Los tres días siguientes fueron para mí lo que para otros son las oposiciones a catedrático; algo temido desde tiempo atrás, pero inevitable para hacerse hombre. En la misma calle de Carlos III Pedrito rompió la ventanilla de un Renault Gordini con una piedra, arrancó los cables y montó un puente no sin equivocarse un poco, con el consiguiente derrame de claxonazos inconexos. Salimos al galope hacia Lecumberri por una carretera cuyas tenebrosas curvas se adaptaban exquisitamente a los bandazos del loco que conducía, y aspiré con placer el hedor de la papelera tolosina a las siete de la tarde.
A partir de ese momento, San Sebastián, antigua residencia veraniega de pelmazos madrileños, hoy charco de alcohol en el verde corazón de Guipúzcoa, nos acogió como una madre que es y nos descargó en el estómago no menos de dos litros de vino en media hora. El inteligente mecanismo digestivo vomitó el contenido sobre unos franceses que insistieron en golpearnos, sin conseguirlo gracias a que Pedrito hizo girar con gran habilidad una navaja de respetables dimensiones bajo sus narices, y volvimos a empezar como si tal cosa, saltando y gritando «Gora Euskadi» o «Viva Asturias», indiscriminadamente.
Aquellos que nunca hayan vivido el espectáculo entre deslumbrador y repugnante de una ciudad entera de hombres borrachos, desconocen uno de los aspectos más instructivos de la cultura, sólo superado por la guerra y la peste bubónica. Pocos son los lugares en que tal cosa sucede a fecha fija; en Bruselas o Liverpool hay siempre los mismos borrachos en los mismos lugares, todos los días; pero en algunas ciudades la borrachera diaria es un aperitivo de la borrachera colectiva a plazo fijo. Pues bien, de esas ciudades alcohólicas con premeditación, la inmensa mayoría son españolas, y de ellas no menos de la mitad están en el País Vasco. La así llamada Tamborrada es una más de las muchas fechas en que toca viril borrachera colectiva donostiarra. Es un acontecimiento algo alejado de las Panateneas, Saturnalias, Lucarias, Furrinalias o Volturnalias, pero no deja de tener su gracia.
A las tres de la madrugada, Pedrito y yo nos descolgábamos por las escaleras de la Concha con el fin de vomitar por tercera vez, ahora en la playa, pero no lográbamos pisar arena; muy al contrario, resbalábamos sobre una superficie viscosa. Incliné mi inexistente cabeza hacia el suelo y me percaté de que estábamos caminando sobre una alfombra de CALAMARES. «Mira —le dije con voz sosegada pero con el corazón en vilo—, la playa está cubierta de calamares.» Al no recibir respuesta busqué a Pedrito con la mirada, al tiempo que recibía un culatazo en los riñones. «Circulen, coño», dijo el amable funcionario de la metralleta. La playa de calamares estaba llena de gente provista de sacos en los que trataba de meter el mayor número de calamares posible, mientras iba siendo empujada con métodos poco delicados por las así llamadas fuerzas del orden. Yo no entendía muy bien lo que estaba sucediendo, y tampoco lo entendí luego, cuando el comisario habló de mareas, bancos de sepia y el precio de mercado, pero de una cosa era consciente: de que a Pedrito y a su navaja podían intentar separarlos.
Sólo a un borracho se le ocurre gritar: «¡Pedrito, tira la navaja!» justo cuando está siendo retirado a culatazos de un lugar, y gritárselo a un compañero a quien arrastran por el pelo dos civiles. Así me lo hizo comprender Pedrito, una vez esposados y vomitados en el calabozo, sin perder ni por un momento su mirada despiadada y serena: «Ya decía Susana que parecías tonto.» Traté de contener la taquicardia sin ningún resultado, pero logré retrasar mi pregunta unos segundos, los suficientes para no hacer gallos. «¿Quién es Susana?» Me miró como se mira a alguien que nos pregunta dónde está la Plaza de Cataluña en la Plaza de Cataluña. «¿Todavía no sabes ni su nombre? Mi hermana, imbécil.» Ahora ya lo sabía. Sabía que se llamaba Susana, que me tomaba por tonto, y que pronto se iba a enterar de lo mal que suelo comportarme cuando piso calamares.