No voy a explicar ahora mi experiencia de soldado, aun cuando es otro tema eterno que no debe ser nunca menospreciado por mucho que lo hayamos oído y leído cientos de veces. Es, además, otro de los múltiples inventos de la felicidad (la felicidad guerrera) que substituye con ventaja a las funciones de la religión, de la política o del sexo como simulaciones de sentido y significado. Sin embargo, el motivo para apartar de este relato la investigación estrictamente militar de la felicidad, es que se trata de un aspecto secundario y SUBORDINADO al que me va a ocupar inmediatamente. Digamos, por afán de resumir, que la organización castrense y el servicio militar son efectos de la herencia platónica —de costosísimas consecuencias— y de la irresistible sugestión que ejerce y ha ejercido el diálogo conocido con el nombre de República, o también Ciudad Ideal, sobre los políticos y los que emprenden la carrera militar, los cuales, no pudiendo realizar esa excelente soledad en la vida común y corriente, la realizan a escala reducida en un medio administrativo severamente jerarquizado, como en un laboratorio. Esa Ciudad Ideal de hombres jóvenes separados de todo contacto sexual femenino, ordenados en castas puras y sin mediaciones, regidos por la más ideal de las representaciones (La Patria; o también, La Madre), ocupa un tiempo vacío con una tarea inexistente, sin la menor finalidad práctica, y a un precio ruinoso. El servicio militar es una obra de arte que simboliza ingenuamente la impotencia de políticos y militares modernos, incapaces de asumir que YA NO SON ni políticos ni militares, sino gerentes y ecónomos, sin la menor necesidad de tener ideas, pero con la esclavitud de un ideal.

Como ya he dicho, en el momento de incorporarme a filas, Susana y yo habíamos permutado nuestras funciones, siendo ahora la mía una defensa radical de la Teoría, y la de ella una fiebre científica de inspiración materialista que no podía desembocar más que en la militancia sindical. Y así fue; Susana se afilió al Partido del Trabajo y yo me matriculé en Filosofía pocas semanas antes de partir hacia San Clemente, campamento situado en la parte de Gerona.

Dado que ya había comenzado el estudio de algunas obras de cierto interés especulativo —las Meditaciones de Descartes, la Crítica del juicio de Kant, el Tratado teológico-político de Spinoza—, recibí la mili con auténtico alborozo; iba a instalarme fuera de la duración y el espacio cotidianos durante tres meses, en una microsociedad perfecta, sin responsabilidades y sometido a actividades pueriles que sólo requerían esfuerzo físico.

El clima de San Clemente, en enero, es suficientemente crudo como para congelar cada año a media docena de reclutas; pero el frío me exaltaba el ánimo. Aquellas horas de la madrugada —las cinco, la seis— con una aurora prácticamente boreal, el cielo poco a poco cebreado de cirros color cinabrio y un silencio ártico entre los cientos de soldados alineados como formulaciones matemáticas, esperando dos, tres horas, la llegada del capitán sin mover un músculo, agarrando el cetme como si fuera un carámbano, son de las horas más ACTIVAS que he pasado en mi vida. La postura de Firmes es la ideal para la filosofía, y si no resulta corriente ello es debido a la comodidad de los hombres, que prefieren pasear meditando o cavilar junto a la estufa. Pero un filósofo riguroso y verdadero se mantiene siempre en postura de Firmes, incluso cuando duerme la siesta.

Durante la instrucción, ejecutando aquellos movimientos mecánicos que no exigen la menor concentración y poseen, en cambio, un delicado sentido del ritmo, yo ascendía en mi interior los sucesivos escalones de la abstracción y me separaba de la efímera y engañosa trivialidad de los sentidos, camino de los círculos dorados de la NECESIDAD. ¿Quién podría decirle al brigada y al cabo primera que lo que tenían ante sí no era un ridículo saltimbanqui trasquilado sino el abismo DE LO QUE SE PUEDE PENSAR, por mucho mosquetón y mucha imaginaria que le endosaran a lo-que-se-puede-pensar? ¿No era yo una simple figura del saber? ¿No estaba yo ocupando el lugar emblemático cuyo desciframiento, cuya traducción, me daría la verdad oculta bajo mi apariencia de recluta?

Fueron tres meses de intensísima actividad intelectual, en el ámbito adecuado para toda auténtica reflexión: el ordenado vacío formal de la muerte, pues es con ella con lo que comienza toda especulación digna de tal nombre. En la eterna ausencia de sentido, antes de la aparición del hombre y después de la desaparición del hombre, antes de la especie y después de la especie, antes de Dios y después de Dios; en el colosal silencio sin tiempo, allí es donde se instala la semilla del sujeto para pensar lo que está sucediendo, lo que acontece entre dos eternidades SIN SUCESO; y lo que está sucediendo no es otra cosa que la construcción de ese sujeto que pone significado, tal y como su libertad lo desea. ¿Lo desea inmortal? Pues lo será. ¿Lo prefiere efímero? Pues también. ¿Prefiere vivir en tanto que efímero su inmortalidad? Pues no faltaría más.

¡Ah, la sensación delirante de poseer mi propia muerte como herramienta, como el útil del zapatero y del escultor, capaz de construir el significado de mi carencia, de lo que nos falta o nos sobra, así como a la piel y a la piedra les falta o les sobra una materia fútil que debe ser arrancada! Cumpliendo una imaginaria glacial —el cielo tenía una sorprendente cualidad de TRANSPARENCIA NEGRA— a la puerta de mi barracón, vigilando el descanso de mis compañeros, de aquellos pobres infelices que, como yo antaño, creían en la realidad de sus dolores y sufrimientos, en la existencia de sus familiares y novias, en la presencia histórica de unos círculos financieros y legales que conducían a la sociedad, en aquel instante de exaltación, constaté que mi investigación sobre el contenido de la felicidad había dado un paso gigantesco. Había abandonado la falsa felicidad amorosa, simulación de síntesis de lo propio y lo ajeno, para penetrar en la felicidad filosófica, la que realmente resuelve todas las contradicciones o las mantiene a su gusto.

Agarré con fuerza el cetme y en el momento de decir «sin novedad, mi alférez», al paso de la inspección, aquella frase de «sin novedad» se me apareció cargada de un sentido distinto al habitual, aureolada de un significado profundo e ignoto que reducía la necesidad de «novedad» a la insustancial vida cotidiana, ansiosa de «novedades» para constituirse como transcurso reconocible, pero vacua y banal si la comparaba con la vida reflexiva, en la que ni hay «novedades» ni tiene por qué haberlas, pues una sola y definitiva «novedad»… el sentido de las cosas reveladas en su propio ser de cosas, y un solo final, la perpetua donación de sentido a las cosas que se revelaban, se unían como los extremos de un anillo que se despliega en magníficas espirales al encuentro de sí mismo.

Allí entonces abandoné mi disfraz carnal, pero no a la manera de los Santos o los Mártires, que sacrifican su cuerpo para recuperarlo en una Resurrección futura; ni como los Héroes, que ponen su cuerpo al servicio de una política territorial revestida de leyenda; sino como los Sabios, para darle un sentido, como esas estatuas cubiertas de escrituras que los arqueólogos desenterraron en Mesopotamia. Yo ya no era yo, sino todos y cada uno de los hombres nacidos y muertos, nacidos y vivos, por nacer y vivir; en mí se producía el misterio eucarístico REAL, la unidad de los vivos, los muertos y los proyectados, en un instante de significado pleno, riguroso y alborozado. Esa embriaguez del pensamiento, cuando recoge con sus hilos, más finos que los de la araña, la multiplicidad de los signos del mundo, esparcidos en el comienzo por la mano del Gran Sembrador, es de una potencia salvaje, prehistórica.

Yo ahora veía mi propia figura de CENTINELA bajo el cielo de basalto (que yo sabía, sin embargo, cúpula de bronce) como un paisaje del principio del mundo. Yo sostenía un palo o garrote a la entrada de una cueva, cavilando los mismos misterios que hoy, algunos minutos cósmicos más tarde. Sabía muy bien que al pasar los días volvería a caer en lo cotidiano, me dejaría arrastrar de nuevo por la gran FICCIÓN de la vida histórica; pero también sabía que el recuerdo de esta posesión del saber absoluto me ayudaría a combatir los disfraces y mentiras de la apariencia.

Que iba a caer de nuevo en la vida cotidiana, lo sabía. Lo que no sabía era de qué manera. Pronto lo supe.