En algún lugar, en un bolso o en un bolsillo, el teléfono de alguien estaba sonando. Su sonido no fue evidente desde el principio, más bien se insinuó entre los pliegues de mi consciencia, como una marea creciente. Giré la cabeza en esa dirección, para escuchar mejor. Entonces se paró de repente en medio de un pitido. Un silencio vibró siguiendo su estela. ¿Había intentado mi padre llamarme por teléfono? Incluso en ese momento, mientras estaba sentada en el parque, ¿estaría mi casa palpitando con un teléfono sin contestar? A lo mejor estaba inclinado sobre su auricular en Harkham, deseando que contestara, sabiendo que las noticias provenientes de Hungría no podrían haber sido muy buenas. Pues aunque hubiera gente que escribiera inesperadamente con buenas nuevas, nosotros no, nuestra gente no. No escribíamos en absoluto.
Sería imposible contarle a mi padre que Marika había muerto. Sabía que no encontraría las palabras. ¿Y qué haría él con ellas, una vez que se las entregara? No había otro orden en el que pudieran ser colocadas. El patrón de desesperanza persistiría. No sería de más ayuda de lo que ya había sido antes. Me obligué a parar en ese momento, a no seguir con la misma ruta de pensamientos, pero ese pellizco de ira ya me había ayudado. Apreté los dientes y me froté los ojos con furia.
Bajé la mirada hacia el libro y vi a Erzsi devolviéndomela. «Vamos —parecía decir—, ¿a qué esperas?».
En la foto es 1996 y tengo quince años. Estoy enredada entre las cuentas de una cortina, colocadas a lo largo de mi pelo como si fueran trenzas, o collares exóticos cayendo sobre una clavícula huesuda. Era la entrada de Villa Serena y estaba hecha así para disuadir a las moscas. Puedo oír el repiqueteo que hacían, sentir su frialdad en mis hombros mientras atravesaba la puerta de casa.
La fotografía tiene un brío característico, como si me hubiera girado hacia la cámara antes de apresurarme a entrar. Mis dedos están abiertos y borrosos con el movimiento, mi sonrisa torcida. Debo de haber acabado de llegar del estanque, pues mi pelo está empapado y cae por su propio peso. Si miras más de cerca, hay una hoja verde cerca de mi oreja, o un trozo de alga, como un fragmento de paño teñido, tendido a secar.
Las sombras del interior me proporcionan un alivio inmediato. La punta de mi nariz y las pecas de mis pómulos están acentuadas por el sol. Parezco feliz y terrenal. Tengo los brazos morenos y delgados, como ramas pulidas.
Hay fuego en mis ojos, y sé que procede de la última vez que bajé corriendo desde los bosques, con los brazos abiertos de par en par mientras me deslizaba colina abajo. Tamás volaba tras de mí, con su cabeza inclinada en una canción.
Pues fue el verano de ambos. Cuando deambulamos juntos, mitad niños, mitad algo más, sin una sola preocupación en el mundo.
Paso los dedos por la imagen, una pequeña sonrisa en la comisura de los labios. Quería que esta chica se liberara de la página, que las cuentas de la cortina repiquetearan tras ella, que las gotas cayeran de su pelo todavía empapado. Porque parecía mágica, Hungría la había encendido, haciendo que sus ojos fueran imposiblemente brillantes, la piel morena y pulida, los labios teñidos de los primeros besos del amor. A su lado, yo parecería sin vida. Totalmente vacía. «¿Erzsi?», preguntaría, con una voz dulce pero incrédula. Y yo tendría que negarlo. Respuesta: «Ya no».
Tenía quince años, y la vida era lo que sucedía en Hungría. Siempre había estado dividida entre dos mundos, pero hasta ese momento la casa con mi padre había prevalecido. La libertad soleada de Villa Serena me atraía de todas las maneras posibles, pero nuestra casa de Devon, el sitio donde había respirado por primera vez, donde había aprendido a andar, con las manos recubiertas de mermelada, manchando el papel de la pared, la que me había arropado mientras lloraba en la almohada después de que Marika se fuera…, a esa casa la querría para siempre. Pero de algún modo, en algún momento, me había empezado a parecer menos una casa. No hubo hechos llamativos, ni ninguna ocasión en particular que me venga a la mente, que me permitieran señalar el instante en el que este sentimiento inoportuno comenzó a manifestarse. Solo sé que ocurrió. A lo mejor tenía algo que ver con cómo me había empezado a sentir con respecto a Tamás. Sin control, mi imaginación galopaba muy lejos. Tamás pertenecía a otro mundo, y no lo podía visualizar caminando hacia nuestra casa. No le podía ver estrechándole la mano a mi padre y sentándose a la mesa de la cocina, para comer chuletas con guisantes o tostadas con Marmite, como hacíamos nosotros. Era alto, y se golpearía la cabeza con los marcos inesperadamente bajos de las puertas, se daría en los codos con nuestros muebles extraños y oscuros. Mi padre parecería antipático, y tan lacio como un pez. Tamás confundiría su tranquilidad con desinterés, sus asentimientos, con nerviosismo. Miraría a mi padre y pensaría que Erzsi era la mitad de este hombre, y debido a eso yo sería menos a sus ojos. Una versión más pálida, más pequeña de mí.
¿Y por qué me imaginaba eso? Porque, tal y como Marika había sugerido, había escrito a Tamás. En una mañana brumosa de septiembre en Harkham, había cogido mi pluma y había empezado a escribir: mi arrepentimiento por el verano perdido, el error del beso con Bálint, la tontería que me había entrado con Angelika. Y Tamás había respondido. Una valiosa primera carta, y nunca olvidaré haberla recibido. Y con una frase volvió a hacer que todo estuviera bien, mejor que bien: «Nada de eso importa, Erzsi, porque ahora sé cómo te sientes y también sé cómo me siento yo». Atesoraba esas palabras.
Al final se juntaron nueve o diez cartas de Tamás en el año que transcurrió. Y las guardaba en un cajón especial con candado. No porque nadie fuera a venir a espiar. Mi padre ya no entraba en mi habitación. Era como si la puerta señalara el borde de un precipicio por el que se asomaba con una enorme inquietud. Si me hacía una taza de té, la dejaba en el escalón de fuera, golpeaba con los nudillos en el marco y decía: «Cuando estés lista, Erzsi», como si yo necesitara valor para aceptar sus ofrendas, cuando probablemente era al contrario. Tanto como me atrevía a hacerme la adolescente con Marika, intentaba ser con mi padre la misma hija que siempre había sido, pero me miraba de reojo igualmente. A lo mejor era porque estaba creciendo y me parecía más a Marika cada día que pasaba, con mi melena castaña sin cortar y mi cuerpo anguloso, mis clavículas salientes y los tobillos como cuchillas. Quizás le desconcertaba, una criatura oscura atravesando su espacio de silencio, perturbando las sombras con mis pasos. Se dio cuenta de cómo bajaba a saltos las escaleras, emocionada y en calcetines, cuando en el buzón había algo. Me había visto doblar y meterme en el bolsillo las cartas de Marika, como siempre, pero continuar escudriñando después, buscando otra. Exploraba con un hambre nueva, un sobre con caligrafía inclinada, un desgarbado Erzsébet Lowe, escrito con precisión y cuidado, que no se parecía en nada a la extravagante y descuidada escritura de mi madre.
—¿Otra carta? —preguntaría mi padre.
—Hice un amigo en Hungría —respondía—, de mi misma edad. —Y entonces corría hacia arriba para tirarme en la cama con las cortinas corridas, y las leía a media luz, estudiando detenidamente cada palabra.
Memorizaba párrafos, mis labios repetían más tarde frases como «No es lo mismo cuando no estás aquí», mientras daba patadas a las hojas caídas de camino al autobús del colegio, o me sentaba a mirar por la ventana de la cocina en una mañana de domingo lluviosa. Nuestras cartas estaban llenas de las cosas sin importancia de la vida: los amigos de la escuela, el tiempo que había hecho el sábado, y de repente intensas declaraciones de amor, subrayadas, y con besos en los márgenes, como una fila de puntos. No había preguntas retorcidas o enrevesadas, solo tostadas con judías y clase doble de ciencias, y «Te quiero te echo de menos no puedo esperar a estar contigo».
Una vez, le mandé los arrugados cromos de fútbol que había llevado todos los años, pero que había sido demasiado tímida para darle. Tamás me había contestado diciéndome que había dormido con ellos bajo su almohada, y por un momento me pregunté qué tipo de chico haría eso. Eso era lo que yo podría hacer, pero después recordé que era húngaro y que eran diferentes. Marika pensaba lo mismo.
A lo mejor mis confusos sentimientos hacia Harkham también tenían algo que ver con mi padre. Creo que pensó que yo estaba creciendo demasiado rápido como para mantenerse al día, así que me dio mi propio espacio. Universos enteros. El fin de semana podía pasar todo un día y casi no verle, solo el cerrarse de una puerta batiente o el tintineo de una cucharita contra la taza dejaban intuir su presencia en la casa. Y cuando llegaba a casa del colegio, estaba la cena que había preparado, verduras del huerto y un poco de carne, y comíamos juntos en silencio. Después nos íbamos por separado, él a su estudio y yo al dormitorio, o al jardín, o al bosquecillo al final del camino donde la última luz del sol atravesaba los árboles y hacía que resplandeciera.
Me gané una cierta reputación entre mis amigos de mi misma edad debido a nuestra relación inconexa, desencajada. Me consideraban despreocupada. Pensaban que me parecía una debilidad que todavía se juntaran con sus padres, así que no me contaban lo que hacían sus familias. Juntarse cuatro para jugar un partido de dobles en el club de tenis una mañana soleada. Pasear juntos al perro, charlar de nada en particular, sonrisas intercambiadas entre caras que se parecían unas a otras. Nunca supieron cuánto les envidiaba esas cosas que les parecían tan rutinarias y tan infantiles. Parecía que les gustaba la idea de que fuera una rebelde, de que hiciera lo que me daba la gana. La verdad era que por casa andaba en silencio y con cuidado, pero podría no haberme preocupado, porque era invisible en casi todo. Respiraba en las cristaleras para ver las marcas que dejaba. Pasaba el dedo por la superficie polvorienta del piano, por los bordes de los marcos de los cuadros. Una vez rompí una copa, dejándola caer de entre mis dedos a las baldosas de la cocina, pero el ruido se disipó demasiado rápido. Una tos, un suspiro, y te lo habrías perdido.
La tía Jessica ya no nos visitaba. Mi padre y ella habían discutido, y él no me contaba los detalles. Todo lo que sabía es que un día me envió una postal con la imagen de un roble, y dentro había un cheque por valor de veinticinco libras. Tampoco es que escribiera mucho, solo esto: «Querida Elizabeth: Los hermanos tienen la costumbre de pelearse, pero no te preocupes, las cosas se arreglarán. Te deseo lo mejor. Tía Jessica».
Tampoco me importaba especialmente que mi padre se hubiera peleado con su hermana. No creía que fuera asunto mío, y no me importaba que ya no viniera de visita. Durante todo el tiempo que la había tratado, me había dado cuenta de que no aprobaba nuestra familia, pero nunca pude adivinar por qué. Pensaba que era porque no se llevaba bien con Marika, pero después de que se fuera, la tía Jessica todavía se metía con nosotros y nos pinchaba, frunciendo los labios y chasqueando la lengua. Ya fuera al descubrir las ventanas sucias o para decir que el césped estaba infestado de margaritas o viendo mi desordenada caligrafía en la portada de un libro de texto, siempre había algo que parecía irritarla.
—Ha sido así toda la vida —resumió mi padre.
—¿Es por eso por lo que no está casada? —pregunté una vez.
Y se rio con eso, por primera vez en mucho tiempo.
En el colegio, las cosas también estaban cambiando. Había venido un chico nuevo, a mitad del segundo trimestre. Se rumoreaba que había sido expulsado de una escuela privada, y que había terminado en nuestro instituto, el único lugar que le había aceptado. En el primer recreo se metió en una pelea, y salió de ella con las mejillas rojas, la camisa salida y la sangre de otra persona en los nudillos. Pasó su primera comida castigado. Eso le dio cierta fama entre las chicas de mi clase, pues olían el peligro en él. Cuando estaba cerca, se subían las faldas para hacerlas más cortas, se soltaban los nudos de las corbatas y se abrían las camisas para mostrar sus blancos y cremosos cuellos. Pero eso a él no le impresionaba. Pues parecía que Justin Travers solo tenía ojos para mí.
Era pelirrojo, con un ramillete de pecas que se extendía por ambas mejillas, y tenía los ojos furtivos, como un zorro. No era especialmente alto, pero su desenfado le hacía parecer más grande de lo que era en realidad. El segundo día, en su primera clase de Francés, se puso en el asiento de al lado.
—Hola —dijo, sacudiendo el contenido de su mochila en el pupitre: libros de texto, folios, una pluma que parecía cara con marcas de dientes en un extremo.
—Kate se sienta aquí —contesté.
—Pero hoy no. Está enferma, ¿a que sí?
Me revolví en mi asiento y miré fijamente al frente de la clase. Me gustaba el francés. Me gustaba Madame Duval, con sus faldas de tubo y sus tacones resonantes. La veía y me imaginaba las calles empapadas por la lluvia de París por la noche, las cafeterías con las ventanas llenas de vaho y la gente compartiendo cigarrillos. Ignoré a Justin deliberadamente y abrí los libros. Me sorprendió que no me hiciera caso. Mientras transcurría la lección, Madame Duval garabateó una lista de verbos polvorientos en la pizarra, y eché una mirada de reojo al cuaderno de Justin. Escribía pulcramente, con unas letras elegantemente inclinadas. Siempre le he dado mucha importancia a la caligrafía, incluso ahora me puede sorprender para bien la letra de un hombre, y puede subir varios puntos en mi valoración basándome solo en eso. Pero examinándolo más de cerca, vi que Justin no estaba copiando la lista de los verbos. En vez de eso estaba escribiendo otra cosa totalmente diferente. Pude ver las palabras al principio de la página: «Querida E.».
Miré fijamente al frente de la clase. Cuando Madame Duval me hizo una pregunta, cuál era la forma cortés de venir, me atranqué y mi mente se quedó en blanco. Sus gafas se deslizaron por la nariz al tiempo que alzaba una ceja.
—Ça va, aujourd’hui, Erzsi? —preguntó, y me puse roja, balbuceé mi respuesta.
—Ça va bien, merci.
Cuando sonó la campana, se arrastraron las sillas y la algarabía empezó inmediatamente. Recogí mis cosas lentamente. Justin hizo lo mismo, con una sonrisa torcida en la boca.
—Si te pide ver el cuaderno, te meterás en líos —le advertí.
—¿Qué más da? De todas maneras, ya me habrán echado para entonces. Solo necesito darle los toques finales.
Negué con la cabeza y me puse de pie. Me encogí de hombros con el abrigo puesto y me dispuse a salir. Éramos los últimos de la clase, Madame Duval ya se había ido.
—¿No quieres saber lo que pone?
—La verdad es que no.
—Pues vale.
Me cogió del brazo y entonces le miré, directamente a sus ojos verdes grisáceos.
Parpadearon, sus pupilas se hicieron tan grandes como dos lunas negras, y seguí mirándole a su misma altura.
—Tengo novio —dije.
—Ah, ¿sí? ¿De verdad? He oído hablar de él. Está a kilómetros de distancia, Polonia o algo así. No creo que sea tan novio, si está escondido en Europa del Este. No creo que nadie pueda ser mucho de nada si está a cientos de kilómetros de distancia.
—¿Y tú qué sabes? —ataqué.
—Lo sé —contestó—. Sé lo que es tener padres que lo fastidian todo, lo suyo y lo tuyo. Ser un daño colateral.
—No creo que sepas nada —dije.
—Te conozco. Sé que tu madre vive en lo que podría ser el otro lado del mundo. Sé que te has quedado atrapada con tu padre, en el culo de ninguna parte. Sé que odias las dos cosas, pero eres demasiado dulce como para hacer nada al respecto.
Estiró las manos para agarrar mis codos. Era un abrazo extraño, pero no me moví. Me zarandeó con suavidad.
—Odio esta horrorosa escuela, como he odiado todas las demás. Pero desde el minuto en que te vi, supe que teníamos cosas en común. Así que pregunté por ahí, y tenía razón. Estás tan hecha un lío como yo, solo que tú no lo sabes y yo sí. ¿No ves que te puedo ayudar?
—Apártate —respondí, encontrando la fuerza para moverme, y para mi sorpresa sus manos bajaron para terminar colgando a sus costados. Su prepotencia parecía haberse esfumado por el momento—. No me conoces lo más mínimo —dije alzando la voz—. Todo lo que has dicho solo es geografía. No importa dónde está alguien si te ama. No importa que no le veas mucho si sabes que cuando lo hagas será asombroso.
—¿Estás hablando de lo que tú llamas novio o de lo que tú llamas madre?
—Eso no importa si lo sabes, y yo lo sé.
—¿Saber qué?
—Sé que está bien. Que todo está bien.
—¿Bien?
—Sí.
—¿Bien?
—Sí.
—Erzsébet Lowe. Vas a recordar este día y desearás haberme escuchado.
—Ah, ¿sí?, ¿de verdad?
Quería decirle que no me importaba lo que tuviera que contarme, pero había perdido la voz de repente. Me estaba mareando por el hecho de haberle dado demasiada información, de haber hablado de amor con un completo desconocido. Y me había apresurado de tal forma a narrarle todo acerca de ese amor que era mío, que pasé por alto defenderme de sus ataques de «lo que yo llamaba». Lo que yo llamaba madre.
—Entre nosotros nos reconocemos, eso es todo lo que digo —siguió—. Mi padre se fue cuando yo tenía siete años. Huyó con su secretaria, un tópico como una casa. ¿Le he perdonado? Ni en broma. Le odio. Le odio, y siempre le odiaré.
Aspiró por la nariz, y se pasó la mano por los ojos. Pensé en todas las chicas a las que les gustaba, sin más razón que la de ser nuevo y parecer problemático. Me las imaginé recostándose contra el muro de la parte de atrás del edificio de Ciencias, fumando furtivamente, esperando ser vistas por cualquiera que no fuera un profesor, pero especialmente por él. Me pregunté qué dirían si supieran que estaba allí conmigo, en la clase vacía de Madame Duval. Por un momento sentí tanta pena por él que el estómago me dio un vuelco, y sentí la necesidad de sentarme. Me sentí tan mal que no sabía si estaba triste por él, por mí o por ambos. Me derrumbé en una silla y nos quedamos así por un instante, él sentado en el borde del pupitre, encorvado, como un peluche sin relleno, y yo enfrente, con las piernas cruzadas y la cabeza dando vueltas. Después del silencio, hablé en voz baja:
—¿Qué sentido tiene odiar a alguien? No puedes cambiar nada. ¿Qué sentido tiene amargarte?
—Nunca, jamás le voy a perdonar. No me importa que pasara hace años, que todo el mundo diga que debería superarlo; no puedo y no lo haré. Y tú tampoco deberías.
—No odio a mi madre, Justin. Y no odio quedarme con mi padre. Si hay algo que odio, es el hecho de que alguien, alguna vez, tenga que ser infeliz. ¿Y para qué sirve eso? También podría odiar el hecho de que al final todos morimos. Y por cierto, lo hago, pero es igualmente fútil.
—¿Fútil?
—Ya sabes, sin sentido.
—Ya sé lo que significa fútil. Solo que no esperaba que alguien lo pronunciara en esta escuela.
—Así que eres un esnob, aparte de…
—¿Aparte de qué?
—Un metepatas.
—Ya, bueno —dijo, agachándose para recoger su mochila y llevársela al hombro—. Ya te veré por ahí, Erzsébet Lowe.
Y salió pavoneándose de la clase, cerrando la puerta tras él, con tal fuerza que el cristal retumbó en el combado marco.
Aunque parezca mentira, estaba dispuesta a convertirme en su amiga después de ese día. Pero nunca tuve la oportunidad, pues se marchó a finales de esa semana. El rumor era que su madre se mudaba a Londres y se lo llevaba consigo. Nunca llegué a ver la carta que me había escrito cuando debería haber estado copiando verbos en francés, aunque rebusqué dos veces en mi taquilla, por si acaso me la había dejado dentro. Y nunca llegué a repetirle que de verdad se equivocaba, que los kilómetros no importaban, no si amabas a alguien. Las fronteras y los océanos no eran obstáculos, no para la mente. Deseé haber sido capaz de contarle esas cosas, porque decirlas en voz alta a alguien real, en vez de al espejo o a una postal, las hubiera hecho mucho más convincentes.
Me acuerdo de él ahora. ¿Fueron sus palabras una profecía? Cuando vuelvo la vista atrás, ¿desearía haber escuchado, tal como dijo que haría? Me imagino cómo puede ser hoy en día, todavía enfadado, trasegando bebidas en un bar clandestino. Alguien exitoso, aunque insensato, al que no le importa nada. ¿O quizás todo lo contrario? Como los que veo en Victoria Park un domingo, paseando tranquilamente al lado de su esposa, arreglada y más baja que él, empujando un carrito que lleva un bebé de cara dulce, remetido entre mantas y peluches. Alguien que al final ha encontrado la tranquilidad, y la valora por encima de todo. Que cuando recuerda su infancia, sacude la cabeza y sonríe con tristeza. Estaba lleno de ruido y furia, y no significaba nada, diría, olvidando que alguna vez ese dolor desesperado había sido todo lo que conociera. ¿Le divertiría que, un tiempo más tarde, hubiésemos intercambiado lugares? Si me escribiera hoy una carta, una página arrancada de un cuaderno, ¿qué me diría? Querida E…
Había un ritual para mis llegadas a Villa Serena. Al principio de cada verano nos sentábamos fuera, a la sombra de la terraza, y bebíamos la limonada casera de Marika. Era una bebida indómita, y me la podía imaginar fácilmente haciéndola, exprimiendo los limones entre sus manos cerradas, con el zumo derramándose por sus nudillos, echándole montones de azúcar y removiendo hasta que se nublara. Entonces partía puñados de hielo y lo vertía en una jarra de cristal tallado. Esa primera tarde, al principio de mi sexta estancia en Villa Serena, bebimos con avidez, con los ojos llorosos ante el sabor agridulce y las manos dejando huellas empañadas en los vasos. Nos relamimos, con el sabor cítrico en la lengua.
Más tarde, lo normal era que Marika me preguntara si me apetecía salir y explorar, y lo hice con ganas. Caminé por los caminos de siempre, maravillándome ante nuevos descubrimientos. Me arrodillé para inspeccionar un lagarto con cola de rata y lengua de serpiente. Me aproximé a una libélula zigzagueante cuando se posó en un poste, las alas como visillos antiguos. Y acaricié el hocico del caballo castaño, intentando no mirar sus pezuñas traseras, que sobresalían como si fueran unas zapatillas con los dedos retorcidos. Entonces paseé por las hileras de maíz que crecían detrás de la casa de los Horváth, rozándolas con las manos. No me importaba si me veía Bálint y se reía al recordar el año anterior en el establo, mi chulería y mi apuro, con las mejillas coloradas. O si la señora Horváth se tomaba un descanso cuando estaba lavando los platos y miraba por la ventana, para verme bailando un vals entre sus campos. O si el señor Horváth se revolvía en medio de la siesta, despertándose con las alas batientes de las palomas cuando alzaban el vuelo de entre mis pies y se desperdigaban por el cielo. Todo lo que quería era que Tamás supiera que había regresado y que estaba dispuesta. Que besara mis labios con sabor a limón y que el verano comenzara.
Y por una vez, el desear algo funcionó. Esa noche, mientras estaba en la cama, una luz se encendió y se apagó en la pared que tenía enfrente. Fui hacia la ventana y me asomé, agarrándome a los azulejos en curva del alféizar, y miré más allá del césped oscuro, hacia los empinados y negros bosques. Una linterna parpadeaba entre los árboles, después se volvía hacia el cielo y cabeceaba como una estrella errante. «Tamás», susurré, sabiendo que era él, con la fe sencilla de los que se creen enamorados. Un mensaje, entonces. Un código reluciente que respondía a mi paseo entre la cebada, que decía: «Sé que estás ahí». Contemplé cómo el amarillo se cambiaba a negro, y me quedé dormida con la ventana abierta, y el sonido de los árboles que susurraban y las furtivas pisadas en el suelo del bosque.
A la mañana siguiente saqué el desayuno a la veranda y me senté en una silla todavía cubierta de rocío. La temprana luz del sol mostró una cabeza rubia caminando por el sendero, debajo de mí.
—¡Eh! —llamé.
Observé cómo la cabeza se paraba y se daba la vuelta. No podía verle la cara, la maleza enmarañada del borde del jardín me la tapaba. Un saúco goteó, las ortigas se desparramaban, un rododendro hormigueaba de vida.
—Eh —fue la respuesta.
Me puse en pie y me apoyé en el balcón.
—Eres tú —dije.
—Y tú —contestó. En voz baja, más tímida de lo que recordaba.
—Te vi anoche en el bosque. Eras tú, ¿verdad?
—Sí.
—Y supongo que sabías que iba a estar hoy por la mañana aquí, en el balcón.
—Lo suponía.
La cabeza desapareció por un instante y entonces oí un crujido.
—Te he traído esto. ¡Cuidado!
Me sobresalté mientras una piedra trazaba un arco en el aire y aterrizaba en la veranda, rodando hasta pararse debajo de la mesa. Me arrodillé para recogerla, la volteé en mi mano y adiviné el perfil de un corazón ladeado, blanco como el mármol. Debía de haberla encontrado en uno de sus paseos, la habría lavado en un arroyo y se la habría llevado en el bolsillo, esperando mi regreso. Acaricié la piedra. Más tarde, le daría un beso en su fría superficie, pero no delante de él, todavía no. Se convirtió en mi más preciada posesión, y mientras la envolvía con mis dedos decidí que no la dejaría escapar nunca.
—Me encanta, Tamás —dije entre los árboles.
Te quiero. Eso era lo que realmente quería decir. Y ya nos lo habíamos dicho el uno al otro, en las cartas. Había copiado la escritura de Marika: Sok szeretettel. Y me lo había escrito de vuelta.
—Nos vemos a las diez en el estanque —le grité, a través del saúco, del rododendro y de las ortigas desparramadas.
Escuché la sonrisa en su voz mientras contestaba con un sencillo igen, «sí». Y oí el ritmo de sus pasos mientras corría de vuelta a su casa. En el balcón de Villa Serena mis dedos se cerraron sobre el corazón que me había dado.
Marika me cogió del brazo cuando después atravesé la casa corriendo. Me hizo girar, como una bailarina. Las dos nos reímos, y sentí que el hilo que nos unía daba un tirón. Me besó en la coronilla y me contempló, con fuego en las mejillas y un rubor en el pecho. Me dejó las marcas de los dedos en los brazos. Era una niña, otra vez. El chico húngaro con el pelo claro y los ojos como el cielo era tan suyo como mío. Mientras corría arriba para cambiarme, oí que se ponía a cantar.
Me paré en el último escalón y escuché, con la espalda pegada a la pared. Era una tonada de aldea que ya había escuchado, había visto cómo la cantaban, los hombres bailaban con camisas blancas de algodón y botas negras de vaquero, y las chicas se pavoneaban con las manos en las caderas, las faldas ondeando, lanzando miradas coquetas y gorjeando los coros. Era una canción de amor. La escuché y pensé en Marika, en cómo capturaba la esencia de la aventura sin perder un segundo. Pensé en Zoltán, abajo en su estudio, mezclando colores y arrojándolos contra lienzos en blanco con la boca entreabierta. No era extraño que se hubieran juntado, como el agua que corre labra un nuevo camino. El amor que vivía en esas colinas era del tipo que te paraba el corazón. «Pasión», había dicho Marika una vez, y ahora sentía su oleada por mí misma. Habría una parte de Marika conmigo en el estanque, pero al final se quedaría atrás. Las manos que se entrelazarían, inseguras, a mi espalda, me pertenecerían solo a mí, y cuando llegaran las palabras, mal formadas pero verdaderas, también serían mías. Y temblaría un momento, sintiéndome como si pasara de una cosa a otra. Cerraría los ojos y me convertiría en otra. Como el hielo se convierte en agua, si lo pones al calor del sol.
En el estanque, Tamás y yo nos deslizamos dentro del agua y nos besamos, sobre su superficie y debajo de ella, como submarinistas en un océano profundo que hubieran abandonado sus mascarillas. Más tarde, me llevó a las colinas, tan lejos que ni siquiera lograba divisar nuestro tejado rojo. Fuimos por caminos polvorientos hasta que se me mancharon los tobillos y me dolieron las plantas de los pies. Chapoteamos en el agua del río que bajaba precipitadamente, tocándonos con nuestros arrugados dedos de los pies, sonriendo empapados con las lenguas teñidas de rojo por las fresas silvestres que habíamos arrancado en el bosque. Tamás señaló un halcón y nos tumbamos de espaldas a observar cómo volaba en círculos muy por encima de nosotros, el rey del cielo. Cogió un ratón de campo y me dejó sostenerlo en la mano, tenía los ojos como brillantes cuentas de carbón. Me besó mientras nos apoyábamos en el portón de una granja, y mientras manteníamos el equilibrio en un tronco atravesado sobre un arroyo, y mientras corríamos a toda velocidad para bajar por una colina amarillenta, que crujía con cada uno de nuestros pasos. Sus besos caían dulces como la lluvia que se espera.
Estaba morena, feliz y relajada. Mi cuerpo se sentía libre de posesión, y era capaz de hacer cosas sin mi consentimiento previo. Como ser la primera en tirarme de cabeza bajo una cascada, hacer volteretas laterales en mitad de la carretera a Esztergom o sacar una mano y agarrar a Tamás, acercándole a mí de tal manera que nuestros cuerpos se presionaban el uno contra el otro, de los pies a la cabeza.
Nos atiborrábamos, pero ese verano siempre estaba hambrienta. Comíamos salados filetes de cerdo, espolvoreados con pimentón picante. Mazorcas rebosantes de mantequilla, con las que hacíamos carreras para mordisquearlas, los dientes manchados de amarillo. Salchichas hechas al fuego, ahumadas y dulces, que nos dejaban sedientos de la cerveza que había en las botellas marrones de Zoltán, lo que una vez hizo que mis pasos se confundieran y terminé riéndome, tumbada en el césped.
Una noche de esas, después de saquear las cervezas de Zoltán, le pregunté a Tamás cómo era Marika cuando yo no estaba allí.
Se encogió de hombros.
—La misma —dijo—. La misma Marika.
Me mordí las uñas.
—¿Más callada? —pregunté—. ¿O más triste?
—¡Marika nunca está ni callada ni triste! —se rio Tamás.
Di un respingo, y me froté el pellizco de un insecto que aterrizaba en mi brazo. Bebí otro trago, y hablé un poco más alto por el ruido que hacían las cigarras:
—Supongo que cree que esto es perfecto. Bueno, supongo que lo es, ¿verdad?
Saltó de su silla y se arrodilló delante de mí. Agarró mis manos y las empezó a besar.
—Nada es perfecto sin ti —dijo.
—Pero ¿qué pasa con Marika? —insistí—. ¿Parece la misma?, ¿actúa igual?
Dejó mis manos otra vez en mi regazo con suavidad. Se encogió de hombros.
—Está bien —dije—. De verdad. Ella es la que es, conmigo o sin mí. No es que yo quiera que ella fuera diferente.
Ese mismo verano vi la casa de los Horváth por dentro. Estuve de pie en su pequeño salón, empapelado en verde y con las cortinas de flores bordadas, el crucifijo en la pared y una estatua de cerámica de la Virgen María, con la cabeza gacha en oración, el manto descascarillado y de un azul desvaído. Me senté en el borde del sofá y me bebí un vaso de Coca-Cola sin burbujas mientras Tamás me señalaba cosas que me podrían parecer interesantes: su camiseta del equipo de fútbol Ferencvarós a rayas blancas y verdes, una postal de Canadá que le había enviado un pariente lejano con la imagen de un oso negro, un viejo zurrón de cuero que su abuelo usaba para ir de caza por los montes Pilis, que se extendían por detrás de la casa. Acaricié su gastada superficie, y cuando los dos nos agachamos para oler su aroma acre, nuestro pelo se rozó y nos robamos un beso, bajo la mirada de la Virgen. Cuando desapareció para ir al baño, me quedé mirando una fotografía de la escuela que estaba apoyada contra el aparato de televisión. Le distinguí, erguido en la fila de detrás, con el pelo rubio como si lo hubieran pintado con oro, la boca abierta, riéndose. Se podría haber tomado en los cincuenta, todos los niños tenían un cierto aire antiguo que yo no podía definir. Me imaginé a Marika en una toma similar de su clase, con sus trenzas desiguales y la mirada fija. Más bien, se habría movido al disparar, un borrón de movimiento en la fila del medio, que aparecería como un fantasma más tarde.
Marika y Zoltán dieron la bienvenida a Tamás en su casa, riéndose cuando él tosía por el humo de sus cigarrillos, y le llenaron el vaso de vino de sangre de toro. Nos sentamos a cenar extrañamente igualados, una pareja en cada lado, y hablamos hasta avanzada la noche mientras las libélulas bailaban al borde del césped. Una o dos veces se acercaron sus padres, lo que no solían hacer, trayendo con ellos una botella de aguardiente casero y un plato colmado de galletas con nueces. Los hombres se rieron mucho y muy alto, las mujeres golpetearon sus cucharas contra las tazas de café y Tamás y yo nos escabullimos al salón, para quedarnos dormidos delante de un programa de televisión alemán, con los brazos y las piernas entrecruzados, y las ventanas abiertas a la noche. Me sentía como si el verano no fuera a tener fin. Y mi otra vida, mi infantil vida inglesa, ni siquiera se me pasaba por la cabeza.
Pero Marika me hizo de recordatorio.
—Lo echarás de menos, ¿verdad?, cuando te vayas.
Yo estaba de pie en la cocina, bebiendo zumo de melocotón, solo con el biquini puesto, los pies arqueados pícaramente. Paré, bajé el vaso, una gota se me deslizó por la barbilla.
—No me puedo imaginar no estar aquí —dije. Dejé que las palabras quedaran suspendidas en el aire, cargadas de expectación. Los platos apilados de cualquier manera en el aparador parecían cantar: «Quédate», así como las repiqueteantes cuentas de la cortina, los lienzos de Zoltán en el recibidor, los colores uniéndose y formándose de nuevo para pintar el mundo que tenía enfrente. «Bien, quédate».
—Quiero decir, he estado pensando, a lo mejor podría…
Marika puso una cafetera al fuego. Lio una buena buscando el azúcar. Observé su espalda y el modo en que los huesos de sus hombros sobresalían de su blusa.
—No lo pienses como si fuera un final —dijo, mientras colocaba los platos—. Sino más bien que las cosas cambian.
—Me gustan las cosas como están —repliqué—. No quiero que cambie nada. Si tan solo me pudiera quedar aquí…
—El cambio nos mantiene vivos —contestó Marika y se dio la vuelta, con la cara pálida—. Todos necesitamos un cambio.
Dejé mi vaso y una mosca no perdió ni un segundo en posarse en su pegajoso borde.
—Erzsi, solo porque no estés aquí con Tamás, no implica que él no esté contigo —siguió—. A veces es suficiente solamente con pensar en alguien. Saber dónde está y qué está haciendo y verlo con los ojos de la mente. El recuerdo, la imaginación, esos son los dones. El poder para conjurarlo. Esta magia…
—No es suficiente —dije—. A lo mejor es suficiente para ti, pero no para mí. Y esto no es magia, es… triste.
Me pregunté cuántos años tendrían que transcurrir para que el pasado dejara de importar. Tenía razón, el cambio nos mantenía vivos. Pero nos daba una vida nueva cuando no necesariamente habíamos acabado con la vieja. Cuando la vieja todavía nos cabía, aunque se hubiera desgastado un poco por los codos. Los veranos húngaros con Marika eran maravillosos, pero el tiempo de antes nunca se había borrado de mi vista. Sentí un picor en los ojos. Me los froté.
—Siempre te he llevado en mi corazón —finalizó sencillamente, con una mano en el corazón.
—Lo sé —contesté—. Pero estar realmente aquí es mejor.
Nos miramos la una a la otra, y pensé que habría algo más, pero solo cogió mi vaso para lavarlo y terminó de preparar el café con gestos calculados. Salí antes de la cocina, mis pies descalzos rozaban el suelo, y detrás de mí ella sacaba la bandeja al césped.
Quería un cambio. Harkham se me había quedado pequeño. Notaba cómo mi cabeza se daba contra sus bajos techos, las yemas de mis dedos hacían fuerza contra las paredes. Toda esa rutina. Mi padre yéndose a trabajar cada día a la misma hora, su chaqueta, su maletín, siempre lo mismo. Oía quejarse el motor de nuestro viejo coche mientras se lo camelaba para que arrancara, y después el crujido de la gravilla mientras rodaba lentamente hasta la carretera. Desde ese momento tenía veinte minutos antes de que llegara el autobús de la escuela. Dejaba escapar el aire, corría por toda la casa y le sacudía las telarañas. Me tiraba otra vez en la cama y daba patadas al aire. Gritaba hasta quedarme ronca. Entonces me volvía a componer la ropa que llevaba al colegio y caminaba por el sendero hasta la parada de autobús. Deseando de repente, con furia y de un modo totalmente inoportuno, haberle dado un beso de despedida a mi padre. En la mejilla, como solía hacer cuando era más pequeña. Cuando me cogía en brazos y me sostenía en el aire, las manos con fuerza en mis axilas, mis piernas pataleando, mi cara sonriendo.
El día antes de tenerme que marchar fui otra vez a casa de Tamás. Sus padres se habían ido al mercado, y el lugar estaba oscuro, fresco y tranquilo. Tamás sirvió dos vasos de Coca-Cola mientras yo me paseaba por el salón, cogiendo cosas y volviéndolas a dejar. Me acerqué al alféizar, donde había un reproductor de casetes cuadrado, con una pequeña pila de cintas al lado. La mayoría eran grabaciones de música folclórica típica, en sus portadas había hombres con camisas llenas de volantes y ceñidos pantalones de montar negros, y mujeres con el pelo trenzado de manera extravagante y cinturas estrechas. Unas versiones más pulidas de los bailarines que había visto en el pueblo. Un par mostraban hombres viejos y serios con los bigotes erizados y los ojos llenos de pena, las barbillas apoyadas en violines, los dedos danzando en las cítaras. Y uno tenía un hombre rubio en la portada, con gafas redondas y el pelo cortado a tazón. Lucía una camisa de estilo occidental de color pistacho, y una sonrisa en la que se podía confiar. Mis amigos del colegio habrían pensado que estaba diciendo: «Patata». Pero a mi padre le gustaba John Denver. De hecho tenía esa misma cinta, la había visto en el cajón donde las guardaba. Recordé la portada, y haber pensado que parecía un vaquero que no era capaz de cabalgar, y que había escogido en vez de eso sentarse junto al fuego y rasguear la guitarra. Hacía mucho tiempo que no oía a mi padre poner esa cinta. De hecho, no la había visto en años.
Entonces volvió Tamás, y sentí su aliento tibio en mi oído.
—¿Quieres poner algo de música? —preguntó.
—Esta —dije cogiendo la del vaquero sonriente.
—¿Esta? Es demasiado triste.
—No, no lo es, venga, ¡ponla!
—¿No crees que sea triste?
No recordaba que fuera triste. No la recordaba en absoluto.
—No —contesté—. No lo creo. Me gusta.
Tamás cogió la cinta y la puso en el reproductor. La rebobinó un poco y la paró, en un punto en concreto. Lo puso en marcha.
—Baila conmigo —dijo, en voz muy baja, con sus ojos clavados en los míos.
Mientras la música de la guitarra llenaba la habitación, cogió mis dos manos y me llevó al centro. Empecé a reírme y después paré. El vaquero cantaba acerca de irse. Hablaba de maletas en el recibidor, un beso, una promesa, un último abrazo. Y después un avión surcando el cielo, con fecha de regreso desconocida. Los ojos de Tamás se habían vuelto azul agua, y en pronta respuesta, sentí cómo me picaban los míos debido a las lágrimas. Los dedos de mis pies se enroscaron en la vieja alfombra que estaba en el suelo. Tamás me acercó a él, y apoyé la cabeza en su hombro. El vaquero no quería irse y yo tampoco. Bailamos muy lentamente, envueltos en los brazos del otro. Y entonces, sin previo aviso, empecé a pensar en otro tipo de partida. Sin aviones, pero con un viaje en barco y la orilla opuesta. Un lago negro como la noche, con puestos que vendían vino bordeándolo y una multitud caminando. Un desayuno extraño y forzado. Mi padre en la playa, con las clavículas quemadas por el sol. Demasiado helado. Las maletas en el recibidor, la cara con forma de corazón de Marika muy pálida, yo sencillamente destrozada.
Con mi cara refugiada en el hombro de Tamás, empecé a llorar. Me secó las lágrimas con pulgares cuidadosos y me besó en los labios. Giramos lentamente, nuestros cuerpos fundidos en uno solo.
—No pasa nada, Erzsi —susurró—. Esta canción también me hace llorar siempre. La puse todo el rato el año pasado cuando estaba esperando que volvieras. De hecho, me la dio Marika.
Le miré.
—¿Marika?
—Creo que estaba haciendo limpieza.
Entonces recordé cómo había llegado a saber que a mi padre le gustaba John Denver. Hacía muchos, muchos años, cuando tenía seis o siete, me había encontrado con uno de sus discos, y mi padre lo había puesto. Tenía un recuerdo muy preciso de él manejando el tocadiscos, pues no veía que lo pusiera muy a menudo. Colocó la aguja con delicadeza, los labios fruncidos, su espalda encorvada. Mientras la música country llenaba nuestra casa, Marika había salido de la cocina moviendo las caderas, y había abrazado a mi reacio padre. Los dos habían bailado por el salón, los pies de mi padre cautos y avergonzados, los de mi madre adelantándose a la música. Yo había saltado por donde pisaban, antes de lanzarme al sofá, riéndome al tiempo que los cojines me caían en la cabeza. El baile no había durado mucho y jamás se repitió, pero por un extraño y delicioso momento, me había sentido una forastera en la historia de amor de mis padres, y no me había importado ni pizca.
—Irse es lo peor que puede hacer alguien —dije.
—No siempre, Erzsi —respondió, con sus cálidos labios junto a mi oreja—. Si Marika no se hubiera ido, ¿cómo habría podido conocerte?
La canción terminó y empezó otra, y seguimos bailando. Lentos, y no exactamente al compás.