Epílogo

Es en días como este, cuando la lluvia gris hace surcos en la ventana y la tierra parece más plana de lo que realmente es, cuando Beth coge el libro. Pasa las páginas y desaparece entre todos esos días soleados.

Ahí está por la mañana temprano, cuando la suave luz despedía el rocío con un beso y tentaba a todos a salir, con las mejillas sonrosadas. Ahí está al mediodía, cuando el calor más brusco desciende, abatiéndoles, haciendo que se apoltronen: en la hierba amarillenta, en el estanque del bosque, bajo la enramada de acacias. Ahí está en las tardes que desaparecían lentamente, cuando el sol desgastado caía hacia las desdibujadas colinas, y holgazaneaban en la terraza, disfrutando de los últimos rayos.

Contempla las fotografías y, fugazmente, siente que le devuelven la mirada.

Su relación con el libro es curiosa. Le ha llevado tiempo comprenderlo, desear disfrutar con sus páginas. Ahora sabe que no es solamente su mundo lo que adora, sino el hecho de que exista. Que Marika se sentara y lo hiciera, con dedos que buscaban y lágrimas que se emborronaban de tinta, con sonrisas soñadoras, con pinturas y pegamento y retazos y fragmentos. Que tomó las fotografías cuando nadie sabía que las estaba sacando, así que las imágenes que hay en las páginas parecen secretos susurrados. El libro de los veranos. Un nombre que procedía de la delicia del primero, y de la anticipación de todos los que vendrían.

Beth ama el libro, pues cuando pasa las páginas viaja en el tiempo. Las fotografías palpitan como si estuvieran vivas, y le tientan a acercarse. Huele a crema de coco extendida sobre una piel pálida para prevenir un rebrote de pecas. Huele al humo de la leña que perdura en el pelo, como si se hubiera bailado entre las llamas. Huele a helados de cereza ligeramente picantes. Agacha la cabeza hacia las páginas, perdida en el momento, y el aroma que percibe es el de un bálsamo. Reparador y celestial.

A menudo oye voces mientras examina el libro. Exclaman su nombre, y algo en ella responde, siempre lo hace. Incluso después de que lo haya cerrado y puesto otra vez en el estante, tiene la cara iluminada por la luz del sol, su pelo centellea, y los murmullos se quedan con ella.

Sin importar dónde esté Beth, puede cerrar los ojos y sentir a Marika cerca, y cuando los abre, sabe que todavía está por allí. Ninguna de las dos ha desaparecido. Ese es el callado trabajo del libro. Este es su tesoro.

Se ha acostumbrado a que le guste, el hecho de que ya nunca más esté sola, su corazón y su mente un mosaico de telas minúsculas. Y ahora está añadiendo nuevos recuerdos a los viejos; el estanque verdoso con el que se volvió a encontrar, en el que se quitó el vestido con que viajaba, y corrió, y saltó, y se sumergió en el beso del agua, y después flotó como un nenúfar, serena y encantadora; un vals improvisado en una ladera cubierta de césped en los brazos de un querido artista, ahora envejecido, siendo observados por una casa cuyas ventanas sonreían abiertas, tras haber sido cerradas una vez; un intercambio candente con un puñado de tierra, un pedazo de cielo, un millar de pequeños fragmentos esparcidos por el viento y posándose en la hierba. Haciendo que descansara.

Y todavía no es un recuerdo, pero sin embargo Beth ha comenzado a escribir una carta. Ha estado escribiéndola durante días, titubeante, insegura, sin ninguna de esas hileras de besos en las que creía, y declaraciones en un húngaro copiado. Probablemente debería terminarla de una vez y echarla al correo, porque su destinatario ya la está esperando. De hecho, ya sabe lo que responderá, porque resulta que Zoltán no sabe guardar un secreto, después de todo. Pero ella se demora. Escoge las palabras con cuidado. Porque hay tanto que decir, y todavía queda tanto por hacer…