Capítulo treinta y dos

Me encuentro de nuevo en mi hogar montañés, aunque mañana debo abandonarlo definitivamente. Pero ¿por qué me siento tan infeliz? ¿Es que no me espera la mayor de las alegrías? ¿Acaso no esperaba siempre con ansia el momento en que iba a ser consagrado sacerdote, convencido de que sería la mayor dicha de mi existencia? Y ahora en que el gozoso momento parece cercano, mi tristeza parece superar cualquier límite.

¿Es que puedo acercarme al altar de mi Salvador con una mentira en la boca? ¿Acaso puedo permitirme recibir el santo sacramento como un mentiroso? Cuando sea ungido con el santo óleo, mi frente arderá con un fuego, y el sagrado líquido me abrasará el cerebro y me condenará eternamente.

Debería arrodillarme ante el Obispo y pedirle: «Expulsadme, porque no persigo el amor de Cristo, ni fines santos y celestiales; persigo cosas que son de este mundo».

Si hablase de este modo sería inmediatamente castigado, pero soportaría mi penitencia sin proferir una queja.

Si mi alma estuviese limpia de pecados y yo pudiera, en derecho, ordenarme sacerdote, podría serle muy útil a la desgraciada niña. Estaría en condiciones de poder darle infinitas bendiciones y palabras de consuelo. Sería su confesor y la absolvería de cualquier falta, y si viviese más que ella —¡Dios no lo quiera!— podría incluso contribuir a redimirla del Purgatorio con mis oraciones. Podría también rezar misas por las almas de sus desgraciados padres, que ahora sufren las torturas infernales.

Sobre todo, si consiguiera salvarla de ese único y destructor pecado que secretamente desea cometer, y si pudiese cargarla conmigo y colocarla bajo tu protección, ¡oh, Santísima Madre de Dios!, eso sí que sería para mí la mayor de las alegrías.

Pero… ¿qué santuario aceptaría a la hija de un verdugo? Sé perfectamente lo que ocurrirá: en cuanto me marche de esta región prevalecerá el Maligno bajo la victoriosa figura que ha elegido, y ella estará perdida en el tiempo y para siempre.