Todas las mañanas las doncellas de los caseríos próximos se acercan a mi cabaña. Sus joviales gritos resuenan en el aire mientras el eco retumba en las montañas. Me traen leche fresca, queso y mantequilla; charlan unos minutos y después se marchan. Cada día me cuentan alguna novedad ocurrida en las montañas, o alguna noticia que ha llegado a las aldeas, procedente de los pueblos de la llanura. Son felices y alegres y esperan con placer la llegada del domingo, día en que tendrá lugar nuestra matinal celebración religiosa, y en cuya tarde suelen asistir al baile.
Por desgracia, estas dichosas personas no son inmunes al pecado de levantar falso testimonio contra sus semejantes. Me han hablado de Benedicta, asegurando que es una doncella inmoral, digna hija de un verdugo y (mi corazón se niega al mero hecho de escribirlo), ¡la amante de Roque! La picota, afirman, ha sido creada justamente para mujeres como ella.
Al escuchar a estas jóvenes expresarse con tanta acritud y falsedad sobre alguien a quien casi no conocen, me resultó difícil contener mi ira. Al final me apiadé de su ignorancia y las reprendí con paciente tranquilidad. Era un error, les expliqué, condenar a alguien sin darle la oportunidad de defenderse. Hablar mal de alguien no es actitud propia de un cristiano.
No entendieron. Las sorprendió que pudiese defender a alguien como Benedicta… una doncella que, tal y como aseguraban y sin duda era verdad, había sido infamada en público, y carecía de amigos en el mundo.