Estaba por terminar el campamento cuando un radiante día de marzo escuché por la así llamada megafonía que tenía visita. ¿Yo visita? No había sido visitado por nadie en aquellos tres meses, lo cual me parecía de suma educación; habría sufrido un gran bochorno de haber recibido visita de Susana; éramos libres, autónomos, suficientes. A aquellas alturas del servicio era improcedente que alguien tratara de recordarme la vida civil. Llegué a suponer que habría muerto algún familiar próximo y que un alma buena acudía para comunicármelo de palabra. Caminé hacia los barracones de paisanos.

Sólo vi madres, abuelas y algún varón de aspecto rural, que son los únicos que mantienen el respeto hacia los hijos más allá de lo estrictamente necesario. Pero de entre la masa doméstica cargada de embutidos se desprendió un individuo y comenzó a caminar hacia mí. No es que no le conociera; le tenía visto; pero nunca habíamos intercambiado palabra. Sin embargo, nada más adelantar el pie izquierdo, lo adiviné todo y me quedé mudo, sobrecogido por una cólera huracanada.

Era este un mozo de veintibastantes años que había alcanzado cierta notoriedad en los círculos literarios por haber aparecido, junto a otros secuaces, en una antología poética titulada Los Doce de la Fama, apadrinada por un prestigioso crítico catalán. Tanto es el rencor que aún le conservo que prefiero darle el nombre de JUDAS, aunque no tendré inconveniente en confesar su auténtico patronímico a quien me lo pregunte. Los así llamados poetas recogidos en aquella antología era un puñado de imberbes petulantes, autores de ramplonerías sin fin entre las que brillaba algún relámpago metafórico excepcional, obra de los más acalorados. Exceptuando a dos de ellos, el resto deponía una poesía atildada, confusa, de primera comunión.

Es muy sintomático que en nuestro país sean precisamente los individuos más inofensivos quienes aparezcan bajo el reclamo de la sangre, la revolución, la bomba y el estupro. Estos señoritos, colaboradores inconscientes de la tradición española más megalítica (esa «poesía» de figuritas literarias y fuegos de artificio iberoamericano) se tenían, sin embargo, por unos feroces dinamiteros. Yo había leído un par de cosas de Judas, una de ellas titulada Contra la boina de Antonio Machado, perfectamente ignara, y la otra un interminable estertor bautizado como Septimino para el Príncipe Massimo Augusto Raspagneta en su Belvedere de Bisquit, que me provocó una persistente urticaria.

En la actualidad ya nadie los recuerda, pero en aquel momento fueron utilizados por la extrema izquierda contra los funcionarios de Franco, que eran todos o casi todos poetas. En efecto, las alabanzas recibidas por los Doce en revistas de la resistencia como Linfa, El Dromedario, Pepino o La Grafía del Suroeste así como en panfletos del Partido Comunista, del Partido del Trabajo, de los Comandos Libertarios, de la Liga Roja y de la Alianza Obrera Consciente, hacía rabiar indeciblemente a los lacayos de Franco enquistados en el Consejo de Investigaciones Científicas, la Universidad Complutense, el Sindicato de Transportes y otros centros ocupados por poetas del fascio. Alguno hubo que sufrió apoplejía leyendo los versos de Arnolfo Testero, otro de los Doce, relatando una sodomización a que fue sometido su padre (el viejo Testero había sido presidente de la Cooperativa de Cereales) por parte de un ingeniero militar de Renfe a quien todos identificamos de inmediato. El poema se llamaba «Ataque a posteriori».

Aquella popularidad interesada la tomaron los Doce como el resultado natural de su talento y a tal punto la creyeron justificada que iniciaron una operación de lanzamiento. No había día en que no publicaran sus cogitadones en La Solidaridad Nacional o en Pueblo. Los artículos hablaban indefectiblemente de templos llenos de flautas, templarios que tocaban el arpa, arpías que amaban flautistas, y siempre se situaban en lugares remotos, Angkor, Palermo, Gomorra. Otro rasgo pintoresco es que trufaban los versos con citas que disimularan su rotunda vacuidad, pero en el idioma original, con lo que había composiciones, como las de Luis Fernando Cantonal, redactadas en latín, galés, alto alemán y checo, con una burrada de faltas ortográficas, multiplicadas por el desconcierto de los tipógrafos.

Así y todo, los Doce eran envidiados por minúsculas camarillas que conspiraban contra ellos; así la Agrupación de Líricos Al-andalusí, el Círculo de Tiza Palenciano, o los llamados Enanitos del Ateneo, grupúsculo pederasta que se consideraba aludido en los poemas satíricos de Testero. De modo que por un lado u otro los Doce habían alcanzado la notoriedad que este país reserva para los ciclistas, las tonadilleras o las esposas de altos cargos.

El aludido era uno de los más conspicuos miembros de la banda por haber aparecido en la televisión anunciando un detergente; todos sabíamos, sin embargo, que con motivo de una enfermedad infantil, las paperas, se le habían desprendido los testículos y que utilizaba una prótesis japonesa para sus breves y ridículas incursiones amorosas. O al menos eso es lo que decían sus mejores amigos. ¡Y que aquel individuo precisamente…! Cuando llegó hasta mí he de reconocer que me hervía la sangre y de haber llevado conmigo el cetme no sé lo que habría sucedido.