En la foto es 1994 y tengo trece años. Estoy sentada a la mesa del desayuno, en la terraza de Villa Serena, a la luz del día. Tengo una taza roja de hojalata al lado, llena del café negro como la tinta que siempre solíamos beber y un plato con migas y una mancha de yema amarilla. Casi puedo oír a los pájaros trinar y revolotear en el bosquecillo de detrás, y oler el dulce y húmedo aroma de la mañana, antes de que el calor lo seque y lo resquebraje. Es una foto serena, aislada, que se está despertando del sueño.
Mi pelo está despeinado por el sueño, y el flequillo se me ladea hasta los ojos. Estoy perdida dentro de una camiseta gigante con un zigzag de color en la parte delantera, un relámpago brillante. Echada hacia delante, mis codos están en la mesa, mi barbilla descansa en una mano y apoyo la cabeza soñolienta. Me habría despertado el sonoro ruido que hacía Marika en la cocina, su voz subiendo y bajando con los violines y los acordeones de antiguas canciones gitanas. Habría oído el chisporroteo de los huevos al echarlos a la sartén caliente y el bramar de la risa de Zoltán. Me habría levantado, con el cuerpo pesado por el sueño, y me habría apresurado a bajar. Sin quererme perder ni un solo momento.
Mis ojos miran a la cámara, con el atisbo de una sonrisa curvándome los labios. Me estaría imaginando a mí misma como una actriz que se levantaba tarde, una ingenua desaliñada, pues hay algo de presumido en mi pose inocente.
La fotografía debe de haber sido tomada al principio de mi estancia, pues mi piel todavía está blanca y mi nariz no tiene pecas. Recuerdo marcharme a Hungría ese año con determinación, decidida a hacerlo mejor. Durante todo el año había lamentado las oportunidades perdidas en mi última visita, mi torpeza. Los trece iban a ser un nuevo comienzo. La pubertad todavía no me tenía entre sus garras, no me habían salido granos en la suave barbilla, y tampoco dudaba de mí misma. Había tomado decisiones. Correría por los bosques sin echarme atrás, e iría a cualquier fiesta. Devon era demasiado tranquilo, mi padre y yo viviendo juntos como piezas de ajedrez. Quería que me sacudieran. Necesitaba a Marika.
Me detuve en esta fotografía incluso más que en las demás. Me gustaba el hecho de que me la hubieran sacado por la mañana, porque era como si fuera el comienzo de algo. El día se estaba despertando y yo también, y, de alguna manera, había una cierta promesa en todo eso. Era el inicio de otro día lleno de sol en Villa Serena. Pero no me acuerdo. El único día que recuerdo de ese año es uno inundado de lluvia. Cuando el agua cayó a cántaros desde el cielo. Esik az esö. Las palabras se me aparecen de repente. Significa: «Está lloviendo». Si lo decías en húngaro salía a borbotones, y cuando lo susurraba la boca se me llenaba de ssshhh. Era la primera vez que veía llover en Hungría, así que también era la primera vez que oía pronunciar esas palabras. Qué extraño que, después de diecisiete años, las recuerde justo ahora. No goteando en mi subconsciente, sino como un torrente.
Mi teléfono sonó con el tono de un mensaje y lo saqué, y vi que era de Lily. «Llueve en el mar. Más mojado que nunca —decía—. El chico huele a moho y me han picado los mosquitos. Puede que vuelva a casa antes». Sonreí. Lily era una de esas personas que tienen todas las razones para ser feliz, pero raramente lo son. Me hizo acordarme de una noche de domingo de hacía más o menos un mes, cuando estábamos en casa y su madre se acababa de ir, después de pasar allí unos días. Lily se estaba enjugando los ojos, pensando que yo no la veía. Le pregunté qué pasaba y sonrió vergonzosa.
—Siempre me siento un poco triste cuando se va —dijo—. No sé por qué.
Le había dado un abrazo rápido y nos había servido más vino, mientras admiraba los zapatos nuevos que adornaban los pies de Lily, y escuchaba otra vez la descripción de la obra de teatro que habían ido a ver la noche anterior. La verdad era que Lily y su madre estaban muy unidas ahora, pero siempre había dicho que había sido una adolescente horrible.
—Era espantosa —solía reírse—. La odiaba muchísimo y estoy segura de que ella también me odiaba. Aunque pasa lo mismo con todos los adolescentes, ¿verdad? Todos odiamos a nuestros padres.
Yo había emitido un ruidito para expresar mi acuerdo; generalmente, en mi vida, encontraba que solía ser lo más fácil. Pero mirando mi fotografía con trece años, supe sin lugar a dudas que yo nunca había odiado a Marika, ni siquiera entonces. Ni de lejos. Y tampoco a mi padre. A nuestra extraña y apartada manera, habíamos sido buenos los unos con los otros.
Empecé a responder a Lily, después me detuve, sin querer volver a entrar en el mundo normal. Apagué el teléfono y volví al libro.
Había un dibujo doblado en la página en la que me encontraba. No tenía nada de la maestría de Zoltán, ni del toque un poco más recargado de Marika; en vez de eso pertenecía a una mano mucho más insegura. Y supe sin lugar a dudas que era la mía. Bajo las líneas vacilantes estaban las huellas borradas de otras, y yo recordaba haber trazado cada una de ellas. Debía de haber unos veinte bocetos borrados, cada uno de ellos descartado, bajo el que sobrevivió. Me había resultado muy difícil conseguirlo. Y había otras tachaduras sobre él, atravesándolo, cruzándose, doblándose sobre sí mismas y volviéndose locas, y recordé hacerlas, arrugarlo como una bola, con la intención de tirarlo. Pero alguien había rescatado mi dibujo y alisado los pliegues. Era el retrato de un chico, y a pesar de la ineptitud de la artista, supe quién era inmediatamente, y fui transportada al día de la lluvia. Escuché las palabras, esik az esö. Vi la forma que adoptaban sus labios al hablar, debajo del sicomoro. Y recuerdo cómo las repetí, cómo se movía mi boca, imitando la suya.
La única interrupción de nuestra rutina casera eran las ocasionales visitas de la tía Jessica. Vino ese junio, cuando caía una llovizna y nuestra casa estaba calada por el frío de la temporada. Recuerdo todos los detalles. Ella sentada en el borde del sofá, tan satisfecha e incapaz de disfrutar, con un suéter rosa palo y un collar de una vuelta de perlas. La manera en la que trajinaba por la cocina, cogiendo tazas y platos del armario, y lavándolos antes de usarlos, chasqueando la lengua como reproche. El sonido de la tos incesante de mi padre desde el piso de arriba.
Le había contagiado mi resfriado la semana anterior, y le había sentado mucho peor que a mí. Ya solo me quedaba un ligero moqueo, mientras que él había estado en cama los últimos tres días. Había ido a la tienda del pueblo a comprar sobres de medicina con sabor a limón y cajas de pañuelos que no le rasparan la nariz. Había calentado sopa de pollo y se la había llevado, y el cuenco resbalaba en la bandeja, desplazando los picatostes. Y había cogido la radio de la cocina y la había puesto en el alféizar de la ventana de su dormitorio, para que no se perdiera las obras de teatro que emitían por la tarde. Entonces sonó el teléfono y era la tía Jessica; habló con él, y decidió que iba a venir y quedarse; que no íbamos a sobrevivir sin ella. Habíamos conseguido no verla durante cuatro meses. Llegó esa misma tarde, dándose aires de importancia y con dos bolsas de supermercado llenas hasta arriba. El tipo de cosas que nunca comprábamos y que no nos gustaban; conservas de carne, latas de piña y caramelos de menta.
—Por otra parte, esta casa se viene abajo —dijo, mientras frotaba el aparador con un líquido que dejaba un engañoso olor a fresas—. Gracias a Dios, he podido dejarlo todo y venir.
La observé desde mi sitio en la mesa de la cocina, con los deberes esparcidos ante mí. No pensaba que a mi casa le pasara nada malo, pero su tono era tan convincente que no podría haberlo jurado. Miré a mi alrededor sin muchas ganas y, con cautela, como si ver un cojín ladeado o un ramo de flores marchitas en un jarrón pudiera darle la razón.
—De verdad, Elizabeth —continuó, mientras llenaba el fregadero con agua caliente, haciendo un montón de espuma—, de verdad que no sé qué hacer con vosotros dos.
Siempre me llamaba Elizabeth, como si quisiera negar la existencia de Marika y la de Hungría juntas. Yo fingía que me daba igual.
—Estamos bien —dije, masticando el extremo de mi bolígrafo. Lo debí de hacer muy fuerte, y el plástico se rompió. La tinta azul goteó por mi brazo, hasta la mesa.
—Pero ¡bueno! —cacareó, y me empezó a restregar con un trapo chorreante.
Me froté el azul de las manos, y me las limpié en los vaqueros.
—Voy a subir a ver a papá —dije—. A ver si quiere una taza de té.
—No quiere —contestó—. Necesita descansar. ¿Por qué no me ayudas con la cena? ¿Qué te parece algo de caballa?
—No me gusta mucho el pescado últimamente —repliqué, arrugando la nariz.
—Ah, ¿no? ¿Y qué te gusta, señorita? No me vengas con melindres.
Salté.
—Me gusta el gulyás —dije— y el Wiener Schnitzel. Y el cigány pecsenye.
Sacudió un trapo de cocina y lo olisqueó. Lo metió en la lavadora.
—Supongo que son cosas que tomas por allí —comentó con tono cortante.
—¿En Hungría? Así es. Marika es una cocinera fabulosa.
Arqueó las cejas.
—¿Así que Marika?
Me encogí de hombros.
—La he llamado así durante años. Le gusta. Es su nombre.
—Muy moderno —dijo, frunciendo la nariz como un hámster.
—Solo me falta un mes para volver a estar allí. —Sonreí, exagerando mi entusiasmo—. No aguanto la espera.
—Me sorprende que tu padre te deje zascandilear por ahí —fue su respuesta.
—No es zascandilear, voy a ver a mi madre. Nos veríamos todo el tiempo si pudiéramos, es solo que está muy lejos. Hay una chica en mi clase que pasa con su padre todos los fines de semana, desde que sus padres se han separado.
—Tu padre nunca piensa —contestó mi tía—. Nunca. Ni cuando era pequeño. Coge el camino más fácil. Es como esos pájaros que entierran la cabeza en la arena, ¿cómo se llaman?, ¿emús?
—Le gusta que vaya a Hungría. Le gusta que me haga feliz.
—Mucho me temo que tu padre ya no sabe lo que es la felicidad, Elizabeth. Ni siquiera es muy bueno fingiéndola.
Dejé caer mi bolígrafo estropeado y la miré boquiabierta. Estaba dispuesta a discutir, a defenderle, pero algo me detuvo. ¿Era infeliz mi padre? Y si lo era, ¿me había dado cuenta? ¿O era algo tan obvio que había acabado por ignorarlo, dándolo por sentado, porque intentar hacer algo parecía imposible? La tía Jessica empezó a abrir una lata de caballa con movimientos bruscos, y de pronto se paró dejándola a medias. Se llevó las manos a los ojos, y reconocí ese gesto. También había visto a mi padre procurar no llorar así, supongo que esa era la respuesta que andaba buscando. Pero después volvió rápidamente a la normalidad, ordenando mis deberes y poniendo la mesa, mientras se quejaba de que no se hacía nada si no se encargaba ella. En algún momento dejó caer que sentía lo que había dicho antes acerca de mi padre. No volví a recordarle que no me gustaba el pescado. Evité mirarla, por si me complicaba algo más.
Después de mejorar y de que la tía Jessica se fuera, volvimos a la rutina, pero me encontré a mí misma observando a mi padre, buscando algún signo de que, a pesar de todo, mi tía se había equivocado. Pero con él era difícil saber si era desgraciado o no, averiguar dónde se dibujaba la línea entre estar bien y estar mal. Seguía haciendo las mismas cosas. Cada fin de semana iba al bar a beberse una pinta de cerveza, y me llevaba consigo. Se sentaba y hacía el crucigrama en una esquina, mientras yo bebía limonada con una pajita directamente de la botella y hacía cosquillas en la tripa a Larry, el perro del bar. Era lo suficientemente amable con las señoras del pueblo cuando las veía de vez en cuando en la tienda, y ellas, en cambio, eran simpáticas con nosotros. Una de ellas nos dio un pastel de frutas casero, y otra nos dejaba un tarro de mermelada de mora en la puerta cada dos semanas. Pronunciaban su nombre suavemente, «David», como si fuera una palabra que consolara en sí misma. «David», como si pronunciaran «Hala, hala». En casa, trabajábamos juntos el jardín, codo con codo; yo reclamaba las patatas de debajo de su horca y escarbaba como si fuera un pirata en busca del tesoro. Por las tardes veíamos series de televisión y me ayudaba con los deberes, especialmente matemáticas, que era su asignatura. Y cada mañana se esperaba a que yo me montara en el autobús escolar, y se marchaba en dirección contraria, a enseñar en un colegio privado de chicos que llevaban pantalones cortos, en un edificio que parecía un castillo. Comparábamos nuestros días cuando llegábamos a casa. Siempre estábamos de acuerdo en que habían ido bien, y nos poníamos a hacer la cena.
En una de esas tranquilas tardes, cuando la radio susurraba desde el alféizar y la llovizna repiqueteaba en los cristales, se lo pregunté directamente. Estábamos sentados el uno enfrente del otro, cortando las chuletas de cordero, cuando aparté mis cubiertos y hablé.
—Papá, ¿eres lo suficientemente feliz?
Siguió masticando lenta y rítmicamente, pero vi cómo se fruncía su entrecejo. Las gafas se le deslizaron un poco por la nariz.
—Es solo… Quiero saberlo porque… no estoy segura. La tía Jessica…
Dejó su cuchillo y su tenedor y cruzó los dedos. Las puntas se le pusieron blancas, y entonces supe que todo lo que dijera sería verdad. En voz muy baja, casi un susurro, dijo:
—Ya he tenido mi felicidad, Erzsi.
Pensé en un pastel demasiado cremoso, uno del que nadie pudiera repetir. Pero no parecía un hombre bien alimentado. No tenía las mejillas sonrosadas, ni la tripa llena de alegría. Así que ya estaba. Le había preguntado, me había contestado, y yo no sabía más que antes. Cogí mi chuleta con las manos y empecé a mordisquear.
Estábamos en el restaurante de Esztergom, el del letrero con el elefante, un animal de hierro forjado bajo el que tenías que pasar para entrar. Era un detalle exótico, y me hizo pensar en un callejón marroquí, o en un bazar de El Cairo, aunque no era como si hubiera estado en ninguno de esos sitios. El acabado rosáceo del edificio y las oscuras miradas de los camareros eran excitantes por lo extrañas. A Marika le gustaba ese sitio por su pollo a la pimienta y sus grandes fuentes de galuska, que eran marañas de tallarines caseros. Yo ya era mayor como para contemplar con placer al joven camarero, con sus delgadas caderas y el pelo negro que le caía hacia delante al inclinarse para servirnos las bebidas. A Zoltán le gustaba por la destreza con que sus vasos vacíos eran remplazados por otros llenos de cerveza. Siempre salía caminando un poco ladeado.
Marika y yo habíamos parado allí para comer después de hacer la compra para toda la semana. Normalmente no éramos tan organizadas.
Lo típico era que Marika se fuera directamente en la bicicleta vieja de Zoltán y volviera con lo que pudiera acarrear: una sandía encajada en la cesta delantera y una hogaza de pan incrustada en el transportín metálico de la rueda trasera, con la corteza a punto de reventar. Era distraída con lo de la compra, y muy rara vez escribía una lista de lo que necesitaba; parecía que prefería los viajes erráticos en los que volvía con cuatro botellas de vino y varios girasoles, o un pescado envuelto en papel marrón y una ristra de guindillas, cuando lo que de verdad necesitábamos era mantequilla y queso. En Harkham, comprar era un proceso metódico, con cada objeto señalado en la lista, y siempre el lunes por la tarde después del colegio. La lista tenía lo mismo todas las semanas, y el camino por los pasillos del supermercado estaba más que ensayado, nunca nos tentaban las ofertas especiales ni los nuevos productos. La cocina de Harkham siempre estaba adecuadamente provista, aunque no hubiera emoción. En Villa Serena ocurría un drama al abrir la nevera y no encontrar leche, sino tres cartones de zumo de melocotón y una botella de champán húngaro. Cuando buscabas algo de pan, no era raro encontrarte un panecillo seco y solitario, muriéndose bajo un montón de semillas de sésamo, y que a su lado hubiera un gran bizcocho de miel, perfecto, con sus almendras y sus cerezas. Mi dieta allí era un tanto estrafalaria y excéntrica, pero nunca pasaba hambre.
Ese día, Marika había planeado hacer una cena especial, para celebrar mi llegada. Los tres, dijo, íbamos a comer como reyes y, ahora que ya era adolescente, podía probar por primera vez el vino húngaro. Compramos dos botellas de Tokaji dulce, y parecía oro líquido. La etiqueta era en relieve, con una corona muy majestuosa que me hizo sentirme importante solo con mirarla. También compramos unos pedazos de carne de ternera que nos empaquetaron, un saco grande de patatas, unos enormes pimientos rojos y un pastel con la cobertura endurecida, como una pista de patinaje del color del caramelo. Después, enardecidas por el éxito, nos sentamos en el patio del restaurante del elefante. Marika apartó su plato y se encendió un cigarrillo.
—No sabía que fumaras —dije.
—De vez en cuando —contestó.
—¿Puedo probarlo? —pregunté, como un relámpago—. Ahora que soy una adolescente…
Dudó, y nuestras miradas se cruzaron. Sostuve la cabeza alta, y ella encogió un hombro.
—No creo que te vaya a gustar —dijo, tendiéndomelo, achinando los ojos.
Cogí el cigarrillo con cuidado, como si fuera a estar caliente al tacto, o a incendiarse espontáneamente. Me lo llevé a los labios, lo dejé por un momento entre ellos y contuve la respiración. Sin darle una calada, sin inhalarlo. Lo saqué con cierta gracia y lo sostuve, entre el índice y el pulgar, como había visto hacer a la gente.
—Tampoco ha sido para tanto —comenté, pero tosí un poco, para aparentar.
Se lo devolví con precaución. Bueno. Había fumado. Nunca había querido intentarlo en casa, cuando veía a las chicas y a los chicos amontonados a un extremo del campo de deportes, engullendo con prisas caramelos de menta y pulverizando nubes de desodorante antes de volver a clase. Los ojos del camarero moreno, que estaba apoyado en el marco de la puerta, se cruzaron con los míos, y me senté un poco más derecha y me pasé la mano por el pelo.
—Bueno, no es como para armar un revuelo —dijo Marika—. Y son caros, y malos para ti, tendrías que ser tonta para fumar. —Lo apagó, y dio una palmada con repentina eficacia—. ¿Volvemos?
—No eres como las otras madres, ¿verdad? —dije mientras retiraba mi silla, con el sabor del cigarrillo todavía en los labios. No dijo nada y me pregunté si la había ofendido. Añadí—: Lo digo en el buen sentido.
Sonrió y sacudió la cabeza, con un gesto que mostraba entre acuerdo y una ligera exasperación.
En el coche, de camino a Villa Serena, consideré preguntar por Tamás, y me la imaginé arqueando las cejas y esbozando una sonrisilla. Pero los trece son la edad de los flechazos en silencio. En vez de eso dejé colgar el brazo por la ventanilla, y me acomodé en el asiento de tal manera que mis pies descalzos descansaban en el salpicadero. Me empecé a limpiar una uña, un tanto distraída. Marika me miró de reojo.
—¿Qué? —pregunté.
—Ya sé que te lo digo todos los años, pero de verdad que esta vez has crecido mucho.
—Gracias —dije, contenta.
Disfrutaba de mi propio mito. No habría pensado que había crecido tanto si me hubiera visto hacía una semana en Harkham, la noche en la que las avispas entraron en mi cuarto. Me había encogido en el suelo mientras revoloteaban de un lado a otro, las tres juntas. Me había echado la colcha de la cama por encima de la cabeza y había escapado de mi habitación gritando. Me había chocado con mi padre, y me había refugiado en su cuello. Se me había quitado de encima amablemente y se había dirigido al ataque, emergiendo más tarde heroicamente, empuñando la zapatilla con los restos de las avispas en la suela. Había preparado el té después, y nos habíamos sentado juntos en el sofá, reponiéndonos. Eran muchas las veces en las que sentía que no había crecido en absoluto.
Llegamos al camino y circulamos lentamente, las piedrecillas repiqueteaban en los laterales del coche con un ruido metálico. Mi mano rozaba los setos mientras avanzábamos, cogiendo puñados de hiedras y helechos.
—Con cuidado, Erzsi, que hay espinas.
—No me preocupa —contesté—. También hay acederas.
—Ah, sí que las hay —dijo Marika, acelerando en el último tramo, y metí la mano justo antes de que pasáramos entre los postes de la entrada.
—No ha tenido gracia —comenté.
—Te dije que tuvieras cuidado.
—Podía haber perdido el brazo.
—Te lo habrían vuelto a coser. Tenemos médicos muy buenos aquí.
—Ah, ¿sí? Qué bien, así me podría quedar todo el verano. Recuperándome. Poniéndome morena. Me encantaría quedarme más.
—A lo mejor el año que viene, Erzsi.
—¿A quién le tengo que preguntar si me quiero quedar más? ¿A ti o a papá?
Marika dudó, y después contestó:
—En realidad, a tu padre. Sabes que te puedes quedar conmigo todo lo que quieras.
—¿Puedo? —pregunté—. ¿De verdad?
Y le perdoné el pie en el acelerador, y los postes acercándose.
Esa noche cenamos juntos en la terraza. Hacía buena tarde, fresca y limpia, el calor del día era un recuerdo borroso. Marika se había machacado en la cocina, los mechones de pelo se le pegaban en las mejillas, las mangas subidas hasta el codo para salpimentar la comida, soltaba palabrotas con alegría. Ya estaba oscuro cuando comimos. Encendimos velas de citronela, y Zoltán puso un disco. Me dejó la funda para que la estudiara mientras el jazz francés alteraba la quietud del aire. Entonces me cogió la mano y me sacó a bailar, nuestros pies pisoteaban las baldosas. Me hizo girar y me fui contra las parras, riéndome. Marika llamó nuestra atención con un grito triunfante, y colocó una cazuela gigante en mitad de la mesa. Nos sentamos, y observamos cómo llegaban una montaña de puré de patatas con mantequilla y un plato de ensalada de pepino, aliñada con crema agria y espolvoreada con pimentón. Zoltán levantó la tapa de la cazuela y sirvió cucharones de pörkölt, un espeso estofado de ternera del color del barro, con pedazos de carne y brillantes hilos de cebolla. Nuestros platos estaban hasta los bordes, y las plateadas rebanadas de pepino resbalaban encima. Zoltán escanció el brillante vino en tres vasos. A la luz de las velas parecía magia, atrapada y conservada. Me tendió un vaso y lo cogí, tal y como había hecho antes con el cigarrillo, con cuidado y un poco de recelo, como si el cristal se pudiera romper y el líquido derramarse. Se puso de pie.
—Con esta cena damos la bienvenida a Erzsi, una vez más, a nuestra casa.
—Gracias —dije—. Köszönöm.
Lo dije con timidez, dándome prisa con las consonantes, trabándome para conseguirlo. Marika y Zoltán dejaron sus vasos y aplaudieron, y lo disfruté, con las mejillas tensas. Me di cuenta de que era la primera vez que les había dicho una palabra en húngaro a cualquiera de los dos. En los tres veranos anteriores había tomado como norma hablar inglés, una combinación de terquedad e inquietud. Con Tamás me había complacido en ser la extraña de fuera, nunca era más inglesa que cuando estaba perdida en la inmensidad de aquellos campos extranjeros.
—Ahora, Erzsi, esto es Tokaji. Rey de los vinos, vino de reyes. Egészségedre!
Mientras chocábamos los vasos en un círculo perfecto, y gritábamos Egészségedre!, le di un sorbo al vino, y sabía dulce y fuerte, a pasas arrugadas por el sol.
—A decir verdad es un vino para el postre —dijo Marika—, pero a Zoltán y a mí no nos importan ese tipo de cosas. ¿Tú qué crees, Erzsi?
Le di vueltas al vino en mi vaso.
—Creo —contesté— que me gusta tener trece años.
Comimos despacio y hablamos muchísimo. Pero no hubo preguntas acerca del colegio, ni de lo que quería ser, ni miradas condescendientes. No hubo conversaciones inquisitorias, mordientes, de adultos, que me recordaran que yo no lo era, que estaba de visita, que solo era medio húngara.
Marika me habló de la vida en Villa Serena y yo escuché con atención. Habló de la primavera, de la charca escondida, que estaba abarrotada de ranas, trepando unas sobre otras con sus patas marrones, saltando como si fueran un dibujo animado. Y de cómo un día una garza había atravesado el bosque, había aterrizado en mitad del césped, se había instalado justo en medio, encorvada pero majestuosa, y solo se fue cuando Marika esparció las migas con demasiado entusiasmo.
—¿Y a qué se han dedicado los vecinos? —pregunté, y en verdad quería decir: «Sí, las ranas y todo eso está genial, pero cuéntame qué pasa con el chico de al lado».
Zoltán se empezó a reír. Me preocupaba que me hubiera leído el pensamiento, pero no era eso en absoluto. Me describió cómo Marika se había peleado con Bálint Horváth porque le había visto pegando al caballo de su padre. Dijo que se había dirigido a Bálint y le había cogido del brazo tan fuerte que, más tarde, su vecino había subido la manga de su hijo y le había enseñado el juego completo de huellas de Marika, de un rojo apagado. Pensé en el año anterior y en los bosques, y en cómo Bálint me había parecido tan duro y tan ágil que daba miedo, y en que habría podido librarse de Marika si hubiera querido. En cómo habría podido hacer cualquier cosa, si le presionaban. ¿Esto qué quería decir? ¿Que después de todo no era tan malo? Quería saber si alguien más la había visto pelearse, pensando solo en Tamás. Pero todo lo que Marika se limitaba a hacer era sacudir la cabeza y decir que los húngaros podían ser muy crueles a veces.
—No solo los húngaros, la humanidad —dijo Zoltán, y Marika colocó su mano encima de la de él.
—¿István Horváth es granjero? Digo, como uno de verdad —me apresuré, antes de que la conversación cambiara.
—No realmente. Por lo menos, tiene una pequeña parcela, supongo que se puede llamar así. Pero tiene una pierna mal, así que no puede hacer mucho en ella —contestó Marika.
—¿Por qué estaba Bálint haciendo daño al caballo?
—Ay, no sé. Supongo que no estaba haciendo lo que quería que hiciera. Tiene mal genio, lo he visto otras veces.
«Yo también», pensé.
—No hay nada malo en los Horváth —dijo Zoltán—. István es muy trabajador. Pero Bálint es de los vagos, por lo que no es asunto suyo pagarlo con un caballo.
—Ay, míranos, Erzsi, debes de pensar que somos un par de viejas cotillas. Pero no hay nadie con quien hablar en estas montañas excepto entre nosotros.
—Bálint es demasiado mayor como para ir al colegio, ¿verdad? —insistí—. Pero ¿Tamás va a la escuela en Esztergom? ¿Con otros chicos y chicas?
—Ay, sí. No sé cuánto tiempo aguantó Bálint. Pero Tamás es uno de los mejores alumnos, por lo que cuentan todos. Solo tiene trece años y es el primero de su clase, eso dice su madre. Ay, y Bálint tiene una nueva motocicleta. Erzsi, oirás el ruido de su motor hasta aquí, de día y de noche. No sé adónde va con ella. Pero no está en casa ayudando a su padre, eso sí lo sé. Pero, bueno, es joven. ¿Quién puede culparle? Se supone que los adolescentes te dan problemas, ¿no? Ay, Erzsi, te estamos aburriendo, vamos a callarnos. Cuéntanos algo nuevo. Algo emocionante.
—No sé si puedo pensar en algo emocionante —dije, decepcionada porque la conversación se hubiera alejado de los Horváth. Quería saber más acerca de Tamás en el colegio. Junto a quién se sentaba en clase, y si acaso era una chica. Y si era amable con todo el mundo, o solo con los que realmente le gustaban—. Aunque estoy emocionada por estar aquí —añadí, en voz baja.
Zoltán se rio, y rellenó su vaso y el de Marika. Me sonrió, mirándome con indulgencia. Podía decir cualquier cosa y le parecería bien, y me gustaba cómo me hacía sentirme eso. Como si tuviera encanto. Marika se había echado hacia delante, y tenía la barbilla apoyada en las manos, muy femenina. Sonrió.
—¿Y los chicos?
—¿Chicos? —Me encogí un poco, y agarré el vaso de vino. Lo poco que tenía ya no estaba, pero era útil para sostenerlo.
—Cuando tenía tu edad todo giraba en torno a los chicos. Por supuesto, les parecía muy exótica, hablaba inglés con un acento horroroso, y toda mi ropa era heredada y estaba remendada, pero pensaban que era emocionante. Yo decía y hacía cualquier cosa, y por supuesto las chicas inglesas no lo hacían jamás.
Me la imaginé entonces, flacucha y con el pelo negro, solo llevaba tres años en ese país. Con sus rasgos desiguales pero fascinantes, y una risa que te enganchaba y te sacudía. Me pregunté si habríamos sido amigas, la joven Marika y yo. Decidí que probablemente no.
—No me gustan mucho los chicos —dije, preguntándome si mis mejillas se estaban poniendo tan rojas como las estaba sintiendo. Y después, para no mentir, añadí—: Todos los de mi colegio son tontos.
Un sonido surgió del bosque, atenuado por la distancia, y nos giramos todos a la vez. Hubo una cascada de risas lejanas, y creí ver un parpadeo de luz entre los árboles.
—¿Qué es eso? —susurré. Me di cuenta de que me había agarrado al brazo de Zoltán, y me solté rápidamente.
—¡Ah! Hablando de chicos… Tamás y sus amigos han estado acampando allí.
Eso sí que eran noticias, y a medias me sorprendí y a medias me enfadé por que no me las hubieran contado antes.
—¿Qué?, ¿en nuestro bosque?
Marika dijo que el bosque no les pertenecía realmente, y que los propietarios estaban esparcidos por la zona. Recopilé lo que sabía. Así que Tamás estaba fuera, cuando ya era de noche, detrás de la casa. Si eso no estaba permitido, era de lo más emocionante.
—¿Quiénes son los chicos con los que está?
—Supongo que amigos de la escuela, tres de ellos. Vi a Tamás el otro día y me dijo que eso es lo que hacían ahora, acampar en el bosque.
—¿Dónde, al lado del estanque?
—Pues no sé, por ahí, creo. Es divertido, cuando tienes esa edad. Hacen fuegos y construyen tiendas con lo que pueden encontrar. Tamás quería enseñármelo, pero hacía demasiado calor como para andar por ahí. Estaba languideciendo solo de salir a la veranda. ¿Tú las viste, Zoltán? ¿Las tiendas que montaron?
—No, no —dijo Zoltán—, pero no me extraña que el viejo István se tenga que esforzar si sus dos hijos están correteando por ahí como salvajes.
Lo dijo con alegría, como si también lo considerara una idea emocionante.
—Bálint no está con ellos, ¿verdad? —pregunté. Ya le había visto bastante por el bosque, y a pesar del hecho de que no había habido repercusiones, no estaba segura de lo que ocurriría si me lo volvía a encontrar.
—Ah, lo dudo —comentó Marika—. Es demasiado mayor como para jugar en el bosque. Estará en Esztergom, persiguiendo chicas, sin duda.
La miré, preguntándome si tenía algún modo de saber lo que había visto el año anterior, con alguna extraña intuición de tipo maternal. Pero entonces dijo:
—Los chicos a esa edad es en lo único que piensan.
Su tono despreocupado, su risa latente, me decidieron a dejar de pensar en Bálint como si hubiera hecho algo malo, y en fin, a dejar de pensar en él y punto. Pero entonces oímos otro grito, esta vez un poco más lejos. Me levanté.
—Voy a mirar —dije—, desde la hierba.
Caminé hacia la veranda con los pies descalzos hasta llegar a la hierba, que se erguía bajo mis dedos. La noche había cambiado, y era espesa y tibia, con un atisbo de truenos al fondo. Caminé hasta el final del césped, hacia la negrura. En el borde que llevaba hasta el bosque me di la vuelta y detrás de mí la casa brillaba tentadoramente; las luces estaban encendidas, y las velas en la terraza dejaban ver los perfiles de Marika y Zoltán acercándose el uno al otro.
Antes el bosque me asustaba un poco cuando caía la oscuridad, pero esa noche estaba viva, y llena de una promesa indefinible. Una parte de mí quería aventurarse, correr a través de los árboles hacia las llamas que danzaban en la hoguera de Tamás, hacia los borrosos contornos de su madriguera. Ver a los chicos sorprenderse y después darme la bienvenida, Tamás ansioso por hacerme un hueco a su lado, junto al círculo hecho con piedras. La otra parte no se atrevía a dejar el cobijo de la villa, con Marika y Zoltán, y sus cotilleos, y sus velas cítricas que espantaban a los mosquitos, que incluso entonces podía oír zumbar sobrevolando mi cabeza. Manoteé en el aire con ambas manos, volviendo a la realidad ante la idea de los bichos que se iban a dar un festín conmigo. Me apresuré a volver cruzando el césped, echando un vistazo final al bosque, que quedaba tras de mí. Puede que no fuera valiente por la noche, pero ya tenía el plan decidido para el día siguiente. Envolvería algo de comida y me iría a buscar señales de su campamento. Entonces a lo mejor me encontraría por casualidad con Tamás, paseando por un sendero, silbando, con unas cuantas ramas bajo el brazo. Y entonces cualquier cosa podría ocurrir. Se supone que los adolescentes se meten en líos, me dije a mí misma, repitiendo la frase que antes había pronunciado Marika, y aunque solo llevaba tres meses siéndolo, estaba ansiosa por recuperar el tiempo perdido. Algo en mí respondía a las llamadas del bosque.
Me levanté al día siguiente con un diluvio y una gran decepción. Podía oír la lluvia cayendo en el tejado, chuzos de punta, y me quedé en la cama un momento sin reconocer el sonido. Nunca antes había llovido en Villa Serena, no mientras yo estaba allí. Salté de la cama y me acerqué a la ventana, coloqué las manos en el cristal con desesperación, mientras arroyuelos de agua bajaban por el vidrio, y el resto del mundo estaba empapado y grisáceo. Miré el paisaje plomizo y aplanado, con la niebla ciñéndose a los árboles, y solo una calima de un apagado neón en la lejanía, espejeando bajo un ribete de nubes grises. El color gris no encajaba en Villa Serena. Nunca lo había visto en la paleta de Zoltán, ni en nada que vistiera Marika. Parecía un lugar totalmente diferente. Había dado por hecho que haría sol, y ahora que no se veía, lo echaba de menos terriblemente. Deseé que las nubes se apartaran.
Abajo, Marika estaba sentada en la mesa de la cocina, comiendo pan con mermelada. Llevaba el pelo recogido de una forma extraña, y llevaba puesto un chaleco del color de las hortensias. Me dejé caer en una silla a su lado y me crucé de brazos, huraña.
—Está lloviendo —dije—. Se suponía que aquí no llovía.
—Pero es muy necesario, Erzsi. ¿No habías visto lo seco que estaba el suelo? No ha llovido en semanas.
—Pero ¿por qué llueve ahora? ¡Justo cuando he llegado!
Marika se estiró, y sus largos brazos morenos llegaron hasta el techo, con los dedos extendidos, como estrellas de mar.
—Ay, no es el fin del mundo, Erzsi. Solo es lluvia.
—Para eso, podría estar en Inglaterra —me quejé.
—Sí, seguro que allí se está genial, con mucho sol —respondió Marika, cogiendo otra rebanada de pan y untándola con una gruesa capa de mermelada—. Con una ola de calor, probablemente.
La miré desdeñosa, deseando que me retara por mi infantil insolencia. Pero en vez de eso me tomaba el pelo tranquilamente. No recordaba que hubiera sido así en casa. Aquí era como una goma elástica, volviendo a su forma original sin importar cuánto tiraras de ella. A lo mejor ayudaba lo de ser madre solo dos semanas al año. Pensé en sus cartas, con garabatos en los márgenes, con subrayados y tachaduras, y en cuando me llamaba por teléfono. Era tan charlatana como una colegiala. Lamió el cuchillo, después sus labios.
—Esta mermelada está deliciosa, de fresas silvestres. La compré en el mercado de Esztergom. ¿Quieres?
Asentí, cortó más pan, y me puso un cuchillo y un plato limpios.
—Siento estar de mal humor —dije, descruzando los brazos y colocando las manos en el regazo.
—Nunca te han sentado muy bien las mañanas. —Se quedó a mi lado y me puso una mano en el hombro. Enrolló un dedo en uno de los mechones de mi pelo—. Pero oye, la lluvia no tiene por qué detenerte. Zoltán tiene un chubasquero gigantesco que te cubrirá hasta el último centímetro, es del color de los girasoles; puedes salir y chapotear por ahí. O te puedes olvidar de que el mundo existe, y acurrucarte y leer. Lo que quieras. Escampará más tarde, estoy segura.
Escogí el impermeable. Todavía me sentía culpable por mi hosquedad, y quería dejarla impactada otra vez. Decidí caminar hasta el final del camino y volver, y así contar las babosas que habían salido a causa de la lluvia. Suponía que Tamás y sus amigos habrían abandonado ya el campamento. Así que me puse el ridículo atuendo de Zoltán y me aventuré a salir, y el barro me salpicó en los tobillos, la única parte que tenía expuesta; miré de cara al cielo cambiante. En el camino, eché la vista atrás y saludé a Marika, que se había quedado en la terraza observándome. Saludó, y me eché a correr, apenas disimulando que saltaba. Me metí en los charcos y grité a las nubes. La capucha se me cayó, y se me empapó el pelo hasta colgarme en incómodas greñas.
Pensé que había oído pasos en el sendero, y me di la vuelta con una sonrisa de oreja a oreja, esperando ver a Marika, también empapada y sonriente. Pero no había nadie en el camino, aparte de mi propio reflejo en los charcos, que se llenaban rápidamente. A medida que la casa se quedaba atrás, monté menos espectáculo para disfrutar de la lluvia, y sencillamente me entretuve, con las manos en los gigantescos bolsillos amarillos. Me pregunté qué le estaría diciendo Marika a Zoltán en mi ausencia. Si estaría en su estudio, tirada en el sofá, suspirando por lo desagradecida que me había vuelto, por la vida tan reducida que llevaba, tanto como para enfadarme por un pequeño cambio en el clima. ¿Se estarían riendo juntos, los dos? Había sido casi como si Marika quisiera que saliera de la casa. Podían echar las cortinas del estudio y hacer cosas, dejar Zoltán los pinceles y quitarse el delantal. Mis sentidos adolescentes estaban en su apogeo y me daba cuenta de cada contacto y de cada beso que se intercambiaban. Había visto las formas de Marika bajo su ropa, e incluso, con un horror culpable, el abultamiento de la entrepierna de Zoltán con los pantalones raídos. El día anterior por la tarde, me había quedado en la cama recorriendo el contorno de mis labios con la lengua, preguntándome si eran lo suficientemente bonitos como para besar. Era extraño sentirse así en Villa Serena. Me había propuesto abandonarme y dejarme llevar, pero me encontraba con que me desmoronaba con facilidad. A lo mejor más que en Harkham, donde nunca cambiaba nada, incluyéndome a mí. Era como si hubiera ahorrado todos mis sentimientos para cuando estuviera en Hungría, y ahora dejara que me arrastraran, esparciéndome por los campos y el bosque con dirección desconocida.
Pisé un charco con fuerza, y el agua turbia me salpicó las piernas. Me pregunté cuánto tiempo tenía que permanecer fuera para demostrar que me lo estaba pasando bien.
—¡Eh, hola, Erzsi!
Me di la vuelta, y esta vez había alguien en el camino. Tres personas, para ser exactos, pero yo solo reconocí a Tamás.
—Szervusz —dije, recordando el inmediato aplauso en la cena de la noche anterior.
—Szervusz! Szervusz, Erzsi! —gritó, con extraordinario entusiasmo.
Esperé hasta que me alcanzaron, Tamás y sus dos amigos, con los pies chapoteando en el barro. Me quedé con las manos metidas hasta el fondo en los enormes bolsillos del impermeable, sintiéndome de repente tonta y demasiado amarilla.
—Eres un pescador —dijo Tamás. Tomándome el pelo, como todos los demás chicos del mundo.
—Y tú un vagabundo —contesté, viendo su desaliñada apariencia. Estaba empapado, y su abrigo era de una tela azul y muy fina, con las mangas arrancadas. Me regodeé en el hecho de que no fuera a conocer esa palabra, aunque, dada su apariencia, debería.
Sacudió la cabeza y sonrió, pero estaba decidida a no encontrarlo encantador. Señaló a los dos chicos que iban con él, y me dijo sus nombres: Pál y Gábor. Sonreían condescendientes y sus caras me recordaban a la de una comadreja. Uno era mucho más alto que los otros, con las mejillas festoneadas de granos. Los dos me miraban sin recato, y me empecé a ruborizar.
—Pal es una marca de comida para perros, en inglés —comenté, como réplica tardía.
Tamás se rio y supe que todavía estaba de mi parte. Lo tradujo, y los otros dos sonrieron torcidamente y se dieron un empellón, con las manos abiertas. Tamás les dijo algo más y le contestaron, después se encogieron de hombros y le dieron patadas al barro. Después dijeron: Szervusz, y me di cuenta de que se iban. Se volvieron por el mismo camino, empujándose el uno al otro, y echándome miradas de reojo.
—¿Son amigos tuyos? —pregunté, asegurándome de que mi tono fuera neutro. No sonreía, aunque esto me resultaba mucho más difícil ahora que ellos dos se habían ido.
Se encogió de hombros, un gesto exasperante que podía no significar nada y al mismo tiempo todo, en Hungría. La lluvia rebotaba en las hombreras de su abrigo.
—¿Cuánto tiempo te quedas? —me preguntó a su vez, cada palabra pronunciada de manera precisa y pulcra, como las frases de los libros de la escuela. Me lo podía imaginar levantando la mano para contestar las preguntas que hacía el profesor, mientras sus estúpidos amigos se hundían en los asientos de la fila de atrás.
—Dos semanas —contesté—. Vine ayer, así que en realidad estoy empezando.
—¿Qué haces cuando estás aquí? —inquirió.
—¿Que qué hago? Muchas cosas. Siempre estamos muy ocupadas.
—La última vez estabas enferma.
—No, qué va. —Después lo recordé—. Ay, sí, sí. Pero solo ese día. Mejoré después.
—El año pasado estabas aquí por mi cumpleaños. Este año ya ha pasado. ¿Así que vienes más tarde?
—Sí. Un poco.
—¿Qué estás haciendo ahora?
—Tal y como has dicho, he salido de pesca —respondí pensando en mi chubasquero, y le saqué la lengua.
—¿Puede acompañarte un vagabundo? —me preguntó, y me quedé un poco boquiabierta. Asentí.
Caminamos por el sendero el uno al lado del otro. Todavía estaba lloviendo, y me relajé, disfrutando de que el agua me cayera en la cara. Me pasé las manos por el pelo y lo escurrí.
—¿A todas las chicas inglesas les gusta la lluvia?
—Ay, sí, estamos más acostumbradas, supongo. —Me adelanté de repente, con los brazos abiertos, y eché la cabeza atrás al correr—. Es muy vivificante, ¿no crees?
—¡Si tú lo dices! —dijo Tamás, y corrió detrás de mí.
No paramos hasta que llegamos al final del camino. Allí me recosté contra el tronco de un viejo sicomoro, jadeando. Los dos nos quedamos bajo su gran enramada, escuchando el golpeteo de la lluvia en las recortadas hojas, y el bosque suspiraba detrás de nosotros, irradiando tenues bocanadas de niebla. Estábamos muy quietos bajo el árbol. Había un olor dulce y denso en el aire, a tierra húmeda y brotes relucientes. Lo respiré, como si oliera el mejor perfume.
—Es hermoso —dije.
—Esik az esö —contestó Tamás—. Llueve en todas partes, menos aquí.
Y se agachó y me besó. Sin venir a cuento. A lo mejor era así como pasaba en el extranjero; todas las ceremonias de cortejo se dejaban a un lado, no había acercamientos furtivos, ni un deslizar indeciso del brazo sobre mis hombros. Solo un beso, como caído del cielo. Incluso con nuestras caras mojadas, sus labios estaban calientes y suaves. El beso solo duró un segundo o dos, no más. Pero en ese tiempo pude sentir el olor de la madera secada al sol, y un sabor indescriptible. Entonces dio un paso atrás, y me observó con los ojos entrecerrados, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos.
—Me has besado —dije. No me podía mover. Me llevé una mano a los labios y me los toqué, insegura—. Me has besado.
—Quería ver cómo sería —replicó Tamás.
—¿Y?
Hizo una pausa.
—Ha sido mejor que con Kati, con Dora y con Angelika.
Me irrité.
—¿Y con quién más?
—Stefanie.
—¿Mejor que con Stefanie?
—Stefanie tiene quince —contestó Tamás, como si eso lo explicara todo. Se encogió de hombros, y le lancé una mirada fulminante—. Pero Stefanie besa a todo el mundo, así que mejor que con Stefanie.
Me descentré por un segundo, sintiéndome como si me adentrara en un mundo del que no sabía nada. Siempre había pensado que las colinas de Villa Serena se quedaban paradas hasta que yo llegaba, cada verano. Entonces me imaginé a Tamás, en el autobús que les llevaba al colegio, encajonado en el asiento trasero con Stefanie. Vi a los niños pegando chicles en el techo y estirándolos para que colgaran, sacando los walkmans de las bolsas y compartiendo auriculares, dibujando corazones en el rocío de las ventanas, y riéndose mientras Tamás y Stefanie se besaban, mientras el autobús traqueteaba todo el camino hasta Esztergom.
—¿Te gustaría que viviera aquí? —pregunté.
—Pero ¡eres inglesa!
—Soy medio húngara. Podría vivir aquí fácilmente, igual que en Inglaterra —contesté—. Así me podrías besar todo el rato.
Sonrió, la perfección.
—En vez de a todas esas chicas —añadí.
Se rio. Y me reí con él. Y era una risa diferente a cualquiera que hubiera proferido antes. Pero no me dijo nada, solo sonrió un poco más, y no nos volvimos a besar. De repente decidí que no sabía qué más decir.
—Me tengo que ir —solté.
Me di la vuelta y corrí por el camino, con el gigantesco impermeable aleteando tras de mí. Me paré en la esquina y miré hacia atrás. Todavía estaba allí, donde le había dejado. Bajé la cabeza y volé hasta casa.
Permaneció apartado después de eso. Quizás porque no estaba interesado en volverme a besar. Después de todo, tenía una multitud de chicas para practicar, o eso parecía. Chicas que no necesitaban ser «la única». Mantuve un perfil bajo los dos días siguientes, dando vueltas por la casa, desesperada. De vez en cuando sentía un cosquilleo en un lugar cerca del estómago, y recordaba cómo había sido besarle. Antes de que empezara a preguntarle cosas que él no tenía intención de responder. Fuera todavía caía la lluvia, y yo la contemplaba con tristeza.
Dos días después del beso fui al baño, y cuando me bajé las bragas me llevé un susto. Me senté largo rato en el baño abrazándome la tripa y llorando un poco, el extraño hormigueo que había sentido transformándose en dolor. Marika llamó a la puerta y la dejé pasar, y lo supo de inmediato, y yo la amé. Más de lo que nunca la había amado. Se metió en el coche y aceleró hasta Esztergom, y aunque esta vez no llevaba una lista consigo, volvió exactamente con lo que se necesitaba.
Me metió en la cama y me trajo galletas caseras, todavía blandas, directamente desde el horno, y un vaso de zumo de pera. Se sentó en el borde de mi colcha un rato, y me contó que a ella le había llegado en una excursión de natación en el colegio, y si me podía imaginar qué horror, y nos reímos juntas, ante tamaño espanto.
Tuvimos escalopes para cenar esa noche, dorados y rebozados en pan, con una montaña de patatas fritas caseras, del tamaño de los gajos de una naranja. Me puse un jersey enorme que pertenecía a Marika y olía a ella, y mientras hundía la nariz en la manga, pensaba en lo afortunada que era porque todo esto hubiera ocurrido mientras estaba con mi madre. Era un jersey de pescador, hecho con prieta lana azul, y pensé en la broma de Tamás y el impermeable, y me pregunté qué pensaría si me viera en aquel momento. Concluí que estaba bien que se mantuviera apartado.
Esa noche, tras la cena, cuando mi tripa estaba llena de comida y solo dolía un poco, me metí en la cama y Marika me arropó.
—Mira, ha parado de llover —comentó—. Tendremos sol otra vez mañana.
—Le besé —dije—. Le besé. ¿Es por eso que ha empezado?
Me abrazó muy fuerte tras eso, y se quedó en silencio. Pero que me sostuviera fue mejor que cualquier palabra que me hubiera podido dirigir. Después de un rato, me deseó buenas noches, y se levantó para irse. Vaciló en la puerta, y se dio la vuelta.
—¿Era tu primer beso, Erzsi? —preguntó.
—Sí —dije, bajito.
Asintió, y pareció entristecerse. Solo de pasada, pero lo vi, como una nube ocultando momentáneamente el sol. Mis propios ojos se llenaron de lágrimas, y me escondí bajo las colchas, para que no las viera.
Solo después de que se marchara de la habitación me di cuenta de que no me había preguntado a quién había besado. Pero supongo que era obvio, desde el principio. Desde el día de la cabra.
Después de aquel comienzo lleno de experiencias, mi ánimo se apagó un poco, y pasé los días tranquila. No atravesé corriendo el bosque, ni bajé derrapando por el sendero, y me aseguré de mantenerme alejada de los sicomoros. Una noche, cuando me iba a la cama, me encontré en ella un paquete envuelto en papel de estraza. Los pliegues no estaban pegados, y lo abrí para descubrir un gran bloc de dibujo nuevo, con una preciosa tapa morada, y una pequeña caja negra metálica que contenía lápices, una goma de borrar con palabras extranjeras estampadas en ella y un sacapuntas. Corrí hacia abajo para agradecérselo a Marika, pero me miró sin comprender, y fue entonces cuando me di cuenta de que Zoltán estaba sonriendo a su copa de vino tinto. Fui a darle un abrazo, y me palmeó la espalda y me dijo que una vez que un artista tenía sus materiales, todo lo que necesitaba era inspiración. «Y sé que a ti te sobra», dijo. Por un momento me pregunté cuánto sabía, si su estudio tenía vistas al camino, hasta los sicomoros, pero se estaba echando más vino tinto en la copa, y sonriendo a Marika, mientras ella subía los pies al sofá.
—Pero antes de la inspiración viene el descanso, Erzsi —continuó—. Buenas noches, ángel.
Les deseé buenas noches otra vez, y subí, abrazando estrechamente mis nuevas posesiones.
Empecé a dibujar con el regalo de Zoltán, y el brazo rodeando mi obra, como una niña, cada vez que él o Marika se acercaban. Con líneas concienzudas dibujé cada teja del techo de Villa Serena, volteé el lápiz y sombreé la terraza, me tomé algunas libertades con las campanillas, y las bosquejé de tal manera que las flores trepaban fuera del cuadro, la última flor estaba dibujada a escala mucho más grande que en la vida real. Después me llevé el cuaderno a la parte trasera de la casa, donde un jardín agreste se extendía hasta una arboleda de saúcos. Encontré un lugar a pleno sol, una parcela de hierba tachonada de mariposas coloridas como alhajas y abejorros gordos como oseznos. Medio escondida, me coloqué el bloc sobre las rodillas y dibujé una cara de la que había llegado a ver cada detalle, aunque fuera durante instantes fugaces. Rompí la punta de mi lápiz al rellenar el negro de sus pupilas. Nunca estaba satisfecha con cómo le caía el pelo, dibujándolo lacio cuando en realidad flotaba, amarillento cuando era dorado. La hierba a mi alrededor se cubrió de una capa de virutas de goma de borrar mientras rehacía mi dibujo una y otra vez. La frente y los antebrazos se me calentaron y enrojecieron. La boca se me abría al dibujar, con deliberada concentración. Al final arrugué mi intentona haciendo una bola, y me la metí en el bolsillo. Le había hecho feo, cuando era hermoso. Le había puesto unos rasgos desiguales y la mirada hosca, cuando era tan simétrico como el sol e igual de brillante. Lo intentaría otra vez el día siguiente, y el posterior, hasta que en mi trozo de hierba se quedara la huella imborrable de mi trasero, y yo empezara cada día apartando de una patada las viejas virutas de goma de borrar que lo cubrían todo, como la nieve.
Marika sugirió que los tres saliéramos a hacer una excursión, el día antes de que me fuera. Cogimos los macutos y fuimos a las colinas Pilis. Eran mochilas viejas y harapientas, con solapas desteñidas y las correas roídas, que Zoltán había rescatado de un armario bajo las escaleras. Pero me sentía muy audaz llevando la mía, y en absoluto como si fuera al colegio. Toda la parafernalia se dividió entre los tres. Yo llevaba la manta peluda, hecha una bola para poder embutirla; me daba calor en la espalda, pero no me quejé porque no pesaba mucho. Zoltán y Marika se repartieron entre los dos una merienda enorme, atiborrando sus bolsas con melocotones magullados, una botella de vino de cuello largo y pedazos de jamón, grandes como puños. Coloqué al final la gran bolsa de patatas fritas con pimentón, y ajusté las correas con cuidado para no aplastarlas. Eran una mercancía muy valiosa.
El plan era caminar por los bosques de detrás de la casa y después coger un camino por el que no habíamos ido antes, para lo cual Zoltán tenía un mapa arrugado. Era una aventura, y era más emocionante por el hecho de que Zoltán iba con nosotras: una excepción que se alejara por un día de su estudio. Llevaba una gorra vaquera descolorida y unos prismáticos, de aspecto antiguo, al cuello. Había cambiado sus habituales pies descalzos por un par de zapatos que parecían ligeramente ortopédicos, y de los que me reí sin poderlo evitar. Marika le pasó el brazo por los hombros y me explicó que, como no salía mucho, no sabía lo que se llevaba entre la gente. Los dos nos reímos con eso. A mi padre podría haberle caído bien en ese preciso momento, con esas pintas que no le quedaban nada bien. Pero era tan extraño pensar en que los dos se conocieran algún día que no me entretuve demasiado en eso.
Marika, por su parte, estaba deportiva y adecuada. Había desaparecido el torbellino de sus faldas y camisas bordadas, y lo había remplazado por una camiseta de algodón y unos vaqueros cortos. Yo llevaba lo mismo, y la una al lado de la otra parecíamos una madre y una hija de catálogo. Nos reímos y nos dimos un empujón. Me sentía ligera como una pluma.
—¡Adelante, adentrémonos en la espesura! —bramó Zoltán, con un extraordinario dominio de un inglés arcaico, aunque bien expresado. A lo mejor era una frase de un antiguo poema. De cualquier manera, nos imbuyó de energía y nos pusimos en marcha, con las cabezas agachadas.
Estábamos llegando al final de la hierba cuando por el rabillo del ojo vi una figura de pie, al lado de nuestra verja. Era Tamás. No le había visto desde, bueno, desde ese día. Su mano estaba en la portezuela de madera como si la fuera a abrir, algo que siempre provocaba un chirrido como una cigüeña aullando, y que con toda probabilidad habría hecho que volviéramos la cabeza. Pero Marika y Zoltán estaban en marcha, en dirección al bosque, con las manos protegiendo sus ojos del sol que brillaba entre los árboles. Fingí que no veía a Tamás y les seguí, pero entonces me paré y me agaché de repente, como si me fuera a atar un cordón imaginario. Mientras bajaba la cabeza y el flequillo me caía en los ojos, me aventuré a echar un vistazo y le vi allí todavía. Me di cuenta de que apartaba la mano de la puerta y la dejaba caer a su costado, pero no nos llamó. Solo nos observaba. Me observaba. Vi que Marika y Zoltán habían llegado a la loma y empezaban a subir agarrando matojos de hierba con las manos. Si no me daba prisa, se darían la vuelta para buscarme cuando llegaran a lo alto. Así que empecé a andar. De todos modos, justo antes del terraplén me giré, pues pensé que, después de todo, todavía me quedaba un saludo y una sonrisa, pero ya no había nadie en la puerta ni en el sendero. Tamás se había ido.
¿Me lo había imaginado? ¿Podía hacer que algo ocurriera solo deseándolo?
La excursión se estropeó para mí a partir de ese momento. A juzgar por la atención que presté a lo que me rodeaba, podría haber estado arrastrándome a través de campos de cebada que me llegaran a la cintura, sin nada más que el despiadado sol por encima. Me perdí cada detalle, mientras Marika se agachaba y me señalaba un escarabajo pelotero negro como el carbón, o arrancaba una flor de su tallo para colocarla debajo de mi nariz. Incluso cuando Zoltán abrió los brazos al descubrir un paisaje nuevo e impactante y después encuadró con sus manos el centro de las vistas. Mi mente estaba en otra parte. Solo trotaba a su lado, con los pies en marcha y la boca emitiendo sonidos de vez en cuando.
—Ay, Erzsi —dijo Marika—. ¿Te da pena marcharte a casa?
Estábamos descansando un poco, cada uno sentado en un tocón de árbol, rodeados de higueras. La luz bailoteaba a nuestros pies y podíamos oír el sonido de un arroyo cercano. Era un remanso de belleza, y empecé a llorar. No me di cuenta de eso hasta que no noté las mejillas húmedas y que me picaban los ojos, como si los hubiera picado un mosquito. Marika se acurrucó a mi lado, y me pasó el brazo por los hombros.
—No —contesté—. Quiero decir, no estaba pensando en eso. Pero ahora que lo pienso, no quiero irme, de verdad que no. ¿No puedo quedarme? ¿No me puedo quedar unos días más?
Marika me atrajo hacia ella y desaparecí en su cuello un momento.
—Por favor, ¿me dejas quedarme? Mami, por favor. —Insistí. Me di cuenta de que la había llamado mami, y jamás lo había hecho. Había sido un impulso, y lloré con más fuerza debido a eso. Me apretó muy fuerte y me acunó así, y mi respiración se acoplaba a la suya. Cuando me enderecé, con las mejillas palpitantes, vi que Zoltán se había levantado y se había ido. Estaba haciendo rodar una piña con el pie, las manos en los bolsillos. Incluso después de que hubiera parado de llorar, y Marika me hubiera arreglado el pelo, no se acercó inmediatamente a nosotras. Esperé no haberle irritado de algún modo, por ser tan patética.
Más tarde, cuando estábamos caminando de vuelta a casa, arrastrando un poco los pies, rezagándonos, me cogió del codo.
—Erzsi, por favor, no estés triste —me pidió.
Me sentí tonta por haber montado una escena antes. Intenté mirarle a la cara.
—Es que el tiempo siempre se me pasa muy rápido —contesté.
—También para nosotros, ya lo sabes.
—Y es como si olvidara contar cada segundo de cada día hasta que ya es muy tarde. Si lo recordara alguna vez, atesoraría cada momento, desde el primer paso que doy al bajarme del avión. Pero me dejo llevar siempre, y me parece de lo más normal estar aquí, y entonces, antes de que me dé cuenta, me tengo que ir otra vez. —Estaba desvariando, y corría el peligro de echarme a llorar otra vez, y no me apetecía hacerlo delante de Zoltán—. Lo siento —dije, frotándome la nariz con la mano—. Lo siento.
—¿Que lo sientes? ¿Por qué? Erzsi, cariño, nunca lo sientas. Escúchame, eres bienvenida aquí siempre que quieras, ya lo sabes. También eres mi amiga, ya ves.
Deseé que Marika le hubiera oído, pero estaba caminando muy por delante de nosotros, azotando la maleza con un palo como si le estuviera dando una paliza a alguien, con la boca apretada en una delgada línea roja. Como si no quisiera ser parte de mi sufrimiento.
—Gracias, Zoltán —contesté, y durante unos cuantos pasos anduvo con el brazo sobre mis hombros, atrayéndome hacia él. Hasta que el camino se estrechó y se hizo más en pendiente, y tuvimos que bajar cada uno por su lado.
Las palabras que pronunció Zoltán en el bosque permanecieron conmigo. Y también las de Marika. Al día siguiente, me dio un beso cuando se despidió en el aeropuerto, y me dijo: «El año que viene, nos vemos el año que viene», una promesa susurrada en mi pelo. Las mismas palabras que me había dicho a mí misma al pasar por delante de la verja de los Horváth. Y como cada año, tomé la resolución de que el siguiente sería mejor. Yo pertenecía allí, aunque fuera Erzsi, Largo Viaje desde Inglaterra. Y había besado a un chico, bajo las hojas de un sicomoro empapado.