Al día siguiente me maté. Dicho así parece algo irreparable, pero no lo es tanto. Como ya he relatado, yo había superado la creencia en mi individualidad, elevándome al ámbito del pensamiento que se piensa a sí mismo. Lógico era que suprimiese la última atadura que mantenía con MI MENTIRA, es decir, el deseo irracional de conservar la vida del cuerpo cuando ya es innecesaria. Demostrarle a mi cuerpo que yo no estaba dispuesto a conducirlo en cualquier circunstancia, sino sólo en aquellas condiciones que a mí me satisficieran, era una necesidad perentoria para la investigación del contenido de la felicidad. Únicamente, repito, únicamente en el caso de que yo fuera libre para seguir con vida cuando me diera la gana, y de morirme si así lo deseaba, únicamente en ese caso podía considerarme DUEÑO de la investigación. Mantener la vida a toda costa es algo propio de ESCLAVOS, los cuales tienen un Amo fuera de sí, cuyo nombre es «instinto» y también «conservación» y también «instinto DE conservación», pero cuyo verdadero nombre es VOLUNTAD DE SUMISIÓN.

En mi estado de entonces, vacío de la felicidad amorosa y en plena superación de la felicidad filosófica, no podía permitir que por culpa de mi cuerpo sufriera distracciones imbéciles del tipo «tengo hambre», o «vaya, qué color tan bonito», o incluso «me duele una muela»; estas banalidades tiraban de mi reflexión hacia un lugar insignificante, tratando de impedir que llegara a conclusiones MUY IMPORTANTES. Así por ejemplo, aquella noche, cuando estaba a punto de comprender la razón por la que el puro pensamiento siempre termina por estrellarse contra el misterio insondable de QUE SE HABLE, de que incluso las formalizaciones matemáticas y lógicas utilicen metáforas poco rigurosas como «relación» o «identidad», me quedé absurdamente dormido.

Yo deseaba juntar en un punto imaginario, infinitamente distante, el sentido de «identidad», como relación de la relación misma, como falso nombre de lo que simplemente Es, como la muerte de esa identidad, a la cual sólo nos aproximamos en nuestra propia muerte, es decir, demasiado tarde, con lo que finalmente toda la operación queda en manos del tiempo entendido como proyección de pasado, presente y futuro, o lo que es igual, en un tribunal cuyo juez nunca puede ser él mismo, de manera que la identidad tendría su fundamento fuera de sí. Pero ¿qué instancia no idéntica a sí misma podía obligar a una identidad forzosa? En ese preciso momento me dormí.

No soñé, pero tuve una revelación. Era la revelación correspondiente a la superación de la niña decapitada y el Cristo de Holbein, y correspondía a mi actual momento investigador. La aurora penetró en mi sueño antes de que sonara el toque de diana. Era una luz carnal y femenina; susurraba junto al colosal oído de la noche esta frase célebre: «rosados dedos, rosados dedos»; tales dedos —restos de la abominable digitalidad de Judas— me rozaban la frente y transformaban mi cráneo en una caja de cristal en cuyo interior me encontraba yo mismo, en forma de mosca, buscando una salida. Pero no podía encontrarla. Chocaba contra el cristal invisible y me decía: «Estás preso en los límites de tu pensamiento.» Fuera del cráneo de cristal, entre los jirones de niebla rosácea, iba tomando cuerpo el anuncio de La Voz de su Amo; pero el perro no era un perro, sino el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein, el cual giraba la cabeza hacia mí y movía los labios mudos de modo que yo pudiera leer en ellos la siguiente frase: «Basta con prestar atención», y señalaba la embocadura del gramófono. De pronto, de la trompa surgía un estridente sonido de tal agudeza que el cráneo de cristal se hacía añicos y Wittgenstein salía aullando lastimeramente, con el rabo entre las piernas. Era la Dama Cazadora, la esquelética portadora de guadaña, la Diana cazadora de ultratumba. El toque de Diana, para los vivos.

Formé junto a mis compañeros. Esperé las tres horas de rigor bajo el cielo de marzo, color ciruela con cabellos dorados flotando entre pedazos de hielo. Hice instrucción poniendo gran empeño. Comí la ración de legumbres, salchichas con patatas y naranja; le pedí la suya a un compañero. Bebí un agua deliciosa. Descansé, junto a mis camaradas, bajo los pinos raquíticos y entre matas de brezo cuyas ramas retenían sucias bolsas de plástico mecidas como banderas por la tramontana. Las hormigas, ese remedo, se acercaban, tanteaban, subían por la ropa, superaban el obstáculo, y seguían su camino. Una lagartija abría y cerraba los ojos chupando el primer sol de primavera como un sacerdote del fuego en alguna arcaica cultura oriental. Luego nos llamaron para recoger el equipo de las prácticas de tiro.

En el campo, frente a las dianas (¡otra vez!), mientras esperaba turno detrás de la primera línea de fuego, el olor de la pólvora, tan dulce, acabó de decidirme. Monté el arma. Apoyé la culata en tierra y comprobé que, inclinado sobre el cañón, mi mano derecha alcanzaba el gatillo. ¿Dónde queda el orificio de salida? Entre el cuello y la clavícula. Lo último que pensé fue «bien, por ahí pasa la aorta». Ni siquiera en eso acerté.

Pero, cuidado, si no me maté fue porque NO ERA NECESARIO. Según me han explicado, tendría que haber puesto la cabeza en línea con el cañón, porque al tenerla inclinada para mirar el gatillo, el disparo se me llevó una oreja y nada más. Parece ser que el proyectil, cuya capacidad destructiva es considerable, no hizo más que rozar el pabellón; pero bastó esa caricia para arrancar de cuajo la oreja. Yo de todo eso me enteré más tarde, porque el tremendo dolor me derrumbó desvanecido en tierra.