El sexo. Pocas cosas gozan de un prestigio tan universal e indiscutible desde que, no hace muchos años, el sexo pasó a ser una cosa. Yo tuve la fortuna de vivir el ascenso del sexo a bibelot desde las más espantosas simas del mal. En un decenio, en un triste decenio, de ser uno de los motivos más evidentes de malformación de la columna vertebral (se pudría), de mongolismo, de catatonia, el sexo se alzó a la categoría de artículo de menaje, junto a los detergentes y las lejías. Entre las clases así llamadas bajas sustituyó al Opio del Pueblo —proféticamente lo intuyó Baudelaire en 1865: «la religión de las masas es joder»—; y entre las clases altas entró en franca competencia con los deportes náuticos. En la actualidad es muy fácil estar prevenido contra la felicidad sexual, pero en la prehistoria del sexo masivo no era tan fácil distinguirlo del cáncer de ovarios.

Yo había tenido algunas pruebas tangibles de la fornicación, a los trece años, con unas francesas —dos— que acudían cada noche, alternativamente, a mi camastro en el barracón de varones de una colonia veraniega ubicada en las proximidades de Béziers. La una utilizaba prótesis dental de hierro y la otra gafas, lo que permitía su identificación. Eso es todo lo que recuerdo, junto a las grescas que se armaban en el barracón cada vez que entraba alguna de mis novias. La altísima calidad espiritual de los franceses quedó demostrada para siempre en aquellos meses; gritaban, cantaban y arrojaban objetos cuando entraba la muchacha de turno, pero luego el silencio era absoluto e incluso procuraban ponerse al ritmo que marcábamos desde mi cama. Eran hermosas variaciones orquestales para un número muy limitado de instrumentos. Guardo un agradabilísimo recuerdo de aquellas noches, no tanto por las copulaciones cuanto por el sano ambiente de camaradería que se respiraba en aquel barracón de setenta mozos, tan distinto del procaz, obsceno y promiscuo barracón del servicio militar.

Aquella experiencia, aunque sexual, no podía yo considerarla canónica, no tanto porque le faltara algún ingrediente material, cuanto por la inocencia de los partícipes, la cual eliminaba los contenidos de verdadera fechoría al hecho de fornicar, y por lo tanto los contenidos de felicidad. Nuestros actos contra la pureza, que se llamaban, eran mucho menos extáticos que una buena partida de futbolín, así que no podía yo considerarlos plenamente sexuales y debía esforzarme por encontrar pronto una relación verdaderamente sexual, un auténtico ataque contra las buenas costumbres, si quería enterarme del contenido de la felicidad sexual.

Téngase en cuenta que la mayoría de la población juvenil y adulta adquiría esos conocimientos en las casas de putas, pero yo no podía reunir el dinero necesario, a los catorce años de edad, y de otra parte los establecimientos licenciosos estaban desprovistos de toda verdadera impureza: eran domésticos, atrabiliarios, barojianos; tan soberbiamente banales como la carnicería de la esquina, y a uno le daba la impresión de que podía tropezarse con su propia madre. La felicidad sexual había de hallarse en una situación socialmente perversa (lady Chatterley), con una persona radicalmente extraña (D. A. F. de Sade) y, a poder ser, provista de un desenlace trágico (Ana Karenina). El resto eran juegos infantiles.

La oportunidad tardó en presentarse y durante buen número de años me aburrí practicando una sexualidad de bolsillo que sólo variaba según el uniforme de mi compañera. Las niñas del Colegio Jesús y María, generalmente muy ardientes, cuyos padres, como los míos, eran catalano-fascistas enriquecidos durante y tras la guerra, lo llevaban azul marino con cuello blanco. Las del Sagrado Corazón, más modestas y recatadas, con mucha clase media sobrevenida a alta, pero dotadas de un corazón fiero y audaz, no usaban peto ni cuello, pero sí unos terribles zapatos casi viriles. Por fin, las niñas del Liceo Francés, salvajemente inteligentes, muy superiores a nosotros y cuyas tendencias sádicas nos fascinaban, eran niñas sin uniforme en una ciudad uniformada, lo que les daba un aire de ir desnudas poderosamente excitante. Una niña del Liceo Francés era lo más buscado; las del Sagrado Corazón tendían a la estabilidad, pero no conocían frontera a los excesos una vez pactado el contrato; las de Jesús y María eran extraordinarias: más tarde fueron perfectas compañeras, bebedoras, orgiastas, con ese gramo de locura que las ha ido dispersando por Europa y América.

¡Grandiosos hechos de armas, los de mis compañeras de generación del Colegio Jesús y María! Han sido uno de esos batallones de choque cuyo sacrificio sirve de alivio al dolor de muchas generaciones posteriores; pero su holocausto apenas nadie lo recuerda hoy día. En todas ellas se distinguen de inmediato los signos de una vida aventurera y dramática; las borracheras, la soledad, la ingratitud, el desprecio, la persecución pública; ese ha sido el pago que recibieron aquellas heroínas de cabello cardado y minifalda que agitaban sus cuerpecillos en el sendero de la guerra de los años sesenta provistas de un diafragma y un libro de Simone de Beauvoir. Verlas hoy en la desolación de las madres sin marido; amantes trituradas por la edad y la fatuidad de los hombres; traicionadas por sus amigas, apestadas para sus parientes, mal pagadas por mercachifles que prefieren secretarias de veinte años… es como ver a los granaderos de Napoleón después de los Cien Días. Un espectáculo que encoge el ánimo por lo grandioso y por lo fatal.