Levanté la vista del libro y me di cuenta, con cierta sorpresa, de que el mundo a mi alrededor seguía igual que como yo lo había dejado. El tejado acabado en punta del pabellón del Victoria Park se veía por entre los árboles. Las turbias copas de los sauces se inclinaban juntas, consoladoras. Una sirena ululó unas calles más allá, y un dálmata corría entre la hierba, con las orejas hacia atrás por la velocidad, las manchas volando. Un padre con dos niñas pequeñas, una a cada lado, cruzaron por delante de mí, los tres se reían de la misma broma, sin control, mientras las manos con las que se agarraban entre sí se alzaban, y los pies se daban prisa. Me imaginé que llegaban tarde al encuentro con su madre, y que sus helados se derretían por esperar en la cafetería del pabellón. Más risas e hipos. Entonces los cuatro volverían a pasear por el parque, todos juntos, de camino a casa. Siempre hacía esto, inventarme historias con la vida de otra gente. No de manera consciente. Más bien accidentalmente, como si no pudiera evitarlo. En cuanto me sumergiera en el libro otra vez, sabía que lo que había visto y había oído se perdería, así que por un momento me recreé en ello. Pues ellos eran parte de la vida que yo tenía ahora, no la que había perdido. Esta vida que estaba bien. Así que me aferré a ellos. Pensé en la melena de las niñas, y en ellas en la cafetería, en el dálmata jadeando de felicidad apoyado en las piernas de su dueño. Después giré la página, y volví a desaparecer.
Es 1992, y en la fotografía tengo once años. Estoy en el césped de la parte delantera de Villa Serena, leyendo. Estoy tumbada en una tela que está arrugada debajo de mí. Tiene flores amarillas estampadas y parece una cortina vieja, o un recorte de mantel. A lo mejor la hierba está húmeda y todavía es por la mañana. La tenue luz lo sugiere. Estoy boca abajo, y tengo una pierna levantada de manera coqueta, con la planta desnuda del pie apuntando al cielo. Mi espalda dibuja una caída suave, y llevo un vestido blanco de algodón cómodo y arrugado. Tengo un libro entre las manos, pero no puedo distinguir lo que estoy leyendo.
Es la más rara de las fotografías, la que se toma sin que el sujeto fotografiado se dé cuenta. Sin la presencia de un monumento, o una ocasión, o compañías que posen, simplemente un fragmento de tiempo. Una chica leyendo en el césped en un día de verano. Observo más de cerca. La cabeza inclinada para leer a los once no es tan diferente de la de ahora. Más pequeña, más guapa y más ligera, pero, aun así, una versión de la mía.
Una margarita, con su frágil tallo y pétalos polvorientos, fue metida entre dos hojas. La analizo de cerca, con miedo a romperla. Miro otra vez mi fotografía, tumbada en el césped, rodeada de brotes de margaritas. Me pregunto si la cogió en ese mismo lugar, pasando sigilosamente por detrás de mí cuando yo estaba embebida en el libro, y yéndose de puntillas, haciendo girar su botín entre los dedos. A Marika siempre le gustaron mucho las flores. Las consideraba como si todas fueran regalos magníficos, independientemente de que fueran humildes yerbajos de la cuneta de las carreteras o enmarañadas flores del bosque. Las ponía en botes de mermelada, hueveras, botellas de vino, y las colocaba por toda la casa. Pero no sabía que también las prensaba. No podía imaginarla diciéndose a sí misma: «Algún día volveré a mirarla y me maravillaré de que todavía conserve su belleza». Parecía vivir demasiado en el momento como para preocuparse por cómo se verían las cosas en un futuro.
Había pasado el año de espera preparándome. Había practicado mi manera de nadar, cambiando mis chapuzones infantiles por unas brazadas más lisas, más elegantes. Los martes por la tarde solía ir con una chica de mi clase al centro recreativo cerca de la escuela, y su madre me acercaba a casa después. Más tarde cenaba enfrente de mi padre, oliendo el cloro en las muñecas y pensando en el día en el que me zambulliría con un arco perfecto, el agua se apartaría, mientras en la orilla rompían a aplaudir. También estaba trabajando en el arte de llevar una bicicleta sin manos. Lo había conseguido una vez, con la rueda delantera encabritada como un poni retozón, casi hasta la mitad del camino de al lado de casa. Pensé en la bicicleta de Zoltán en el cobertizo y lo mucho que yo había crecido en un año, a lo mejor mis pies ya podían tocar el suelo y montar en bicicleta sería una experiencia un poco menos espeluznante.
Me estaba volviendo experta en evocar a Marika. No solo llevaba su recuerdo conmigo todo el rato, sino también su promesa, que era al mismo tiempo más viva y más de fiar. Era extraña la maestría con la que ella, en mi mente, había asumido una nueva identidad, una que estaba unida inextricablemente a esa casa en las colinas. Y una que me incluía de una manera que nunca había sentido antes. Deseaba estar allí con ella, pero aceptaba que eso solo pasaba en verano. Me tumbaba en mi habitación en Harkham, y miraba al techo irregular, viendo las paredes blancas y limpias de Villa Serena, las lechosas piedras que tachonaban la entrada, el helado de color claro que comíamos en boles de cristal tallado en la terraza, con el sol destellando en las cucharas. Siempre había sido una maestra en soñar despierta, pero mis sueños ya no eran vagos.
Una húmeda tarde de principios de primavera la tía Jessica vino a tomar el té, y cometí el error de contarle que estaba emocionada con volver a Hungría ese verano. Volvió a dejar la taza en su plato con un golpe y frunció los labios, por lo que pude contemplar todas las grietas de su pintalabios rosa. Mi padre entró en el salón en ese momento, con un plato de galletas en la mano. Tenía las migas de una de crema por todo el jersey, y le sonreí, me gustaba pensar que birlaba algunas galletas antes de que la tía Jessica se las pudiera comer todas. Me respondió con un guiño.
—No está bien, David —dijo, alargando la mano para coger una de chocolate rellena de crema.
—Erzsi es feliz —contestó, sentándose en el sillón de enfrente.
—Bueno, mientras Erzsi sea feliz… —remarcó, al tiempo que se comía la galleta.
Por un momento creí que era bonito que la tía Jessica dijera algo así, pero entonces vi la mirada de mi padre, y me di cuenta de que a lo mejor no lo era tanto. No tenía mucho sentido que mi tía estuviera más enfadada con mi madre de lo que lo estaba mi padre. Jamás se me había ocurrido que mi tía estaba enfadada con todo el mundo.
Más tarde, cuando se fue, mi padre y yo observamos cómo llegaba al portón delantero, con los hombros encorvados como protección contra la llovizna. Se dio la vuelta para despedirse, y nosotros le respondimos.
—Vieja entrometida —masculló mi padre, mientras ella se metía en el coche.
Me derrumbé a su lado, desternillándome sin poder evitarlo.
Marika vino a recogerme al aeropuerto de Budapest, como la vez anterior. Condujimos hasta Esztergom, por las mismas carreteras que bordeaban los bosques y atravesaban pueblos encalados. Dentro del coche, yo borboteaba de emoción ante la semana que tenía por delante, al lado de Marika, preguntándole todo lo que se me ocurría. ¿Seguía estando la mujer que trabajaba en la panadería, esa que te vendía los bollos trenzados con semillas de amapola? «Ya sabes, la que tenía las orejas de soplillo y el pelo rubio». Sí, seguía estando. ¿Estaban todavía los dos caballos allí, los castaños con crines blancas y labios suaves, que te rozaban la palma de las manos cuando les dabas de comer zanahorias? Sí, todavía estaban. Y la bicicleta del cobertizo, si quisiera montarla, ¿podría, por todo el camino lleno de polvo, y quizás hasta la carretera, si tenía mucho cuidado? Sí, podría. No mencioné a Tamás, no quería estropear nada. En vez de eso, pensé en los cromos de fútbol que había metido en la maleta debajo de otras cosas. Dos paquetes nuevos, por los que había intercambiado mis bocadillos de sardinas a un chico del colegio.
Fue un verano que albergaba un estanque escondido. Pienso ahora en sus frescas profundidades, su superficie iluminada por el sol, el fuerte aletear de las palomas en el cielo mientras debajo flotábamos como lirios. El sueño de un estanque en el bosque había permanecido conmigo todo el año. Me había persuadido de que sabía dónde estaba, porque si no, ¿por qué Tamás iba a estar caminando precisamente por ahí, con el pelo empapado? Al final vi el estanque el segundo día que estuve allí, pero no de la manera que había anticipado.
Empezó con Marika anunciando en el desayuno que era un buen día para nadar. Estaba sentada a su lado en el banco de la terraza, comiéndome un rollito de jamón y bebiendo té en una de las copas de vino de Zoltán. Nuestras rodillas se tocaban, y yo me acerqué un poco más. El día ya se estaba templando, las sombras en la hierba iban cada vez más hacia atrás, la calima se divisaba en el horizonte. Mastiqué lentamente, escogiendo mis palabras con cuidado.
—Me encantaría ir a nadar. Ahora que recuerdo, el año pasado, ese chico que nos encontramos había estado nadando en el bosque, ¿verdad?
—¿Tamás? Ay, qué buena memoria tienes. No, no estaba pensando en eso. Hay una piscina en Esztergom. Es bastante bonita, hay una terraza de madera para poder bañarse, y puedes comprar helados y lángos. Oh, Erzsi, ¿has probado alguna vez el lángos? Es como una tortita, pero frita, muy grande, y deliciosa; te tengo que comprar una.
Sé que mi cara se ensombreció, porque no hice el menor esfuerzo por ocultarlo. De hecho, puede que incluso exagerara mi decepción, porque, aunque habíamos estado separadas un año, sabía que Marika a veces no reparaba en las cosas.
—Espero —dijo, volviéndose hacia mí— que no te aburras mucho, aquí, en medio de ninguna parte. Quiero decir, no es tan diferente de la casa de Devon, en algunas cosas.
Pues si tampoco se diferenciaban tanto, ¿por qué estaba en Hungría y no en Harkham? Me irrité, mi cara no necesitaba ánimos para reflejarlo, y Marika se dio cuenta inmediatamente.
—Quiero decir, ay, no, lo siento, no quería decir eso, es muy diferente, por supuesto que sí. Allí no podía ser feliz, Erzsi, y lo sabes. Aquí, me siento ligera. Me siento bien. Ay, Dios, parezco un poeta realmente malo, pero, de verdad, ya sabes lo que quiero decir. Sé que sí, eres una chica lista.
Dejé la copa en el plato vacío y crucé los brazos. Me sentía incómoda cuando Marika buscaba palabras para tranquilizarme acerca de su nueva vida. Todo lo que hacían era martillearme la cabeza y repiquetear por dentro, como las monedas sueltas. Había llegado a mi propia paz, la sencilla presión de su mano en la mía, el sabor del pastel que me colocaba delante, los momentos en los que se nos escapaba un suspiro sincronizado. En las cosas que compartíamos, una broma, un sofá, un cepillo del pelo. Y nuestra risa, cuando las dos nos desternillábamos, y el sonido parecía uno, pegadas como si nos hubieran cosido. Ya tenía todas las pruebas de amor que necesitaba.
—Me gustaría ir a nadar —dije—, pero en la ciudad no. Quiero ir a la otra piscina, la del bosque. Dijiste que podía ir con Tamás, el año pasado, cuando estuve aquí.
—¿Lo dije? No sé, Erzsi, está muy aislada. No sé si es muy segura. Es un estanque más bien, lleno de hierbajos y supongo que toda clase de cosas asquerosas. Suena más bonito de lo que realmente es, de verdad.
—Por favor, Marika.
Y fue la primera vez que había dicho su nombre en voz alta, usándolo como lo haría otra persona. Otra persona que no fuera su hija, claro. Había una rigidez en mi boca que antes no estaba, y me pasé la lengua por los dientes, sin que me gustara el sabor. Marika me miró, y asintió enérgicamente.
—Si eso es lo que quieres, por supuesto, Erzsi. Puede que sea más bonito de lo que yo lo recuerdo. ¿Querías ir esta tarde?
Y lo sentí, un ligero cambio de poder. Me acomodé en el banco y me alegré de tener los brazos cruzados. Me agarré a mí misma con fuerza, hincándome el pulgar en la parte interna del codo.
—¿Y qué pasa con Tamás? Dijiste que debería ir con él, ¿acaso así sería más seguro?
Marika negó con la cabeza.
—Tamás no está aquí, se ha ido a Debrecen una semana para visitar a sus abuelos.
Debrecen. Odié ese lugar de inmediato. Me imaginé a Tamás encajado en un sofá entre dos viejos arrugados, aburrido y de los nervios. No era justo.
—No pasa nada, Erzsi, Zoltán y yo nos atreveremos a ir contigo. Le sentará bien salir del estudio y respirar algo de aire puro. Se ha estado reconcomiendo estas últimas semanas, preparándose para una exposición. Ven, ¿quieres ver los cuadros? Son maravillosos.
Y con eso los planes del día estuvieron hechos, y la semana que tenía por delante se me destrozó. El problema de las ensoñaciones es que chocan con la realidad. Me había pasado el año ideando y planeando, rememorando y fantaseando. A lo mejor todo había sido una ilusión, que podría ser tan feliz allí como me había imaginado.
Antes de que me fuera, mi padre había tratado de rebajar mis expectativas, a su manera silenciosa. Sabía que era su modo de ser amable, adelantarse a los problemas, antes que ser un aguafiestas. Aguafiestas. Marika siempre aprovechaba esa palabra, se la soltaba a mi padre como una lanza. «¡Ay, David, no seas aguafiestas!». Y yo me había reído con ella, el viejo y tonto papá, el viejo y preocupado papá, porque era una palabra muy divertida. Aguafiestas. Como si echara un cubo lleno de agua contra un payaso. Solo lo traduje más tarde, al oírlo en mi cabeza de forma diferente: «¡Ay, David, deja de quitarle la alegría a todo!».
En las semanas anteriores a mi visita me había esforzado por contener la emoción. Había hablado sobre Marika, las jarras de limonada, los paseos que dimos, lo que nos reíamos, y mi padre se acercaba y me acariciaba la barbilla. La sujetaba hasta que mi voz se iba apagando. Entonces me decía: «Más tranquila, Erzsi, más tranquila». Y entonces sabía cómo se había debido de sentir ella. Aguafiestas. Pero la diferencia es que a lo mejor él tenía razón.
Solo había echado un vistazo rápido al estudio de Zoltán el año anterior. A lo mejor se me había considerado un poco imprevisible como para acercarme a los cuadros. Marika me había enseñado sus propias pinturas y me había quedado boquiabierta. Abrazaba el caos y desdeñaba la geometría.
—Es abstracto —dijo—. ¿Qué te parece?
Al principio en absoluto podía imaginarla pintando, pero cuando vi sus obras, se parecían tanto a ella que tenía un cierto sentido. Como si hubiera empapado un pincel en su propia alma y lo hubiera blandido sobre las hojas de un cuaderno, de una manera descuidada pero espectacular. Cerró la libreta, y me dijo:
—Deja que te enseñe algo de arte de verdad.
El estudio de Zoltán ocupaba la mayor parte de la planta de abajo de Villa Serena, y tenía su propia entrada. A diferencia de las casas normales, el salón y la cocina estaban en el primer piso, y todas las habitaciones, arriba. Así, Zoltán podía encerrarse en su propio mundo. Si había estado trabajando hasta la tarde, subía las escaleras a la casa haciendo ruido, y dejaba abierta la puerta delantera, pisoteando el felpudo, y las polillas y los mosquitos aprovechaban para entrar detrás de él, y revoloteaban al lado de su cabeza. Si trabajaba hasta que se hacía de noche, yo trataba de asegurarme de estar en la cama, para evitar esas visitas inoportunas que le acompañaban cada vez que entraba bruscamente.
Marika llamó y abrió la puerta, metiendo solo la cabeza.
—Serzvusz! ¿Podemos entrar?
Zoltán llevaba puesto un mandil manchado de pintura remetido bajo el cinturón. Tenía las mangas enrolladas hasta los codos y la mirada concentrada. Y también el espeso pelo gris levantado en picos, pues se pasaba constantemente los dedos por él, manchándolo de pinturas y aguarrás. Sonrió y su bronceado rostro se relajó.
—¡Por favor! ¡Entra, por favor! ¿También está Erzsi? Sí, sí. Entrad.
El estudio era un anárquico lugar de trabajo, con las herramientas del oficio evidentes en cada esquina. La pared trasera estaba recubierta de estantes, similares a contrafuertes apoyados en escaleras de mano, y cada uno de ellos albergaba botellas, jarras, cajas, ramilletes de pinceles, líquidos transparentes y pilas de libros tambaleándose al borde de las baldas. Un sofá viejo, que jamás habrían puesto en la casa principal, estaba postrado en una esquina, con los muelles chirriando y saliéndose, el relleno colgando como si fuera las entrañas. Tenía una sábana salpicada de pintura enrollada en una esquina, y una taza desportillada apoyada en uno de los brazos. Los lienzos blancos y tirantes se apoyaban contra las paredes, y había tres caballetes separados, cada uno de ellos sostenía un cuadro con tales colores y vivacidad que no podía apartar los ojos, a pesar de querer explorar cada rincón de la habitación.
Había visto antes cuadros de Zoltán, puesto que había tres en la casa, dos en el salón y uno en el recibidor. Mi favorito era un retrato de su abuela, una mujer con un pañuelo en la cabeza y una perfecta media luna por sonrisa. Pero había algo en ver el proceso de creación que me atraía muchísimo más que ver la obra completa y expuesta. Me acerqué con cuidado al primer lienzo. Mostraba un pueblo, una calle llena de casas apiñadas apoyándose unas en otras, me recordaba a las casitas de galleta de jengibre en un bosque encantado y maligno. Las paredes eran de colores vivos, como las húngaras de verdad, de amarillo mostaza, rojo ladrillo y verde menta. Las techumbres se combaban con tejas rojas, y era el azar el que las mantenía en su sitio o hacía que se cayeran. El suelo era desigual y estaba cubierto de polvo, con un poco de hierba descuidada en los laterales. Un árbol en flor crecía en medio del cuadro, y tras él estaba el cielo, que contenía cada matiz del azul. Lo observé, queriendo estar en esa calle más que nada en el mundo, con mis pies levantando el polvo con suavidad, y los sentidos llenos de color y de luz y del aroma de las flores, con pétalos cayendo como confeti en las palmas de mis manos abiertas.
—Es el pueblo en el que crecí —dijo Zoltán—. No he estado allí en veinte años, pero lo veo exactamente así. Pinto de memoria, ¿sabes? Mucho más clara y brillante que la realidad.
—Me gustaría ir allí —dije, acercándome más.
—¿Te gusta este, Erzsi?
Marika estaba al lado de un lienzo al que le faltaba más de la mitad para terminarlo. La pintura se había aplicado a brochazos, claramente separados. Mostraba una casa pequeña, con las paredes blancas y un tejado rojo, encajada en un claro en el bosque. Detrás, el cielo era de un feroz y refulgente rosa. Montículos de amarillentos arbustos colonizaban los bordes.
—Es muy colorido —dije y, dándome cuenta de que sonaba un poco indolente, añadí—: ¿Es otro lugar conocido?
—Por supuesto. Es la casa de mi primo. Solía jugar allí cuando era pequeño. Creo que los lugares donde pasamos nuestra infancia se quedan con nosotros, Erzsi. Se transforman en nuestro consuelo y nuestra inspiración cuando somos viejos y tenemos canas. Y a lo mejor esta casa, estas colinas se convierten en eso para ti algún día.
—Eso espero —contesté. Pero estaba pensando más en el aquí y el ahora que en el lejano e improbable futuro. Me estaba imaginando a Tamás yéndose antes de la casa de sus abuelos. Porque de repente había recordado que Erzsi, Largo Viaje desde Inglaterra, estaba en Villa Serena. Debía de tener una mirada melancólica, porque Zoltán ladeó la cabeza, con ese gesto tan típicamente suyo.
—Venga —dijo—. Ya me has oído hablar demasiado. Ve a jugar fuera, a la luz del sol.
—¿Te vienes con nosotras a nadar esta tarde? —preguntó Marika—. Erzsi quiere ir al bosque.
—No, eso es algo para vosotras, las mujeres. Solo los cuerpos de las mujeres deberían honrar un estanque como ese. Es muy bonito, Erzsi.
—Zoltán ve la belleza en todo —sonrió Marika—. Su visión del mundo está maravillosamente distorsionada.
—¿Y acaso no compartes conmigo este mundo? —preguntó él—. ¿Cómo puede estar distorsionado, si estamos dentro nosotros dos?
Salí de allí, dejando juntos a Marika y a Zoltán. A menudo se olvidaban de que yo me encontraba allí, algo que normalmente me gustaba, puesto que significaba que estaba encajando. Pero a veces me desconcertaba, haciéndome sentirme más niña o mayor de lo que realmente era. Fui y me senté en el césped que delimitaba el final del jardín, y estiré las piernas. Vi que el paisaje se expandía ante mí con simples brochazos y un color exagerado, exactamente igual que en los cuadros de Zoltán. Noté un pinchazo de anhelo, deseando un mundo igual de brillante y lleno de encanto. Era como si vivieran al pie del arcoíris.
Nos fuimos al estanque esa tarde, cuando el sol estaba en lo alto del cielo. Incluso los campos que nos rodeaban parecían suspirar y vibrar, perezosamente. Me había quedado el resto de la mañana leyendo a la sombra de la terraza, bebiendo té helado, paladeando los cubitos de hielo, aguantándolos todo lo que podía con la lengua. Me había reconciliado con la decepción de que Tamás no estuviera. No quería malgastar mis preciosos días deseando algo que no podía realizarse, hasta yo me daba cuenta de eso. Así que trituré hielo y escuché el zumbido de un abejorro, que venía de las flores azules que tenía a mis pies. Observé el lento escalar de un tractor azul en un campo lejano, disfrutando del hecho de que el ruido que hacía al arrancar me llegaba desde atrás, debido al gran eco que había en las colinas. Dentro, Marika cantaba. Y estaba haciendo galletas de jengibre, mis favoritas, suaves pero firmes, recubiertas de almendras y untadas con miel. Las empaquetaríamos para llevárnoslas en la bolsa y comerlas después de nadar.
Cuando estuvo preparada, atravesamos el césped y nos abrimos paso por la ribera que conducía al bosque. Yo llevaba una toalla roja plegada bajo el brazo y un bañador amarillo debajo del vestido. Era nuevo, de un catálogo de venta por correo que había llegado por casualidad a nuestra puerta en Harkham. Me había pasado horas hojeando la sección de niñas en «Ropa de verano», deseando las zapatillas de lona que estaban disponibles en cinco colores pastel, las faldas con volantes que tenían pequeños barquitos estampados por todo el ruedo y los bañadores, como brillantes arcoíris. Cuando mi padre llamó por teléfono para encargar el amarillo, que se llamaba Soleado, código XF347, me quedé a su lado para asegurarme de que lo decía bien. Una semana más tarde llegó un paquete a mi nombre, azul y resbaladizo, y me pavoneé con un Soleado ZF347 por nuestra casa a oscuras, parando solo cuando me golpeé la rodilla con la esquina de la mesita. Mi padre estuvo de acuerdo en que el bañador era «total» y me sentí bien al ponérmelo en Hungría, sabiendo que era él quien lo había encargado y que lo había pagado diciendo números por teléfono. Yo era consciente de que de alguna manera él también estaba en esto, mientras me apresuraba a través del bosque de camino a estrenarlo.
Me pregunté rápidamente qué estaría haciendo sin mí. Si habría recordado poner nuestra serie favorita de misterio. Y, si era así, si se había acodado en su lado del sofá, aunque se hubiera podido tumbar, al tenerlo todo para él solo. Me intrigaba si también se molestaría en escalfarse un huevo para desayunar, ahora que solo estaba él. Esperaba que sí, me gustaba la idea de que rompiera la yema perfecta y la empapara en el pan, echándole primero la sal y después la pimienta.
Llegamos al lugar donde el año pasado habíamos visto a Tamás, y cogimos un camino muy empinado. Esto significaba escalar por la colina; nuestros pies resbalaban en los tréboles y el suelo estaba suelto debajo. Seguimos adelante, con las zarzas arañándonos las piernas, hasta que llegamos a un sendero más estrecho y curvado, que parecía ser un lugar frecuentado por conejos o un mirador para la caza del ciervo. El olor del bosque se hacía más fuerte y más espeso aquí. Por encima, las ramas de los robles y las hayas se entrecruzaban formando palios, a nuestro alrededor los troncos se encorvaban adoptando posturas de borracho, con sus raíces enmarañadas y sus brotes escorándose. Marika se enjugó la frente con la mano, el sudor le cosquilleaba en la piel, y jadeó ligeramente. Yo me esforcé por mantener el ritmo, me sentía mareada, y respiraba por la boca. Marika se paró para señalarme una babosa naranja y gigante, como si fuera una fruta en conserva húmeda y extraterrestre. Me di palmadas a medida que las moscas empezaban a descender. Me empecé a preguntar si una piscina azul y soleada, con las líneas blancas pintadas en el fondo, y un quiosco que vendiera helados y refrescos, no hubiera podido ser mejor idea, después de todo.
Pero entonces llegamos al estanque. Apareció de repente bajo nosotras, tan calmo como una tumba en las profundas sombras. Tras una pequeña pausa, nos apresuramos a deslizarnos cuesta abajo hacia la orilla del agua. Con un brazo sujetaba la toalla roja, el otro lo tenía estirado para conseguir algo de equilibrio.
Vista desde arriba, tapada parcialmente por el follaje, parecía una alberca pequeña y oscura. De cerca era mucho más grande, una laguna que reflejaba el color y el movimiento de todo lo que la rodeaba, el cielo azul, los verdes árboles, la luz brillante. Había surgido del suelo del bosque y había seguido perteneciéndole. Los sauces se mojaban los dedos en el agua, los troncos recubiertos de hiedra se alzaban como columnas para delimitarlo. Nos quedamos en la orilla, aplanada con hierba estropajosa, quebrada solo por manojos de ranúnculos, que nos teñían los pies de amarillo.
—¡Guau! —susurré.
—Es más bonito de lo que recordaba —comentó Marika, mostrándose de acuerdo.
Nos sorprendió el ruido de una zambullida en el extremo más lejano del estanque; me asusté y me agarré al brazo de Marika. Pensé que un ciervo gigante nos podía estar atacando. O que un oso empapado se había enfurecido y había sacado las garras. Pero en vez de eso, era cierto chico con el pelo rubio. Apreté el brazo de Marika sin darme cuenta, y ella asintió. También estaba viendo lo mismo que yo. Nadó hacia nosotras con rápidas brazadas, las gotas de agua reflejando la luz. Llegó a la mitad de la laguna y se mantuvo a flote, saludándonos.
No hubiera podido decir si había crecido, si estaba más moreno ni si se mostraba más contento de verme que el año anterior. Pero sabía algo con certeza: que en ese estanque escondido en el bosque, la magia era posible.
—¡Eh! ¡Hola! —nos llamó Tamás desde el agua.
—¡Tamás! ¿No te habías ido? ¿Con tus abuelos? —gritó Marika.
—¡Eso es mañana! ¿Os vais a meter? ¡Eh, Erzsi! ¡Estás aquí! Puedes saltar, es profundo. ¡Puedes saltar!
Y eso fue lo que hice, sin pensármelo dos veces. Me quité el vestido, lo dejé caer al suelo y me quité las sandalias de dos patadas. Después corrí y me tiré, lo más alto que pude, con una mano agarrándome las rodillas y la otra tapándome la nariz. Entré en el agua con una zambullida perfecta, como si fuera una viñeta de cómic con una curva hecha de agua y mayúsculas a través de toda la página. ¡S-P-L-A-S-H! Me puse de pie escupiendo espigas de agua, los ojos llorosos, los oídos al principio tapados, y después escuchando los aplausos a mi alrededor. Tamás en el agua y Marika en la orilla, el bosque devolviéndonos ese alegre ruido una y otra vez. Me puse de espaldas y me quedé flotando, disfrutando, pensando que eso era la felicidad, justo eso. Esto era lo que significaba ser realmente feliz, de verdad.
Nos pasamos toda la tarde en el estanque, hasta que el sol se ocultó detrás de los árboles y temblamos de frío en el agua. Marika también se metió y nadó unos largos, con gracia y con velocidad. Tamás y yo perfeccionamos nuestras zambullidas a bomba, acompañadas de nuestros gritos, como si fuéramos salvajes. Me enseñó cómo bucear cerca del fondo, rozando las piedras como una anguila, a alzarme hacia la luz solo cuando el pecho me estallaba y los ojos me hacían chiribitas. Nos quedamos jadeando, sobre la espalda, nuestros torsos subiendo y bajando.
—Nunca me lo había pasado tan bien nadando —dije mientras flotaba, con las manos en cuchara, haciendo círculos. Tamás estaba a mi lado, y de vez en cuando algunas partes de nuestros cuerpos se chocaban, los pies o el hombro. Era como si hubiera unas normas diferentes en el agua. Cuando me había estado enseñando a bucear, yo lo había pillado a la primera, y entonces se colocó detrás de mí para hacerme cosquillas. Me había peleado con él, y me había reído, y había tragado agua, y había vuelto a la superficie, tosiendo y ahogándome. Si un chico me hubiera hecho eso en casa, me habría puesto furiosa. O sea que a lo mejor no era solo el agua lo que cambiaba las cosas.
—Ojalá no me fuera a Debrecen —dijo Tamás, flotando a mi lado—. Se está mejor aquí, ahora.
—¿Ahora?
Chapoteé con las manos, y sumergí un poco más la cabeza, sintiendo el agua fría correr a través de mi pelo. «Ahora que estás aquí», quería que dijera.
Pero «Sí, ahora» fue todo lo que respondió.
El sol se había movido y las sombras se alargaban. Marika estaba tumbada en la orilla y nos llamó a los dos. Me di la vuelta y nadé hasta la orilla, oyendo las brazadas de Tamás detrás de mí. Salí a regañadientes del agua, me arropé con la toalla y cogí un puñado de ranúnculos, para tener un recuerdo de ese día. Mis dedos estaban blanquecinos y arrugados, y quería que se quedaran así. Tamás se puso de pie, goteando, con sus pantalones azules, y dijo que debía adelantarse, puesto que le esperaban en casa.
Le estudié mientras pude, desde la cobertura que me ofrecía mi flequillo mojado. Había algo brusco en sus rasgos, un aire de astucia. Y su cuerpo parecía duro de manera intencionada, no como los chicos gordos de mi clase, con hoyitos en los codos, o los esqueléticos, a los que parecía que un viento fuerte podía llegar a quebrar. En general, era un chico bastante perfecto.
—¿Te vas toda la semana? —pregunté descarada, con los dientes castañeteándome un poco, en la sombra.
—Sí. Hasta el próximo martes.
—Bueno, pásatelo bien —dije, ya a los once años haciendo como si no me importara.
—Sí, lo he hecho —contestó, y sonrió antes de despedirse con la mano, y después desapareció por entre los árboles.
No sabía si me había entendido mal, pero de todas maneras me aferré a esas palabras. Observé el hueco que había dejado por un momento, y después me volví hacia Marika.
—Bueno, me lo he pasado bien. ¿Nos vamos?
En nuestra vuelta a casa, a un ritmo más tranquilo, le tendí a Marika el puñado de ranúnculos que había arrancado.
—Podrían ser para ti —dije.
Cogió las flores y enterró la cara en ellas. Entonces me dio un beso en la cabeza, tan ligero como una mariposa.
—Has sido muy valiente al lanzarte así —comentó—. Pensaba que eras una chica más prudente.
—No lo habría hecho —admití— normalmente. —Y añadí—: Pero aquí nada es normal, ¿no?
Marika se rio.
—Así que lo entiendes. Después de todo, no somos tan diferentes tú y yo.
Y esas palabras se quedaron conmigo, durante el regreso a casa y la cena, con una mesa a la luz de las velas, y en la cama, mientras me acurrucaba bajo las vigas. Para mi frustración, echaron de mi mente todo pensamiento relacionado con Tamás. Era lo que yo había querido, no ser tan diferente a ella. Pero era ese «Después de todo» lo que me fastidiaba, como una uña rota o un diente suelto, y me preocupé. Pues significaba que, en el pasado, siempre había creído que yo era diferente a ella. «La hija de tu padre», solía decir, y antes de eso no había tenido más significado para mí que el literal. Pero ahora que había escogido una vida sin él, el que yo fuera como él me dejaba en un terreno incierto.
Quería preguntarle de qué manera creía ella que éramos similares, porque a mí se me ocurrían algunas. Sabía que a las dos nos encantaba ver crepitar las llamas cuando poníamos otro tronco en el fuego. Nos emocionábamos con las navidades a principios de noviembre, y llorábamos cuando teníamos que retirar el árbol para el basurero una vez que habían pasado los doce días. Y si alguna vez veíamos una libélula, dejábamos lo que estuviéramos haciendo y la seguíamos, un trocito de magia aguamarina, revoloteando y zigzagueando sin igual.
Quería preguntarle: «¿Y qué más?». Pero no me atrevía. No podía arriesgarme a que sonriera, me revolviera el pelo y me dijera: «¿Tú y yo, Erzsi? Pero si somos como el día y la noche».
Una tarde llamé a la puerta del estudio de Zoltán. Me gritó: «¡Entra!», en inglés, y me pregunté por un momento cómo sabía que era yo y no Marika. Pero, por supuesto, ella habría entrado sin anunciarse, lanzando saludos y besos en cada dirección. Si hubiera estado menos acostumbrado a ella, eso habría podido hacer que su pincel patinara por todo el lienzo cada vez que llegara, y las chimeneas y los troncos de los árboles tendrían que limpiarse con una esponja, y ser dibujados otra vez. O transformados en otra cosa, el ala de un pájaro que pasaba por allí, o unas retorcidas vides que aparecieran súbitamente. Pero Zoltán siempre recibía sus enérgicas sacudidas de frente, con los brazos abiertos y una sonrisa sin límites. Empujé la puerta y me asomé.
—¿Puedo mirar un rato? —susurré.
De repente se parecía a un pirata, su mandil de pintar se había escurrido y su camisa se había abierto, dejando ver un peludo torso. Sujetaba un pincel entre los dientes, arrugando la cara como no lo había visto antes. Pero se sacó la brocha y me sonrió, y el Zoltán que conocía estaba conmigo de nuevo.
—¡Erzsi! ¡Por supuesto! Es un placer. Dame un momento y soy todo tuyo.
Me señaló el sofá hundido y me arrellané en él, doblando las piernas debajo de mí. Sus cuadros estaban llenos de florituras vivaces, pero su pulso era firme y lento. Le observé, casi hipnotizada. Decidí que la próxima vez que no pudiera dormir, pensaría en Zoltán pintando, visualizaría la forma de su espalda y la curva de su brazo y el suave tap, tap, tap del pincel sobre el lienzo.
—Así pues, Erzsi —dejó descansar la brocha y se dio la vuelta—, ¿qué es lo que vamos a hacer hoy? ¿Un poco de arte?
—Tengo Arte los viernes en la escuela —dije—. Flores y fruta, y una vez teníamos que pintar a la persona que teníamos delante, así que dibujé a Sally Brian.
—¿Y cómo fue con Sally Brian?, ¿la pusiste guapa?
Pensé en las dulces constelaciones de pecas de Sally, que en mis manos se habían transformado en una horrorosa erupción naranja. Me acordé de sus perfectas trenzas doradas que sabía que su madre le peinaba todas las mañanas, sentadas a la mesa de su soleada cocina, y en cómo las había convertido en sogas nudosas de color mostaza. Me llevé la mano a la boca, mis mejillas se ruborizaron por el recuerdo.
—Hice que se enfadara. Después, me refiero. Dijo que nunca había visto nada tan feo en toda su vida. Trató de romperlo, pero nuestra profesora dijo que en realidad era bastante bueno, solo que no muy halagador para el sujeto retratado. ¿Se dice así, «sujeto»?
Mis palabras se perdieron en medio de la tremenda carcajada de Zoltán. Hizo que me acercara a un caballete vacío, y colocó en él un papel en blanco. Rebuscó en un cajón y sacó una caja de pinturas al pastel, usadas y romas; la caja estaba amarillenta, como si se hubiera quedado a la luz del sol demasiado tiempo, en un alféizar, hasta que alguien la hubiera guardado. La cogí de mala gana.
—Hala, ya tienes todos los colores del arcoíris —dijo Zoltán.
—Usábamos pasteles cuando estábamos en primaria —contesté.
—Bueno, enséñame lo que puedes hacer —respondió. Se colocó detrás del caballete y arrastró una banqueta hasta un sitio donde daba la luz del sol. Se sentó en ella y, alzando la barbilla, se puso una mano en la cadera—. Ahora —me dijo— dibújame, y si me parezco a tu Sally, entonces no comerás helado después.
Así que empecé.
Zoltán no se rio cuando hube acabado, en vez de eso estudió su retrato durante un rato, murmurando para sí mismo. Después se giró hacia mí.
—Muy bien, mi pequeña Picasso.
—Te lo puedes quedar —dije, con el labio inferior temblando a través de mi sonrisa—. Es un regalo.
Me pidió que le firmara la obra, y mientras me inclinaba para hacerlo, le hice la pregunta que había estado reteniendo en mi interior toda la tarde.
—Zoltán —dije—, ¿crees que soy el tipo de chica que sale corriendo y se lanza a un estanque?
No me respondió inmediatamente, así que me adelanté y escribí mi nombre con temblorosas mayúsculas. Me enderecé y se lo tendí; después me quedé esperando. Suavemente me limpió un poco de pintura que se me había quedado en la mejilla, con una esquina de su delantal.
—Creo que eres una chica que puede hacer todo lo que quiera, Erzsi —contestó.
Salimos juntos, Zoltán llevaba su retrato con cuidado para que la brillante pintura no se emborronara, yo pisaba por donde él caminaba; mi corazón latía rápido. Dos lágrimas de felicidad se me habían escapado de los ojos y, cuando alcé la mano para enjugármelas, los dedos se quedaron manchados con los colores del arcoíris.
Los días que me quedaban de la visita de ese verano adquirieron un ritmo estable. Se caracterizó por sus detalles, las nimiedades de aprovechar bien el tiempo, como si después de los días en el estanque y en el estudio, mis sentidos se hubieran agudizado para notar todas las pequeñas cosas. El chispeante color plateado de las uñas de mis pies después de que Marika las hubiera pintado, y el pelo —que me había trenzado cuando todavía estaba mojado, después del baño—, que cuando me lo solté después, a la luz del sol, parecía que llevaba puesta una aureola de rizos apretados. ¿Y qué más? Un perrito caliente, con la piel reventada brillando, con un perfecto goterón de mostaza turbia a su lado, que me comí en un plato de papel a la sombra de un sicomoro. Una chocolatina que tenía un oso con un pantalón de peto en el envoltorio, y que sabía dulce pero ahumada, como las nubes tostadas. János, el del lobo, nos visitó sin Margit, y me enseñó cómo dibujar un elefante con una línea continua, sin levantar el lápiz del papel. Se lo firmé y se lo di para que se lo quedara, fijándome en el resplandor de su oro al sonreír.
Un día fuimos a Esztergom, y contemplamos la gran cúpula verde de cobre de la catedral, después nos acercamos al pacífico río, como si fuéramos turistas, tomando helados, empezando el mío desde abajo, pues se me había roto entre los dedos el final del barquillo. Zoltán nos señaló Eslovaquia, todo un país distinto si atravesabas el agua. Vimos el paisaje desde colinas lejanas, y me habló de una época en la que los reyes húngaros cazaban en los bosques, y yo me imaginé una lluvia de flechas llevando detrás cintas verdes, rojas y blancas. Otra vez fuimos al mercado, donde los tenderetes se alineaban en una calle con casas de color mostaza, cuyas techumbres eran desiguales. Me fijé en una pila de tomates que brillaban como bolas de billar, y ayudé a Marika a escoger los pimientos rojos y amarillos, con forma de nariz de bruja, bulbosos y curvados. Admiramos la longitud de los házi kolbász, salchichas caseras, y me dieron a probar un poco en el mismo cuchillo que me tendía una mujer cuyas manos estaban hinchadas como globos. Mastiqué y mastiqué, y cuando nadie miraba me saqué un pedazo de obstinado cartílago de la boca, y lo dejé caer de mis dedos, en la calle, detrás de mí.
Después de tales visitas, apreciaba el placer de que me llevaran a casa en coche, cogiendo todos los baches, llamando a los caballos castaños cuando pasábamos a su lado por el campo. Y refugiarnos en nuestra casa, puesto que era nuestra casa, le había dejado mi marca. Mis cosas estaban desperdigadas, como las de Marika. Un libro en rústica, que me había terminado y después lo había colocado en un estante del recibidor; un lápiz que me había traído, y que había rodado hasta quedarse debajo de uno de los sofás del salón, y que había dejado ahí a propósito. Algo garabateado en el espejo del baño que se mostraba con el vapor: «Estuve aquí».
Nada malo pasó que pudiera perturbar los días. No dije «Marika» otra vez en voz alta, y la única vez que estuve a punto de alarmarme fue cuando Marika mencionó a Marcie.
—Te acuerdas de Marcie, ¿verdad? —dijo, mientras pelaba patatas sobre el fregadero. Se inclinó para poder frotarse la nariz con el antebrazo, mientras que de sus manos goteaba agua turbia.
¿Que si recordaba a Marcie? Con su melena blanca, sus gruesas gafas y sus grititos infantiles, estaba para siempre grabada en mi cerebro. Visualicé su silueta, todo codos y los hombros huesudos, acercándose a Marika cuando se sentaron juntas al lado del fuego de los Szabó, susurrando como colegialas que tuvieran un secreto.
—No va a venir aquí, ¿verdad? —quise averiguar.
—La próxima semana, un día. Ella y Zoltán se conocen desde hace años.
—¿Y qué pasa con Zita y Tibor? —pregunté, con la cabeza llena de imágenes de la fiesta szalonna, ese primer verano en el Balatón, la charla vehemente y los murmullos—. ¿Los ves mucho?
—No mucho. —Marika dudó, frunció los labios y sopló un mechón de pelo que se le había caído en la cara—. Zita y yo nos empezamos a llevar bastante mal, por desgracia. No creo que aprobara para nada lo que yo quería hacer con mi vida. No es que sea asunto suyo. Pero espero verlos otra vez, a lo mejor algún día. Y si tú quieres, Erzsi, sé que a ellos les encantaría.
—Me gusta cuando estamos solo nosotros —comenté, mordiéndome la lengua.
—Eso pensaba —dijo Marika—, y por eso cambié la fecha de la visita de Marcie.
Sentí una oleada de alivio, como una brisa repentina y bienvenida.
—¿Puedo ayudarte a pelarlas? —pregunté.
Fue como si nos moviéramos juntas en una burbuja, bella y delicada, colocada sobre las colinas de Esztergom. Cada una de las dos sabía que no debía hacer fuerza con los dedos sobre su contorno.
Solo volvimos al estanque una vez más, el día antes de que me tuviera que volver a casa. Hacía tanto calor que refugiarse en la sombra del bosque era un gran alivio. Y sumergirse en la laguna, el mismo cielo. Esa vez Zoltán vino con nosotras. Le vi el trasero desnudo, como un melocotón peludo, y deseé no haberlo hecho. Marika le obsequió con la historia de mi glorioso primer chapuzón. Traté de hacerlo otra vez, pero nunca pude correr tanto, ni saltar tan alto.
Recuerdo haberle dicho adiós a Villa Serena ese año más que ningún otro. Visité cada habitación y susurré mis despedidas, lamentando ya mi propia ausencia. Pasé la mano por los azulejos verdes de la estufa, encogí los dedos de los pies en la alfombra de piel de animal, me besé los dedos y los froté contra la cornamenta que estaba en el recibidor. Me tomé mi tiempo en la terraza, en mi lugar, al lado de la columna alta y las sinuosas flores azules, y me recosté sobre la tibia madera rojiza. Me grabé las vistas en los ojos. La fila de pinos inclinados en una pendiente lejana, el sol, como envuelto en una gasa, que estaba tan bajo, el fragmento del techo de hojalata de los Horváth, la casa de Tamás, brillando como un espejo situado contra el cielo.
Oí pisadas tras de mí. Marika estaba de pie con las manos firmemente sujetas.
—Debes de estar deseando ver a tu padre —dijo.
Su voz era un poco sibilante, como el aire saliendo de un globo.
Sacudí la cabeza.
—Por supuesto —contesté—. No es eso.
—¿Qué es, Erzsi?
—No lo sé. Me siento rara. Es como si fuera el final de algo.
—Y el principio de otra cosa. Volverás. Te estaremos esperando, ¿recuerdas?
Me agarró para que me acercara, siempre más brusca que otras madres. Me cubrió de besos, se rio y enjugó mis ojos, y después los suyos. Y seguidamente me cogió del codo y me empujó ligeramente hasta el coche, que esperaba. Como si fuera una máquina del tiempo, me transportaría de vuelta a mi otra vida.