El rotundo éxito del joven poeta, hoy una de las personalidades más interesantes de la literatura mundial, contrastaba con un desesperante vacío en el campo de Barras. Nada le satisfacía, todo le sonaba a déjà vu; era la tarea contraria; se trataba de encontrar algo que nadie hubiera escrito jamás, lo cual es una quimera, pero así se rigen las cosas en el arte. Por fin, un mes más tarde de la aparición de Ultramort, drama que cubría el hueco «Beckett» en la historia de la literatura catalana, Barras creyó haber dado con lo que buscaba.
Reunió el Consejo de Lectura con gran aparato y nos presentó un mamotreto —no bajaba de los tres mil folios— titulado Gusanera. Su autor, Blas de Figa, era farmacéutico en un pueblecito de la provincia de Alicante y había dedicado cuarenta años de su vida a tan magna obra. «L’oeuvre d’une vie, la gloire d’une mort!», dijo Barras aludiendo a la edad del farmacéutico. «Pas d’héritiers. Il fait donation de ses droit a son éditeur. Une vraie bicoque!» Siguió una discusión con Santiago de Gal, quien negaba que en francés se dijera «bicoque», sino «mérle blanc», a lo que Barras contestaba con etimologías improvisadas (solía hacerlo); «bicoque», decía, es «doble coca», es decir, la cocarda doble que se imponía a los gentilhombres de baja extracción durante el reinado de Luis XIII, y por las cuales no se pagaba casi nada.
Nos llevamos el mamotreto. Lo leímos. Su autor había encabezado el libro con un fragmento famoso «En un lugar de La Mancha de cuyo nombre…» y luego se había dedicado a variar tozudamente sobre el tema buscando chascarrillos como «Enano Gardel, a marchas forzadas noquea de acuerdo…», o bien «¿Qué guardas, Machado, loquero tan cuerdo…?», e incluso «En Lugo mecheros y cuerdas manchadas…». Era la obra de un chiflado, obsesiva y fascinante como todo lo que hacen los locos y los mandriles. Bastaba con leer la primera página para hacerse una idea y enviar un donativo, pero las tres mil páginas producían un efecto contundente.
El Consejo de Lectura se reunió de nuevo una semana más tarde, cuando ya el poeta joven había ganado el «Premi d’Honor de les Lletres», el máximo en su género, con la novela Buscant un temps que ja no es meu. La batalla parecía decidida. Incluso en Madrid le habían dado un premio al poeta joven, por si acaso, pues evidentemente, jamás nadie de Madrid ha leído una sola línea en catalán. Pero Pepe Barras no sólo estaba convencido de ganar la guerra, sino que nos miraba regocijado, como el anfitrión que ha dado a probar un borgoña colosal a sus invitados.
Iba yo a dar mi severa opinión, por ímpetu juvenil, cuando se me adelantó Picot i Picot: «En mi opinión es la elaboración de una verdadera palabra en libertad, el triunfo de la lengua obsedente y lo más grande que se ha escrito desde Gorki. Pepe, te felicito. Pocas veces se ha representado con mayor rigor el carácter enajenante y cosificador del capitalismo en su etapa de decadencia imperial. Aquí la economía de mercado hace mercancía del mismo sistema de la lengua. Las sutiles variaciones de palabra a palabra son como las transacciones financieras que obligan a negar todo valor de uso a los útiles, para elevarlos a una abstracción absoluta. Todo se disuelve en esas metáforas tecnológico-electrónicas en las cuales todo es todo y no hay semantema que se substancie. Es la mostración real de la in-significancia ab-soluta, es decir, absuelta, del verbo, en aquellos súbditos unidimensionales cuya fuerza de trabajo es ahora polivalente. En ese sentido del sin-sentido, De Figa consigue efectos luminosos (¡esa magnífica “con las ingles inglesas has topado Tom Stoppard”!) que me llevan a pensar en este libro como un gran poema sin palabras…» Picot i Picot iba a seguir, pero Pepe Barras le interrumpió. «Poème sans paroles! Pour la promotion c’est de l’or en barres… Très joli!» Intervino Santiago de Gal para negar que en francés se dijera «de l’or en barres», sino «du miel sur papillotes», pero fue acallado por el resto del consejo, cuyos miembros deseaban dar su opinión antes de las cinco, hora en la que comenzaba la retransmisión del partido de fútbol Barcelona-Real Madrid. Todos, sin embargo, estaban entusiasmados. Y entonces llegó mi turno.
Dije que la obra me había parecido una mentecatez. Que para mí la literatura era la construcción de un mundo coherente en el que la incoherencia tenía su propio lugar como tal incoherencia, pero que en un mundo SÓLO incoherente, como el de Gusanera, era imposible separar las churras de las merinas, o lo que es igual, que su autor no había tenido la valentía o el sentido común de representar su locura en términos artísticos y se había limitado a darla en crudo. Que esa era la diferencia entre Kafka y una encíclica vaticana, que el primero desea hacerse entender y la segunda OBLIGA TIRÁNICAMENTE a creer. Que ambos, Kafka y la encíclica, pueden estar igual de desequilibrados y por lo tanto de lúcidos ante el desequilibrio del mundo, pero que el primero trata de hacernos ver la NECESIDAD de su locura, en tanto que el otro se limita a imponerla cómodamente. Y, para terminar, que todas las opiniones expuestas no valían ni un solo verso del autor de El Blau i el Groc, «Premi Ciutat d’Olot» días pasados, el cual, por lo menos, tenía oficio, habilidad y sensatez, en tanto que el farmacéutico sólo sabía aplicar un truco mecánico con la monotonía del Océano.
Pepe Barras me miró, sólo en ese momento, consternado. «Et qu’est ce que vous avez en contre de l’océan, monsieur?», preguntó. Llevado por la irritación le dije que me aburrían las cosas extensas, poco variadas y con todos sus valores en el FONDO. El editor me miró compungido. Yo había olvidado que Barras se tenía, ante todo, por un viejo lobo de mar. Lo demás eran aficiones secundarias; su verdadera personalidad sólo se percibía a bordo de su velero, Le Bilboquet; allí sí era realmente él, él mismo, y no este personaje inventado por la cultura y el antifranquismo. Me miró compungidísimo, pues era hombre de buen corazón. «Dommage. J’aime la mer plus que la litérature, mon petit. Je suis né marin (había nacido en Igualada) et la mer est ma VRAIE mère. Je ne peux pas collaborer avec quelqu’un qui ne sois pas emu par la maison de Poseidon et Amphitrite. Ayez l’amabilité de décamper sur le champ!»
Me había despedido. Tres meses más tarde se publicó Gusanera. Va en la actualidad por la edición decimoprimera; es una de las obras clásicas del siglo veinte, según todos los tratadistas; multitud de investigadores han presentado tesis doctorales sobre ella; es, indudablemente, una obra maestra del arte literario. Y como el arte, en nuestro siglo, es sobre todo historia del arte, Gusanera es, realmente, verdaderamente, la obra maestra del siglo XX.