Capítulo dieciséis

Sigo junto a la ventana de mi celda. El sol desaparece por poniente y las sombras van invadiendo las: laderas montañosas que rodean el abismo; inundado de una neblina cuya turbulenta superficie recuerda a la de un inmenso lago. Pienso con frecuencia en cómo, Benedicta atravesó aquellas terribles profundidades para traerme las flores y escucho ansiosamente, intentando oír el ruido de las piedras que al ser movidas por sus audaces piececillos ruedan hacia el precipicio. Pero ya han transcurrido varias noches. El viento silba entre los pinos y puedo oír el agua que ruge en las profundidades; mientras escucho el distante canto del ruiseñor… aunque no la voz de Benedicta.

Noche tras noche veo la niebla elevarse de las profundidades del abismo. Forma olas, y después anillos y crestas que se elevan, crecen y oscurecen hasta formar gigantescas nubes. Cubren el valle y las montañas, los altos pinos y las cimas coronadas de nieve. Los últimos restos de luz se extinguen en las copas de los pinos más altos, y cae la noche. ¡Por: desgracia la noche reina también en mi alma una noche oscura, sin estrellas y sin la esperanza de nuevos amaneceres!

Hoy, domingo, no he visto a Benedicta en la iglesia. El «rincón sombrío» ha permanecido vacío. No logré concentrarme en la ceremonia religiosa, en una falta por la que me impondré voluntariamente una penitencia.

Amelia estaba junto a las otras jóvenes, pero no vi a Roque. Me dio la impresión de que los siniestros y alertas ojos de Amelia eran una muralla eficaz contra cualquier rival, y que eran precisamente aquellos celos los que podrían proteger a Benedicta. Dios es capaz de lograr que hasta las más bajas pasiones sirvan a los fines más nobles: Aquella meditación me alegró, aunque fue un placer muy breve.

En cuanto terminaron las ceremonias religiosas, los sacerdotes y hermanos se marcharon lentamente de la iglesia y atravesaron en procesión la sacristía, mientras los fieles utilizaban la entrada principal para salir. Desde la larga galería cubierta que nace en la sacristía se obtiene una vista completa de la plaza, del pueblo. Mientras los hermanos que seguíamos a los sacerdotes nos encontrábamos todavía en esa galería, ocurrió algo que recordaré hasta el día de mi muerte como un hecho injusto que el Cielo toleró, sin que hasta hoy sepa decir por qué. Según parece, los sacerdotes debían de estar informados acerca de lo que ocurría, ya que se pararon en la galería, brindándonos de esa forma a todos la posibilidad de contemplar la plaza.

Escuché una confusa algarabía de voces cada vez más cercanas, que causaban la impresión de que se nos acercaban todos los demonios del Infierno. Como me encontraba en el punto más lejano de la galería, no llegaba a ver la plaza, de forma que le pregunté a un hermano que estaba asomado en una ventana vecina.

Están llevando a una mujer a la picota me contestó.

—¿Quién es?

—Una joven.

—¿Cuál es su delito?

—¡Qué pregunta absurda! ¿Es que no sabes que las picotas y los postes de flagelación sólo son para las pecadoras?

El griterío fue adentrándose en la plaza y logré verlo todo con mayor claridad. Al frente aparecían unos jóvenes bailando, saltando y cantando unas músicas obscenas. Parecían haber enloquecido por la alegría, y daba la impresión de que el dolor y la vergüenza de su congénere sólo aumentaba su salvajismo. Las doncellas, pese a todo, se comportaban con menos entusiasmo.

—¡Maldita sea la descastada! ¡Ved cómo acaba una pecadora! —gritaban—. ¡Gracias a Dios, nosotras somos virtuosas!

Detrás de los jóvenes bulliciosos, rodeada por aquella muchedumbre de mujeres y doncellas que gritaban, iba… ¡Oh, Dios Santo!, ¿cómo conseguir reflejarlo por escrito? ¿Cómo describir el horror que aquella escena me produjo? En medio de aquella turba… ¡estaba mi dulce, encantadora e inmaculada Benedicta!

¡Oh, Salvador del Hombre!, ¿cómo conseguí ver un espectáculo como aquel, y sobreviví para relatarlo? Sin duda estuve a punto de morir con aquella desgracia. Me dio la impresión de que la galería, la plaza y la muchedumbre giraban sin parar; la tierra desapareció bajo mis pies y, a pesar de que obligué a mis ojos a permanecer abiertos, no lograba ver nada. Pero aquella oscuridad me duró poco y logré recobrarme para mirar hacia la plaza.

La habían vestido con un largo sayal grisáceo, sujeto a la cintura por una cuerda. Llevaba en la cabeza una corona de paja y, sobre el pecho, sujeta por una cuerda que le pendía del cuello, llevaba una tablilla negra en la que había sido escrito con tiza la palabra Buhle, «ramera».

La guiaba un hombre que sujetaba con firmeza la cuerda anudada a la cintura de la joven. Le observé con mayor detenimiento y, ¡oh, venerable Hijo de Dios, a qué bestias y monstruos viniste Tú a salvar!… ¡Era el padre de Benedicta! Habían forzado al desdichado anciano a cumplir con los deberes de su oficio, arrastrando a la picota a… ¡su propia hija! Después pude averiguar que el verdugo había pedido de rodillas al Superior que le librase de tan horrible trabajo, aunque sin éxito.

Nunca podré borrar de mi memoria el recuerdo de aquella escena. El verdugo no le quitaba los ojos de encima a su hija; y ella, por su lado, le miraba también a veces, inclinando la cabeza y dedicándole una sonrisa. ¡Dios Bendito, la joven sonreía!

La plebe la insultaba, dedicando a la doncella expresiones groseras y escupiendo el suelo a su paso. Y eso no era todo. Al ver que no le importaba, comenzaron a lanzarle barro y estiércol. Aquello fue más de lo que su padre logró soportar y, profiriendo un débil gemido, cayó al suelo desvanecido.

¡Ah, los crueles miserables! Intentaron ponerle en pie de nuevo pare terminase su trabajo, pero Benedicta levantó sus brazos en señal de súplica, y en su bello rostro apareció una expresión de tan elevado afecto que incluso la enloquecida turba se sometió al poder de aquella dulzura y se apartó, dejando al verdugo caído en el suelo. Benedicta se arrodilló para colocar la cabeza de su padre en el regazo. Le susurró al oído palabras cariñosas y de consuelo. Le acarició su cabellera gris y besó sus pálidos labios hasta lograr que recuperase el conocimiento y abriese los ojos: ¡Benedicta; tres veces bendita, sin duda has nacido para: ser santificada por tu divina paciencia, idéntica ala: que Nuestro Salvador mostró en la cruz, para redimir los pecados del mundo!

Benedicto ayudó al anciano a levantarse y le iluminó con su sonrisa cuando logró incorporarse. Sacudió el polvo de su ropa y después, sonriendo y susurrando todavía frases de consuelo; le tendió la cuerda de su cintura. Los muchachos gritaron y cantaron, las mujeres lanzaron alaridos y el desgraciado verdugo llevó a su inocente hija hasta el infame patíbulo.