Tenía yo los dieciocho cumplidos cuando por fin se me ofreció un atisbo del contenido de la felicidad sexual, es decir, de la copulación considerada como un acto verdaderamente impuro; y aquello puso fin a la sexualidad que los adolescentes practican con sus compañeras de juego cuando no hay nada mejor que hacer.

Se llamaba Victoria; era la amante más o menos oficial de un tío mío (este era el elemento perverso), me llevaba diez años (el elemento de extrañeza), y no podía terminar más que en tragedia ya que estaba casada con un notario. De otra parte, no me gustaba nada, pero de la misma manera que a un niño no le puede gustar la ginebra y siempre elegirá en su lugar un chicle de fresa. Era, para decirlo ingenuamente, del género atlético, que es un género frecuente a los treinta años; la gimnasia, la natación, el esquí, el color dorado de la piel, el uso de cremas y afeites, la habían convertido en un simulacro de pantera, pero muchísimo más desnuda que todas las panteras que yo había visto en el zoo hasta aquel momento. Era de una desnudez sobrenatural, metafísica, muy distinta a la desnudez de las niñas, por desarrolladas que estas fueran, ya que no dependía del mayor o menor número de prendas que utilizara —estaba desnuda incluso con un abrigo de foca que le había regalado mi tío—, sino de la puesta en escena del conjunto de sus miembros, los cuales eran, como en algunas divinidades hindúes, múltiples, llegando a poseer, en situaciones extremas, hasta seis o siete pechos, media docena de culos y un número ilimitado de vulvas. Su desnudez afectaba, además, a todos los sentidos corporales; para mí fue un descubrimiento OLER por primera vez la categoría abstracta de desnudez. Esa cualidad hiperfísica le permitía todo tipo de obscenidades, y, dada mi necesidad de conocer, se entregó a ellas con denuedo.

Voy a poner un solo ejemplo. Con el fin de corregir mi incredulidad, un día en que me juró que había copulado en plena misa, logró que copuláramos en público, es decir, ante su madre y dos amigas, sin que nadie se percatara del hecho, tomando un té con pastas y manteniendo una animada discusión sobre los Beatles. Comprendo la desconfianza con que puede toparse esta afirmación y me apresuro a añadir que el salón era grande, que ella y yo estábamos recostados en un sofá, que el resto de la concurrencia y nosotros mismos mirábamos en el aparato de televisión un programa sobre el escándalo del pelo largo, y que la gran mesa central cubría los ángulos laterales. A pesar de todo, lo esencial fue que, sin yo saber cómo, me encontré con una de sus vulvas inexplicablemente situada en el lugar adecuado, estando ambos con las piernas recogidas sobre el sofá y, por decirlo así, como dos cuatros, uno detrás del otro, quedando mis rodillas ocultas bajo su amplia falda. Aquella tarde, tras oír estupefacto su «¡ahora, idiota!», comprendí que había traspasado el umbral de la impureza.

Muchas y variadas son las actividades a que pueden entregarse dos personas cuyo único nexo es el conocimiento carnal; múltiples las posturas y diversas las circunstancias. Hay un registro notablemente amplio en la mecánica copulatoria como para que el espejismo de felicidad dure por lo menos un par de meses. Es muy similar a lo que dice Conrad sobre el trabajo en el mar, una tarea suficientemente agotadora como para facilitar el descanso, pero no tanto como para dejar exhaustos a los marinos, con lo que desaparecería la marina mercante. Es, en definitiva, algo que no se acaba nunca. Durante aquellos meses pude comprobar las sorprendentes analogías entre la gramática y la fornicación, en lo tocante a variaciones sintácticas, morfológicas y semánticas. Pero llegó un momento en que nos repetimos. Era inevitable, a pesar de sus pechos y sus vulvas. Y lo más probable es que fuera culpa mía, pues en todo aquel tiempo, yo, la verdad, no conseguí tener más que un pene.

En la habitual publicidad sobre el contenido de la felicidad sexual suele hacerse hincapié en lo cuantitativo, con toda razón. Los caudillos sexuales españoles, a la manera del sospechoso Don Juan, acumulan y ahorran de tal manera que su hoja de servicios mejoraría sensiblemente si poseyeran tres penes en lugar de uno, carencia ontológica que se advierte en los grabados de Justine, en donde hay una clara insuficiencia viril, sea cual sea la combinatoria. A los caudillos sexuales españoles no les cohíbe fantasear sobre su necesaria limitación, pero a quienes vemos gran frivolidad en todo lo que se encuentra determinado por el capricho orgánico (poseer sólo dos ojos y no cinco, o dos piernas en lugar de cuatro), nos importa sobremanera. Hay actividades cuyo límite no viene impuesto tan claramente desde el exterior. Para rememorar, por ejemplo, sería inútil poseer dos cráneos, ya que entonces cada cráneo recordaría lo suyo. Pero para jugar al tenis sería una gran ventaja poseer cuatro brazos. De modo que todas las actividades aquejadas por esta limitación cuantitativa poseen un altísimo grado de aburrimiento, y es natural que, en un tiempo muy corto, se transformen en remedos de la actividad empresarial, ya que «ganar dinero» es la gran excusa metafísica que ayuda a soportar los más abrumadores tedios.

Para compensar y corregir el aburrimiento carnal se ha inventado el matrimonio, el cual lleva consigo todos los placeres, peligros, alarmas, aventuras y solazamientos de una vida, sólo que multiplicados por dos. Pero aquellas relaciones sexuales que no derivan en negocios, administración del patrimonio, pedagogía, codicia y otras actividades y pasiones semejantes, es decir, en matrimonio, son necesariamente efímeras. Y del mismo modo que los tenistas, al cabo de un cierto tiempo más o menos prolongado según sea la imaginación del muchacho o la muchacha, siguen jugando al tenis con el único propósito de vender camisetas o mantener la línea, que se dice, cosas ambas muy alejadas de los fines específicos del tenis y de la felicidad estrictamente deportiva, así también los amantes estrictamente sexuales acaban utilizando su sexo con fines políticos, económicos o religiosos, como ya demostró aquella rara lumbrera castrense llamada Choderlos de Laclos.

Se me dirá que acabada una relación se empieza otra y ya está, que un clavo saca otro clavo; y en efecto, así es, INEVITABLEMENTE; las relaciones se sucederán, pero el contenido de la felicidad sexual se alejará cada vez más para dejar lugar a los FINES SUBALTERNOS de caudillaje, cuidado de la inseguridad, odio de sí mismo, temor a la vejez, hasta ocupar por completo el espacio de la esperanza. Así sucede con todo aquello que tiene su definición fuera de uno mismo, decidida tan ignota y primordialmente como aquel primer golpe venido de la Nada.

En mi caso, mal podía proponerme Victoria transacciones económicas o conjuras políticas, de manera que una vez llegado a la perfección de la habilidad —cuyo síntoma inconfundible es el aburrimiento—, comenzó el problema de cómo desencadenar un final trágico sin necesidad de contar conmigo mismo en el reparto. El aprendizaje había concluido; el contenido de la felicidad sexual, como los anteriores, se agotaba en el paso de una actividad libre a otra lucrativa, de integración estatal. Ahora lo veía como una zanahoria tras la cual espera el garrote de la institución. Ni siquiera los componentes específicamente modernos de perversión, asociabilidad y tragedia eran otra cosa que antiguos (o eternos) cepos, renovados con el propósito de mantener la clientela. Nada se aprende en el uso sexual de los cuerpos que no pueda conocerse con muchísimo mayor provecho en los calabozos de la tortura, pues el gozo puro de la carne sólo es un interrogante, y su respuesta consiste en un abanico siniestro de posibilidades que responden metódicamente a la pregunta: ¿qué se puede hacer con un cuerpo?

No importa la pasión que nos mueva —amor, odio, servicio a la patria, eficacia—: el cuerpo es tan sólo una excusa para la exploración científica. Los torturadores chinos, durante el mandarinato, competían entre sí de tal manera que ganaba aquel que conseguía mantener con vida a su víctima habiéndole amputado la mayor cantidad de materia orgánica posible. Algunos testimonios nos documentan sobre escuetas masas limpiamente dispersas sobre un cojín de seda, sin relación alguna con la figura humana, pero provistas de un inquietante latido, observado con arrobo por los altos dignatarios.

Las relaciones estrictamente sexuales deben, para mantenerse en el tiempo, echar mano de recursos similares, reduciendo a su mínima expresión lo humano del cuerpo, hasta que desaparezca este último latido en un breve pero intenso éxtasis retenido durante meses de práctica amputadora. Nosotros ya no sabíamos qué introducir y por dónde, qué morder, desgarrar o acariciar y con cuáles instrumentos añadidos; qué nuevo disfraz o comedia fantástica, interioridad, humor o micción compartir; en qué posición y sobre cuántos muebles, apoyos o aparatos; sumando a quiénes y en qué número; dañando o, por el contrario, mimando hasta la exasperación qué partes de quiénes, de qué edades y en cuál relación de parentesco… En fin, al cabo de un año el aprendizaje de la felicidad me había conducido a un mundo sumamente parecido a una oficina del catastro en la que el afán clasificatorio se impone a todo lo demás, como ya le sucediera al pedantesco Marqués de Sade, entomólogo mayor del reino sexual.