Creo poder afirmar que ningún paraíso infantil o infancia feliz institucional pudo ya atacarme, tras el paso por la iniciación; quedé inmunizado para siempre. Es esta una ventaja digna de consideración en unos tiempos en los que la venta de felicidad infantil se ha incrementado hasta alcanzar proporciones colosales; los proyectos de infantilización que promueven estados muy poderosos, como el norteamericano, han tenido un éxito BIOLÓGICO considerable y la edad actual de las poblaciones occidentales ronda los ocho o nueve años intelectuales. La lacra de la felicidad infantil ha extendido el deporte hasta convertirlo en un negocio de estado, sólo comparable con la fabricación de armamento nuclear; y ha rebajado las exigencias morales de los inexistentes adultos a niveles de jardín de infancia. No es de extrañar que en la actualidad la población desarrollada sea prácticamente analfabeta, a la manera de los niños, es decir, con una cantidad ingente de información inútil ocupando la totalidad del cerebro.

Sin embargo, los días más peligrosos para mi radical y rigurosa defensa contra la felicidad fueron los del verano, cuando me trasladaban a un pueblo de mar donde las familias se resquebrajaban de tedio durante tres meses; no quiero cerrar este apartado sin dedicarle algunas palabras. En aquella atmósfera africana, plúmbea, no era difícil relajar la vigilancia y encontrarse de pronto seducido por el brillo de una tela de araña recién llovida en cuyo centro relumbraba el lomo de la epeira, joya de nuestros jardines. O también, estupefacto a la manera de los opiómanos, pasarse media hora ante una lagartija que abría y cerraba voluptuosamente sus garras sobre la arcilla caliente. Estos ataques salvajes contra mi seguridad eran rápidamente compensados por la mística de juego y diversión, es decir, de felicidad, que se manifestaba a mi alrededor en forma de bailes nocturnos (los adultos) o excursiones y meriendas (el resto), de una monotonía inalterable y con el inconfundible tufo de las actividades marciales; más tarde he podido comprobar la función destructiva de bailes, meriendas y excursiones, gracias a uno de los pocos libros científicos que he leído, en el que se describe minuciosamente el efecto nocivo de tales aficiones sobre el protagonista —llamado Marcel— y algunos personajes emblemáticos (una princesa, una abuela, un noble bretón, un judío que se casa con una ramera, etc.), todos ellos conducidos lentamente a la más severa abyección por tomarse en serio tales distracciones.

Así y todo, debo recomendar la más extrema prudencia a quienes se encuentren en circunstancias similares —cerca de un riachuelo, o, en el crepúsculo, contemplando el regreso de los anchoveros—, pues es uno de los escenarios predilectos para el ataque de felicidad, y hay geografías con predominio de prados, lagos, cumbres, costas, en las que pueblos enteros han sucumbido a la descomposición moral y a una forma perversa de felicidad pedagógico-religiosa. Cuando se viaja o reside en tales lugares es conveniente mantener las ventanas cerradas, leer mucho a Dostoievski, utilizar gafas oscuras y alimentarse con latas de conserva. Sobre todo evitar, como a Satanás, todo cuanto se asemeje a una excursión, una merienda o un baile; los efectos son terminales.