Llegué a la última fotografía del álbum. También es la última que se tomó de las dos juntas. Pasé la mano por ella, repasando su perfil y el mío. Es en este momento, cuando he bajado la guardia, cuando el pasado saca su dedo estirado y me araña la piel, obteniendo un dolor agudo que solo alivia un grito. Me permití decir su nombre por primera vez. «Marika». Susurrándolo al principio. Tres sílabas. Hasta que mi voz se hizo más alta y las uní: «MarikaMarikaMarikaMarikaMarikaMariMa».
A mi alrededor, el parque desapareció de la vista. El rugido de la avalancha, el que había oído por primera vez en la galería antes de no conocer más que la antigua tristeza, se cernía sobre mí, y era ensordecedor. Me consumía. Pero en vez de una luz blanca vi un lago húngaro infinito, con la superficie rajada y agitada, y sobre él brillaba un cielo morado. Un viento cortante soplaba. Tirité sentada en la manta, y me acurruqué más, con la piel que tenía expuesta ya de gallina. Alrededor, la vida en el parque continuaba, con la luz del sol y el cielo azul, pero yo no la veía. Estaba en otra parte. Estaba en el último verano. Y como siempre, invadía y coloreaba todos los demás. «¿De qué matiz?», me pregunté. De sepia no, aunque fue hace mucho tiempo. Tampoco de rojo, pues no se derramó sangre. A lo mejor sería del color del fuego. Quemando y destruyendo todo lo que tenía cerca, secando gargantas e irritando ojos. Lo que alguna vez habían sido cosas llamativas se volvía cenizas.
Contuve el aliento, y miré de cerca esa última fotografía. La miré tan fijamente y sin parpadear que los ojos empezaron a llorarme, y por un momento todo se desenfocó.
En la foto es 1997 y tengo dieciséis años. A pesar de todo lo que ocurrió ese verano, también hay una fotografía incluida. Y como habría podido adivinar, es una imagen de nosotras dos. Marika, pulsando las cuerdas del corazón con toda la delicadeza de una campanera principiante.
Estamos en el lago Balatón, apoyadas en la verja de un malecón. El agua centelleante está detrás de nosotras y la brisa levanta nuestro cabello oscuro e idéntico. El brazo de Marika me rodea y mi cabeza reposa en su hombro. La luz del sol hace que las dos parezcamos doradas. Estamos en un cómodo revoltijo de madre e hija y nos lo estamos pasando mejor que nunca. Estamos seguras de ello, con nuestras sonrisas hondas y verdaderas.
Antes de que pudiera irme a Hungría de nuevo, había que pasar un año en Inglaterra. Un año impaciente, donde todo lo que anhelaba parecía estar extremadamente cerca y, al mismo tiempo, no podía estar más lejos. Recuerdo mi decimosexto cumpleaños, y cómo estuve muy desanimada los días anteriores. Tamás había mandado un paquete desde Hungría, pero todavía no había llegado y yo temía que se hubiera perdido, o que lo hubieran robado trabajadores de correos con mano larga, curiosos por ver lo que se podía estar enviando a ese país tan lejano, Anglia. Y Marika me había llamado por teléfono dos días antes para decirme que no me iba a poder llamar la fecha exacta de mi cumpleaños, porque Zoltán y ella se iban fuera. El día relucía con la primaveral luz del sol, pero sentí frío cuando colgué el auricular. Me había ido a mi habitación y había subido la música, ahogando las peticiones de mi padre de que bajara el volumen. Me enfurruñé, y me pinté las uñas de un color ciruela que ni siquiera me gustaba especialmente.
La mañana de mi cumpleaños mi padre hizo huevos escalfados, dos para cada uno, con triángulos extra de tostadas puestos alrededor. Tenía la radio en la cocina y subió el volumen mientras sonaba una pieza clásica. Observamos una bandada de gorriones atacar el comedero de pájaros. Me hizo sentirme como si hubiera cumplido cincuenta, no dieciséis.
—¿Te gustaría que te diera tu regalo? —preguntó—. Mucho me temo que puede que me haya equivocado al comprarlo.
—De acuerdo —contesté, pensando apenada que probablemente le tendría que dar la razón.
Se acercó al armario de debajo de la cocina y sacó un bulto envuelto en papel de embalar. Estaba atado con una cuerda y pegado con trozos desiguales de cinta de embalar. Se parecía a los paquetes de judías verdes que hacía para los festivales de la cosecha.
—Oooh —dije—, ¿qué es? —Temía tener que abrirlo. Preparé mi cara, para que no se llenara de decepción.
Lo rasgué y dentro encontré un vestido rojo. Lo desplegué. Estaba hecho de la misma tela troquelada de algodón que había en todas las tiendas, la misma que había acariciado y que había admirado desde los escaparates. Tenía la falda larga, manga corta y un escote que terminaba en forma de uve.
—¿Es adecuado? —preguntó—. Lo he cogido en esa tienda de la que tanto hablas, me ayudaron a escoger la talla. No sabía cuál necesitabas, dije que me llegabas hasta los hombros, y que tu cintura era como una rebanada de hogaza, y lo calcularon a partir de ahí.
—Papá —dije, y empecé a llorar. Doblé el vestido en el regazo y las lágrimas empezaron a caerle encima.
—Ay, cariño, me he vuelto a equivocar, ¿verdad? Soy un inútil. —Se acercó y se quedó de pie a mi lado, dándome palmaditas con la mano en los hombros, mientras yo trataba de encontrar voz suficiente para decirle que era absolutamente perfecto.
A pesar de que me había emocionado el detalle de mi padre, tenía un plan del que no me desviaría. Me había pasado el año intercambiándome docenas de cartas con Tamás, y los vuelos de mi imaginación me habían llevado a todas partes. Nos vi en un apartamento en Budapest, escuchando discos de jazz, del tipo que ponían Marika y Zoltán. Nos vi caminando por debajo de una hilera de tilos, estudiantes de la universidad, con los libros en los brazos. Nos vi tumbados y morenos en la orilla de un río indolente, con una mano en un carrito situado en la sombra y un maullido suave acompañando el balanceo. O me conformé con cómo seríamos ese año, escabulléndonos por Villa Serena, descalzos y sin preocupaciones, mientras Marika nos servía vino y Zoltán daba la vuelta a la carne en el fuego.
Decidí que quería hablar con Marika en serio acerca de lo de quedarme. Para julio, ya habría terminado los exámenes y dejaría el colegio, y una plaza en el instituto de bachillerato de Exeter me estaría esperando en otoño. Pero lo único que quería hacer era quedarme en Hungría. Tenía prisa por empezar una nueva vida, pero mi intención era no sacarle el tema a mi padre hasta que Marika y yo lo hubiésemos discutido. Sabía que ella lo entendería, y que adoraría mi apasionado razonamiento, apoyándome con los suyos propios. Para cuando tuviera que volver, tendría unos argumentos perfectamente válidos para refutar a mi padre. No me podría decir que no.
Mientras le besaba la mejilla en el aeropuerto, por un momento fugaz, deseé ser pequeña de nuevo. Entonces le había mirado sin el juicio o evaluación de terceras personas. Pero volvía al presente, y estaba enfadada. Pues me había dicho adiós sin mencionar a Marika ni Villa Serena, o algo de Hungría. Nada nuevo, pero seguía doliendo. En vez de eso, me hincó los dedos en el hombro, en lo que intentaba ser un gesto de afecto, pero que parecía más un pellizco.
—Te perderás la mejor época para el maíz, claro —dijo y, como siempre, rellené los huecos. Me pregunté cómo me sentiría al pronunciar: «También te voy a echar de menos».
Como Marika anteriormente, sabía que estaba lista para irme. Que él probablemente también lo supiera me rompió el corazón.
—¡Erzsi! ¡Cuánta belleza!
Zoltán estaba dicharachero. Se inclinó y me besó la mano como un caballero, golpeando sus talones como los cortesanos húngaros solían hacer, aunque el efecto quedó un poco mitigado porque estaba descalzo. Acababa de llegar y todavía no había metido las maletas. Mi vestido estaba arrugado por el viaje, mis mejillas coloradas por la emoción y el cansancio. Casi no había dormido la noche anterior, revolviéndome entre las sábanas de pura impaciencia por las semanas venideras.
Tamás salió de la casa llevando una bandeja de tintineantes vasos y la dejó rápidamente cuando me lancé sobre él. Había crecido mucho en el año que había transcurrido, y era bastante más alto que yo; me cogió en brazos y me hizo girar, y todos nos reímos mientras yo gritaba un poco. Marika le puso una mano en el hombro y nos condujo a la mesa. Contemplé los diálogos fluidos, los gestos cómodos que se intercambiaban entre ellos. Él había visto más a Marika y Zoltán ese año, a lo mejor incluso se les había unido en comidas similares a esta. Le observé pasarse los dedos por el pelo, más largo, que le caía sobre la frente, y cruzar las piernas con indolencia bajo la mesa. Vi el modo en que los músculos vibraron en su antebrazo cuando pasaba un plato colmado de cerdo a la pimienta. Tenía una pequeña cicatriz blanca en la barbilla que era nueva. Más tarde la acariciaría, besaría su contorno. Sus ojos parecían más azules que antes, con un matiz más rico, y tan astutos como los de un gato.
Justo cuando nos estábamos terminando el postre, Marika y Tamás me presentaron su gran idea. Estábamos comiendo somlói galuska, una mezcla de bizcocho borracho, chocolate derretido con nueces y montones de nata montada, como si fueran nubes; y la conversación se había apagado por un momento. Marika dejó la cuchara en su tazón, y recogió con el dedo la última de las almendras con las que lo había regado.
—Bueno —empezó, relamiéndose—. Tamás y yo hemos estado tramando algo.
Él asintió.
—Quiero darte el verano perfecto, Erzsi —dijo—, el perfecto verano húngaro. Y tiene que ser en el Balatón.
No miré a nadie, solo a él, aunque sentía el fuego de los ojos de Marika. Sonreí. Sonreí y después me eché a reír.
—Es una idea fabulosa —contesté—. ¿Cuándo nos vamos?
Después me enteré de que había sido todo obra de Tamás. Había ido a Marika y a Zoltán, y les había explicado que me quería llevar al lago, pero que pensaba que estaba demasiado lejos para ir y volver en el día. Quería quedarse conmigo allí, pero ¿se lo permitirían? Sí, concedió Marika, pero solo si ellos iban también. Dijo eso con firmeza, sin parpadear. Después de eso, las cosas empezaron a tomar forma, porque le habían pedido a Zoltán que fuera el tutor de un grupo de estudiantes en verano, cuatro días, para suplir a un amigo suyo que tenía que ser hospitalizado. La escuela estaba en Keszthely, en el otro extremo del lago. Se dedicaría a andar dando zancadas entre los caballetes, y a ladear la cabeza en ademán sabio, mientras los estudiantes se asomaban al agua por debajo de sus sombreros para protegerse del sol. Marika y Zoltán encontrarían un lugar donde quedarse, un apartamento de vacaciones a la orilla del mar, y Tamás y yo iríamos también. Nosotros cuatro, en el Balatón.
Íbamos a irnos en dos días, así que comenzamos con los preparativos. Marika me llevó a Esztergom y me compró un biquini nuevo en un mercadillo. Me lo probé enfrente de un espejo rajado mientras ella sostenía una sábana para taparme. Me giré para poder admirarme, con las manos en las caderas, una pálida visión enfundada en nailon de color mandarina. Tamás rebuscó en uno de sus cobertizos y consiguió sacar un arrugado y polvoriento bulto de plástico amarillo, que resultó ser un bote inflable con remos de plástico. Lo extendió sobre el césped, limpió con la manguera las telarañas y la suciedad de la motocicleta, y declaró que podía meterse en el lago. Mientras tanto, Zoltán escribió una lista con los lugares de interés, para que disfrutáramos mientras él estaba trabajando. Había un palacio, y me fascinaba pensar en él. No me podía imaginar una esplendorosa mansión a las orillas del Balatón, rodeada de apartamentos de vacaciones, pistas de tenis de color ladrillo y riberas con cañaverales. Si Tamás hubiera sido un chico inglés, habría puesto los ojos en blanco cuando Zoltán sacó su lista con la mejor de las intenciones, pero en vez de eso escuchó con atención, y comentó que una vez había estado en la biblioteca del palacio, con una excursión de la escuela. Recordaba el olor de los libros, las altísimas estanterías que los contenían. Mientras hablaba le cogí de la mano y seguí los contornos de cada dedo, bajo la mesa. Apreté cada nudillo, y sentí la dura piel que le rodeaba las uñas.
Me pregunté por un instante si Tamás sabría lo que podría significar para mí volver al Balatón. ¿Le había advertido Marika de mi posible rechazo cuando sugirió el plan por primera vez? En nuestras cartas y conversaciones susurradas nunca le había contado nada acerca de que Marika se había ido mientras estábamos en el lago, y por su parte nunca había preguntado. Me cuestioné si eso significaría que ya lo había averiguado, oyendo a la señora Horváth y a Marika cotorrear al lado de las hileras de colada ondeando en el viento, o hacía años, cuando había visto el cuadro del Balatón que Zoltán me había dado y me había preguntado si me gustaba. Creía que no. Ayudaba que la idea de ir al Balatón se le hubiera ocurrido a él, pero cuando lo dijo me di cuenta de que yo quería ir igualmente. Hungría se había convertido en mi tierra de la libertad desenfrenada, y esa extensión de agua sin fin era el único lugar donde las sombras todavía merodeaban. Quería disiparlas. Quería mirar el lago como lo hacía en la pintura de Zoltán, con sus pinceladas de todos los tonos de azul. Quería beberme el paisaje sin que el sabor se me clavara en la lengua. Quería ver a Marika con un vestido negro, uno que se ciñera a sus caderas y tuviera escote, y observarla mientras giraba y se reía, con una copa de vino en la mano y la tibia noche detrás. Y quería tomar su mano en la mía y escaparnos juntas, estrechamente unidas.
También estaba surgiendo un nuevo sentimiento. Quería librarme de una molesta punzada de culpabilidad. Mi padre. Odiaría la idea de que yo volviera al Balatón, nosotros cuatro, un chico que me pasaba el brazo por la cintura, y su propio lugar ocupado por un hombre con una larga camisa blanca y un sombrero de paja. Un hombre con las manos bronceadas y arrugas de tanto reírse.
Aunque mi padre era profesor, estaba rodeado de niños, no de adolescentes. Trabajaba en una escuela muy recluida, con chicos demasiado jóvenes y educados como para burlarse a sus espaldas, alardear de sus desgracias u opinar en voz alta de la única profesora solitaria. Eran niños de nariz respingona con pantalones cortos, que se lavaban las manos y decían «por favor» y «gracias». Cantaban en coros, hablaban de críquet y soñaban con reactores cayendo en picado y motores en marcha. Parecían venir de otra época, al igual que mi padre. Se llevaban muy bien con la indiferencia displicente de un director entrado en años y la docilidad de los subordinados. El resultado era que mi padre se evadía de la realidad en todas partes. En casa yo actuaba como la hija que quería que fuera, una versión más joven, más dulce de él. En absoluto el tipo de chica que se iba de vacaciones con su novio y el amante de su madre a un lugar que en casa ni siquiera mencionábamos.
Una semana antes de que me fuera, me había comentado:
—Nos podríamos ir de vacaciones juntos, tú y yo.
Creo que me reí.
—¿Y qué haríamos? —contesté—. No me lo puedo imaginar.
Se atusó el bigote y dijo:
—Bueno, lo que hacemos en casa, supongo.
Entonces me volví a reír. Solo después me di cuenta de que quizás sí lo había dicho en serio.
En Keszthely, la casa que habíamos alquilado no se parecía en nada a la de Fenyves, y lo agradecí. Estaba en una calle con árboles, llena de casas majestuosas que se habían convertido en bloques de apartamentos vacacionales. La nuestra era de ladrillo amarillo, con elegantes balcones pintados de blanco. Los coches en el camino de entrada tenían matrículas alemanas y parachoques prominentes. Dentro había baldosas rojas y muebles de madera clara, colchas azules y un olor cítrico que sugería un fregado concienzudo y reciente. Sentí un alivio palpable por su novedad y su marcada identidad, que no me recordaban a nada que hubiera experimentado antes. Me senté a una mesa reluciente, y me bebí un refresco burbujeante de cerezas, con la nariz pegada a la de mi novio.
Me sentí como si el mundo estuviera a mis pies, y todo lo que tuviera que hacer fuera dar un paso.
Más tarde, dimos un paseo por calles adornadas con cercas de madera y verjas metálicas, asustándonos con los ocasionales ladridos de los perros. Nos encontramos con un restaurante, y oímos el sonido de los cuchillos y tenedores, de los vasos que entrechocaban, el murmullo de la conversación en la comida. Tenía un techado de tela que atrapaba el aire caliente y lo sometía. Había parras entrelazadas en las vallas, y plantas trepadoras subiendo por los laterales, con sus tallos agarrándose a todo lo que pudieran encontrar. Me paré y me quedé mirándolo.
—¿Hambrienta? —preguntó Zoltán, saludando con la cabeza al camarero que pasaba llevando a una mesa platos llenos hasta arriba de comida, a la vista de los cuales se relamió sin darse cuenta.
—No, no. Solo quería… mirar.
No había estado en Keszthely antes, pero todos los sitios turísticos del Balatón parecían compartir el mismo aire. No era como en Inglaterra, donde poblaciones costeras que solo distaban unos kilómetros entre sí tenían características muy diferentes, cantos rodados o dunas de arena, blanca y reluciente o rojiza y polvorienta, los paisajes cambiaban sustancialmente al rodear un cerro o encontrarte con una playa nueva. No importaba dónde estuvieras a la orilla del Balatón: si ya habías estado en un sitio, habías estado en todos. La misma agua calma, las mismas colinas desdibujadas, los aromas y perfumes, las siluetas de la gente moviéndose. Aquel restaurante, que no había visto antes, lo trajo todo de vuelta.
Me vi a mí misma, con nueve años, sentada en un banco similar, con mi padre a mi lado y Marika enfrente. Yo estaba balanceando las piernas por debajo de la mesa, con la barbilla apoyada en las manos. Habíamos compartido un plato, servido con una oleada de entusiasmo que había hecho que me sentara recta. Había montones de carne apilada, salchichas rojizas, gruesas patatas fritas y arroz con guisantes. Por encima, desplegada, brillaba la szalonna, el tocino a la parrilla que a Marika le encantaba. La había reclamado para sí como si fuera un premio, con los labios relucientes. Recordaba los grandes vasos de Fanta, que había aprendido a pronunciar como Fonto, y una ensalada de pepinos goteando vinagre, aliñada con crema agria y espolvoreada con pimentón. Me había llevado una de las delgadísimas rodajas de pepino al ojo y había mirado el restaurante a través de ella. Me habían regañado por jugar con la comida. Era muy valiosa en Hungría, dijo Marika, no se podía menospreciar.
Podía recordar cómo rebañó mi padre su tazón de sopa con el pan grisáceo de la cesta que había en la mesa, y que el pan se tiñó de rojo y le goteó en la camisa. Más tarde escogió una copa de helado, con sirope de fresas y coronado por una sombrilla de cóctel verde lima, un inesperado momento de frivolidad. Me había dado el adorno, y yo lo conservé hasta que los dos volvimos a Inglaterra. La había hecho girar entre mis dedos, había visto cómo se desdibujaba lo que tenía impreso en verde y la había tirado, hasta lo más hondo del cubo de basura de la cocina, con las hojas del té, las latas de sopa y los mendrugos de pan.
Me di cuenta de que los demás se habían quedado mirándome. Marika se balanceaba de un pie a otro. Zoltán fruncía el ceño. Tamás me enlazó el brazo, tiró de mí y dijo: «Venga, vamos al agua».
El Balatón funcionaba de manera misteriosa. Podías estar a unos pocos metros del agua y no verlo, con las riberas bordeadas de árboles semisumergidos y poblados que se habían apresurado a construir en la costa. En algún lugar, sabía que el agua azul estaba esperando, con la superficie quebrada y cambiante, con gente que nadaba, que se bañaba, que lo vadeaba; y también mucho más allá, en el infinito, donde las corrientes del viento hacían que la marea fuera más fuerte. El sol estaba en lo alto y golpeaba todo sin piedad.
Flexioné los dedos, sintiéndome entumecida por el calor. Cruzamos la carretera que llevaba a la orilla, y rápidamente nos encontramos metidos en el trajín vacacional. Estábamos en un camino atestado de quioscos y cafeterías, con los productos en venta desparramándose hasta la acera, altas pilas de plástico pintado de colores chillones. Analicé las caras a mi alrededor. Había piel desnuda por todas partes: hombros de músculos fuertes, torsos muy morenos, estómagos cóncavos, bamboleantes y gruesos brazos, piernas largas y arqueadas, hombres y mujeres, chicos y chicas. Estaban los aromas dulces de las cremas solares, y el olor a nueces del sudor, todo lo que nos rodeaba era carne calentada al sol, y nos llegaban las bocanadas de las tortitas que se estaban friendo, y de las salchichas vienesas, de las hamburguesas de ternera y de las cacerolas de sopa de gulash.
Tamás señaló una botella gigante de Coca-Cola inflable, una colchoneta hecha para dejarse llevar, que absurdamente estaba apoyada al lado de una pila de platos decorativos y cerámica hecha a mano, con sartas de guindillas secas rozando el plástico. A su lado había un tiburón hinchable con una aleta arrugada, y una isla del tamaño de la tapa de un cubo de basura, con una palmera desmoronada, medio desinflada.
—Es bonito, pero ya tenemos nuestro barco —dijo, pensando en el viejo bote inflable amarillo—. El mejor en el agua.
La playa de Keszthely era una franja de hierba que iba paralela al lago en las dos direcciones, con un sendero marcando el borde. Los densos sauces ofrecían algo de sombra, pero por todas partes el sol pegaba fuerte sobre los veraneantes. Unos niños pequeños se entretenían en la orilla, con el agua tibia rozándoles ligeramente los tobillos. Los mayores se lanzaban al agua, recortados contra el cielo claro. Los discos voladores surcaban la superficie, un windsurfista se tambaleaba con una vela combada e intentaba retroceder, para estar más cerca de la orilla. Una flota de botes a pedales pintados de colores pastel estaba varada en la orilla, y había cuatro o cinco más en el agua. Las rodillas subían y bajaban con furia, removiendo el agua que tenían debajo. Una colchoneta rosa fluorescente se balanceó ligeramente, su propietario estaba tumbado con un libro abierto en el pecho. Nos quedamos mirando, sintiéndonos demasiado vestidos con nuestra ropa: pantalones cortos y camisa. Sentí la mano de Marika en la espalda.
—¿Te gusta, Erzsi?
Y me pareció extraño, como si creyera que estaba viendo el Balatón por primera vez.
—Sí —dije con decisión—. Me alegro de haber venido.
Y lo decía de verdad, especialmente cuando vi a Tamás quitarse la camisa y quedarse con el torso desnudo, mirando al agua. Me imaginé buceando con él, nuestros cuerpos tan resbaladizos como anguilas. Entonces nos iríamos paseando a casa por callejones, de la mano, dejando nuestras oscuras huellas mojadas en el polvo.
—Un nuevo principio —oí que decía Marika en voz baja, haciendo eco a mis pensamientos. Estaba dispuesta a cruzarme con su mirada, pero se quedó contemplando fijamente la lejanía, con una mano puesta para protegerse del sol.
Esa tarde cenamos en la terraza de un restaurante, iluminada por luces parpadeantes, donde había mucha gente. Una escalera de caracol bajaba al patio, cada escalón cubierto de hiedra y alumbrado por linternas. Fue allí donde conocimos a cuatro de los artistas amigos de Zoltán, que también estaban en Keszthely para dar clases en la academia de verano. Recordaba a János Papp, el del lobo, de mi primer año en Villa Serena. Me di cuenta de que se había traído una nueva chica, regordeta y con hoyuelos, que se llamaba Carla y me cayó bien desde el principio. Todos nos dimos besos, y olí el dulce perfume de las mujeres, sentí la barba de los hombres. Llevaba puesto el vestido que mi padre me había regalado, con su escote y la falda que ondeaba, y disfruté de los cumplidos que me llegaron. Carla me cogió de la mano y me hizo girar, diciendo Szép, szép con voz melosa. Busqué el brillo dorado de la sonrisa de János y lo encontré.
Más tarde nos sentamos codo con codo, mientras nos llevaban a la mesa calderos de sopa, carnes asadas y un pescado al horno entero. Zoltán llamaba la atención y Marika brillaba a su lado, con los labios pintados y el pelo más reluciente que el lago que tenía detrás. Les observé, mi mano descansaba en el respaldo de la silla de Tamás. Me pregunté si parecía que yo era la hija de esta pareja, si Zoltán podía pasar por mi padre, un matiz más moreno, más fornido, pero mío sin duda alguna. Era un pensamiento ilícito, pero emocionante de considerar, pues por un momento deseché a mi callado y encorvado padre en casa y adopté a este hombre más ruidoso, de alguna manera más grande. Me sentí culpable, pero igualmente adopté la risa fácil de Zoltán, y también puse mi copa de vino cuando pasaron la botella. Había puesto mi mano en el hombro de Tamás y la dejé ahí. Me lanzó una mirada de advertencia e, inseguro, se apartó el pelo de los ojos. Bebí más vino y me acerqué a él. Sonreí a Marika, pero estaba prestando atención a otra cosa. Me sentía ebria con la experiencia y tuve que contenerme para no gritarlo en voz alta, de pura alegría o de otra cosa, no estaba segura. Susurré al oído de Tamás szeretlek, szeretlek y otras cosas, en voz baja y jadeante, cosas en inglés que sabía que no entendería, pues a duras penas lo entendía yo.
Después de la cena volvimos al apartamento, Tamás y yo rezagándonos, pues me cogía de su brazo, y Marika y Zoltán iban por delante.
—Vamos, vosotros dos —dijo Marika, dándose la vuelta—. Es tarde.
—A lo mejor seguimos paseando —contesté, apretando con mi mano la de Tamás—. Si nos dejáis la puerta abierta, no haremos ruido.
—No, Erzsi, sola no —se negó Marika.
—Pero no voy a estar sola —me reí.
—No, Erzsi —repitió Marika.
No podía explicarme su cambio de humor.
—¿Solo porque tú estés cansada? —dije.
—Yo también estoy cansado —intervino Tamás rápidamente—. Entremos.
Marika y Zoltán se fueron a la cama de inmediato, directos a su habitación, al fondo del todo. Oí el crujir de su cama cuando se metieron, el ronroneo del ventilador cuando aumentaron un poco su velocidad. Retrocedí de puntillas por el recibidor, con los pies descalzos y silenciosos sobre las losas.
—Con el vino que han bebido, se habrán dormido enseguida —le dije a Tamás.
—Quizás es lo que deberíamos hacer nosotros —contestó.
El apartamento solo tenía dos dormitorios, así que Tamás dormía en el sofá del salón, que se desdoblaba para formar una cama. Atentamente, le habían dejado una pila de sábanas y una toalla color melocotón en uno de los brazos. Me acomodé entre los cojines.
—Pero todavía no estoy cansada —repliqué.
Encendí la televisión, que soltó un pitido. Bajé el volumen y observé unos parpadeantes futbolistas que corrían por un campo inclinado. Me incliné para agarrar el brazo de Tamás, y le obligué a acercarse. Podía sentir su cuerpo en tensión, su cabeza girada hacia la habitación de Marika y Zoltán.
—¿No quieres besarme? —pregunté.
—Es que creo que quizás…
—¿Quizás qué? Hacemos lo que queremos en Villa Serena, y no te importa.
—Pero allí no estamos de vacaciones con tus padres —contestó—. Digo, con Marika y Zoltán.
—No pasa nada —dije—, les gustas. Marika piensa que eres lo más de lo más.
No importaba que no entendiera a qué me refería con «lo más de lo más». Podría haber dicho cualquier cosa, que no se iba a dejar convencer. Se puso de pie y se quedó rígido, con los brazos cruzados por delante del pecho.
—Por Dios, vamos. —Me reí y le empujé, de tal manera que perdió el equilibrio y se cayó al sofá conmigo. Estábamos enredados, y le atrapé con las piernas—. Te tengo —susurré, y empecé a besarle la oreja.
No oí abrirse la puerta de la habitación, ni los pasos de Marika por el pasillo. Solo escuché su severa y exagerada tos, de pie con un camisón blanco. Nos separamos rápidamente. Vi su cara a la media luz de la pantalla de la televisión. No había ira reflejada, ni decepción, solo preocupación. Preocupación subiéndole por el cuello en forma de rubor, enrojeciendo sus mejillas, apagándole el color de los labios y el brillo de los ojos. Allí, a la tenue y parpadeante luz, había algo de mi padre en la mirada de Marika. El marcado ángulo de una ceja, un sofoco, y los ojos de alguien zarandeado por una corriente que no puede controlar.
—Una reacción totalmente desproporcionada —dije.
Era la mañana siguiente, y estaba en la cocina, con una liviana camiseta y unos pantalones cortos, tamborileando los dedos contra el borde de mi taza. Tamás se había ido a la tienda a comprar panecillos frescos, ansioso por redimirse para ser el perfecto invitado. Zoltán se había ido pronto a la academia de verano, saludándonos con la mano y escapando al aire fresco de la mañana, con un sombrero de paja y su caballete. Marika y yo estábamos solas en el apartamento. Se había puesto un vestido largo y morado salpicado de flores pintadas en un vivo amarillo, y llevaba el pelo con trenzas no muy apretadas. Pero a pesar de su apariencia alegre, sus ojos eran como el acero. Los igualé con los míos.
—Quiero decir, después hablas de ser melodramática. Me dejaste como una estúpida delante de Tamás.
Cogí mi taza y me dejé caer en una silla. Puse los codos en la mesa y agarré la taza con las dos manos. Me bebí el café, caliente y fuerte. Estaba más amargo de lo que me gustaba, pero seguí con él. Necesitaba algo en lo que ocupar las manos, puesto que de otra manera habrían estado jugueteando en mi regazo, o tironeando mechones del pelo. Cerré los ojos y bebí.
—Ayer por la noche te estabas pavoneando, Erzsi. No sé qué te ha pasado.
—¿Pavoneándome? ¡Que no tengo cinco años!
—Ah, ¿no? Todavía eres una niña, Erzsi. Aunque tú no lo creas, según parece al verte con Tamás. Tienes que ir más despacio.
—¿Ir más despacio? No lo entiendo —contesté. Y de verdad no lo entendía—. En casa, quiero decir, en Villa Serena, vale cualquier cosa. Entonces ¿por qué te importa de repente que Tamás me coja de la mano? ¿O que me bese? Tampoco es para tanto. Es mi novio. Nos queremos.
Marika estaba bebiendo una tisana de frutas y su olor era dulzón y penetrante. La había visto echarse tres cucharadas de miel y lamer la cuchara después, antes de echarla al fregadero.
—Tu padre —comentó mientras sorbía el té— no sabe nada de Tamás, ¿verdad?
—¿Qué te hace pensar eso?
—Dudo mucho que permitiera…
—A ti no te importa el permiso de mi padre —repliqué—. ¡Nunca te ha importado! ¿No es así? Siempre has hecho lo que has querido.
Esperaba un estallido, lo esperaba, pero solo agachó la cabeza y siguió bebiendo.
—A lo mejor soy más parecida a ti de lo que quieres ver —dije.
Me acordé del segundo verano, cuando me había lanzado a las aguas del estanque, sorprendiéndome a mí misma, pero, sobre todo, sorprendiendo a Marika. En ese momento me di cuenta de cómo me habían cambiado los veranos que le habían seguido. Con el paso de los años me había vuelto más atrevida.
Nos miramos, nuestros ojos sostenían la mirada. Los suyos eran verdes, a la pálida luz de la cocina eran de un tono musgo claro; en otras ocasiones, bajo una lámpara o las estrellas, brillaban como esmeraldas. Los míos también eran verdes, pero raramente cambiaban de matiz. Ella tenía los labios gruesos, pintados de rojo oscuro, hechos para besar y para reír, mientras que los míos eran más finos y más rectos, y aparentaban seriedad. Su nariz aguileña le daba forma y fuerza a la cara, y la mía era respingona y con pecas. Pero las dos teníamos los mismos pómulos afilados, y la misma mandíbula.
—No creo que me considerara húngara, ni un poco, cuando era pequeña —dije—. Pero ahora sí. Con Tamás, con Zoltán, claro, pero especialmente cuando estoy contigo. Lo entiendo. Ahora lo entiendo. Lo que significa tener algo más dentro de ti.
Marika parpadeó. Le cogí de la mano. Sus dedos estaban pringosos por la miel, como los de una niña.
—Quiero de verdad a Tamás. Y él me quiere. Nos hemos escrito durante todo el año. Ahora que estamos juntos, realmente quiero que estemos juntos. —Me paré, la miré a los verdes ojos—. No quiero volver a Devon después de este verano y que todo se quede aquí. Esperar otro año. Ya he terminado la escuela, soy libre para hacer lo que quiera.
—Pero, Erzsi, tienes el bachillerato en otoño.
—No me importa. Quiero decir, puedo aplazarlo. O me puedo cambiar, ¿no? Seguro que aquí hay sitios donde podría ir.
—No, Erzsi, lo siento, pero no creo que sea posible.
—¡Por supuesto que sí! Si te preocupa papá, no pasa nada, seguro que no le importa. Solo quiere que sea feliz.
—Es diferente, Erzsi.
—¿Por qué?
—Porque lo es.
—Voy a dormir con él, ¿sabes? Este verano. Estoy preparada. Y le amo, quiero mucho a Tamás. Soy una adulta, Marika. Ahora puedo hacer lo que quiera. Y sé que mi futuro está aquí. Siempre lo ha estado. Inglaterra parece tan… seca en comparación. Es Hungría, eres tú y es Tamás. Esta es mi vida ahora.
Tamás entró en ese momento, con una bolsa de crujientes panecillos y una sandía gigante en el ángulo de su brazo. Marika y yo nos giramos al mismo tiempo y él nos dedicó una sonrisa, blanca y brillante.
—Lo siento, lo siento. La mujer de la tienda no dejaba de hablarme, por eso llego tarde. ¿Hago el desayuno? También traigo huevos. ¿Zoltán ya se ha ido?
Marika se puso en pie y se agachó para coger los panecillos de la bolsa de Tamás, con demasiada presteza. Deseé que me mirara y me sonriera para demostrarme que lo había entendido, pero estaba en medio del torbellino del desayuno, con Tamás ayudándola, mostrándose ante el mundo como un hijo atento.
Me rendí y salí al jardín. Ahora que ya había dicho lo que pensaba, sabía que era cierto, todo ello. Respiré hondo. Marika lo entendería. Al final. Ella sabía todo lo que había que saber acerca del amor. Sabía lo que era desear estar en otro sitio. Había visto el fuego en sus ojos ante la idea de que viviera con ella. Su niña húngara.
Curvé los dedos de los pies en la hierba. Desde mi ventajosa perspectiva en el jardín, vi una procesión de gente emprender el camino al lago con las colchonetas ya infladas en alto, y una pelota amarilla botando en la carretera a su lado. Los que vivían en el apartamento encima del nuestro tenían la radio puesta en el balcón, y sonaba una canción típica, alegre, incluso entusiasta. Caminé hacia la tumbona y me estiré, arqueando la espalda y tensando los pies. Encima de mí el cielo se extendía sin interrupciones, como todos los cielos que evocaba Zoltán. Habíamos leído en el periódico que aquel iba a ser el día más caluroso. Cerré los ojos.
Después del desayuno, Marika insistió en llevarnos al palacio Festetics. Como estaba rodeado de cuidados jardines resplandecientes, con estilo de tarta barroca, a lo mejor esperaba que me civilizara y me imbuyera de formalidad para mantener mis manos alejadas de Tamás. Nos arrastramos por el césped cociéndonos por el calor, el sol arrancaba destellos a las piedras blancas y nos hacía guiñar los ojos. Dentro había sombra y se estaba fresco, y las zapatillas de tela que nos hacían ponernos para proteger los delicados suelos nos daban la apariencia de elefantes silenciosos, arrastrando los pies. Visitamos la biblioteca que Tamás había mencionado, y me senté en una butaca de cuero que se me pegó a las piernas. Hurgué en un poco de relleno que se estaba saliendo del brazo, y me miré las uñas pintadas de rosa. Marika se inclinaba sobre los tomos, respirando su mustio aroma, perdida en su propio mundo. A través de una ventana abierta, más allá de los árboles y el cuidado césped, la polvorienta ciudad se erguía en todo su desmoronado esplendor, con casas amarillo mostaza y tejados inestables. Odiaba estar encerrada en una biblioteca en un día así, pero era importante estar cerca de Marika. Necesitaba convencerla de mis planes.
Mientras tanto, Tamás trotaba como un corderillo tras ella; a veces me ofrecía la mano, pero más a menudo se iba con Marika. Quería darle una sorpresa deliciosa con mi sueño, pillarle fuera, al lado de la gran fuente, y susurrárselo al oído, mientras el agua tintineaba detrás de nosotros. Abriría mucho los ojos y una sonrisa le cruzaría el rostro. Entonces nos echaríamos a correr, de la mano, tan rápido como si nos estuviéramos escapando, y encontraríamos nuestro propio lugar, lejos de todo el mundo, sobre la ciudad, con el lago a nuestros pies. Un lugar así sería nuestro, algún día, muy pronto. Pero por ahora, debido a la insistencia de Marika, estábamos en una biblioteca, el día más caluroso del verano.
Al final incluso Marika se cansó de los libros y los tres salimos fuera, al resplandor. Parpadeamos para acostumbrarnos y nos arrastramos por los jardines con el sol en lo más alto. Sentí que Marika tropezaba y me daba en el brazo. Me di la vuelta cuando se caía desmayada en el suelo, con los pies esparciendo gravilla, las pequeñas piedras salpicando el césped de al lado. Se me escapó un grito y me agaché a su lado. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Tamás pidió ayuda, una palabra húngara que sonaba como sheggy-tenny. Era una palabra que no podía expresar el horror que sentí cuando miré la cara inmóvil de Marika, un largo brazo extendido a lo largo de su cuerpo, el otro por detrás de la cabeza.
Un hombre con aspecto de oso, que pasaba por allí, con camisa de manga corta y brazos muy peludos, se agachó y empezó a abanicarla con un folleto del museo. Sacó una botella de agua de su mochila de cuero. Hablaba lentamente, como si lo hiciera con un niño o un animal herido, y los párpados de Marika se abrieron. Se despertó lentamente, pero en vez de asustarse y revolverse, como yo esperaba, se quedó bastante quieta escuchando, parpadeando, haciendo un puchero con los labios resecos. Más tarde la levantaron con cuidado, el mismo hombre le ofreció un brazo para que se apoyara, y caminamos unos pasos hasta llegar a un banco en la sombra. Se sentó, con la cara blanca y las mejillas rojas, y bebió despacio de la botella de agua; una gota se le escurrió por la barbilla. Yo tenía mi mano enrollada en la tela de su falda. Tamás estaba sentado al otro lado, con la cara vuelta hacia el hombre que nos había ayudado, contemplándole con respeto.
—Dice que, con este calor, no le sorprende que la gente se desmaye —tradujo Tamás—. Y que no hay nada de qué preocuparse. Solo un poco de fresco, descanso y algo de agua es lo que necesita.
Asentí, y agarré con más fuerza su falda. Marika añadió unas palabras tranquilizadoras, pero eran en húngaro. Sentí que mi propia visión titilaba y destellaba, el sudor me corría por la frente, todo se volvía amarillo. ¿Iba a repetir el desmayo?, me pregunté. Parpadeé y me concentré en un árbol. Normalicé mi respiración.
—¿Erzsi? ¿Has oído? El señor ha dicho que nos va a llevar a casa en coche.
—Qué bien —contesté, pero estaba asustada y distraída. La imagen de Marika doblándose como una baraja de cartas y dejándose caer al suelo se repetía una y otra vez.
—Estoy bien, Erzsi —dijo Marika en voz baja, dándome palmadas en la mano—. Estoy bien. No hay que preocuparse. Pero agradecería mucho que me llevaran a casa. Köszönöm nagyon szépen, kedves báci.
Nos metimos en un coche rojo que tenía la forma de un barco antiguo, con el morro en punta. Incluso con todas las ventanillas bajadas, estábamos asfixiándonos de calor. A mis pies yacían botellas vacías de Coca-Cola y envoltorios de dulces, el cuero rajado del asiento me raspaba las piernas y el olor hacía que me picara la garganta. Pero era un alivio no tener que caminar, con una débil Marika a nuestro lado, y de alguna manera era reconfortante tener a un extraño involucrado en tan difícil situación. Aunque Marika estaba muy recuperada, tanto que habló todo el viaje de vuelta con nuestro servicial y nuevo amigo, deseé que se quedara un rato más, una vez que habíamos llegado al apartamento. Por si acaso sucedía algo más. Pero solo se aseguró de que estuviéramos a salvo dentro, rechazó la oferta de una bebida fría, y se marchó, quitándose un momento el sombrero para despedirse, con sus robustos brazos morenos al volante. Observé cómo desaparecía el coche con una sensación extraña y triste.
Marika se fue directamente a la cama, y se tumbó tapándose hasta los hombros con una sábana blanca y suelta.
—No te preocupes, Erzsi —dijo—. Solo quiero tomármelo con calma un rato.
—¿Puedo hacer algo? —pregunté, con la cara contraída por la tensión—. Quiero decir, lo que sea. Cualquier cosa.
—No, Erzsi —me cogió de la mano—, pero, a lo mejor, ¿podrías no irte a ningún lado? Quédate por aquí un poco.
—Por supuesto —contesté, me senté en una silla a los pies de su cama—. No me moveré de aquí.
Vi que su cara se relajaba y sus ojos se cerraban. Me senté con las rodillas dobladas y los brazos rodeándolas con fuerza, observándola. Oí que en el recibidor Tamás se sentaba en una silla y encendía la televisión, cambiando hasta que encontró un canal deportivo. Me quedé escuchando los golpes sordos de las pelotas de tenis, en una cancha lejana, sin apartar los ojos de la cara de Marika.
No estaba acostumbrada a que la gente se desmayara. A mí nunca me había pasado ni había estado cerca cuando les había pasado a otros. Parecía como si la muerte se nos hubiera acercado un poco, como probarse un vestido en un ensayo.
—Si te vuelvo a perder otra vez —le susurré—, no sabría qué hacer.
Oí a Zoltán volver después, por la tarde. Se sorprendería al encontrarnos a todos dentro. Me lo podía imaginar diciendo: «¿En un día como este? Estáis locos». Tamás le debía de haber explicado lo que había ocurrido, porque entró bramando en la habitación, asustándome y despertando a Marika con sus ruidosos pasos y sus rugidos. La cogió en brazos y me di la vuelta; me fui de la habitación en silencio, para dejarles solos.
Ocupé un nuevo sitio fuera, en una tumbona, al lado de las puertas correderas, y Tamás vino y se puso a mis pies, como si fuera un cachorro. Mi mano jugueteaba con su pelo, distraída. Me imaginé a los dos saliendo al sol del jardín ya duchados y cambiados, sugiriendo un paseo antes de cenar. Sabía que Marika estaba bien de verdad. Pero en vez de eso, el sonido ahogado de los gritos atravesó la pared. Mi mano se quedó quieta en el pelo de Tamás. No había motivo para discutir. ¿Tenía Zoltán miedo? ¿Se había asustado por la súbita caída de Marika y estaba gritando con alivio? ¿Era así como se hacía en Hungría? Pero oía la voz de Marika más claramente, sus agudos eran los que mis oídos escuchaban. Y mi nombre, repetido una y otra vez por ambos.
—Tamás, ¿qué están diciendo? —pregunté.
—No lo sé, no deberíamos escuchar.
—¡Tamás! Están hablando de mí. ¿Qué pasa? ¿Qué dicen?
—Creo que es privado.
—¡No lo es! ¡No, si tiene que ver conmigo!
—Vale. De acuerdo, Erzsi, cálmate. Están diciendo… algo acerca de… contar algo. Contarle algo a alguien. O no contárselo, no puedo oírlo. Pero esto no tiene nada que ver con nosotros, Erzsi.
Pero mi mano le masajeó el cuello y él se retorció.
—Dímelo, Tamás, venga. Si están diciendo mi nombre, tengo que saberlo. Por favor.
Dudó, y terminó estirando el cuello para poder oír mejor. Pero no lo necesitaba, pues las palabras nos llegaban con claridad a través de las delgadas paredes. Se giró, así que estaba apoyado en mis piernas, de cara a mí. Pasó un dedo por la tela de mis pantalones, como si quisiera distraer mi atención de lo que estaba diciendo.
—Vale. Bueno, suena como… Zoltán dice: «Erzsi tiene que saberlo». Y Marika le dice que no. «No puede saberlo». Y están repitiendo eso una y otra vez.
—¿Y qué más?
—Que… no es el momento. Marika ha dicho eso. Y Zoltán dice que ya es muy tarde. Pero que igualmente tienes que saberlo.
—¿Estás seguro? —pregunté, pero Tamás solo se encogió de hombros.
Junté las manos en mi regazo con fuerza. Me corté, la medialuna hincada de mi uña. Cuando hablé, las palabras me salieron como el cristal, tan transparentes y afiladas como pude.
—Está enferma —dije—. Está enferma y se está muriendo.
Me miró con los ojos abiertos como platos. Me di la vuelta, me senté de lado en la silla para mirar a la pared. Me lo creí, en el calor chisporroteante del jardín, con mi novio acurrucado a mis pies. Me lo creí tanto que el mareo volvió, los puntos amarillos destellando en las esquinas de mi visión. Tamás se quedó a mis pies, culpable por la parte que había jugado al darme la noticia, y yo me arrellané en la silla, esperando oír mi nombre. Esperando que Marika se mostrara de acuerdo en que sí, que yo necesitaba saberlo.
Fuimos a dar un paseo, Marika y yo. Nosotras dos solas. El calor del día se estaba disipando ya entrada la tarde, y se atenuaba por una brisa que cosquilleaba la superficie del agua. Llevaba un pañuelo en la cabeza con un estampado salpicado de amapolas, atado en la nuca, rodeando su melena oscura. Lo había visto antes, le gustaba el aire zíngaro que le daba, pero ese día solo lo llevaba para protegerse del sol. Todo lo que podía pensar era que le daba aspecto de enferma. Caminé a su lado con las manos metidas hasta el fondo de mis bolsillos. No quería mirarla a los ojos. Nos sentamos en un banco, bajo la enramada de un sicomoro. Estiré las piernas para que el sol me diera en las pantorrillas. Los hombros de Marika estaban moteados con manchas blancas, miré mi pecho y estaba igual. Levanté un brazo, y el estampado se desplazó. Miré hacia arriba, sabiendo que dependía de la manera en que la luz traspasaba las hojas. Pero, para mí, estábamos marcadas. La mancha de una enfermedad debilitadora.
—Gracias por venir conmigo, Erzsi. El lago está precioso a esta hora, ¿verdad?
Sí y no. Una vez había acompañado a mi padre hasta la orilla, y nos habíamos llevado las manos a la cara, preocupados. Recordaba el modo en que el sol se reflejaba en el agua, y el anhelo imposible que había sentido por los barcos en la lejanía, sus velas como blancos triángulos de esperanza en el horizonte. Levantando el vuelo, las preocupaciones se disipaban en su estela.
—Por favor —solté, de repente—, por favor, dímelo. Os he oído discutir. Sé que algo va mal. Por favor.
—Ay, Erzsi —dijo Marika. Había oído muchos «Ay, Erzsi» a lo largo de los años. Podía envolver mi nombre con preocupación, vergüenza, arrepentimiento, amor, solo poniendo un «ay» delante. «Ay, Marika».
—No me pasa nada, Erzsi. No hace falta que te pongas así. De verdad.
—Entonces ¿por qué estabais discutiendo Zoltán y tú? ¿Y por qué me has traído aquí a solas, si no es para decirme algo terrible?
—Ay, Erzsi.
—¡Por favor, deja de decir eso! Solo cuéntamelo. ¿Tiene que ver con lo de antes? ¿Es por eso por lo que te has desmayado?
—No. Bueno, sí. A lo mejor, de una extraña manera. Pero creo que me he desmayado porque estaba… agotada. Hecha un lío. Y el calor me estaba afectando. Todo me estaba afectando. Fue solo después, cuando estaba tumbada en esa habitación, a la sombra, y mi cabeza se estaba yendo en todas las direcciones, cuando supe que no podía contenerme más tiempo.
—Hemos oído todo, Tamás y yo. Zoltán decía que me lo deberías haber contado hace mucho tiempo. ¿Es eso verdad? ¿Es demasiado tarde?
—No existe el «demasiado tarde» —dijo Marika—. Zoltán no sabe de lo que está hablando cuando dice cosas como esa. Para él es fácil. Siempre lo ha sido.
Y me sentí como si estuviese hablando de otra cosa en ese momento. Les vi, a ella y a Zoltán, rondar la terraza de Villa Serena, levantando la voz y pisando fuerte, los árboles veraniegos tornándose otoñales tras ellos. ¿Qué pasaba? Deseaba oírlo. ¿Era una enfermedad?, ¿un mal secreto?, ¿una habitación cerrada con las cortinas corridas? A lo mejor un bebé, un bebé húngaro por completo que tenía un artista como padre, nacido en las colinas, enterrado en un pequeño ataúd en los campos de cebada de los Horváth.
—Cuanto más tiempo pases sin contarme nada, peores son las cosas que me imagino —intervine—, así que, si me quieres, me lo dirás ahora. Mamá, por favor.
—¡Por el amor de Dios! Déjame hablar, antes de que digas otra palabra. Deja que te lo cuente. Ay…, ¿cómo podría empezar?
Ahuecó las manos y se meció hacia delante. Tenía las piernas cruzadas muy fuerte, casi como si las quisiera plegar para dentro. Noté sus venas, tirantes en la parte inferior de sus brazos.
—Cuando eras un bebé —empezó—, tuviste un accidente.
Se paró para tomar aliento y me miró, las manos retorciéndose en su regazo. Su cara estaba llena de tristeza. La vi rebosar de sus ojos, sus labios mordidos y fruncidos, y un latido en su sien.
—El coche en el que ibas, Erzsi, derrapó y se chocó contra un árbol. Tuviste suerte de salir con vida. «Un regalo», ha dicho siempre tu padre.
—¿Por qué nadie me lo ha contado? —pregunté en un susurro.
La vulnerabilidad me invadió. Me sentí débil, como si mi cuerpo de bebé jamás se hubiera recuperado.
—¿Por qué nadie me lo ha contado? —pregunté otra vez, más alto.
—No fue fácil para tu padre, Erzsi. Debes perdonarle. No estoy segura de que haya superado todavía lo que ocurrió aquel día. De hecho, sé que no, y dudo que lo haga. Erzsi, escucha. Todo suena muy sencillo, pero no lo fue. De verdad que no. No en ese momento. Ni entonces, ni ahora.
—¡Por favor!
—Erzsi, había una persona conduciendo el coche. Y murió. Erzsi, era tu madre la que conducía. Y ese día murió. En el coche, contigo. Pero tú sobreviviste, Erzsi. Un regalo, un maravilloso regalo. Estuve allí casi desde el principio, ¿sabes? Pero tu madre, tu madre de verdad, tu madre biológica murió. Cuando eras muy, muy pequeña. Lo… siento tanto… No podría sentirlo más, Erzsi. Desearía no tener que decírtelo nunca, o sea, desearía que hubiera una manera de que lo hubieras sabido, y que todo se hubiera arreglado, hace tiempo. De algún modo, habría sido más fácil si lo pudieras recordar. Pero eras tan pequeña… Y tu padre estaba tan triste… Y los dos estábamos tan… asustados…
No dije nada. Me senté sobre mis manos, encogida. Si hubiera pasado por delante, me habría parecido que estaba enferma, sentándome así. Habría parecido pequeña y enferma. Marika siguió, y cada palabra que pronunciaba parecía más increíble que la anterior. Habló sin detenerse a respirar, como si temiera una interrupción, o el silencio, o una reacción de cualquier tipo.
Me contó que por aquel entonces vivíamos en Oxford. Había estado trabajando en la biblioteca de la universidad y así había conocido a mi padre. Era conocido de un grupo con el que ella se había acabado juntando, de gente con elevados principios, rígida, que se vestía con trajes de chaqueta y vestidos para quedarse de pie en el césped e intercambiar opiniones con voces tensas. Comparado con el resto, mi padre parecía amable y pacífico, un descanso entre tanto ruido. Se guardaba su inteligencia para sí mismo, y eso le gustó, dijo ella. Nunca había conocido a mi madre, pero oyó lo del accidente. Salió en el periódico y alteró…, no, conmocionó a todo el mundo. Marika había llevado flores a mi padre y una carta dándole el pésame, y empezó a hacerle visitas, preparando una tetera, sacando unas galletas. Metió un dedo por entre los barrotes de mi cuna una vez y se lo agarré con fuerza.
—Erzsi, tenías tanta fuerza… Te colgaste de mí, me miraste a los ojos y no me dejabas irme —dijo.
Eso era entonces. Ahora, no podía encontrarme con su mirada. Se acercó a mí y me alejé. Me acurruqué al final del banco. Pero todavía sentía la proximidad de su cuerpo, su respiración, oía los sollozos ahogados en su voz. Ni siquiera estaba intentando contenerse. Apreté los dientes, y me convertí en piedra, de la cabeza a los pies.
Me contó que mi padre se había mudado a Devon, sin despedirse, llevándome consigo. Y Marika, en un arranque espontáneo, dejó el césped y las cenas, y el novio con bigote gris y ambiciones, y siguió a David Lowe, que estaba de luto. Nos siguió. Dijo que nunca había encajado en su antiguo mundo, era demasiado rígido, y todas las cosas que había considerado encantadoras al principio, la comodidad, la tranquilidad, el equilibrio, acabaron ahogándola.
—Erzsi, es como siempre te he dicho: seguí a mi corazón —me contó.
Pensé en cómo me había emocionado al ver que me daba consejos sobre Tamás, cómo había copiado sus frases en húngaro —las palabras para «Te quiero»— y la había escuchado cuando hablaba a borbotones salvajes y hermosos. «Sigue a tu corazón, Erzsi». Esas palabras ahora apestaban a traición. A una excusa disfrazada de romance. Siguió con eso, pensando que la escuchaba.
—Y Erzsi, al final te encontré. Sabía que lo haría. Sabía que tenía que hacerlo.
Me contó que nos habíamos quedado en una casa en el campo, en el oscuro y húmedo Devon, con avellanos que rozaban el tejado y una franja de huerto descuidado, que terminaba en una astillada valla de madera. Nos estábamos escondiendo del mundo, dijo, y nada bueno salió de eso.
—Cuidaba de ti. Al principio fue todo lo que había —dijo.
Me hinqué las uñas en la pierna, pues era repugnante, el reducir su existencia en nuestras vidas a una necesidad práctica. Su voz borboteaba ahora, como una cazuela puesta al fuego y olvidada allí. A lo mejor se dio cuenta de que me estaba perdiendo, porque sus palabras caían una sobre otra. Dijo que mi padre caminaba por la casa como un fantasma, haciendo crujir los suelos y moviendo las cortinas. Y yo, mientras, me quedaba en la cuna y lloraba, con las manos hacia arriba, como si supiera que había alguien allí esperando para cogerme en brazos. Alguien que jamás me dejaría marchar. Que sería como una madre para mí, dijo. Y habló sin rodeos ni inseguridades. Aparentemente, sin darse cuenta de lo que estaba pasando.
—Te habían llamado Elizabeth, pero un día te llamé Erzsébet y tu padre me oyó. Dijo que le gustaba, que era mejor, que podía ser un nuevo comienzo. Así que rellenamos los impresos y te convertiste en Erzsébet. Hasta ahora.
Así que esa era yo. Erzsi. Un pequeño bebé medio húngaro, en apariencia. Hasta mi nombre era mentira. En el banco, mantuve la cabeza gacha. No podía mirar a Marika, que se esforzaba, una emoción nueva en su voz. A lo mejor esta era la parte de la historia que le gustaba. Me contó que tenía las mejillas rosadas, y lo bulliciosa que era. Y el amor creció en esa casa, dijo, surgió como las margaritas en la hierba, súbita y copiosamente.
—Y, Erzsi, creo que tu padre también me quiso —dijo—. Tanto como pudo. Lo que no fue mucho, al final. Pero fue todo lo que tenía, y yo lo sabía. Y por un largo tiempo fue suficiente, hasta que dejó de serlo, pero, bueno, esa es la historia que ya te sabes.
Pero nunca habían hecho un pacto para no contármelo, dijo. No había sido obra de nadie, solo… había pasado. Si se iba a descubrir la verdad, dijo, tenía que salir de mi padre. Pero era como si no pudiera hacerle frente, como si incluso pensar en pronunciar las palabras, describir cómo las ruedas patinaron y el capó se había doblado al chocarse sin remedio contra el árbol fuera más de lo que podía soportar.
—Nunca dejó de quererla, ¿sabes? Nunca dejó de querer a su esposa. Y decir que había existido alguna vez era lo mismo que admitir que ya no existía. Que era el pasado.
Me quedé callada.
—No podía callármelo, esta vez no —siguió Marika—. Siempre he pensado que deberías saber la verdad, pero este verano, desde que has llegado, has estado hablando de mudarte a Hungría, de quedarte conmigo. Y después está Tamás. Tamás y tú estáis yendo tan deprisa…, y ya sé que le quieres, y te creo cuando me lo dices, pero me doy cuenta de que hemos permitido que las cosas llegaran muy lejos. Que el tiempo que has pasado conmigo en Hungría te está llevando por caminos que no son siempre los correctos. O, por lo menos, no los has pensado lo suficiente.
—¿Mentiras, entonces? —pregunté, encontrando mi voz y repasando el contorno de cada palabra—. Me has mentido cada día de mi vida, al igual que mi padre.
—No —contestó Marika—, solo que no te hemos dicho la verdad inmediatamente. —Después, con un graznido, casi inaudible rectificó—: No. Te hemos mentido.
—Y todo este tiempo contigo en Hungría. Villa Serena, y todos los veranos. Esa es la mentira más grande de todas. Tú, fingiendo ser alguien que no eres. Y haciendo que yo finja algo que no soy. Hungría esto, Hungría lo otro. Como si este lugar tuviera algo que ver conmigo, cuando no es nada. Menos que nada.
Me levanté. Me temblaron las piernas y estaba otra vez en el barco, navegando hacia el horizonte. Sentí que me entraban náuseas. Empecé a alejarme.
—Erzsi, vuelve.
Pasé por delante de una familia, estaban comiendo helados como si sus vidas dependieran de ello, el amarillo les resbalaba por las muñecas. También pasé al hombre que vendía mazorcas gigantes con mantequilla, e ignoré su llamada, el ruido de sus pinzas. Solo empecé a correr cuando llegué a la carretera que salía del lago, con mis sandalias golpeando el pavimento. Corrí hasta que me dio un pinchazo en un costado y empecé a resollar. Corrí hasta que me dolió la garganta, y el aire que tragaba era seco y cálido. Sabía que estaba llorando, porque mis labios estaban salados y mi vista borrosa. Pero los sonidos, los sollozos que se agolpaban uno sobre otro, parecían venir de otro lugar.
Un viejo con bastón me miró y le sostuve la mirada, frunciendo los labios, como si fuera él el que estaba montando una escena. Como si fuera su mundo el que se había desmoronado, cayéndose a sus pies. Corrí hasta que me tropecé, y la carretera me hizo rasguños en la rodilla y en el codo. No me paré para limpiarme la herida, no intenté detener los hilillos de sangre brillante que corrían hacia mi muñeca y mi tobillo. Pero mi carrera se convirtió en tambaleo, y por un momento me apoyé en una pared, las duras piedras contra mi espalda. El dolor de mi costado, de mi pierna, de mi brazo, mi pecho, la cabeza me daba vueltas. El sudor me pegaba el flequillo a la frente y me corría por el espinazo. Las mejillas húmedas, enardecidas, con fiebre, retumbaban.
Qué rápido sentía el dolor físico. El malestar me atravesaba, sin ahorrarse un solo lugar. Todo lo que me había dicho eran palabras. No me había tirado cuchillos, no había empuñado un hacha. Quizás, solo quizás, lo había entendido todo mal. Pensé en el Día de los Inocentes, y en una broma que había gastado una vez, en un retrete con film transparente. Me pregunté si tenían un día así en Hungría, y si caía en verano, y si se obligaba a burlarse de la gente a la mínima oportunidad. Me llevé una mano a la cabeza. Entonces todo centelleó y se volvió amarillo y el asfalto de repente parecía estar en un ángulo equivocado y muy, muy cerca.
Así que así era como giraba el mundo. Volví en mí segundos después, con un dolor en el costado y un aleteo en el corazón. La calle estaba vacía, no había hombres amables con sombrero que se inclinaran para asegurarme cosas. Tamás no estaba a mi lado. Estaba completamente sola. Me puse de rodillas y, más lentamente, de pie. Estiré ambas manos, como podría hacer un equilibrista. El susto me había proporcionado una extraña lucidez. Mi huida había sido descontrolada y sin sentido, pero ahora caminaba derecha, emperrada en mi propósito.
La cabina de teléfono estaba en una calle llamada Tánya Utca. El nombre de la calle estaba en una placa en la pared, y podía verla a través del cristal esmerilado. Dentro olía a verano rancio, sofocante y polvoriento. Una colonia de arañas se apiñaba en una telaraña que se extendía por una esquina, y un moscardón se chocó haciendo ruido contra uno de los cristales. Eché las monedas, pero tardé mucho y me las devolvió, una cascada metálica, como si hubiera ganado un premio en una máquina tragaperras. Empecé otra vez, más rápido, los movimientos precisos, y marqué los números. Oí el pitido al otro lado. Seguía sonando. Y finalmente contestó. Al oír su voz perdí la mía, y por un momento solo pude croar al auricular.
—Erzsi, ¿eres tú? —preguntó.
—Necesito volver a casa. Ahora.
No quería decir «casa». Solo significaba que me tenía que ir de Hungría, que necesitaba escapar de las garras hipócritas de Marika a toda costa. «Casa», ahora ya lo sabía, no era mucho más que una serie de cartas, la casa de Devon era un engaño tan grande como Villa Serena. Casas hechas con barajas, que se caían con un soplido, y que llegaban dieciséis años tarde. A pesar del papel que interpretaba mi padre en esa farsa, le necesitaba. Le dije que podía estar en el aeropuerto de Budapest en cuatro horas, si cogía el siguiente tren. Le dije que no me importaba dormir en un banco en Salidas, pero que tenía que hacer lo posible por meterme en el primer avión que volviera a Inglaterra. Fue solo cuando me lo hubo asegurado, cuando volví a dejar el auricular en su sitio, que me di cuenta de que no me había preguntado lo que pasaba. Como si hubiera estado esperando que este día llegara y estuviera preparado. «Viejo traidor», pensé, y esa imagen tenía tan poco que ver con la idea que yo tenía de mi padre que se me escapó una risa quebrada, y me asusté otra vez, por los sonidos que profería, las cosas que me salían.
—Viejo traidor —dije, esta vez en voz alta. Pero de alguna manera su ayuda tranquila y su voz calmada fueron un refugio frente a la cruda miseria de Marika, que se extendía por todas partes.
Al salir de la cabina telefónica mi cabeza estaba llena del horario de los trenes y el traqueteo de los vagones, y del suelo del aeropuerto, pulido hasta el exceso. Me reconfortaba el poder hacer algo y traté de distraerme con todas las cosas que tenía que hacer para poder huir. Pero Hungría me seguía invadiendo, su calor me tentaba. «Ni siquiera debería estar aquí —pensé—. No pertenezco a este sitio, nunca pertenecí». Todo lo que había sido, en el pasado y en el presente, estaba contaminado. Los caballos de crines castañas y la cabra de los Horváth. El primer sorbo de Tokaji aszú y el agua del estanque en el bosque. Zoltán con su delantal multicolor y su risa estruendosa, haciéndome girar en un baile. Tamás con el corazón pulido que había cogido en mis manos, y todas las cosas que se suponía que íbamos a hacer juntos y que ahora no haríamos. Las libélulas en el jardín. La rítmica música zíngara que inundaba la cocina y se desparramaba por las colinas, verdes y amarillentas. Incluso las caléndulas, con sus brotes retorcidos al lado de los escalones, se cerraban al caer la noche.
Fue el final de todo.
La única cosa a la que me aferré, lo único sólido como una roca, fue que nunca, jamás, volvería a Hungría. Hice ese voto, para poder dibujar una línea al rompérseme el corazón, como una frontera en un mapa. Mi propio telón de acero, bien estirado, para que no escapara la luz. Y Marika al otro lado, envuelta en la oscuridad.
Abrí silenciosamente la puerta del apartamento y entré de puntillas. El jardín estaba desierto y desde la entrada podía ver las baldosas del salón, brillantes de tan limpias, sin que se vieran interrumpidas por las piernas de gente apoltronada mirando la televisión o echándose una siesta. A lo mejor estaban en el lago, y los hombres se habían ido dejándoles el drama a las mujeres. Me pregunté si Zoltán se lo había contado a Tamás. ¿Estarían ahora en una mesa de picnic, al lado del mar, susurrando enfrente de unas cervezas, con la espuma adornando sus labios?
Después de llamar a mi padre, mi respiración se había normalizado y me había dirigido a la casa con pasos más tranquilos. Una tranquila determinación había brotado en mí, una que sabía que no iba a durar mucho, pero que por ahora era necesaria para mi supervivencia. Mi huida. Me quedé de pie en el salón, mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad. Las persianas estaban bajadas y la luz de la entrada era cegadora. Círculos y manchas de color neón flotaban ante mí.
Atravesé el recibidor y abrí la puerta de la habitación de Marika y Zoltán. Vi las arrugadas sábanas donde ella se había tendido. Las persianas todavía estaban a medio subir. Y el lugar olía a ella, al perfume que se había puesto la noche anterior y a otro aroma mezclado, que sabía que era el suyo propio. Me asusté cuando vi una figura en la habitación, y pensé por un momento que era Marika, que de algún modo había llegado antes que yo a la casa y me estaba esperando entre las sombras. Pero me di cuenta de que solo era mi imagen, reflejada en el espejo del tocador. Caminé hacia mí misma, con las manos en la cama para poder apoyarme. Me miré fijamente, y vi el rubor que invadía mis mejillas, mi pelo negro en mechones despeinados, y mis ojos rojos, en los que el blanco se había vuelto grisáceo. Cogí el espejo, y lo sostuve con ambas manos. Solía pensar que me parecía mucho a mi madre. Que cada verano, cuando el sol bronceaba mi piel y mis ojos se abrían a la vida en Hungría, yo volvía a mis auténticas raíces. ¿Acaso era tan tonta? ¿Tan estúpida que solo veía lo que quería ver, y creía lo que me apetecía creer? No era más húngara que la tía Jessica, con sus galletas de mantequilla y sus latas de carne en conserva. Y no me parecía más a Marika que cualquier chica de cualquier calle en cualquier ciudad. No era nadie. La chica del espejo no se parecía a nadie. Mis mejillas enrojecieron de vergüenza y lo tiré al suelo; el espejo se rompió contra las baldosas. Un hilillo de sangre corría por entre los dedos de mis pies, pero no podía sentir el dolor, no entonces. Todavía hoy tengo la cicatriz, una línea blanca atravesándome la planta del pie. He mentido acerca de cómo conseguí esa cicatriz de guerra, que me enredé en un alambre de espino, las feroces uñas de un gato, cualquier cosa menos un espejo roto. Recuerdo el sonido que hicieron las suelas de mis sandalias mientras hacían crujir los relucientes fragmentos.
—Erzsébet —dijo Zoltán, desde la puerta.
—No —dije, y le empujé al pasar a su lado, corriendo hacia mi habitación. Empecé a meter la ropa en la maleta, frenéticamente, mientras los cautos pasos de Zoltán sonaban en el recibidor. ¿Qué había hecho con mi pasaporte? ¿Lo tenía conmigo o estaba en la mesita de noche de mi habitación en Villa Serena, al lado de las flores mentirosas de Marika y la copia en miniatura de uno de los paisajes falsamente alegres de Zoltán? Me dio un ataque de pánico, y empecé a abrir cajones sin control.
—Erzsi. —Sentí la mano de Zoltán en mi codo y me alejé de él—. Erzsi —dijo—, por favor, háblame. ¿Te has hecho daño? ¿Con el espejo?
Lo encontré, mis manos agarraban su cubierta marrón con agradecimiento. «Soy inglesa —pensé—, ni en lo más mínimo húngara».
—Zoltán —le dije aferrando mi pasaporte, sin mirarle—, por favor, por favor, ¿me puedes llevar al aeropuerto?
No contestó, así que me di la vuelta. Tenía las manos colocadas en las caderas. Con la camisa abierta, mostrando su oscuro y fornido pecho. La cabeza gacha. No sabía qué hacer, no más que yo. De repente le recordé, hacía años, en el bosque. Cuando se había apartado un poco de nosotras y le había dado una patada a una piña, mientras Marika me abrazaba y yo la llamaba madre, y cómo había evitado mirarnos. Más tarde me había dicho que yo también era su amiga, y que siempre podría ir a Villa Serena. Sentí las lágrimas asomar a mis ojos. Dejé que cayeran, rozando mis mejillas. Le toqué el brazo.
—Por favor, Zoltán, me tengo que ir. Por favor, haz esto por mí.
—¿Dónde está Marika?
—No me importa.
Se frotó la barbilla e hizo crujir su barba.
—Si no me llevas, encontraré otra forma. Si no nos vamos ahora, yo me voy a ir igualmente.
—¿Marika está todavía en el lago?
—Ya te lo he dicho, no me importa.
—Tamás ha ido a la tienda.
—¡Que no me importa! —grité, y le empujé con las dos manos. Casi ni se movió, una roca, así que me choqué contra él, mi cabeza en su pecho. Empecé a sollozar. Me pasó el brazo por la espalda y me abrazó fuertemente. Me estaba ahogando, pero no me importaba si dejaba de respirar. Le oí hablar, pero no podía distinguir las palabras. Lloré más, y al final se apartó de mí, y me cogió de la mano, en la otra, mi maleta, y me sacó de allí.
La chapa del coche ardía por el calor. Cuando abrimos las puertas sentí la oleada de aire caliente y seco. Me encaramé al asiento de detrás, con la maleta a mi lado. Cerré la puerta, pero el cinturón de seguridad se quedó enganchado. La abrí, me peleé con él, y la volví a cerrar de un portazo. Vi que Zoltán volvía a entrar en la casa y por un momento pensé que había cambiado de idea, pero salió unos segundos más tarde. Atravesó el césped, y pasó por delante de donde estaba yo para abrir la verja. Se metió en el coche.
—¿No quieres sentarte aquí? —preguntó, palmeando el asiento delantero.
Sin pensarlo, lo había dejado libre para Marika. Recordaba la otra vez que me había ido del lago Balatón, cuando me había sentado al lado de mi padre. Lo pequeña que me había sentido, con el cinturón justo por debajo de la barbilla. Cómo a su lado no había habido ningún lugar para esconderme, así que me había girado hacia la ventana, observando el lago pasar, emborronado por las lágrimas, hasta que me dolió el cuello. Ya había hecho esto antes, pensé. «Puedo hacerlo otra vez».
—No —dije, con firmeza—. No, gracias.
El motor arrancó sin necesidad de que le tuviéramos que hacer nada, y salimos por la entrada, hacia la carretera. Pasamos todos los apartamentos de vacaciones, con sus vallas relucientes y sus antenas parabólicas, los carteles en los que ponía Zimmer frei y sus cuidados jardines. Pasamos las polvorientas pistas de tenis naranjas y el restaurante de la esquina, con sombrillas blanquiazules que anunciaban la cerveza Zipfer; nos detuvimos para que cruzaran tres niños delgaduchos en bañador, con los omoplatos saliéndoles de las espaldas como alas, su piel del color del café, mojada por el lago.
—¿No podemos ir más rápido? —pregunté.
—Allí está Tamás —dijo Zoltán, quitando la mano del volante para señalar, parando de repente.
Tamás tenía en las manos bolsas de la compra llenas hasta arriba. Caminaba por la acera de mi lado, la que tenía sombra, y el contorno de los sicomoros se dibujaba sobre él. Le miré un momento, su pelo rubio que acababa en punta, los brazos y piernas morenos y larguiruchos, las bermudas que le llegaban hasta las rodillas. Pensé en lo infantil que parecía, lo inocente. Pero ¿lo era de verdad? ¿O lo sabía, como Zoltán lo había sabido? A lo mejor todos estaban implicados. Me hundí en el asiento.
Zoltán se dio la vuelta.
—¿Quieres decirle algo? —me preguntó—. ¿Quieres decirle adiós?
Negué con furia.
—Por favor, ve más rápido —contesté.
Cuando sobrepasamos a Tamás, me giré, espiándole por la ventanilla trasera. Me acordé de nuestra canción del último verano, cómo habíamos bailado juntos y me la había cantado en voz baja, palabras que hablaban de irse, de irse pero recordar. Le observé hasta que se hizo cada vez más pequeño, hasta que desapareció por completo. Entonces me di la vuelta y apoyé la barbilla en la maleta. El vaquero sonriente había cantado acerca de la soledad, y Tamás y yo nos habíamos agarrado el uno al otro. Qué poco sabíamos.
—Bueno, le he dejado una nota —dijo Zoltán; sus ojos grises se encontraron con los míos en el retrovisor.
Tardamos dos horas y media, y la mayor parte del tiempo estuvimos en silencio. Zoltán paró en un quiosco al lado de la carretera, pasado el lago, y se bajó del coche sin decir nada. Volvió con una bolsa de malla que contenía una botella de Fanta, un salchichón, tres panecillos y una chocolatina que ya se estaba derritiendo. Me la pasó, cogiendo mi mano con la suya, como la garra de un oso. Continuamos. A la primera señal del aeropuerto, hablé. Mi voz era lastimera, y cada palabra, un esfuerzo, como si tuviera la boca llena de piedras. Tragué, con miedo.
—Zoltán, ¿por qué no has tratado de convencerme de que no me fuera?
Me miró por el retrovisor. Meneó la cabeza.
—Eres como Marika. Una vez que se te mete una idea en la cabeza, no se puede hacer nada.
—No soy como ella. Es una mentirosa.
—No, Erzsi. Siempre quiso decírtelo.
—Ah, ¿sí? Pensé que habías dicho que una vez que se le metía una idea en la cabeza, nadie podía hacer nada.
—Con tu padre era diferente.
No contesté. En vez de eso miré por la ventanilla, a las colinas amarillentas y los arcenes llenos de juncos. El cielo empezaba a oscurecerse, y las sombras de los postes telegráficos se alargaban, semejantes a flechas. Cerré los ojos.
—Por favor, no digas nada más —susurré.
El aeropuerto de Budapest estaba bañado en una luz clara y veraniega, como si el atardecer se estuviera acercando pero todo lo demás conservara la claridad del día. Aparcamos en la acera de Salidas. Zoltán apagó el motor y nos quedamos por un momento escuchando cómo suspiraba. Un avión grande nos sobrevoló por encima, en el cielo, y un autobús de turistas pasó a nuestro lado, con las ventanas repletas de caras. Un taxi se cruzó por delante y dio un frenazo, y dos hombres de negocios salieron de él, corriendo hacia la terminal, con los zapatos de cuero golpeando el suelo.
—Ya me las apaño yo sola desde aquí —dije. Salí, con la maleta detrás de mí, golpeándome las piernas. Me lo encontré en la acera, donde me paró poniéndome una mano en el hombro.
—Si no me aseguro de que no tengas problemas subiendo a ese avión, Marika me matará —dejó muy claro Zoltán. Se frotó la barbilla—. Pero, claro, si te ayudo a subir a ese avión, Marika también me matará.
—No quiero que te metas en líos —contesté.
—Todos estamos en un lío —replicó.
El sol se había desvanecido, pero guiñé los ojos. No sabía a lo que se refería.
—Supongo que sí —asentí.
—Erzsi, todo irá a mejor, ya lo sabes.
—No sé cómo —dije.
—Porque siempre va a mejor.
Pensé en mi padre y su esposa muerta.
—No, no es así —contesté.
—Erzsi, no tengo que decirte lo mucho que te quiere Marika. Lo mucho que yo te quiero. Y Tamás. Lo mucho que te queremos todos, y especialmente Marika. No es necesario que te lo diga, ¿verdad?
Le miré, sabiendo que era la última vez. Mi corazón se hinchaba como un globo, y me propuse que no se me saltaran las lágrimas.
—No —dije—, no hace falta. Porque eso ya es el pasado.
Caminé hacia el edificio de la terminal, arrastrando la maleta detrás de mí.
—¡Erzsi! —gritó.
Dudé, y me di la vuelta. Estaba con los brazos abiertos. Como si fuera a coger algo muy grande que caía desde el cielo.
—¡Te queremos! —gritó.
Asentí.
—Yo también os quise —dije.