Capítulo veintidós

Al despertar, el sol ya se encontraba detrás de las montañas, cuyos picos mostraban ribetes de fuego. Me pareció como si estuviera viviendo un sueño, aunque pronto volví a la realidad. Los gritos del muchacho que retumbaron en la distancia me hicieron comprender inmediatamente que estaba solo en aquella región abandonada. Evidentemente le dio pena mi estado, porque en vez de perturbar mi sueño, se marchó sin despedirse. Tenía que darse prisa si quería llegar a la vaquería del Lago Verde antes de que anocheciera. Al entrar en la choza vi que el fuego ardía con energía, y que habían apilado un buen montón de leña a su lado. El previsor muchacho tampoco se había olvidado de dejarme la cena, que consistía en algo más de pan y de leche. También había sacudido la hierba de mi duro lecho, cubriéndolo con una manta de lana, servicios que le agradecí desde lo más profundo de mi corazón.

Gracias a mi largo sueño me encontraba nuevamente con fuerzas, y permanecí fuera de la cabaña hasta bien entrada la noche. Hice mis oraciones mirando los promontorios rocosos que se levantaban bajo aquel oscuro horizonte en el que las estrellas parpadeaban alegremente. Se diría que allí, a aquella altura, las estrellas brillaban más intensamente que en el valle, y era fácil suponer que si uno escalaba hasta un punto más elevado todavía, podría llegar a tocarlas con la mano.

Permanecí muchas horas de aquella noche bajo las estrellas y el firmamento, examinando mi conciencia y preguntándole a mi corazón. Tenía la impresión de encontrarme en la iglesia, de rodillas frente al altar, notando la imponente presencia de Dios. Finalmente mi alma se henchió de paz divina, y del mismo modo que un niño se aprieta contra el pecho de su madre, recliné yo mi cabeza en la sabia Naturaleza, ¡oh, madre de todos nosotros!