Como ya he dicho, yo estudiaba Ciencias con la intención de seguir luego la especialidad de Exactas —un nombre estupendo para esa disciplina, la matemática, que es el arte de la rigurosa inexactitud, como bien sabemos desde Leibniz— y dedicarme profesionalmente a vivir del cuento, a saber, de becas de investigación y memorias científicas perfectamente inútiles sobre tal o cual sutileza desprovista de todo interés. Los estados industriales se ven en la obligación de financiar a un verdadero ejército de parásitos (los llamados científicos) con el fin de justificar la miseria de una población semiesclavizada y embrutecida que cree en el progreso científico, sin entender una sola palabra, como antaño creía en la Asunción de la Virgen. Yo pensaba dedicarme a parásito.

Susana, en cambio, había elegido su lugar ENTRE LOS PERDEDORES, y estaba matriculada en Filosofía. Ya he dicho que al principio yo sólo utilizaba el Entendimiento y ella sólo la Imaginación. Por mucho que yo tratara de soslayar la cuestión, esta emergía de manera constante en nuestras batallas hacia la felicidad amorosa. Yo, como es natural, defendía la necesidad de llevar hasta sus últimas consecuencias la muerte de Dios, para lo cual era necesario utilizar el paradigma científico hasta que el mundo saltara hecho pedazos; pero ella despreciaba con gran petulancia mi estrategia, alabando de un modo injusto y desmesurado toda suerte de ñoñerías alemanas como la libertad del sujeto fundado en sí mismo o los distintos momentos del Espíritu en el despliegue de la Idea Absoluta, y otras banales salvaciones propias de gente corta y enfermos de pulmón.

Lo cierto es que por debajo del enfrentamiento teórico nadaban los escualos de la voluntad de dominación, y que en definitiva lo que yo defendía era la supremacía (y por lo tanto la racionalidad) del más fuerte DESDE UNA VISIÓN ESTATAL, en tanto que ella defendía la supremacía del más débil desde el punto de vista DE LA ETERNIDAD. No se figuran ustedes lo irritante que resulta defender la racionalidad del poder y lo legítimo de sus destrucciones cuando se tiene delante a alguien que esgrime continuamente casos concretos e individualizados de esa destrucción, y los esgrime como si fueran auténticos santos. Durante meses escuché baladas pastoriles sobre Kierkegaard o Spinoza, como si se tratara de lo más grandioso de la humanidad, en tanto que Kummer o Frege aparecían como cretinos.

Todavía era peor cuando, en el enfrentamiento, mi admiración por la técnica agrícola china, por el ingenioso invento de la lanzadera o por los deslumbrantes cálculos de navegación griegos, se oponía a sus cuadritos al óleo, poemitas y cuartetos de viento, como si la ornamentación de los poderosos pudiera competir con los instrumentos que les dieron el poder. En una excitada discusión, defendiendo yo la estrategia militar de Pfuhl, observé que Susana quedaba en suspenso largo rato, como meditando un movimiento definitivo. Estaba lívida, concentrada, le temblaban las comisuras de la boca. Cuando rompió a hablar su expresión tenía la amargura del llanto y del imperativo: «De manera que la guerra es la gran matriz del perfeccionamiento, ¿no?» Adiviné la nota de amenaza y fui al trapo. «Naturalmente. Eso es lo que opinamos tu Hegel, tu Dante, tu Homero y yo.» Había comenzado el trueque de funciones.

Lo noté de la misma manera que se sienten los primeros indicios de vejez en pequeños detalles casi insignificantes; una escalera demasiado larga, una resaca demasiado intensa, una indiferencia injustificable. Era pura sensación física. Se me había inoculado su espíritu y yo era, en realidad, ella. Por supuesto que a Susana le estaba sucediendo lo mismo, de modo que ahora ella veía el aspecto aborrecible de Homero, Dante o Hegel, como funcionarios pagados para disfrazar grotescamente el horror; yo en cambio comenzaba a vislumbrar el lado tercamente glorioso de los hombres, los cuales, incluso en justificación de sus acciones más abyectas, son capaces de edificar monumentos de perdón, comprensión y esperanza.

Súbitamente descubrí la Imaginación. Se me apareció como un inmenso ámbito de luz que conformaba figuras y se ampliaba según se avanzaba por él, iluminando paisajes nacidos del deseo y construidos según la ley de la razón divina, la cual, sin embargo, nunca superaba el límite que los humanos se ponen a sí mismos. A su lado el Entendimiento se asemejaba a una ordenanza ministerial, obsesionado con sus tampones de «entrada» y «salida», ufano de su poder porque todo pasaba por sus manos —es decir, por la portería— e incapaz de comprender que nada de lo que veía era obra suya, sino de otros situados a mayor altura y por lo tanto con una visión más amplia. Por eso, me decía yo, toda la historia de la ciencia es la historia de un continuado error substituido por otro nuevo, en tanto que la filosofía es una conversación ininterrumpida de la Razón consigo misma, en la que no cabe el error, sino el eterno juego de ponerse límite y definirse con el fin de responder a una pregunta que no puede responderse: «¿Hasta dónde puedo llegar YO SOLO

Por desgracia, en aquel mismo momento Susana estaba concibiendo la filosofía como la historia de una servidumbre, en la cual los secretarios y subsecretarios del poder y de la voluntad de dominio justifican las acciones de sus amos, entretenidos con fantasías de perfección y armonía que sólo existen en sus lecciones universitarias. De modo que entramos como dos caballos desbocados en la recta final de la felicidad amorosa, aquella en la que ambos dicen sucesivamente: «No era eso lo que defendías hace tiempo» y también «¿Pero no eras tú quien decía…?» Que se resumen en las inevitables: «¡Cómo has cambiado!», o lo que es igual: «¡Cómo me he dejado engañar!»

A partir de ese estadio la investigación amorosa es una forma de pasado y sólo el tiempo pretérito parece tiempo presente. En los buenos momentos ambos dicen: «¿Te acuerdas de cuando…?», y en los malos ambos dicen también: «Ya no tenemos nada más que decirnos.»

Ahora la solución siempre se presenta como algo ajeno; él conoce a otra chica, ella acepta un trabajo en Londres. Ambos creen que una fuerza externa les ofrece una salida al horror de descubrirse tal cual eran antes de cambiar a lo que ahora son; pero no es cierto; todavía no hay nada ALLÍ FUERA. Es su propio horror lo que les va a hacer arrancarse el uno del otro; caer cada uno por su lado fuera del otro. En mi caso la excusa venida de fuera llegó bajo la forma del servicio militar. Podría haber sido cualquier otra. La investigación había terminado.