Llegaron madre e hija (¿iban siempre juntas a todas partes? ¿sólo cuando se trataba de Pedrito? ¿insistió Susana en acompañarla al saber que yo compartía la misma celda?); pagaron, supongo; hablaron con quien había que hablar; nos recibieron en la puerta del cuartelillo; y me quedé sin empleo. «Le descuento, además, las cinco mil quinientas del corriente mes de enero (las tenía Pedrito), y me llevo a este bobo a Madrid. Si tuviera usted vergüenza, me reembolsaría los cinco billetes de avión que me va a costar esta broma.» Logré convencerla, sin embargo, de dos cosas: la primera, que no tenía cómo volver a Pamplona; la segunda, que me moría de hambre y de jaqueca. Me invitó a comer, aquella alma buena, pero añadió que volviera a Pamplona en auto-stop.

Comimos los cuatro juntos y en silencio, en una infame cafetería de la Avenida; ensaladilla, pollo frito y flan; ni un solo instante dejamos de mirarnos Susana y yo. Era evidente que ella era el Objeto adecuado y no me cabía duda de la recíproca. Nos despedimos en la parada de taxis que hay frente al Guría; ellos iban al aeropuerto, yo a donde Dios quisiera. La dama me estrechó la mano e insinuó una sonrisa sardónica de muy mal gusto; Pedrito ni me miró; Susana me besó en la mejilla. Con la mano en la portezuela del taxi, para cerrarla, convencido de que siempre habría una ventanilla entre nosotros, le pregunté si volveríamos a vernos. «No sé, como no vengas a Madrid…» Los cierres golpearon con el sonido seco de un frigorífico alemán. Estaba claro. Susana quería jugar la partida en su propio terreno. A mí me era indiferente —ese fue mi primer error—, así que mientras caminaba hacia la salida de Tolosa, mirando el cielo crepuscular y nuboso, comencé a reflexionar sobre mis posibilidades de supervivencia en Madrid.

Habían pasado dos días desde que salí de Pamplona; pero el tercero fue el peor. No sólo tardé veinte horas en llegar a casa, sino que ni siquiera recuerdo cómo lo hice, seguramente a pie; tenía la cabeza demasiado ocupada con asuntos importantes. Y ese es un rasgo que no pasa inadvertido al investigador: en cuanto un individuo cae enfermo de Enamoramiento, el mundo se disuelve como una pastilla de jabón en un barreño de ácido sulfúrico. Ese primer alivio, la esfumación de los problemas vitales y reales, el ordenamiento INTERNO de otro mundo, cuyo sentido tiene la dirección de una flecha que conduce al Objeto Amoroso, es la puerta de oro cuyos brillos engañosos conducen fatalmente al desastre.

El caso es que bastaron esas veinte horas para que mis proyectos se articularan de un modo verosímil; pero es que ahora todo era verosímil y FÁCIL. Comencé a tejer una tela de araña capaz de apresar una ciudad de tres millones de habitantes, de los cuales más de dos terceras partes eran improductivos. Si en una ciudad viven tantísimas almas del esfuerzo ajeno, malo será que yo no lo consiga, argumentaba conmigo mismo. Repasé mis habilidades pero no encontré ninguna que me condujera rápidamente al robo, la estafa, el timo, el proxenetismo, el juego, la política o el periodismo. Sin embargo, hablaba y leía francés e inglés, dos propiedades que, aunque parezca mentira, le estaban vedadas a la práctica totalidad de la capital española de aquellos tiempos. Era cosa sabida que el director de uno de los siete grandes bancos, dueños reales del país, había llegado a su cargo por ser el único que hablaba algo distinto al vallisoletano en el consejo de administración; así de patriotas eran entonces nuestros financieros. Sin una meta tan ambiciosa, imaginé posible situarme por debajo suyo.

Lo gracioso es que lo conseguí, y exactamente gracias a los motivos aducidos. Era muy fácil en los años setenta ganar cuatro cuartos, justo lo necesario para no trabajar. El curso siguiente comenzó, para mí, con un piso en la calle General Pardiñas, la matrícula en Ciencias, y visitas diarias a Susana, la cual había aceptado mi invitación a investigar el contenido de la felicidad amorosa una tarde de septiembre, en un banco de la Castellana, del siguiente modo. Preguntada acerca de sus inquietudes en torno al Misterio del Amor, contestó que se sentía inclinada a escrutarlo; preguntada si había elegido compañero a tal fin, contestó que no; preguntada si yo le parecía adecuado para ejercer de Objeto Amoroso, no contestó; sacó una moneda de cinco pesetas del bolsillo, la lanzó al aire, observó como caía, y concluyó: «Bueno.»

Allí dio comienzo el cuarto capítulo de mi desdichada vida científica. No voy a relatarlo por extenso, pues es cosa sabida en cualquiera de sus infinitas encarnaciones singulares; sólo diré, a modo de resumen, que el problema, en el inicio, se plantea del siguiente modo:

YO – No me cabe la menor duda de que tú y yo somos Uno, pero no tengo la certeza de que tú no seas Otro.

ELLA – Estoy convencida de que tú y yo somos Uno, pero me pregunto si se tratará del mismo Uno.

Como puede verse, yo asumí desde el comienzo la duda sobre el Objeto, en tanto que ella elegía una duda más amplia, la de la unidad misma. Yo dudaba de que ella cubriera acertadamente su papel; ella dudaba de que entre ambos pudiéramos representar algo. Esta diferencia requiere una explicación.