Trabajando en la editorial Barras y Estrellas no sólo descubrí la insignificancia del artista, la irrelevancia de su vida, de su inteligencia, de su carácter, de su moral, de su EXISTENCIA, respecto de la obra de arte que se injertaba en él venida de fuera; descubrí también la irrelevancia, la insignificancia de la obra de arte ELLA MISMA. El artista es una creación de otros, pero el arte también. Las mismas personas que soñaban con «artistas» y los inventaban para satisfacer una necesidad, una carencia, una insatisfacción por la vía más fácil, se encargaban también de crear «obras de arte» capaces de justificar la existencia de «artistas».
El socio de Pepe Barras, Oriol Estrellas, era Nacionalista Catalán y deseaba dar un giro al negocio que garantizara su influencia en las futuras estructuras democrático-federativas que se adivinaban tras la muerte del Caudillo. A tal fin propuso la creación de varias colecciones en catalán y la promoción de un Premio Literario. Pepe Barras comprendió sagazmente que para el futuro se le asignaba un papel decorativo; su antifranquismo ya había sido remunerado en vida del general; tras la muerte del dictador, nuevos políticos ocuparían el poder y empujarían a la jubilación a cuantos representaron la resistencia oficial durante el Régimen, que se llamaba.
Es natural. La política es una profesión que no puede dejarse en manos de editores, arquitectos o bailarines. En vida del general los verdaderos políticos se dedicaron a negocios financieros, dejando la resistencia en manos de los pobres, que no tienen nada que perder, y de los aficionados, que es gente de buena fe; pero una vez inaugurada la democracia emergería del fondo de las moquetas un número increíble de políticos profesionales a quienes nadie conocía, pero cuyo aplomo nadie fue capaz de quebrar. Los individuos como Pepe Barras, los huelguistas de hambre azuzados por el episcopado, o las revistas del Gran Corazón como Cuadernos para el Diálogo, incluso las verdaderas víctimas, es decir, los pobres, desaparecerían del mapa en cuanto se hicieran necesarios los políticos profesionales. Esto lo adivinaba Pepe Barras, pero no se resignaba.
Se inició una singular competencia entre Barras y Estrellas, en la que cada cual trataba de imponer su obra maestra. Y por extraño que parezca, AMBOS LO CONSIGUIERON. Oriol Estrellas lo tuvo más fácil, eso es cierto. Franco había aplastado sin la menor astucia, a su manera borde y primaria, todo cuanto sonara a catalán, vasco y gallego, contando con la colaboración de las clases altas catalanas, vascas y gallegas. Estas mismas clases altas estaban dispuestas a quedarse en usufructo el País Vasco, Cataluña y Galicia, en cuanto desapareciera el Amo. Para lo cual bastaba con DECIR que no habían sido ellos los trituradores del País Vasco, Cataluña y Galicia, sino unos extrañísimos hombres de Madrid (que a su vez eran vascos, catalanes o gallegos), y que ahora ELLOS iban a rehacer el País Vasco, Cataluña y Galicia. Una de las razones por las que las clases altas son altas, es decir, sojuzgan, es porque las clases bajas son bajas, es decir, se someten. El plan funcionó, años más tarde, como un reloj suizo.
Oriol Estrellas, por tanto, no tenía que esforzarse demasiado. Le llovían las novelas, los dramas, los poemas épicos, los tratados, e incluso las enciclopedias. Pepe Barras, en cambio, necesitaba algo NUEVO. Por el lado de Estrellas se abría el vastísimo panorama de crear una tradición; programa sumamente agradecido y muy exaltante de realizar. Por el lado de Barras no había más alternativa que abrir un futuro, que es algo mucho más arriesgado y costosísimo.
Pronto tuvo Estrellas a su hombre, un poeta joven de aspecto viejísimo, dotado de un poderoso sentido musical y de una habilidad mimética prodigiosa. Trabajaba como una hormiga, encerrado en un despacho contiguo al mío, golpeando con los dedos sobre la mesa para contar las sílabas. No bebía, apenas comía (le gustaban los Tigretones), y llegó a dormir más de un mes seguido en el despacho, debajo de la mesa, embutido en un saco de campaña. Yo le veía, por las mañanas, sin afeitar, macilento, los ojos vidriosos, las manos amarillas y lampiñas, levantarse pesadamente cuando entraba Oriol. «Escolta, que tenim un Eliot?», preguntaba Oriol. «No, em sembla que no en tenim. Hi ha el Gabriel Ferrater, però no es pot dir que sigui un Eliot», contestaba el poeta joven. «Doncs vull un Eliot per dijous; ja et pots espabilar.» «Per dijous? Pero si som dimarts!», replicaba cansadamente el poeta joven. «Ja ho saps, per dijous. Afanya’t, afanya’t.» El jueves, sin falta, el poeta joven había escrito La plana esquerdissada, obra premiada con la «Margarida d’Or».
Pero Oriol era insaciable. No bien había conseguido introducir a Eliot en la historia de la literatura catalana, ya quería otra cosa. «A veure. Tenim un Breton?», preguntaba. «Coses semblants sí que n’hi ha. En Foix, el Trabal…», contestaba escurridizo el poeta joven. «Ja. Bé. Y Saint John Perse? Que en tenim de Saint John Perse?» «No, d’aquest no en tenim. Per dissabte?», preguntaba con timidez. «Que dius dissabte! Per divendres!» Y el poeta joven presentaba el viernes un larguísimo poema titulado Exodus que ganaba el «Premi Lluç» de aquel año.