En todas las parejas que investigan la felicidad amorosa hay un reparto de funciones que no depende del sexo respectivo. Al principio, por ejemplo (pero las variables son infinitas), ella es buena, dócil, no sabe ganar dinero, es lista, frágil, cariñosa y fiel, en tanto que él es colérico, independiente, eficaz, inteligente, protector e infiel. Es un esquema vulgar, pero frecuente. Pues bien, sea cual sea el reparto de funciones, a lo largo de una investigación amorosa TODAS LAS FUNCIONES SE TRUECAN, si es que estamos hablando de una investigación seria, porque se trata de un fenómeno de mutuo espejismo y cada uno de los Objetos quiere ser el Otro. Y lo consiguen. Conseguirlo quiere decir dos cosas: primero, aburrirse del Otro por lo mucho que se parece a lo que uno era ANTES; segundo, comprender lo mediocre y zafio que era uno ENTONCES. Consecuencia: el otro es AHORA mediocre y zafio.
La felicidad amorosa, llegados a este punto, aparece en su verdadera verdad, como un intento de comprensión filosófica que no ha utilizado el método adecuado, ya que lo que se trata de comprender es nada menos que ese concepto vacío, el tiempo, o su metáfora más habitual, la muerte; y para alcanzar a comprenderlo es preciso utilizar otros métodos, como luego se verá. ¿Y por qué, siendo SIEMPRE así, pervive el mecanismo amoroso en las sociedades industriales, complicando tantísimo las vidas de las personas? Porque siempre es una experiencia SINGULAR, la única que parece de uno mismo y sólo de uno mismo, ya que todas las restantes experiencias de investigación, a partir de esta, ya no son singulares sino universales.
En la investigación amorosa los individuos se mantienen como individuos, con su pelo, sus ojos, sus huellas dactilares que les hacen irrepetibles, y no pueden dejar de ser individuos. Pero una vez dilucidado el contenido de la felicidad amorosa, las búsquedas subsiguientes, si la primera ha sido llevada a cabo hasta sus últimas consecuencias, YA NO PODRÁN SER DE NINGÚN INDIVIDUO, porque necesariamente se habrá superado el umbral de la huella dactilar y de lo singular, y se habrá penetrado en el neutro, silencioso, quieto mundo de lo general y de lo universal, en el que nada tiene nombre propio, ni mucho menos pestañas.
Esta característica de singularidad hace que toda investigación amorosa le parezca a uno MUY PERSONAL, irrepetible y llena de originalidades (que, vistas desde fuera, son aplastantemente vulgares) y sorpresas (sólo para quien las sufre, pues los demás las ven venir de lejos); en definitiva, toda investigación amorosa puede contarse como si fuera ÚNICA cuando en realidad es de una ordinariez que hace girar la cara.
Así por ejemplo, la dialéctica de los celos, definitivamente diseccionada en los modélicos tratados científicos conocidos como La Prisionera y Albertine ha desaparecido, produce siempre una sensación de novedad mundial, por mucho que nada haya variado en ella desde las cuevas de Altamira. Así también, las rupturas dramáticas, soberbiamente descritas en el documento vienés llamado El duelo, parecen aportar siempre nuevos datos a lo que de puro y simple no admite ni el añadido de un acento circunflejo.
En mi caso, que es sólo uno más de la infinita serie, la sensación de novedad estaba determinada por el reparto de funciones. Yo tengo una inteligencia dominada por el Entendimiento, que es facultad formal y ordenancista: pero Susana poseía una inteligencia de signo contrario, gobernada por la Imaginación que es facultad creativa, productiva, transformadora. Realizábamos, por tanto, la perfecta unión conocida en los manuales como la pareja «modelo siglo XVIII», pues allí donde yo me esforzaba en clarificar y clasificar, como un biólogo discípulo de Buffon, ella se esmeraba en reventar los esquemas y organizaciones con soplidos de genialidad neoclásica, a la manera de Diderot. Mi principal preocupación, desde buen comienzo, fue poner las cosas en su sitio, como en un museo, para investigar con orden y método, pero ella negaba que hubiera sitio alguno en un proceso dinámico (a eso se le suele llamar Utopía), y frente a cualquier orden y método alzaba la guillotina de la invención sobre la marcha, la improvisación meteorológica y la finalidad sin fin. Son dos funciones habituales que se presentan en todas las parejas, a veces en ella, a veces en él.
Pero si al comienzo a mí me tocó sufrir la imposibilidad de ver claro y ordenado, de entender, a la manera de los redactores de Constituciones, al final, con las funciones trocadas, me cayó en suerte soportar la invención imaginativa del fracaso, de la nulidad, de la banalidad amorosa, con todos los fantasmas que trae consigo. En cambio, el inventivo comienzo de Susana, imaginando el futuro de la investigación, fue muy gratificante para ella, pues todo estaba por hacer; en tanto que el final, cuando atacan las nieblas y los horrores, tuvo el consuelo del entendimiento para protegerse de los mazazos de dolor.
Esta diferencia, experimentada como «originalidad», estaba, en realidad, jerárquicamente sometida a otra diferencia más profunda, cuyo descubrimiento sería lo que me impulsara hacia la siguiente investigación.