Mi investigación había concluido. Y había concluido en el mismo lugar en el que se había iniciado: en la sorpresa. No hay contenido alguno en la felicidad de la representación artística, sino ficción de felicidad en quienes se identifican con esos esclavos llamados «artistas». No la hay tampoco en las obras de arte; objetos variables, prescindibles, cambiantes y efímeros que surgen de la nada y vuelven a ella por el capricho de un puñado de hombres. El deseo de felicidad mantiene presente el mito del artista, como mantiene el mito del guerrero y del santo, incapaz de admitir mito alguno para el funcionario y el gerente. Inventamos artistas y obras de arte como inventamos un amor o como inventamos una historia fantástica (descendientes de Roma y Grecia, herederos de la latinidad) o chulesca (descubridores de América, inventores del paraguas). Cada una de estas BALADRONADAS oculta cuidadosamente un temor, una inseguridad. El miedo es el padre de la «infancia feliz», de la «felicidad amorosa», de la «beatitud filosófica» o de la «creación felicísima». Miedo a la insignificancia, a la idiotez, a la pobreza, a la invalidez, a la humillación, a todas las espantosas IMPOSICIONES de la vida organizada en tanto que infierno, que es la que realmente vivimos.
Los padres destrozan a sus hijos haciéndoles felices; los amantes se destrozan entre sí haciéndose felices; los sabios se mantienen en una rigurosa ignorancia con el fin de hacer felices a los humanos; los poderosos explotan a los débiles para facilitarles la felicidad; y los artistas chapotean en ese delirio obsceno, buscando fragmentos en el mar de sangre, para exhibirlos en el museo con un cartelito que lleve su nombre.
¿Pero por qué? Esta pregunta no tiene respuesta. Sólo sabemos que nuestro significado está hoy escrito en términos históricos y que a la historia sólo pasan los criminales. Miles, millones de hombres y mujeres viven ochenta años sin pena ni gloria, y sin hacer demasiado daño; pero son insignificantes, NO NOS DICEN NADA. Llega, en cambio, un canalla, logra el dinero suficiente para matar a centenares de miles de hombres, y tiene asegurado un lugar SIGNIFICATIVO en la historia de la humanidad.
La ciudad de Florencia es visitada anualmente por millones de turistas que la adoran. Pero esa ciudad es el resultado de la guerra, de la explotación, del crimen y la estafa. Una casa anónima, encalada y pobre, con su maceta de geranios, en el interior de Badajoz, carece de importancia; es anónima, forma parte del miserable bagaje de los PERDEDORES de este mundo. Sólo es histórica y significativa la ciudad construida sobre la sangre. A la historia sólo pasan los canallas. En la basílica de San Pedro muchos hombres y mujeres miraron con placer la nariz de la Virgen de Miguel Ángel, pero sólo uno le pegó de martillazos. Este será el que pase a la historia, este es el significativo porque pone de manifiesto nuestra insignificancia mediante un gesto de loco.
Esta era la conclusión a la que había llegado en mi investigación del contenido de la felicidad. A los hombres sólo nos interesa LO NEGATIVO; nuestra historia, nuestro significado, está construido sobre lo negativo, sobre lo horrible, sobre lo insoportable, Y ESE JUSTAMENTE ES EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD. Porque aquí no se habla ni del goce ni del placer, sino de la felicidad COMO DESTINO de los hombres. Mundos felices, sociedades felices, humanidad feliz, cultura de la felicidad; este es el contenido de la guerra, de la explotación, de la estafa, de la destrucción. Estas son las banderas de brillantes colores que preceden a la columna de esclavos camino de su exterminio.
Yo abominaba, al final de mi investigación, del contenido de la felicidad. Yo me consideraba un hombre LIBRE Y DESDICHADO. Y ese estado de libertad y desdicha me parecía el único refugio decente para quien no desea engañarse acerca de su función en el mundo. Como al desgraciado Edipo, los ojos debían servirme para VER HACIA DENTRO, sin dejarme distraer por los entretenimientos externos financiados por astutos truhanes con el fin de robar, torturar y matar, a quienes son tan bobos como para confiar en ellos.
Me quedé ciego. En la cinta sin fin de la memoria brillaban destellos sueltos; saltaban como peces voladores sobre el mar. Hojas de palma tensas que usaba en mis juegos de infancia; lagartijas de aspecto mineral saliendo de entre las piedras agrietadas por el calor; mangas de riego que dibujaban arco iris en miniatura sobre las calles; el confuso entusiasmo de una carga a caballo de los grises en la Complutense; el delirio colectivo ante una bandera negra desplegada nadie sabía por quién en una asamblea de facultad; la unidad del tiempo dirigido hacia esa hora de la tarde en que me encontraría con Susana; la indescriptible finura de sus miembros moviéndose entre las sábanas; la aventura de una Meditación de Descartes que borra de la realidad la totalidad de los objetos como por arte de magia; la sensación de levitar durante el frenético final del tercer concierto para piano de Prokofief; el equilibrio cósmico del castillo de naipes de Chardin; el encuentro del príncipe Bolkonski (agonizante) y Napoleón, tras la batalla de Austerlitz; el chisporroteo del fuego en aquella casa semivacía de Llafranc… todo lo había SUPERADO a lo largo de mi investigación.
Ahora estaba ciego y sordo, pero con la capacidad de asombro intacta. Me encontraba como al comienzo, antes del primer tortazo, enteramente vacío, abierto y sonriente, pero YA NO ERA YO. Aquel que había hecho el recorrido había quedado atrás. En el presente, lo único que me daba unidad era el recuerdo del camino recorrido, pero no el sujeto que lo había recorrido. Me sentía depositario de una experiencia sin sentido ni contenido, pero comprensible en tanto que pasado. Era el depósito de un conjunto infinito de datos singulares que sólo yo poseía, gracias a que yo no era yo, sino el recuerdo de un yo que se había concluido. Me estaba sobreviviendo a mí mismo, pero no podía VOLVERME a matar, porque ya estaba muerto.