Nunca había visto un amanecer tan glorioso! Las montañas se teñían con una tonalidad rosada y su apariencia era casi translúcida. Una plateada transparencia flotaba en la atmósfera, tan fresca y pura que cada vez que aspiraba una bocanada de aire me daba la sensación de estar renovando mi vitalidad. El rocío, blanco y abundante, goteaba de las escasas briznas de hierba y se deslizaba sobre las piedras como si fuese lluvia.
Mientras estaba dedicado a mis oraciones matinales, conocí involuntariamente a mis vecinos. Durante la noche las marmotas no habían dejado de chillar, con gran molestia para mí, y en aquel momento saltaban alocadamente como si fuesen conejos. En las alturas, pardos halcones giraban describiendo círculos y observando fijamente a los pajarillos que revoloteaban entre los arbustos, y a los ratoncillos de los bosques que corrían entre las rocas. Cerca de allí pasaban una y otra vez manadas de gamuzas en busca de los pastos que crecían en la zona más elevada de la montaña. En lo más alto, un águila solitaria se recortaba contra el firmamento, subiendo cada vez más, como si fuese un alma que se eleva hacia el Cielo después de verse liberada del pecado.
Todavía estaba de rodillas cuando mi silencio se vio roto por un murmullo de voces. Miré a mi alrededor pero, aunque podía escucharlas con claridad y captar pedazos de canciones, no logré ver a nadie. Era como si aquellos sonidos procediesen del interior de las montañas y, al recordadlos poderes del Maligno que se manifestaban por toda la comarca, recité una plegaria y me preparé a esperar acontecimientos.
Volví a escuchar el cántico de nuevo, como ascendiendo de una profunda sima, e inmediatamente aparecieron tres figuras femeninas. Al notar mi presencia dejaron de cantar y profirieron agudos gritos. Así me di cuenta de que pertenecían a aquellas tierras; pensé que quizá fuesen cristianas y esperé a que se acercaran.
Vi que llevaban cestos sobre sus cabezas y que eran jóvenes altas y de donosa presencia, con el cabello rubio, el rostro moreno y los ojos negros. Dejaron sus cestos en el suelo, me saludaron con modestia y besaron mis manos; inmediatamente destaparon los canastos y me ofrecieron las apetitosas provisiones que me habían traído: crema, queso, mantequilla y dulces.
Se sentaron una vez más en el suelo y me explicaron que vivían en el Lago Verde y que les agradaba enormemente poder contar de nuevo con un «hermano montañés», y en especial con uno tan joven y gallardo como yo. Mientras hablaban de aquel modo sus oscuros ojos parpadeaban alegres y en sus rojos labios lucían joviales sonrisas, lo que me agradó sobremanera.
Les pregunté si no las asustaba vivir en aquella desolada comarca, pero como única respuesta se rieron, mostrando sus blancos dientes. Me dijeron que en sus chozas tenían armas de caza destinadas a ahuyentar a los osos y que conocían también diversos exorcismos y sortilegios muy eficaces contra los malos espíritus. Además no se encontraban muy solas, me aclararon, porque todos los sábados los jóvenes del valle subían a la montaña a cazar osos, y en aquellas ocasiones se lo pasaban muy bien. A través de ellas me enteré de que entre las elevaciones rocosas abundan los prados y las chozas, en las que viven durante el verano los pastores y pastoras. Las mejores praderas, indicaron, pertenecían al monasterio y se encontraban a muy poca distancia.
Me deleitó su agradable charla, que hacía que la soledad se me hiciese menos opresiva. Después de darles la bendición, me besaron la mano y se fueron como habían llegado: riendo sin parar, y cantando a gritos; dando muestras del alborozo propio de su corta edad y buena salud. De esa forma he llegado al menos a una conclusión: la existencia de las personas que viven en las montañas es más feliz y apacible que la de quienes habitan en los profundos y húmedos valles ubicados más abajo. Además, parece como si sus corazones y sus mentes fuesen más puras, lo que quizá se deba a que realmente viven mucho más cerca del Cielo que, según aseguran algunos hermanos, en estas regiones está más cerca de la tierra que en ningún otro punto del mundo, exceptuando Roma.