarse, experimentaba una aversión indescriptible por las indudables molestias que le esperaban.

Allí estaba la señorita Brinklow, por ejemplo. Previó que en circunstancias dadas se vería obligado a actuar como si ella, por el solo hecho de ser mujer, tuviese derechos preferentes sobre los demás, y el presentimiento de que tendría que obrar así, pese a sus profundas convicciones interiores, le produjo una sensación de malestar.

Sin embargo, cuando empezó a dar señales de despertarse, fue a la señorita Brinklow a quien primero se dirigió. Se había dado cuenta de que no era joven ni guapa, pero éstas son dos virtudes negativas, y tenía el secreto convencimiento de que podría serle de utilidad en las dificultades en que no tardarían en encontrarse.

Además, sentía cierta atracción hacia ella por la seguridad de que ni a Mallinson ni al americano le agradaban los misioneros, sobre todo los del género femenino.

Al parecer, no nos hallamos en una situación muy agradable, señorita, pero me consuela pensar que usted lo ha tomado con bastante calma. No creo que nos ocurra nada terrible.

—Estoy segura de que así será si usted puede evitarlo.

—¿Qué podría hacer para ayudarla a soportar las molestias de este viaje?

Barnard asió las palabras al vuelo.

—¿Por qué no se saca una baraja? Podríamos jugar al bridge.

A Conway le agradó el ingenio de la respuesta del americano, pero no le gustaba el bridge.

—No creo que la señorita Brinklow juegue —dijo sonriendo.

—¿Por qué no? —dijo ésta, revolviéndose en su asiento—. No hay pecado en jugar; prueba de ello es que en la Biblia no se prohíbe el juego.

Todos rieron. Conway dio gracias al cielo por no haberles dado una histérica por compañera.

Durante toda la tarde, el aeroplano había volado cubierto por las brumas delgadas de la atmósfera superior, a demasiada altura para poder observar lo que había debajo de ellos. Algunas veces, a largos intervalos, el velo se rompía por un momento y dejaba dibujarse la punta de la cima de una montaña o el brillo de un río desconocido.

Pudieron determinar la dirección que llevaban por la posición del sol; se dirigían hacia el este, con algunas desviaciones al norte. Parecía probable que hubiesen consumido ya la mayor parte de las existencias de petróleo, por lo que Conway juzgó que no tardarían en llegar a su punto de destino.

Mallinson empezó a enfurecerse gradualmente a medida que pasaba el tiempo. Notábase en su expresión el resentimiento por la frialdad de Conway, que poco antes exaltara. Ahora, con gritos que sonaron distintamente entre el espantoso ruido de los motores, dijo:

—¿Vamos a resignarnos a permanecer aquí con los brazos cruzados, mientras este maníaco nos lleva a Dios sabe dónde? ¿Por qué no rompemos ese panel y lo reducimos a la impotencia?

—Por la sencilla razón respondió Conway de que él está armado y nosotros no. Además, aunque lo consiguiéramos, no podríamos aterrizar, ya que ninguno sabemos manejar un aparato.

—No debe ser muy difícil. Casi aseguraría que usted podría hacerlo.

—¿Yo? Querido Mallinson, ¿por qué esperas siempre que yo haga milagros?

—Yo lo único que espero es salir de aquí. Esto está acabando con mis nervios. ¿No podríamos obligar a ese individuo a descender?

—¿Cómo?

—¿Es que vamos a permitir que nos domine a todos, siendo tres hombres contra uno? Por lo menos podríamos obligarle a que nos diga qué es lo que se propone.

—Perfectamente; vamos a probar.

—Conway dio algunos pasos hacia la partición de la cabina y la carlinga del piloto, que se hallaba situada al frente y un poco más alta. Tenía una plancha de vidrio de unas seis pulgadas cuadradas, que se deslizaba hacia arriba, de tal modo que el piloto, volviendo la cabeza e inclinándose ligeramente, podía comunicarse con sus pasajeros.

Conway golpeó en el vidrio con los nudillos. La respuesta fue tan cómica como esperaba. El panel se deslizó hacia arriba y asomó el cañón de un revolver por la abertura. Ni una palabra; sólo aquello. Conway retrocedió sin protestar y el panel volvió a cerrarse.

Mallinson, que había observado el incidente no estaba satisfecho más que a medias.

—No creo que se atreviese a disparar —dijo—. Debe haberlo hecho para amedrentarlo.

—Es posible —respondió Conway—; pero si quieres convencerte, ve tú mismo.

—Estoy dispuesto a entablar una lucha a muerte antes que resignarme a dejar que me lleven…

La indignación no le permitió continuar.

Conway simpatizaba con aquel sentimiento. Recordó las enseñanzas que recibiera en el colegio… Aquellos grabados de soldados con casacas rojas que aparecían en los libros de historia, a cuyos pies se leía que el soldado inglés no teme a nada, que nunca se rinde y que jamás conoció la derrota.

Luego dijo:

—Iniciar una lucha en la que no hay la más remota posibilidad de ganar es un deporte caro, y yo no tengo madera de héroe.

—Opino lo mismo que usted, señor —intervino Barnard, cordialmente—. Cuando alguien nos tiene cogidos por los cabellos, no tenemos más remedio que bailar al son que nos tocan. Por mi parte, voy a gozar de la vida mientras pueda o mientras me dure, y ahora voy a fumarme un cigarro. ¿Les molestará que añada un poco más de peligro al que ya tenemos?

—Por lo que a mí me concierne, no; pero tal vez a la señorita Brinklow…

—Nada de eso —repuso la aludida, graciosamente—. No es que yo fume, pero no me desagrada el humo del tabaco; al contrario.

Conway empezaba a sentirse inmensamente fatigado. Había en su naturaleza un rasgo característico que algunos pudieran haber llamado pereza; pero no era eso precisamente. Nadie era más capaz que él de desarrollar una labor ardua, pesada, cuando no había más remedio que hacerla, y muy pocos habrían sabido afrontar mejor que él las adversidades y la responsabilidad de sus actos. Pero, indudablemente, no era muy aficionado a la actividad y no le agradaba la responsabilidad bajo ninguno de sus aspectos. Ambas cosas formaban parte de su profesión, pero él se descargaba de ellas en el primero que encontraba, lo hiciese mejor o peor.

Por esta razón, sus éxitos en el servicio fueron menos resonantes de lo que debieran. Carecía de la ambición suficiente para estorbar la carrera de los otros, o para hacer una exposición de hechos que no había ejecutado, cuando ésta era la verdad.

Los telegramas que cursaba eran tan lacónicos, que a veces pecaban de imprecisos, y su calma ante las emergencias, aunque admirada, hacía sospechar que fuese demasiado sincera.

A la autoridad le gusta observar que sus subordinados se esfuerzan en subir y comprobar que la fingida indiferencia de algunos no es más que un disfraz para ocultar sus emociones; pero con Conway se tenía la sospecha de que su indiferencia era real y que no le importaba un ardite nada de lo que sucedía a su alrededor.

Esto, como la pereza, era también una interpretación falsa. Lo que los observadores no veían ni adivinaban era algo extraordinariamente simple. Conway era un apasionado de la paz, la contemplación y la soledad.

Con estas inclinaciones, y a falta de otra cosa mejor, se apoyó en el respaldo de su asiento y se dispuso decididamente a dormir.

Cuando despertó se dio cuenta de que los otros, a despecho de su ansiedad, se habían entregado también en brazos de Morfeo. La señorita Brinklow estaba sentada muy tiesa, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en las rodillas, como un ídolo modernizado. Mallinson dormía con la barba apoyada en las palmas de las manos. El americano roncaba…

En aquel momento, Conway experimentó una sensación extraña, como de entorpecimiento, acompañado de palpitaciones y una tendencia a respirar profundamente, costándole un esfuerzo hacerlo. Recordó haber sufrido síntomas semejantes en Suiza.

Volvióse hacia la ventanilla y lanzó una mirada al exterior. El cielo se había aclarado, y a la luz del crepúsculo vespertino contempló algo que le hizo exhalar el poco aire que le quedaba en los pulmones. En todo el horizonte no se veían más que picos de montañas enormes cubiertas de nieve, festoneadas de glaciares y flotando, al parecer, sobre vastos mares de brumas. Extendíanse formando un inmenso arco de círculo, en un colorido diabólico, increíble, como un fondo impresionista pintado por un genio medio loco.

Mientras tanto, el aeroplano cruzaba un abismo, insensible a aquel estupendo escenario. Al frente apareció una enorme pared blanca que se confundía con el mismo firmamento, hasta que, iluminada por los últimos rayos del sol poniente, llameó, como una docena de Jungfraus apiladas vistas desde el Marren, con irisaciones soberbiamente deslumbradoras.

Conway no se dejaba impresionar fácilmente, y por regla general no sentía ninguna pasión extraordinaria por los panoramas, menos cuando las autoridades municipales instalan bancos de jardín para que el público pueda admirarlos con toda comodidad.

En cierta ocasión en que fue conducido a la montaña Tigre, cerca de Darjeeling, para admirar un amanecer en el Everest, tuvo una gran desilusión con el monte más alto del mundo.

Pero el terrorífico espectáculo que se desarrollaba bajo sus ojos era de un calibre diferente; no tenía el aspecto de «posar» para dejarse admirar, había algo infinitamente gigantesco, salvaje, en aquellos icebergs monstruosos y cierta sublime impertinencia al aproximarse a ellos.

Hizo cálculos, consultó mapas, intentó deducir su situación por la velocidad y las distancias. En aquel momento se dio cuenta de que Mallinson había despertado también. Tocó el brazo del joven.