El joven me había enseñado a hacer un pastel. Ya sabía todo lo necesario para hacerlo, y también conocía las medidas exactas de cada ingrediente; sin embargo, cuando intenté llevar a la práctica lo aprendido, sólo obtuve resultados desastrosos. Lo único que conseguí fue una masa pastosa y humeante, más propia de las fauces de Satanás que de la boca de un devoto hijo de la Iglesia y seguidor de San Francisco. Aquel fracaso me desanimó realmente, aunque no acabó con mi apetito; cogí un pedazo de pan duro, lo remojé en leche agria y ya le estaba obligando a mi estómago a comenzar su penitencia por mis pecados cuando apareció Benedicta con un cesto lleno de apetitosos alimentos procedentes de su caserío. ¡Querida niña!, mucho me temo que aquella curiosa mañana no le di la bienvenida únicamente con mi corazón.
Al ver la masa humeante abandonada en la vasija sonrió, y rápidamente se la arrojó a los pájaros (¡que el Cielo los proteja!); limpió el recipiente en el manantial y, al volver, preparó el fuego nuevamente. Entonces colocó otra vez los ingredientes del pastel. Cogió dos puñados de harina y los colocó en una vasija de barro cocido; después vertió un vaso de crema, añadió una pizca de sal, e inmediatamente lo amasó todo con sus blancas y ágiles manos hasta conseguir una masa suave y esponjosa. Acto seguido la depositó en el cazo que acababa de engrasar con un poco de mantequilla, y finalmente colocó el recipiente sobre el fuego. Cuando el calor hizo que la masa comenzara a crecer hasta alcanzar el borde de la vasija, con suma habilidad la perforó en varios puntos para evitar que se resquebrajase. Después de dejar que se tostase bien, la sacó y la colocó frente a mí, a pesar de mi indignidad. La invité a compartirlo todo, pero ella se negó. Insistió además en que me santiguara antes de probar nada que ella hubiese tocado, para evitar que algún demonio se apoderase de mi alma debido a la maldición que pesaba sobre ella; pero me negué a aceptar semejante posibilidad. Mientras comía, Benedicta recogió flores entre las piedras, confeccionó una cruz con ellas y la colocó frente a mi choza. Después, cuando terminé de almorzar, limpió los platos y colocó cada cosa en su sitio, de forma que me pareció la cabaña más confortable que antes, incluso a la vista. Cuando ya no había nada más que hacer, y mi conciencia no era capaz de inventar nuevas excusas para retenerla, Benedicta se marchó y, al hacerlo, ¡oh, mi Dios, qué sombrío y tenebroso me pareció el día! ¡Ah, Benedicta!, ¿qué has hecho conmigo?… Entregarme al servicio exclusivo del Salvador, al que me consagro, me hace menos feliz y menos santo que vivir una humilde existencia de pastor, en medio de esta región solitaria, ¡pero contigo!