Para justificar este último y definitivo paso en la investigación acerca del contenido de la felicidad, no tengo más remedio que remontarme al comienzo. Por una frecuente broma del Destino, todo final se asemeja extraordinariamente al principio. En nuestro caso, el Arte es una recuperación de la Infancia, es decir, de la Religión, pero tras la iniciación a la muerte. No hay posibilidad alguna de arte verdadero sin haber muerto. Recuérdese que el más grande artista de todos los tiempos, o, en todo caso, el segundo más grande artista de todos los tiempos, se enterró vivo a los treinta y pico de años, para recuperar el tiempo perdido. Y que lo mismo hizo el segundo más tarde artista de todos los tiempos, o quizá el más grande artista de todos los tiempos, por las buenas, encerrado en una buhardilla a partir de los treinta y pico disimulado bajo el disfraz de Scardanelli. En ambos casos, tanto si era para recuperar el tiempo perdido, como si era para contar con los dedos los acentos del Himno a la memoria, o a la memoria de Mnemosyne, el enterramiento era parte substancial de la obra, porque SÓLO DESDE LA VISIÓN DEL MUERTO PUEDE RECORDARSE EL MUNDO VERDADERO.

Cuando digo «el mundo verdadero» quiero decir el que es, en el presente presente, pero sólo se hace visible, sólo es evidente, a la memoria o como memoria. Es el mundo aquí y ahora, pero DEBEMOS VERLO COMO PASADO, porque debemos verlo COMO SI YA HUBIÉRAMOS PASADO.

No erraba aquel otro grandísimo científico y quizá el tercero o cuarto más grande artista de todos los tiempos cuando decía que «cualquiera tiempo pasado fue mejor», pero por la simple razón inversa de que «cualquiera tiempo mejor siempre es pasado», o «aparece como pasado», porque en realidad su formación en prosa —y por lo tanto menos exacta— sería: «para sentir mejor cualquiera tiempo presente, debemos mirarlo como si no formáramos parte de él».

Es exclusivamente nuestra propia DESAPARICIÓN la que garantiza la APARICIÓN del mundo en tanto que MEJOR. Así, por ejemplo, sorbemos un té con limón en los jardines de la casa Lendbach, bajo un sol de agosto, y estamos esparcidos en un infinito conjunto de signos sin sentido, como le sucediera al redactor de la célebre epístola moral a Lord Chandoss. Ese conjunto disperso de signos carece de unidad precisamente porque están sólo unidos en nuestro cuerpo. Soy inevitablemente yo el que bebe, toma el sol y se admira del agua y los cipreses. Pero «yo» no puede dar sentido a esa nube de sensaciones y juicios. Ahora bien, bastaría con que «yo» estuviera muerto para que todo tuviera sentido. La escena quedaría rodeada por una aureola de profundo misterio y los fenómenos naturales, los objetos, compondrían una frase llena de sabiduría.

Así pues, existe un método científico que me permite asistir a mis propias experiencias en tanto que muerto: el de la rememoración DE LO QUE TODAVÍA NO HA SUCEDIDO. Si observo el mundo como si se tratara del recuerdo de un muerto, entonces no hay dispersión, nada es insignificante. Pero ese esfuerzo es, esencialmente, un esfuerzo CONTRA mí mismo; es el terrible trabajo artístico de la muerte en vida, del enterramiento, de la perspectiva del mundo de los vivos como un mundo de sombras al que sólo acceden los más grandes artistas de todos los tiempos.

Todos los más grandes artistas del mundo se han matado antes de comenzar a representar el mundo verdadero. Incluso el asombroso músico más joven del universo había logrado morir ya a la tempranísima edad de ocho o nueve años, como podrá comprobar cualquiera que repase la sinfonía K.19, en la que las frases de abandono, desnudamiento y aniquilación no engañan a nadie.

Ahora, supongo yo, se comprende en todo su alcance la frase de la revelación, «basta con prestar atención», es decir «sólo se requiere estar tan atento a la cosa que UNO MISMO ES LA COSA», eso sí, dejando de ser, automáticamente, uno mismo. A esto, los antiguos le llamaban la remeatio, si no recuerdo mal. El músico que busca encarnizadamente un acorde en el silencio real del mundo; el escritor que construye su frase; el pintor que mira contra la luz; el arquitecto que mueve masas enormes e inertes; el camarero que circula entre las mesas con su bandeja repleta, sin derramar una gota, balanceándose airosamente; son todos ellos muertos hechos sonido, palabra, pigmento, masa y movimiento. Sólo olvidados totalmente de sí mismos pueden RECORDAR las cosas en su sentido absoluto. Así HABLAN las viejas botas de Van Gogh, cuando este las ve desde la tumba, como un emblema instantáneo de la historia universal.

Por esta razón el gran artista es un muerto y posee el punto de vista de la eternidad, para lo cual debe necesariamente conocer el contenido de la muerte y tenerlo presente COMO MATERIA PRIMA y también como PRESENTE. Sólo de ese modo se puede «prestar atención» y confundirse con el objeto al que es preciso dar un sentido que el objeto YA TIENE.

¿Y acaso no es esto una recuperación de la infancia? ¿No es el niño lo más parecido a un muerto por su vaciedad, pasividad e insignificancia? El artista es también un niño, pero un niño que ha aceptado morir y conoce las consecuencias de su aceptación. Así como el niño ve las cosas en ellas mismas, sin el desmoronamiento que imponen los usos o funciones de las cosas, y una pinza de ropa puede ser un automóvil, un soldado o un caimán, pues no depende de su función real sino de su función estructural, así también el artista ve las cosas en sí mismas porque en tanto que muerto NO PUEDE APROVECHARLAS, no puede hacer uso de ellas, tan sólo puede CONTEMPLARLAS.

Y ahora voy a decir por qué esto es verdadera religión y que sólo hay verdadera religión cuando hay arte verdadero, y sólo hay arte verdadero cuando hay verdadera religión. Muchas son las religiones, pero cada uno de nosotros tiene la suya. Comprendemos y no comprendemos las religiones ajenas, pero las comprendemos y no las comprendemos desde la nuestra, de la cual no podemos salirnos, así como no podemos escapar a nuestro lenguaje. Mi religión, de la que no puedo escapar, es la cristiana, que es la unidad de sentido de lo que los historiadores llaman «cultura occidental». Es una religión fundamentalmente INTELIGENTE, y con unos cuantos siglos de predominio planetario. Si debiéramos resumirla en una sentencia sencilla, pues las grandes cosas son las que pueden resumirse de ese modo, diríamos que la religión cristiana es aquella que TRATA o INTENTA, aunque puede que no lo consiga casi nunca —pero tampoco NUNCA—, dar sentido a la vida de los hombres mediante una simplísima operación mental: «amar a sus enemigos». Esto es lo más sencillo y lo más esencial del cristianismo. Tratar de dar sentido a la vida SUPONIENDO que a los enemigos se les puede amar.

Como es evidente, a los enemigos no hay quien los ame; a los enemigos se les combate y se les destruye, entre gente bien nacida. Para eso son enemigos. Si hubiera algún modo de amarlos, ya no serían enemigos. Y, sin embargo, Cristo lo dijo bien claro: enemigos, sí; pero amados, también. A diferencia de casi todas las religiones QUE NO SON INTELIGENTES, el cristianismo elige con exquisito tacto a un enemigo al que poder amar. El cristianismo no es indiferente a la calidad del enemigo, ya que su opción es someterlo al amor.

Pues bien, esta insensatez imposible de vivir en vida, puede vivirse en la muerte, y de hecho así es como se vive y el único modo de vivirla. Aportemos, como hemos venido haciendo, pruebas científicas. ¿Qué es sino amor a los enemigos toda la producción artística de Occidente? ¿Qué es El Quijote, qué es esa inmortalización de seres abyectos como el cura y el barbero, vistos con la ternura y la atención de un muerto QUE NO PUEDE PRESCINDIR DE ELLOS, aunque se cuide mucho de caer en sus manos en tanto que vivo? ¿No está en el mismo caso el vesánico analfabeto llamado Fernando VII cuando lo mira Goya como un muerto? ¿Pueden representarse con mayor dignidad Pilatos, Goliath, Herodes, que en la pintura del barroco italiano? ¿No son justamente los criminales, los canallas, los energúmenos quienes más atención reciben y más atinadamente nos conmueven en los relatos de Faulkner o Dostoievski, no vemos en ellos su necesidad? ¿Han oído cómo canta aquel odioso chulo español, Don Giovanni? ¿No son los usureros, los políticos corruptos, los financieros explotadores, los aristócratas degenerados, lo más vivo, emocionante y humano de la Comedia Humana, del Tiempo Perdido, de El Rojo y el Negro? ¿No quedamos pasmados al oír los parlamentos de un asesino y una asesina, la familia Macbeth? ¿No es, en fin, la representación artística occidental un gigantesco conjunto de ENEMIGOS ALTAMENTE ESTIMADOS?

Desde el infierno de Dante y de Miguel Ángel, desde el gabinete de Fausto, una voz unísona dice que sí. Y esa voz nos agradece a los cristianos que hayamos construido un asilo para el Mal, que hayamos visto su necesidad, expulsado como está de tantos otros lugares en los que sólo cabe el Bien; lugares infantiles que todavía no han aceptado el punto de vista del muerto, para quien su propia y MALVADA situación es condición y fuente de vida significativa.

Así, como síntesis de infancia, religión, sexo, amor y muerte, se me presentaba el arte occidental, último tramo de la investigación sobre el contenido de la felicidad. Pero, atención, ¿la felicidad del muerto? ¿y en qué consiste la felicidad del muerto?