Yo tenía una tarea, a mi regreso a la sociedad civil: la de dar orden y sentido a mi experiencia de modo que pudiera ser la experiencia de todo el mundo, aquella en la que todo el mundo se reconociera y dijera al unísono, sí, la vida de los hombres es de esta manera que aquí vemos. Iba pues a investigar el contenido de la felicidad artística o creativa COMO CULMINACIÓN DE LA FILOSOFÍA, y para ello debía olvidarme definitivamente de mí, y enajenarme, volverme loco, que era la gran ilusión de Dostoievski a mi edad, como se puede leer en su correspondencia («He concebido un proyecto magnífico: volverme loco»). ¿No era esta, además, la mejor consecuencia de mi conocimiento de los Doce de la Fama, uno de cuyos más representativos miembros había sido el catalizador de mi resolución? Si en el FINAL Y HORIZONTE de la reflexión filosófica, en la línea de lo que es y de lo que no es, había aparecido un renacimiento del mundo y la necesidad de que todo volviera a estar ANTE LOS OJOS, en lugar de ocultarse tras el paradójico velo de cristal del pensamiento, ¿no era lo más sensato abominar de todo lazo afectuoso, pedagógico, político, filosófico, y concentrar mis fuerzas en una gran realización artística planetaria?

El azar, esa bendición que sólo acude en nuestra ayuda cuando no la necesitamos, fue lo que complicó las cosas. Estaba yo sin dinero, casi sordo y muy aislado del acontecer mundano después de cuatro meses especulativo-castrenses. Pasé los primeros días de mi rehabilitación en casa de un pariente, hombre huraño que gastaba un desprecio episcopal hacia la familia y hacia la humanidad en general por creer que sólo él en el mundo era una persona SENSATA —aunque estaba perfectamente desequilibrado—, quien me recogió por puro rencor hacia nuestros parientes. Me hizo una extrañísima interpretación de los hechos —siempre las hacía— en cuya conclusión todo quedaba reducido a una humillación trágica (la de mi tío) perfectamente calculada por Victoria, quien se había servido de mí sin piedad. Soltó una breve carcajada de placer al comprobar que todos los individuos de su historia eran inferiores a él y me conminó a encontrar trabajo y alojamiento antes de una semana.

Mi tío humillado y suicida, yo tonto útil, Victoria una sádica con tendencias criminales, ese era el punto de vista de aquel hombre débil e inseguro, cuyo pavor a hacer el ridículo le tenía paralizado y sólo se aliviaba mediante el rebajamiento absoluto del prójimo. No era mal comienzo para mi investigación artística, así que compré un cuaderno muy gordo, un bolígrafo Bic, y comencé aquella misma tarde mi gran tratado de las pasiones humanas, ambientado en Kiev.

También busqué trabajo, y lo encontré. Una editorial necesitaba un corrector de pruebas que supiera francés e inglés; una vez más esa ventaja ridícula iba a permitirme sobrevivir. Conseguí el empleo en la editorial Barras y Estrellas, firma dirigida por un prestigioso OPOSITOR al régimen, Pepe Barras, cerebro de la actividad cultural antifranquista. Era un hombre cordial, amable, sonriente, barbudo, sin ninguno de los rasgos típicos de la patronal española, que es una patronal de labriegos muy afectados por sus orígenes.

Pepe Barras dirigía la editorial con verdadero placer; él era escritor y tenía una estima grande por sus colegas. De otra parte, su talento social era muy apreciado en los círculos intelectuales y la dignidad moral de su tarea la había reconocido toda Europa. Él mismo, en persona, se encargó de examinarme con vistas al empleo. Me recibió hablando francés, a lo que respondí en el mismo idioma, y tras veinte minutos de animada conversación, cuando creí que iba a pasar al inglés, dijo con cierta irritación —pero era una irritación fingida, Barras era un hombre demasiado perezoso para irritarse de verdad— lo poco interesante que le parecía el mundo anglosajón y lo estúpido que era ese idioma; desde luego él jamás en la vida perdería un minuto tratando de aprenderlo, ¿para qué?, ¿para leer a ese imbécil de Shakespeare? Ni hablar. Le parecía muy bien, sin embargo, que yo pudiera leerlo y hablarlo, ya que cada vez se imponían más las agencias norteamericanas («ces vauriens qui dévorent le Reader’s Digest») y en la editorial se hacía necesario un interlocutor. Estaba contratado. «Est-ce-que vous écrivez aussi?», me preguntó, acompañándome a la puerta. Yo me sentía como un personaje de Tolstoi, hablando francés cada vez que había que decir algo ridículo. «Oui», respondí, «je viens de commencer un chef d’oeuvre à la manière d’Andreiev». Supongo que no me tomó en serio, porque rió a carcajadas, me palmeó la espalda y quedamos tan amigos.

A partir de aquel día, siempre que el aburrimiento le hacía mella o no recibía la visita de su íntimo amigo, el insigne poeta Santiago de Gal, o la del novelista de vanguardia Juan Gorgorito, o la del agudo ensayista José Antonio Picot i Picot, me hacía llamar y pasábamos lista a la literatura mundial. «Faulkner c’est de la merde, ne trouves-tu pas? Le Delibés d’Illinois.» Siempre decía Illinois, aunque se tratara de Missouri o de Utah. No sé qué le habían hecho los de Illinois. Aunque Barras era muy poco partidario de leer, recibía las opiniones ajenas con gran alborozo y no les hacía el menor caso. «Françoise Sagan, ça, mon cher, c’est de l’esprit, du vrai esprit européen. Bien que pas comparable a Louis Aragon. Louis c’est du Corneille en état pur.» Mis opiniones le traían sin cuidado, así que le seguía la corriente, trabajaba y avanzaba en la redacción de mi gran novela Almas anónimas.

Un buen día Pepe Barras decidió pasarme al tribunal de lecturas. Era este un consejillo de autoridades, encargado de leer los manuscritos y discutir su publicación. Allí conocí a los más grandes talentos de nuestro tiempo. Por lo general me pasaban aquellas novelas que habían recibido un cierto apoyo, pero que eran de dudosa publicación. Se suponía que yo aportaba el toque generacional. Así comenzó mi agonía, pues leía un promedio de diez novelas a la semana, la mayor parte de las cuales eran muy superiores a mi Almas de asfalto, nuevo título de Almas anónimas para darle un toque urbano. Cada manuscrito me hacía cambiar de presupuestos estilísticos: mi primera versión era en tercera persona, la segunda en primera, la tercera —muy audaz— en segunda, lo que le daba el inconfundible aire de una autobiografía hipócrita y apocada. Me deslicé del realismo objetivo al monólogo interior; luego a ciertas incoherencias que yo creía muy latinoamericanas, palmeras que hablaban, ancianos que vivían mil años y cosas por el estilo; lo corregí todo en clave irónica, distanciada y con frecuentes chistes ocultos, tras el rechazo por parte de Pepe Barras de una maravillosa novela de Nabokov; pasé luego al neobjetivismo radical, describiéndolo todo por medio de lámparas de pie, tresillos y ventiladores, muchos ventiladores; luego lo traduje al surrealismo en clave canaria haciendo que las lámparas fueran Victoria, los tresillos mi tío, y los ventiladores yo mismo. Llegó un momento en que pensé convertirlo en un Oratorio Sacro escrito en alejandrinos y con personajes como El Miércoles de Ceniza y El Cabello de la Magdalena. Estaba desesperado. Había descubierto algo horrible. Es verdad que el arte es el punto culminante de la investigación, pero ESTE NO ES TIEMPO PARA EL ARTE. Había llegado tarde.

Vean ustedes que, a diferencia de otras épocas, en la nuestra el así llamado «estilo» es algo esencial PORQUE TODOS LOS ESTILOS SON BUENOS. A nadie preocupaba el estilo en el siglo XIV, pues sólo a un imbécil se le ocurría proponer pirámides egipcias o incluso bóvedas de cañón y arcos de medio punto, cuando todo Europa, como un solo hombre, levantaba catedrales góticas. La cosa estaba clara y no había problemas de estilo. Pero en nuestro siglo se pueden construir ermitas románicas, catedrales góticas, zigurats mesopotámicos y a todo el mundo le parece estupendo porque todo vale, porque TODO DA LO MISMO. Esa peculiaridad —que el estilo sea un problema porque todos los estilos son equivalentes— es, de hecho, un síntoma de que llamamos «arte» a algo que merece otro nombre. Y eso me desazonaba.