Sobrevivía en el hastío perplejo de quien contempla un mundo destruido y ya casi ha olvidado las antiguas construcciones. En la memoria brillaban los instantes y los objetos; pero sólo en la memoria. Una cierta calma, en nada parecida al sosiego, me hacía ver ahora las cosas como en un decorado. Veía los árboles recién brotados, la primera brisa templada de junio, los hombres y mujeres paseando arriba y abajo de las Ramblas, el bullente mercado, el hormiguero de ciudadanos que corrían tras el amor y la gloria, como dice la canción, y creía asistir a una representación dramática ejecutada PARA OTRO. Yo no formaba parte ni de la compañía de actores, ni del público. Yo era una memoria sin dueño.

De entre los dedos se me habían escurrido los instantes; como arena. En el furor de la investigación no había podido escapar a mi propio proyecto. Yo me había construido como EL SUPERADOR, del mismo modo que un usurero se constituye en acumulador. ¿Qué me había impulsado a no dejarme poseer por nada? ¿De qué escapaba cada vez que abandonaba un instante de plenitud, convencido de encontrarme ante una nueva trampa? ¿Acaso no sabía que esa actividad carece de fin? Del mismo modo que nadie es el más rico o el más poderoso, pues siempre hay alguien por encima (o por debajo, esperando el momento en que el rico o el poderoso digan «ya es bastante» para entonces arrebatarles todo lo que tiene con un simple «no, no es bastante»), así tampoco nadie es el más sabio porque la sabiduría es negar la superación y ver en todas las cosas y en todas las personas la inevitable justicia de que existan y estén vivos.

Yo mismo me había expulsado de la vida que me pertenecía. No había querido vivirla, sino reducirla a un puro instante de superación que la anulara. «¡Bah, no vale la pena…!», esto había querido yo decirle a la vida que me correspondía, creyendo engañarla con un gesto despectivo, como el majo que espantado por la fortaleza de su contrincante trata de asustarle con un desplante. ¡Ese había sido el significado de mi falsa sonrisa sempiterna! Toda mi investigación no había sido otra cosa que una estratagema de feriante. Con muy malos resultados, pues mi contrincante, como es natural, lejos de atemorizarse me había vencido sin mover un músculo.

Recordé una escena de mi infancia. Una prima mía, mayor que yo, nos llevó al cine a los más pequeños, la tarde de Navidad. Fue quizá mi primera experiencia del cine en color. Proyectaban El mundo submarino, documental de divulgación de un científico francés, lleno de efectos infantiles. Desde las primeras imágenes me sentí poseído por una dolorosa sensación de placer total. Pero el arrebato ante los colores, la fantasía, la monstruosidad incluso de aquel pedazo de mundo INVISIBLE, era excesivo para mis fuerzas. Así que a los cinco minutos comencé a preguntarle a mi prima, con la insistencia de un perturbado, si faltaba mucho para que la cinta terminara. Cada cinco minutos repetía mi pregunta, «¿falta mucho? ¿tú crees que se va a terminar en seguida?», a lo que mi prima contestaba cada vez con mayor impaciencia. Pero ella no comprendía la angustia asfixiante de aquel niño descubriendo, por primera vez en su vida, el placer CONSCIENTE; y su desesperación porque algo tan descomunal estaba SUJETO AL TIEMPO. ¿Cómo podía terminar una cosa así? Una cosa así tenía que ser eterna o NO SER. ¿Cómo podía soportar el niño que alguien descorriera una cortinilla, le mostrara EL MUNDO INVISIBLE, y luego volviera a cerrarla? «Ya tienes bastante», decía el dueño de la cortinilla. Pero yo no tenía bastante.

Nunca más tendría bastante. Yo nunca más podría aceptar que lo bueno de la vida fuera un regalo AJENO Y CASUAL cuya duración estuviese en manos del dueño del cine. Yo debía rechazar aquel regalo. Es decir, SUPERARLO.

Aquella tarde descubrí el valor del suicidio, pero, incapaz de darle contenido real, lo guardé como una simiente en mi pobre cabeza. Allí creció como una gigantesca planta carnívora y fue devorando todos mis INSTANTES DE PLACER, hasta acabar con mi vida entera. Yo era el resultado de aquella experiencia; un cadáver consumido por el deseo de morir. No estaba muerto de un modo COMPLETO, pero había logrado matar la dependencia, la angustia que durante tantos años me había destruido interiormente como un cáncer invisible. Había suprimido la angustia, sí, pero como esos locos frenéticos a quienes se les extirpa un trozo de cerebro y quedan en un estado vegetativo o mineral.

Ahora, desde mi muerte a medio hacer, recuperaba los fragmentos de la tragedia. Fragmentos de cuerpos, de objetos, de pensamientos. Un mundo hecho pedazos, de imposible recomposición, esparcidos sin orden en el teatro ruinoso de mi memoria. La visión de un idiota.

Y como un idiota sigo viviendo en esta habitación desnuda, estupefacto ante la hoja de papel sobre la que veo aparecer signos diminutos de color negro, como gusanos; o, si levanto la mirada, perplejo ante unas toallas que cuelgan al sol para secarse; la una blanca con ribete rosa, la otra blanca con ribete azul, encuadradas por el rectángulo de la ventana. O bien, si pienso en el día de hoy, irónicamente sorprendido de que todavía vive gente en el mundo, y de que entre tantísimas personas como hay, todavía exista alguien que acuda a esta habitación a alguna hora de la tarde y me pregunte, «¿qué tal? ¿cómo has pasado el día?», a lo que yo responderé puntualmente, escrupulosamente, como si un hombre mecánico, en mi interior, tuviera las respuestas grabadas.

Porque los muertos somos difíciles de distinguir de los vivos, y nos disimulamos en los entresijos del mundo buscando un rincón desde donde vegetar y contemplar el espectáculo que ahora sabemos —pero es demasiado tarde— que no termina nunca, QUE ES ETERNO; para todos, menos para nosotros.

Como el soldado que, impaciente por alcanzar con su bayoneta a un enemigo desconocido oculto tras el horizonte, no puede detenerse en las solicitaciones que surgen a su paso, así también los muertos tendemos a un destino desconocido, sin prestar atención a lo que aparece a lo largo del camino; y cuando hemos alcanzado ese destino, una voz burlona nos dice que nuestro destino era PRESTAR ATENCIÓN Y DESCANSAR en cada una de las minúsculas revelaciones que se habían ido abriendo a nuestro paso; cada una de las cuales, a su vez, nos aconsejaba no buscar ningún destino, ni mucho menos un destino feliz. Sólo de ese modo se lucha contra la asfixia y la angustia del tiempo y del dueño de la cortinilla; prestando atención a lo que se ENCUENTRA, y no a lo que se BUSCA.