Quiero que entiendas que esa joven es mía». Esas habían sido las palabras del miserable joven mientras me sostenía entre la vida y la muerte al borde del abismo. Me dejó vivir, pero no lo hizo por cristiana misericordia, sino porque despreciaba mi existencia, algo tan insignificante para él que ni siquiera merecía la pena acabar con ella. Estaba convencido de su victoria, y por eso no le importaba si yo vivía o moría.
«Quiero que entiendas que esa joven es mía». ¡Oh, estúpido orgulloso! ¿Es que no sabes que el Señor extiende Su mano protectora sobre las flores del campo y sobre los polluelos en sus nidos? ¿Benedicta… tuya? ¿Y dejar que acabes de esa forma con su cuerpo y con su espíritu? ¡Desdichado!, ya te darás cuenta de cómo la mano del Todopoderoso también se extiende sobre ella y la protege. Aún queda tiempo…, esa alma sigue aún inmaculada e inocente. ¡Vayamos ahora, entonces, a cumplir las órdenes del Altísimo!
Me arrodillé en el lugar en que el Señor había colocado en mis manos el instrumento con el que habría de liberar a la doncella. Mi espíritu estaba completamente absorto en la misión que me había sido confiada. El éxtasis más sublime me embriagaba y pude presenciar con absoluta claridad, como si fuese una inesperada revelación, el cumplimiento triunfal del acto que aún no había realizado.
Me levanté, escondí la daga entre mis ropas, desandé mis pasos y comencé a descender por el sendero que conducía hasta el Lago Negro. La luna creciente semejaba una herida divina en el oscuro firmamento. Parecía como si alguna mano hubiese hundido un puñal en el sagrado pecho del Cielo.
La puerta de la cabaña de Benedicta estaba abierta de par en par y permanecí fuera largo rato, deleitándome con la hermosa visión que tenía frente a mí. La estancia se encontraba iluminada por el brillante fuego de la chimenea. Frente a él estaba sentada Benedicta, peinando su larga y dorada cabellera. Su rostro había cambiado respecto a la última vez que la vi, y ahora resplandecía de felicidad con una dicha tan intensa que jamás me hubiese imaginado que pudiese alcanzar aquel aspecto. Una sonrisa sensual flotaba en sus labios mientras susurraba en voz baja y melodiosa una romántica canción popular. ¡Ah, mísero de mí!, era tan bella que parecía una desposada del Cielo. Pero su voz, a pesar de ser angelical, tuvo el efecto de irritarme, y grité en voz alta:
—¿Qué es lo que estás haciendo, Benedicta, a estas horas de la noche? Tarareas esa melodía como si estuvieses esperando a tu amante y te peinas el cabello como si te preparases para acudir a un baile. Casi no han pasado tres días desde que yo, tu único hermano y amigo, te dejé sumida en la más profunda congoja y en la desesperación. Y ahora estás tan radiante como una novia.
Se levantó rápidamente mostrando la alegría que sentía al verme de nuevo, y se precipitó a besarme las manos. ¡Pero, en cuanto le echó un vistazo a mi rostro, lanzó un grito de terror y se alejó de mí como si yo fuese un demonio surgido del Infierno!
Me acerqué hasta ella y le pregunté:
—¿Para qué te acicalas en medio de la noche?… ¿qué es lo que te hace sentir tan alegre? ¿Apenas tres días han sido suficientes para que cayeras en la tentación? ¿Te has convertido en la amante de Roque?
Permaneció inmóvil, aterrada. Entonces me dijo:
—¡Ay, señor!, ¿qué pasa? ¿Dónde ha estado estos días, y para qué ha venido aquí ahora? ¡Parece gravemente enfermo! Siéntese, se lo ruego, y descanse un poco. Su cara está muy pálida, y está temblando de frío. Le prepararé una bebida caliente y se encontrará mejor.
Pero mi sobria mirada la hizo callarse de nuevo.
—No he venido para descansar ni para que me cuides —contesté—. Lo he hecho porque el Señor me lo ha mandado. Dime ahora por qué cantabas.
Levantó su mirada con la inocente expresión de un niño, y replicó:
—Porque durante unos momentos me olvidé de que usted está a punto de partir, y me sentía contenta.
—¿Contenta?
—Sí…, no hace mucho que estuvo aquí.
—¿De quién hablas… de Roque?
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Es muy bueno —aseguró—. Piensa pedirle a su padre que acceda a conocerme; puede que le pida también que me admita en su gran mansión, y también convencerá al Reverendo Superior para que suprima la maldición que pesa sobre mi existencia. ¿No sería maravilloso? Aunque puede que entonces —añadió con un inesperado cambio de voz y de conducta— quizá usted ya no se preocupará por mí. Ahora lo hace porque soy pobre y no tengo ningún amigo.
—¿De qué estás hablando? ¿Convencer a su padre para que te acoja?… ¿Que te reciba en su casa… a ti, la hija del verdugo? ¡Él, ese joven canalla que vive en guerra con el Señor y con sus ministros, conseguirá que la Iglesia acabe con su rigor! ¡Falso, falso, falso! ¡Oh, Benedicta… confusa y perdida Benedicta! Tus lágrimas y sonrisas me demuestran que crees en las infames promesas de ese miserable villano.
—Sí —reconoció ella, inclinando su cabeza como si estuviese haciendo profesión de fe en la Iglesia—. Le creo.
—¡Entonces ponte de rodillas —grité—, y da gracias a Dios por haber enviado a uno de Sus mensajeros para salvar tu alma de la más completa perdición!
Al escuchar estas palabras se estremeció como sacudida por un infinito pavor.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó temblorosa.
—Que reces para que te sean perdonados tus pecados.
Un repentino y arrebatador impulso se adueñó de mi alma.
—Soy un sacerdote —agregué—, ungido y ordenado por el propio Dios, y en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo te perdono de tu único pecado: tu pasión. Te absuelvo incluso aunque no te arrepientas de él. Limpio así tu espíritu de cualquier mancha de pecado, porque además lo pagarás con tu sangre y con tu vida.
Al pronunciar aquellas palabras, la sujeté y la obligué a arrodillarse en el suelo. Pero ella deseaba vivir: gimió y sollozó. Se agarró a mis rodillas y me pidió y suplicó en nombre de Dios y de Su Santísima Madre. Después se levantó e intentó huir. Volví a aferrarla, pero se libró de mis brazos y corrió hacia la puerta abierta, gritando:
—¡Roque, Roque! ¡Socorro!
Me abalancé sobre ella y, agarrándola por el hombro, la hice girarse en redondo y le hundí la daga en el pecho.
La sujeté en mis brazos, apretándola contra mi corazón mientras sentía su sangre caliente sobre mi cuerpo. Abrió los ojos y me dirigió una mirada de reproche, como si le hubiese robado una vida llena de felicidad.
Después sus ojos se fueron cerrando lentamente, exhaló un largo y débil suspiro e, inclinando su hermosa cabecita sobre el hombro, expiró.
Envolví su precioso cuerpo en un paño blanco, dejándole la cara al descubierto, y lo deposité en el suelo. Pero la sangre manchó la tela, de forma que separé en dos grandes mechones su larga y dorada cabellera, y la esparcí sobre las rosas rojas que ahora florecían en su pecho. La había transformado en la desposada del Cielo. Cogí entonces la corona de Edelweiss que había colocado frente a la imagen de la Virgen, y se la coloqué sobre la frente. En ese instante recordé aquel ramillete que me había regalado para reconfortarme, cuando me encontraba en mi celda.
Después avivé el fuego, que lanzó sobre su figura amortajada y sobre su bello rostro una intensa luz púrpura, como si la gloria de Dios se hiciese presente para envolverla en aquella hora. El resplandor la bañaba y se mezclaba con las doradas trenzas extendidas sobre su pecho, convirtiéndolas en una masa de llamas danzarinas.