Es en noches blancas como esta, cuando fuera la nieve insiste contra los postigos y las ventanas se humedecen de escarcha, cuando Marika coge el libro. Pasa las páginas y desaparece entre todos esos días soleados.
Ahí está Erzsi por la mañana temprano, cuando la suave luz despedía el rocío con un beso y tentaba a todos a salir, con las mejillas sonrosadas. Ahí está al mediodía, cuando el calor más brusco desciende, abatiéndoles, haciendo que se apoltronen: en la hierba amarillenta, en el estanque del bosque, bajo la enramada de acacias. Ahí está en las tardes que desaparecían lentamente, cuando el sol desgastado cae hacia las desdibujadas colinas, y holgazaneaban en la terraza, disfrutando de los últimos rayos.
Marika contempla las fotografías y, fugazmente, siente que le devuelven la mirada.
Su relación con el libro es curiosa. Lo hizo ella misma, con dedos que buscaban y lágrimas que se emborronaban de tinta, con pinturas y pegamento y retazos y fragmentos. Tomó las fotografías cuando nadie sabía que las estaba sacando, así que las imágenes que hay en las páginas parecen secretos susurrados. La tela de la cubierta tiene flores pintadas, espirales y brochazos de un blanco brillante, brotes que no se han marchitado. A diferencia de las flores de verdad, las que están fuera enroscadas en la veranda, que se ajan y mueren a medida que la noche cae. Se recuerda mezclando los colores, el tirón en el cuello al inclinarse torpemente sobre su lienzo cuadrado, haber oído la suave risa de Zoltán al verle la punta de la lengua asomando entre sus labios en señal de concentración. La inscripción fue una idea tardía y, como tal, las palabras están dispuestas caprichosamente entre los pétalos, con un armonioso e inspirador garabato: El libro de los veranos. Un nombre que procedía de la delicia del primero y de la anticipación de todos los que vendrían.
Marika ama y odia el libro a partes iguales. Pues cuando pasa las páginas viaja en el tiempo. Cuando pasa las páginas está encadenada.
Las fotografías palpitan como si estuvieran vivas, y la tientan a acercarse. Huele a crema de coco extendida sobre una piel pálida para prevenir un rebrote de pecas. Huele al humo de la leña que perdura en el pelo, como si se hubiera bailado entre las llamas. Huele a helados de cereza ligeramente picantes. Agacha la cabeza hacia las páginas, perdida en el momento, y ahora el único aroma que percibe es el del papel. Seco, rancio y sin vida.
Oye una voz que la llama. Cierra el libro y lo vuelve a colocar en el estante. Vuelve a la vida que tiene ahora. La vida que una vez escogió sobre todo lo demás. Y todo lo que está perdido permanece entre las páginas del libro.