Es inevitable explicar que yo ya no era un niño a los ocho años, no sólo por el efecto aristotélico del tortazo y la notable contribución quirúrgica, sino también por la educación, la, repito, educación, que comencé a recibir en el colegio, uno de aquellos pretenciosos mastodontes que las órdenes religiosas construyeron con la intención de dar rienda suelta a sus más corruptos instintos. Un colegio caro, hortera, regentado por inválidos de alma y cuerpo, situado en una inmensa finca próxima a la Plaza de la Bonanova, finca hoy en parte parcelada y trufada de edificios, como si se tratara de un monumento al dinero, único y verdadero objeto de la educación religiosa de entonces.

Era imposible ser un niño, dadas las circunstancias, por muchos esfuerzos que hicieran mis compañeros en imitar el comportamiento infantil y por mucho que los religiosos nos trataran como tales. En realidad no les interesaba nada de nada que FUÉRAMOS niños, lo que exigían era que ASUMIÉRAMOS esa condición con el fin de eliminarnos de este mundo sin incurrir en ninguna responsabilidad penal. A un supuesto niño se le puede pegar, torturar, idiotizar, comprar y vender sin que nadie proteste, y menos en una dictadura fascista y católica, que es la más rastrera y ruin de las dictaduras, como han demostrado los recientes casos de Chile y Argentina, organizados con rigurosa sordidez religiosa y militar, es decir, usuraria.

Fue mi perfecta imitación de felicidad lo que me mantuvo con vida once años en aquel centro de destrucción. ¡Once años! Se dice en tres segundos pero vivirlo fue una muerte constante, minuto a minuto, durante once años, sin otra rutina que el abofeteamiento habitual y continuo, hecho domesticidad y, por lo tanto, no completamente dañino, no LETAL.

A mí me pegó todo el estamento profesoral sin excepción, y gracias a eso me salvé de la locura pues pude construir una coraza contra las enseñanzas de aquellos maníacos que alzaban los ojos ante la imagen de la Santísima Virgen María, con su túnica azul y aire de empleada del hogar, mientras anotaban en sus libretas de hule los elegidos para la próxima sesión de tortura. Espantoso espectáculo de hombres conviviendo con otros hombres como ellos, débiles y ansiosos, husmeándose los unos a los otros, rodeados por una nube de niños, hijos de buenas familias franquistas, para su delectación viciosa. Nunca olvidaré la expresión de asfixia sexual del Hermano Prefecto de Segunda, en aquella ocasión, a la salida del Salón de Actos, en que, haciendo uso de la larga cadena del silbato, azotó, ante el pasmo general, a un crío que se había propasado en felicidad. Este Hermano Prefecto llevaba peluquín, lo que no deja de ser sintomático en un hombre enteramente dedicado a Dios y a la pedagogía religiosa. Años después me contaron que acabó regentando un garaje ganado en matrimonio con una viuda; harto de peluquín, de cadena y de miseria física y moral.

Sólo en una ocasión estuve a punto de perder mi sonrisa protectora: fue el día en que le tocó pegarme al profesor de literatura, único ser algo humano en aquella reserva de antropoides. Una vez que lo hubo hecho me miró con los ojos llorosos y dijo, agitando unos puñitos peludos como cocos, que me odiaba porque en treinta años de actividad profesional era aquella la primera vez que levantaba la mano contra un alumno. Consideré que había llegado el momento de moderar la expresión de felicidad y que me encontraba maduro para abandonar el colegio. Estábamos en lo que entonces se llamaba Curso Preuniversitario y sólo me faltaba un año para escapar de aquella factoría de brutalidades. Lo que venía luego, la Universidad, se presentaba a mis ojos como el verdadero nacimiento; todo lo anterior había sido un mero trámite sin interés. Hasta entonces sólo había conocido aficionados; pero ahora iba a conocer a los ESPECIALISTAS de la felicidad.