Capítulo catorce

Santísima Virgen María! ¿Es que puede haber algo peor que la caída de un ángel? ¡Comprendí inmediatamente que, después de dejarnos a mí y a su padre, Benedicta había ido voluntariamente al encuentro de un destino del que precisamente me había esforzado por salvarla!

—La maldita se echó en los brazos de Roque —murmuró rabiosamente alguien a mi lado y, al girarme, vi a la joven alta y morena que me había guiado por el bosque, con su rostro completamente deformado por el odio—. Debí matarla cuando pude. Maldito monje, ¿cómo puede permitir que se burle de nosotros de esta forma?

La alejé de mi lado y me lancé hacia la pareja sin darme cuenta de lo que hacía. Pero ¿qué podía hacer? Incluso en ese momento, como si quisieran deshacerse de mi presencia, aunque en verdad ni siquiera la habían notado, los jóvenes borrachos formaron un apretado círculo alrededor de Roque y Benedicta, dando rienda suelta a su admiración y aplaudiendo para remarcar el ritmo.

Lo cierto es que aquellas dos bellas figuras danzantes formaban una imagen espléndida. Él, gallardo y ágil, parecía un dios griego, mientras que Benedicta semejaba un hada del brisque. A través de la tenue neblina que flotaba sobre el prado, su delicada figura, moviéndose rápidamente y desplazándose de un sitio a otro, parecía estar velada por una tela sutil de púrpura y oro. Permanecía con su mirada fija en el suelo; sus movimientos, aunque vivos, eran naturales y encantadores; su cara brillaba por la excitación y habría podido decirse que toda su alma se concentraba en aquella danza. ¡Pobre y dulce niña!, su falta me hizo llorar, aunque la perdoné inmediatamente. ¡Su vida había sido siempre tan difícil y exenta de alegrías!, ¿es que no tenía el derecho de bailar con quién se le antojara? ¡Que Dios la bendiga! Y respecto a Roque…, ¡ah, que Dios le perdone!

Mientras la miraba y meditaba sobre cuál era mi deber ante una situación como aquella, la joven celosa —que se llama Amelia— se había quedado a mi lado, maldiciendo y blasfemando Cuando los otros jóvenes aprobaron con aplausos la destreza con que danzaba Benedicta, Amelia hizo un gesto como si se preparase a saltar sobre ella para matarla. Sujeté a la airada criatura, e inmediatamente, avanzando unos pocos pasos, llamé en voz alta a la joven:

—¡Benedicta!

Pareció sobresaltarse al escuchar mi voz pero, aunque reclinó un poco más la cabeza, continuó bailando. Amelia no logró contener su enfado por más tiempo y se abalanzó hacia delante, lanzando un furioso rugido, al tiempo que intentaba penetrar en el círculo. Pero los muchachos borrachos se lo, impidieron. Se rieron de ella, lo que contribuyó a enloquecerla más aún. Intentó entonces alcanzar a su víctima de nuevo. Los jóvenes la alejaban con gritos, maldiciones y carcajadas. ¡Amado Francisco, intercede por nosotros: cuando noté el odio en los ojos de Amelia, un escalofrío estremecedor me recorrió todo el cuerpo! ¡Que Dios se apiade de todos nosotros! ¡Creo que habría sido capaz de asesinar a Benedicta con sus propias manos y después regocijarse de su crimen!

En ese instante debería haber vuelto al monasterio, pero permanecí allí. Reflexioné sobre lo que podría ocurrir al terminar el baile, ya que me habían dicho que normalmente los jóvenes acompañaban de regreso a casa a sus consortes, y me horrorizó pensar en Benedicta y Roque regresando solos, en medio del bosque por la noche.

Imaginad cuál no: sería mi asombro cuando Benedicta levantó inesperadamente la cabeza, paró de bailar y, mirando a Roque amistosamente, dijo con una voz suave y melodiosa, semejante al sonido de unas campanillas de plata:

—Le agradezco, señor, que me haya elegido tan gentilmente como compañera de baile.

Y de inmediato saludo al hijo del Administrador, se deslizó rápidamente en medio del círculo, y antes de que nadie pudiese comprender nada, desapareció entre las oscuras profundidades del bosque Al principios Roque se dejó dominar por el estupor, pero cuando comprendió que Benedicta ya no se encontraba a su lado, se enfureció como un loco: y gritó: «¡Benedicta!». La llamó entonces cariñosamente, aunque con el mismo resultado: Benedicta había desaparecido. Se lanzo entonces en busca de ella, dispuesto a registrar el bosque antorcha en mano, pero los demás jóvenes le indujeron a desistir de su propósito. Al percibir mi presencia, concentró su ira en mi persona y creo que de haberse atrevido, habría llegado a golpearme. En lugar de eso, gritó:

—¡Maldito aprendiz de santurrón! ¡Me las pagarás por esto!

Pero no me asustó en absoluto. ¡Alabado sea el Señor! Benedicta no cometió ninguna falta, y puedo venerarla como antes. No obstante, me estremece siquiera sospechar los múltiples peligros que la acechan. Se encuentra completamente indefensa, no sólo ante el odio de Amelia, sino también frente a la lujuria de Roque. ¡Ah, si pudiese permanecer siempre atento a su lado, para vigilarla y protegerla! A Ti te encomiendo, ¡oh, Señor!, a esta pobre niña huérfana de madre, cuya confianza en Ti obtendrá sus frutos.