Volví a la vida en el Hospital Militar de Barcelona y cuando abrí los ojos no había nadie. Sólo tres enfermos, aparte de mí, ocupaban la inmensa sala de luz grisácea y espeso olor a formol. Estaba vivo, no me cabía la menor duda, pero también estaba muerto porque la decisión de quitarme la vida formaba ahora parte de mí y yo era AHORA un hombre libre que sólo acepta vivir bajo sus propias condiciones. Así que tomé mi renacimiento con naturalidad, seguro de no haber cometido un suicidio FRUSTRADO, sino más bien una guerra de liberación VICTORIOSA.

El triunfo sobre la muerte es una de las más intensas sensaciones que se puedan experimentar. Se siente uno embargado por una alegría báquica tan incontenible que las lágrimas son de puro alcohol. Los colores, los olores, el tacto, los ruidos regresan renovados y sin embargo despojados de inocencia. La frase de mi revelación, «basta con prestar atención», rebosaba sentido en aquel minuto de lucidez. El mundo entero que yo había triturado en el interior de mi noche a martillazos de abstracción, regresaba como una bestia caliente y viva, moviendo la cola de estrellas y cometas, para lamerme la herida.

Porque yo estaba herido y, como supe luego, cuando el dolor volvió a ser como un amigo, yo era ahora un INVÁLIDO; había dejado un pedazo de mi cuerpo en las fauces de Diana, simbólicamente. Mi invalidez, sin embargo, era muy liviana; había perdido una oreja y estaba sordo de la otra. Tardé en saberlo porque durante todo el rato YO OÍA SONIDOS EXTRAORDINARIOS, sonidos a los que sólo puedo llamar «cantos de la materia en alabanza de sus formas».

Antes de proseguir quiero dejar un punto bien claro. Sólo aquellos que no mueren después del suicidio son dignos de su acción. El suicidio es el último grado de la investigación acerca del contenido de la felicidad, y está reservado a los más necesitados. Cualquiera que trate de suicidarse creyendo que ya ha llegado a este punto supremo, acabará REALMENTE MUERTO, si se equivoca. Así sucede, desgraciadamente, con muchos jóvenes precipitados que confunden sus caprichos infantiles con una real necesidad de saber. Esos mueren como moscas. Sólo unos pocos son auténticos HÉROES DEL CONOCIMIENTO, y sólo ellos pasan la prueba con vida. Una de las muchas muestras científicas de este aserto es el llamado «caso Werther», muchacho alemán que, tras superar el suicidio, hizo una brillante carrera administrativa bajo el apodo de «Goethe».

Yo, desde luego, había pasado la prueba, y me sentía extraordinariamente orgulloso. Ahora me encontraba en el umbral de la última puerta, pleno de libertad, autónomo, preparado para asumir todas las responsabilidades y en especial la más importante, poner punto final a la investigación. Yo podía hacerlo, pues ahora sabía lo que hay, no después de la muerte, que es algo ajeno a los mortales, sino lo que hay EN la muerte.

Los primeros síntomas de dolor me asaltaron junto a un alférez de sanidad. Estaba a mi lado pero no le había visto entrar; movía los labios pero no le oía. Yo estaba fascinado por algo realmente curioso: sonreía. Se inclinó y debió de gritar porque hasta mí llegaron dos palabras suficientemente claras, aunque insensatas, «suerte» y «cabrón». Días más tarde recompuse la historia por medio de mensajes escritos, medias palabras berreadas junto a la oreja superviviente y adivinaciones personales.

Oficialmente mi caso había sido SIN LUGAR A DUDAS un accidente. Iban a injertarme una oreja algo distinta pero muy bonita, y me regalaban un sonotone para la otra. Desde luego, la mili había concluido.

Permanecí en el hospital cosa de un mes, a causa de un infección del primer injerto; y me alegro, porque era un miembro lombrosiano, con un lóbulo enorme, colgante como un badajo. El segundo fue un éxito, y el sonotone me permitía escuchar a mis semejantes con una calidad metálica y desolada de extraordinario interés, ya que lo esencial de mis próximas tareas era la inocencia perdida, el olvido de la etapa infantil del conocimiento, y la penetración en el ámbito adulto, severo, PELIGROSÍSIMO, de ese saber último al que llamamos ARTE.

No oculto que en este último y definitivo descubrimiento influyó con fuerza mi aspecto ante el espejo. Pasé horas mirándome, dándome la bienvenida, lamiendo con la mirada mis propios rasgos, como si fuera una reencarnación de Pedrito, y celebrando mediante estruendosas carcajadas el TREMENDO PARECIDO que observaba con el científico holandés Vincent van Gogh, el sabio que llegó hasta el trémolo vivir de las cosas a la luz del mundo, por medio del dolor, la desdicha y la investigación del contenido de la felicidad. ¡Ah, querido ancestro, le decía, qué grandísimo destino, el del peregrino en tierra sagrada!