No llevaba un año en la editorial cuando Pepe Barras me entregó un manuscrito. Estaba muy excitado: «Tiens, mon cher, ça c’est du tatin. Enfin le renouveau! Lis-le calmement et en détail, je veux lui décerner le Prix Montefiore. Sois calme parce que c’est pas facile à lire du tout; mais quelle profondeur! Comment il joue avec l’oximoron! Allez, allez, ne perds pas le temps avec ton vieux con de Proust.» Y dejó sobre mi mesa un manuscrito no muy grueso en cuya cubierta se podía leer, escrito a máquina, Las erecciones de Jena.

Leí la primera página. Era muy rara. No aparecía ningún nombre propio, ningún lugar reconocible; el primer párrafo seguía, sin interrupción, en la segunda página, en la tercera, en la cuarta, y concluía, con un punto y seguido, en la quinta. Al llegar a la página veinte aparecía un extraño toponímico, La Carpética. Parece que la acción tiene lugar en una tierra llamada La Carpética, pero como no hay personajes, no es posible saber si el protagonista es la anciana que lleva cincuenta años afilando una hoz, tan desgastada que puede verse a través de la hoja; o si más bien el protagonista es aquella puerta de granero desvencijada que en ocasiones habla como el rey Enrique IV. Por otra parte todo estaba descrito con gran minuciosidad y cuidado, con especial atención hacia los lenguajes técnicos. Un capítulo entero describía, pieza a pieza, una gavilladora.

Al terminar Las erecciones de Jena no había entendido nada; muchas páginas las había leído como en trance, o quizá dormido; no recordaba nada. Pero me sentía subyugado. Me sentía fascinado. Me sentía hechizado. «Jamás, jamás lograré escribir así, con esta maestría, aunque no diga nada. Esto es sobrehumano. Esto es extraordinario, aunque no sé lo que es.» La cabeza se me iba, las manos me temblaban. Volví a leer el comienzo, magnífico, radical: «El paseante que, si bien todavía no lo sabe, ni lo sabrá nunca, pero podrá intuirlo en un instante de lucidez cuando, cien años más tarde, hundida ya la casa del bisabuelo…» Cerré el volumen. En la contracubierta figuraba una sucinta noticia del autor. «Nacido en Barcelona en 1944, ha publicado los poemarios Matarratas, El pelo en el ojo de Molotof y Fallar en siete ocasiones; ha sido premio Café de Murcia con su novela Mamoulian, pero es sobre todo conocido por su panfleto Contra la boina de Machado y el poema épico Septimino para el príncipe Massimo Augusto…» No pude seguir leyendo, caí desvanecido sobre el manuscrito. Y es que una cosa es tratar de amar a nuestro enemigos, y otra muy distinta amar a aquel cretino.

Y sin embargo Las erecciones de Jena me había entusiasmado mientras no supe a quién pertenecían, mientras fue ANÓNIMA. ¿Y no era eso justamente lo que yo había descubierto en mi última investigación? ¿Que en el arte no hay NADIE REAL detrás de la producción? ¡Sólo un muerto! Sí, eso era verdad. ¿Qué cambiaba si mañana un erudito descubría que los libros de Kafka los había escrito, en realidad, Max Brod para ganar dinero? Bastaba con un muerto, el que fuera. Pero, al mismo tiempo, ¿podía un melón de la categoría de Judas estar detrás de Las erecciones de Jena, aun cuando fuera como muerto? ¿Estaba el arte tan alejado del sujeto productor que podía establecerse en el cerebro de una gallina y producir desde allí las obras completas de Flaubert? Esta verdad era sobrecogedora. El gran arte se producía tan espontáneamente como las setas.

Yo ya sabía todo esto (que no puede haber sujeto productor) desde el momento en que había sido relevado como FINAL de la filosofía. Pero sólo al verlo realizado en el autor de Las erecciones de Jena pude comprender el alcance de la conclusión. La conclusión es que no merece la pena esforzarse por hacer una obra de arte, pues es ella la que elige EN QUIÉN producirse. Es como la leucemia; al que le toca, le toca. Hombres de clara capacidad intelectual e intachable carácter se han hundido en el descrédito artístico, en tanto que borricos reconocidos se alzan con una obra inmortal. Es, por tanto, algo muy semejante a los fenómenos meteorológicos, que tienen lugar allí donde ellos quieren, y no en donde el mérito o la necesidad más los llama. De manera que los afectados están CONDENADOS a producir obras maestras; en tanto que quienes, como yo, dudan y se esfuerzan, son meros IMITADORES y están destinados al fracaso, a menos de que se dediquen a la vida literaria y a ganar dinero, que es lo que hace la mayoría.

Y lo que es aún peor. Incluso suponiendo que yo fuese un elegido del arte y sin darme yo cuenta estuviera produciendo obras maestras, desde el momento en que no es una decisión propia sino venida de fuera, es perfectamente inútil para la investigación del contenido de la felicidad, pues estamos, una vez más, en la esclavitud y la sumisión.