Capítulo dos

Al pararnos a la entrada del desfiladero que se adentraba en las montañas, nos sobrecogió el desaliento. Aquello parecía la boca del Infierno. A nuestra espalda se extendía la bella campiña que acabábamos de recorrer y que en aquel momento nos veíamos obligados a dejar para siempre. Frente a nosotros se levantaban, ceñudas, las montañas con sus inhóspitos precipicios y sus selvas encantadas que interrumpían la visión, y llenas de peligros para el cuerpo y el alma. Vigorizamos nuestro ánimo con aguardiente, y entramos en el angosto desfiladero rezando y susurrando anatemas contra el mal, en nombre de Dios, abriéndonos camino y preparados para enfrentar cuanto pudiese ocurrir.

Mientras recorríamos prudentemente nuestro trayecto, árboles enormes dificultaban nuestro avance, y un denso follaje casi suprimía la luz del día, de tan fría y profunda como era su sombra. El sonido de nuestras pisadas y voces —cuando nos atrevíamos a hablar— se repetía en el eco de los enormes promontorios que bordeaban el desfiladero con tanta claridad y de forma tan reiterada —y a pesar de ello, tan diferente cada vez— que casi podíamos asegurar que nos acompañara una turba de seres invisibles, dispuestos a reírse de nosotros, y a burlarse de nuestro miedo. A nuestro paso, enormes aves de presa, a las que nuestra aparición había llevado a abandonar sus nidos construidos en la cima de los árboles y en las laderas de los promontorios, se balanceaban sobre altísimos riscos y nos miraban malignamente; buitres y cuervos graznaban sobre nuestras cabezas con tonos ásperos y estridentes que nos helaban la sangre en las venas. Ni siquiera nuestros cánticos religiosos y nuestras plegarias lograban traernos la paz, ya que no hacían sino atraer otras aves y, encima, sus propios ecos multiplicaban aquel horrendo barullo que nos acosaba. Nos sorprendió ver que algunos de aquellos inmensos árboles habían sido arrancados de cuajo de la tierra, y que habían sido lanzados sobre las colinas, ladera abajo. Temblábamos al pensar en lo gigantescas y terribles que habrían de ser las manos capaces de semejante proeza. A veces pasábamos junto al borde de escarpados precipicios y las oscuras grietas abiertas en las profundidades mostraban un espectáculo espeluznante. Se levantó un tormenta y quedamos casi cegados por los fuegos del cielo, mientras nos ensordecían truenos mil veces más salvajes de los que nunca habíamos escuchado hasta entonces. Por fin nuestro terror llegó a un paroxismo tal que a cada minuto esperábamos que algún diablo surgido del Infierno saltara desde detrás de una roca y nos atacara, o que un oso terrible apareciese de en medio de la maleza para cuestionar nuestro derecho a seguir aquel viaje. Pero el sendero se veía atravesado únicamente por ciervos y zorros, y de alguna forma se fueron apaciguando nuestros temores al entender que nuestro bienaventurado Santo no era menos poderoso en las gigantescas montañas que en las llanuras.

Finalmente llegamos a orillas de una corriente cuyas aguas, cristalinas y plateadas, mostraron ante nuestros ojos un agradable espectáculo. En sus profundidades, flanqueadas por rocosos peñascos, pudimos ver preciosas truchas doradas, tan grandes como las carpas que viven en el estanque de nuestro monasterio, en Passau. Incluso en estas comarcas salvajes, el Cielo ha otorgado generosamente los elementos necesarios para que los fieles lleven a cabo la abstinencia.

Bajo los negros pinos, al lado de inmensos riscos cubiertos de musgo, brotaban hermosas flores de color dorado o azul oscuro. El hermano Egidio, que era tan erudito como piadoso, conocía aquellas plantas gracias a su herbario y nos mostró cuáles eran sus nombres. Nos deleitamos en la contemplación de escarabajos y mariposas brillantes que, tras la lluvia, habían dejado sus escondrijos. Recogimos ramilletes de flores y perseguimos hermosos insectos alados, olvidando, embriagados por la alegría, las oraciones y las preocupaciones, los osos y los espíritus del mal.

Pasaron muchas horas sin que viéramos una casa o un ser humano. Lentamente nos íbamos internando cada vez más profundamente en la región montañosa; las dificultades que nos veíamos obligados a afrontar se hacían cada vez mayores y se repetían los horrores de nuestro inhóspito paisaje, aunque impresionando cada vez menos nuestros espíritus, ya que comprendimos que el buen Dios nos estaba resguardando para que pudiésemos servir durante más tiempo a Su santa voluntad. Un recodo del tranquilo arroyo se interpuso en nuestro camino y, al acercarnos, comprobamos con júbilo que lo atravesaba un puente rudimentario, aunque muy sólido. Cuando nos disponíamos a cruzarlo, miré casualmente a la otra orilla y vi algo que me heló la sangre. En la margen opuesta había una pradera cubierta de bellas flores, ¡y en el centro se levantaba un patíbulo del que colgaba el cadáver de un hombre! Tenía el rostro vuelto hacia nosotros y pude distinguir con absoluta claridad sus facciones, que a pesar de hallarse ennegrecidas y distorsionadas, mostraban claramente que la muerte le había llegado ese mismo día.

Me disponía a llamar la atención a mis compañeros sobre aquel siniestro espectáculo, cuando ocurrió algo asombroso: en la pradera apareció una joven de largo y dorado cabello, sobre el cual lucía una corona de pimpollos. Vestía un traje de color rojo brillante, y me dio la impresión de que iluminaba toda la escena como si fuese una llama viva. No había nada en su conducta que demostrase el menor temor ante el cuerpo que colgaba en el patíbulo; muy al contrario, se acercó hasta él con sus pies desnudos sobre la hierba, mientras cantaba en voz alta y suave, y al tiempo que agitaba los brazos intentando ahuyentar a las aves de presa que se apiñaban alrededor de la horca y proferían estridentes graznidos, acompañados de violentos aleteos y rechinar de picos. Cuando la muchacha se acercó, las aves levantaron el vuelo, a excepción de un enorme buitre que permaneció encaramado en el patíbulo como si quisiera desafiar o amenazar a la joven. Ella se aproximó a la repugnante criatura saltando, bailando y gritando hasta que logró asustarla, obligándola a desplegar sus enormes alas y a alejarse con un pesado vuelo. Entonces la niña paró de danzar, se situó al pie del patíbulo y fijó su mirada tranquila y reflexiva en el cuerpo del desdichado que se balanceaba en la cuerda.

El canto de la muchacha había llamado la atención de mis compañeros, y los tres permanecimos contemplando a la encantadora joven y a la insólita escena que la rodeaba, demasiado aturdidos como para pronunciar palabra.

Mientras observaba la sorprendente situación, sentí como si un escalofrío recorriese mi cuerpo. Dicen que este es el indicio inequívoco de que alguien acaba de pisar el lugar que habrá de ser su tumba. Por sorprendente que parezca, sentí el estremecimiento en el mismo momento en que la muchacha caminaba bajo el patíbulo. Todo esto no hace sino demostrar, a pesar de todo, hasta qué punto las legítimas creencias de los hombres se encuentran sembradas de absurdas supersticiones, ya que, ¿cómo es posible que un devoto fiel de San Francisco termine siendo enterrado bajo un patíbulo?

—¡Démonos prisa —insté a mis compañeros—, y recemos unas plegarias por el alma del difunto!

Enseguida llegamos al lugar indicado y, sin levantar la mirada, rezamos con acendrado fervor, y en especial yo, ya que mi corazón rebosaba compasión por el desgraciado pecador que pendía en lo alto. Recité las palabras de Dios, que dijo «La venganza es mía», y recordé que el amado Salvador perdonó al ladrón que se encontraba clavado en la cruz, junto a Él. ¿Quién podría decir que no habría también misericordia y perdón para aquel desgraciado ajusticiado en el patíbulo?

Al acercarnos, la joven se retiró unos pocos pasos, sin saber qué hacer respecto a nosotros y a nuestras oraciones. Inesperadamente, sin embargo, en medio de nuestras plegarias, oí cómo exclamaba con su tono melodioso, semejante al tañido de una campana: «¡El buitre! ¡El buitre!», con un tono agitado, como si fuese presa de un intenso miedo. Al mirar hacia arriba, vi una gigantesca ave gris que sobrevolaba los pinos y se lanzaba inmediatamente en nuestra dirección. Estaba claro que al buitre no le dábamos miedo nosotros, ni nuestro sagrado ministerio, ni nuestras piadosas oraciones. Mis hermanos, sin embargo, se enfadaron con la interrupción provocada por las palabras de la joven, y la reprendieron severamente, aunque yo les dije:

—Puede que la niña sea pariente del difunto. Meditad en esto, hermanos: esa terrible bestia se dispone a desgarrar la carne del rostro y a alimentarse con sus manos y con el resto de su cuerpo. Es muy lógico que haya gritado espantada.

Uno de los hermanos dijo:

—Acércate a ella, Ambrosio, y dile que se calle para que podamos rezar en paz por el espíritu de este pecador.

Me abrí camino entre las olorosas flores hasta el lugar en que se encontraba la muchacha, con sus ojos todavía fijos en el buitre que volaba en círculos cada vez menores sobre el patíbulo. La exquisita figura de la chica se destacaba espléndidamente junto al macizo de flores plateadas que crecían en el arbusto a cuyo lado se había parado; y sucumbí a la tentación de observarla un instante. Erguida y esbelta, me contempló mientras me acercaba, a pesar de que me pareció ver un destello de miedo en sus enormes ojos oscuros, como si temiese que pudiese hacerle algún daño. Ni siquiera al llegar más cerca realizó el gesto de adelantarse —como suelen hacer mujeres y niños— para besar mis manos.

—¿Quién eres? —le pregunté—. ¿Y qué haces en este horrible lugar, totalmente sola?

No me contestó, ni hizo tampoco el menor gesto, por lo que me vi forzado a repetir mi pregunta:

—Dime, pequeña, ¿qué es lo que estás haciendo aquí?

—Espantando a los buitres —me contestó con una voz suave y melodiosa, realmente agradable.

—¿Eres pariente del muerto? —le pregunté.

Ella negó con la cabeza.

—¿Le conocías, entonces —continué—, o es que te estás apiadando de las circunstancias tan poco cristianas de su muerte?

Pero la joven permaneció callada, y tuve que reanudar mi interrogatorio.

—¿Cómo se llamaba, y por qué le ajusticiaron? ¿Cuál fue su delito?

—Su nombre era Nathaniel Afinger, y mató a un hombre a causa de una mujer —respondió ella con voz clara, y en un tono de la mayor indiferencia imaginable, como si el crimen o el ajusticiamiento fuesen acontecimientos sin el menor interés. Me quedé estupefacto y la miré severamente, pero su aspecto era tranquilo, sin que se advirtiese en él nada de asombroso—. ¿Conociste al reo?

—No.

—¿Y a pesar de ello vienes hasta aquí para proteger su cuerpo de las aves carroñeras?

—Sí.

—¿Por qué haces algo así por una persona a la que ni siquiera conoces?

—Siempre lo hago.

—¿Cómo?

—Siempre que alguien es colgado en este patíbulo, me acerco hasta aquí y ahuyento a los buitres y cuervos, obligándolos a buscarse comida en otro lado. ¡Mire…, ahí se acerca otro buitre!

Profirió un grito salvaje, gesticuló con los brazos encima de la cabeza y se lanzó a la carrera a través del prado de una forma que me llevó a creer que estaba loca. La enorme ave se alejó volando, y la joven retornó tranquilamente a mi lado; apretó sobre el corazón sus manos morenas y exhaló un profundo suspiro, como si estuviese agotada. Le pregunté con la mayor amabilidad que fui capaz de darle a mis palabras:

—¿Cuál es tu nombre?

—Benedicta.

—¿Quiénes son tus padres?

—Mi madre murió.

—Bueno, pero ¿quién es tu padre?

Se quedó callada. Entonces la exhorté para que me dijese dónde vivía. Mi intención era llevarla hasta su casa y apremiar a su padre para que cuidase mejor de la joven, y no la dejase vagabundear nuevamente por un sitio tan horrible.

—¿Dónde vives, Benedicta? Dímelo, por favor.

—Aquí.

—¿Cómo que aquí? Pero, hija mía, aquí sólo hay un patíbulo.

Ella señaló hacia los árboles. Siguiendo la dirección de su dedo vi entre los pinos una cabaña destartalada que parecía más un establo que una vivienda. Entonces entendí inmediatamente, mejor que si me lo hubiese dicho ella misma, quién era su padre.

Al volver al lado de mis compañeros, estos me preguntaron quién era aquella joven, y yo les contesté:

—Se llama Benedicta, y es la hija del verdugo.