Capítulo veintisiete

La vida en estas altitudes es menos desagradable de lo que me había imaginado. Lo que me parecía un deprimente aislamiento se ha convertido en algo menos sombrío y desolador. Esta región montañosa, que al principio me sobrecogía de terror, está mostrando progresivamente su índole benigna. Su inmensidad es deliciosamente bella y está dotada de una perfección que purifica y eleva el espíritu. Es posible leer en ella, con la misma claridad que en un libro, las alabanzas a su Creador. Cada día, mientras recojo raíces de genciana, le presto atención a las voces de esta inhóspita región, y sosiego y corrijo cada vez más mi corazón.

En estas cumbres no hay pájaros cantores. Las aves del lu r apenas emiten estridentes chirridos. Las flores, aunque exentas de fragancia, son increíblemente bonitas y brillan con una intensidad semejante a la de las estrellas. Conozco laderas y promontorios que sin duda no fueron jamás profanados por pies humanos. Me dan la impresión de ser sagradas y aún es posible encontrar en ellas el toque final del Creador, como si acabasen de ser colocadas allí por Su santa mano.

Hay abundante caza. En ocasiones las gamuzas forman manadas tan numerosas que parecería como si la ladera misma de la colina estuviese en movimiento. Hay también machos cabríos salvajes, auténticos monstruos; e incluso osos, aunque hasta ahora, y gracias a Dios, no he visto ni uno solo. Las marmotas corretean a mi lado como si fuesen gatitos, y las águilas, que son las aves más nobles en este imperio de las alturas, anidan en los riscos para establecer sus hogares lo más cerca posible del cielo.

Cuando me siento cansado me tumbo sobre las aromáticas praderas alpinas, que huelen como si fuesen valiosas especias. Cierro los ojos y escucho al viento susurrar entre los altos troncos, mientras reina la paz en mi corazón. ¡Alabado sea Dios!