Capítulo nueve

Como seguidor que soy de San Francisco, no me es lícito poseer nada valioso a mi corazón, de modo que me he desprendido de mi más preciada tesoro y le he ofrecido a mi venerado Santo las maravillosas flores que me regaló Benedicta. Se encuentran ya junto a la imagen que hay en la iglesia del monasterio, y adornan el corazón sangrante que el santo carga en su pecho como símbolo de sus padecimientos por: la humanidad.

He averiguado el nombre de la flor; debido a su colorido, y por ser mucho más delicada que otras flores, se la llama Edelweiss, que quiere decir «blanco noble». Crece de un modo singular sobre las rocas más altas e inaccesibles, generalmente en los riscos, sobre precipicios de muchos cientos de pies de altura, y en lugares donde un paso en falso sería fatal para quien se arriesgara a cogerla flor.

Así pues, tan hermosas flores se convierten en los verdaderos espíritus malignos de esta salvaje región, atrayendo a muchos seres humanos hacia una muerte terrible. Los hermanos me han explicado que no pasa un año sin que algún cazador, algún pastor, o algún joven valiente, atraído por tan maravillosas flores, muera en su intento por obtenerlas.

¡Que Dios se apiade de sus almas!