Tres

En la foto es 1991 y tengo diez años. Estoy al lado de un árbol, un brazo se alza y se agarra a una rama, sin hacer fuerza. Estoy inclinada hacia la sombra, pero a mis pies la luz hace brillar zonas del suelo. Detrás de mí hay una casa, bañada en la claridad del sol, con sus blancas paredes luminosas. Es la misma casa que aparece en todas las fotos. Es Villa Serena. Estoy posando y, aunque mi cara aparece oscurecida, estoy sonriendo. Es una sonrisa rara, con los labios cerrados y la barbilla ladeada. Pero mi perfil, mi brazo colocado con estudiada despreocupación, la conciencia de la imponente casa nos dan otra visión de la escena. Igual que un pescador muestra un pez gigante a la cámara y un cazador posa con un pie sobre su presa, yo también estoy retratada con mi premio: la casa brilla detrás de mí, descarada e indiscutible.

Fue como si de alguna manera me imaginara que había engañado al destino al estar ahí, como si lo hubiera hecho todo yo, cuando en realidad fue mi padre.

Mientras miraba la página, se me cayó el alma a los pies. No puedo recordar cuándo fue tomada la fotografía. No recuerdo cómo me sentí al mirar a la cámara con la triunfante sonrisa bien definida que se formó en mis labios en ese preciso instante. Y no recuerdo en absoluto la sombra que el árbol daba, ni cómo había podido mover los dedos de los pies con el calor que daba el sol. Pero creía lo que estaba viendo, y sabía que era cierto. Una vez, en esta vida, estuve realmente allí.

Volví la página y, mientras lo hacía, me fijé en mis manos. Esas mismas manos habían tocado la corteza del árbol, pensé, hacía más de veinte años, y sin embargo no conservaban ninguna marca de ello. Con el libro sobre mis rodillas, llegué a la conclusión de que el paso del tiempo era mágico, y también algo que había que temer.

No me había vuelto a ver a mí misma a los diez años desde que tenía esa edad y me observaba en los espejos. La casa de mi padre siempre había tenido cuadros en las paredes, no fotografías. Él nunca había llevado a revelar el carrete de nuestro primer viaje a Hungría, y siempre supe la razón. Aunque durante mucho tiempo deseé ver esas fotos, y me las imaginaba mientras me intentaba dormir o miraba las páginas en blanco de mi cuaderno. Los años pasaron, y yo me acomodé en mi determinación, y mi infancia se quedó atrás. Y le puse una tapa, como si fuera el contenido de un viejo arcón, arrinconando en el desván. Si me hubieras preguntado ayer por cómo era yo a los diez años, me habría encogido de hombros. Normal. No habría mencionado que era reservada, aunque lo hubiera pensado. Tampoco habría respondido que era dura y tajante, como una piedra afilada. Ni que era infeliz. Estaba segura de que la infelicidad había sido mi soporte silencioso y constante.

Pero en la fotografía yo no parecía ninguna de esas cosas.

Parecía feliz.

Una postal se despegó, el pegamento se había secado. En la esquina superior ponía «Esztergom (Hungría)», con letra ampulosa. La imagen había sido tomada inclinándose sobre el agua, y en primer plano salía el río Danubio, con su superficie centelleante. El cielo era de un azul grisáceo cargado, y me pareció como si una tormenta de rayos se estuviera preparando: el aletargamiento de la ciudad en verano amenazado con romperse pronto y empaparse. El brillo del sol sobre el agua recordaba un poco al neón. Reconocí la cúpula de la basílica, un bonete perfecto, y bajo ella los muros del castillo. Casas nacaradas, con tejados rojos, se alineaban en la orilla. Desde ese ángulo, Esztergom parecía una isla, pero yo sabía que no lo era. Podíamos llegar allí en cinco minutos en coche desde Villa Serena, asomando la cabeza por la ventanilla, como si fuera un perro. Una vez me comí un helado al lado del castillo, el hielo con sabor a naranja se me derretía en la boca. Y en la basílica compré una postal del papa, porque se parecía a Hebert Smythe, que regentaba Harkham Stores. Marika rompió a reír cuando se lo conté, y recuerdo mi placer al darme cuenta de que todavía podía entretenerla. Lo aproveché en el acto, mi mano buscando la suya mientras mi propia risa tintineante se perdía en sus carcajadas.

Presioné la postal contra la cuartilla, pero se negaba a quedarse pegada.

Volví la página.

Las semanas pasaban y ella nos había dejado, y nuestra vida en Harkham encontró un nuevo ritmo. Los primeros días a nuestro regreso parecían pertenecer a otra época. En ese momento, la atmósfera de la casa estaba llena de nuestra pérdida. No podía hablar mucho tiempo sin ahogarme con las palabras y sin que me picaran los ojos, como si su humo saliera por debajo de los rodapiés. Mi padre se sentaba con la mano cubriéndole la boca, las aletas de su nariz ensanchándose, y yo sabía que él también lo sentía. Me chocaba contra las cosas porque las piernas me fallaban, con el reposabrazos del sofá, el áspero tronco del manzano, la cadera de mi padre. Me agarraba a lo que podía. Y seguía escuchando ruidos, mi cabeza dando bandazos en la cuerda floja. ¿Era eso el teléfono? ¿Llamaban a la puerta? ¿Decían mi nombre, Erzsébet?

Cuando mi padre no miraba, cruzaba los dedos, ponía los ojos en blanco y deseaba que ella apareciera. En la cama, por la noche, presionaba fuertemente entre sí las palmas de las manos y recitaba todas las promesas en las que podía pensar. Y ella venía a mí, como dijo que haría. Su voz en el teléfono, su letra en las cartas. Me agarraba a ella, mediante el cordel que ella me tendía. Y mientras tanto, mi padre intentaba hacerlo lo mejor posible.

En septiembre, justo después de que la escuela hubiera vuelto a empezar, hubo una merienda, donde los globos, rosas y blancos, se balanceaban en las esquinas de la habitación, y se había puesto la mesa para las niñas, con lazos amarillos y servilletas de papel. Fui invitada con otras seis compañeras de clase. Los regalos se apilaban en una mesa con un mantel floreado, y el mío estaba en lo alto. Estaba envuelto con papel marrón y un gran lazo rojo. Lo había atado yo sola, mi padre me había prestado su dedo para que yo pudiera formar el lazo. Y me había ayudado a escogerlo del impresionante despliegue de la juguetería. Era un juego de mesa, el Scrabble, y él lo había elegido ilusionado.

—Creo que esto puede ser lo ideal —había dicho.

—¿Tú crees? —contesté, insegura, preguntándome si la muñeca de largas pestañas y un peto rosa acaso no sería mejor. O una comba luminosa, para saltar en la oscuridad.

—Bueno, es tu elección, Erzsi —respondió—, pero es tan divertido como un juego.

—Eso es verdad —concedí, aunque nunca lo había probado.

En la fiesta se lo había dado a Catherine, la niña del cumpleaños, y me entró un ataque de timidez al entregárselo; hice media reverencia y me di la vuelta. Ahora estaba en la mesa con todas las demás.

Pusieron una cinta con canciones de cumpleaños y Catherine empezó a brincar por todo el salón mientras su madre le tendía regalos para que los abriera, y sus amigas se agruparon. Retorcí el dobladillo de mi camiseta cuando cogieron mi regalo. Me concentré mientras Catherine lo agitaba y lo zarandeaba, emocionándose con el sonido de las piezas que se movían.

—Cuidado, cariño —dijo su madre.

—No lo va a romper —dije, sonrojada saber el secreto de su contenido—, o no va a ser fácil, por lo menos.

Rompió el cuidadoso empaquetado, y el Scrabble salió a la luz. Sonreí abiertamente.

—Oh —dijo Catherine—, un juego. —Y tendió la mano para recibir el siguiente regalo.

—¿No vas a dar las gracias? —le preguntó la madre de Catherine, y se giró.

—Gracias, Erzsi, has sido muy amable.

Asentí, y retorcí las manos en mi regazo.

La fiesta siguió, y pronto Catherine estaba sentada en una pila de envoltorios arrugados, papel roto con dibujos de caniches y barcos que navegaban, y espirales de lazos cortados. Los regalos eran alzados y apreciados, un par de zapatillas como de bailarina de ballet, un vídeo con canciones de karaoke y un micrófono de juguete. Mi Scrabble se quedó en el suelo, medio tapado por el papel de regalo. Después, cuando todo el mundo salió al jardín, me quedé detrás para recuperarlo. Puse la caja en la mesa, tras quitarle un trozo de celo que se le había quedado pegado. Entonces eché un vistazo a mi alrededor y abrí la tapa, rebusqué entre las letras y me quedé una. Corrí hacia el jardín para juntarme con las demás.

Esa tarde, mi padre me recogió de la fiesta y me llevó a casa en coche. Me preguntó si a mi amiga le había gustado el juego.

—Huy, sí —dije—. Ha dicho que estaba muy bien.

—Ah, bien —contestó satisfecho—. Una buena idea entonces. Me alegro.

—Una muy buena idea —asentí.

Mirándole, me metí la mano en el bolsillo a escondidas. Mis dedos se cerraron sobre la pequeña letra cuadrada que había cogido.

—Gracias por escogerlo, papá —añadí.

Era una M. M de «madre». M de «Marika». No creía que Catherine fuera a echar de menos la letra. Si no, yo no la habría cogido. Solo valía tres puntos en el Scrabble.

No creo que mi padre hablara con Marika más de tres o cuatro veces ese primer año. Una de esas veces fue un domingo por la tarde, y recuerdo cada detalle. Estaba acurrucada leyendo en el sofá, con una manta envolviéndome las piernas, pues había llegado el primer frescor del otoño y el salón estaba lleno de corrientes de aire. Teníamos una chimenea grande y de vez en cuando un soplo de aire revoleaba la ceniza de la rejilla. Oí que sonaba el teléfono y supe que era Marika, pues mi padre cerró la puerta tras él y su voz alcanzó el grave tono que estaba reservado para todas las cosas concernientes a ella. Señalé la página en el libro y me enderecé para sentarme, esperando a que me llamara. Rápidamente pensé en cosas que contarle, nuevas desde la última vez que habíamos hablado, que había sido la tercera de mi clase en el examen de Historia, que había terminado de leer su ejemplar de Robinson Crusoe, que me había acabado su champú, el que tenía en el armario del baño, y ¿dónde lo compraba?, el de las avellanas en la etiqueta y que olía tan dulce como la melaza. Crucé las piernas y traté de poner en orden todas esas otras cosas que quería contarle, pero en ese momento mi mente se quedó en blanco. Mi cabeza latía con fuerza, sin serme de ninguna ayuda. De repente oí alzarse la voz en el recibidor. Me imaginé que nuestro porche había sido asaltado y habían abordado a mi padre mientras estaba sentado hablando por teléfono. Cogí la manta para protegerme y me apresuré hacia la puerta. La abrí lenta y cuidadosamente, y a través de la rendija vi a mi padre colgar el teléfono con violencia y golpear fuertemente la pared con la mano. ¡Zas! No había intrusos, no había ninguna pelea.

—¿Papá?

—¡Erzsi!

Se dio la vuelta, con la cara aterrorizada al verme.

—¿Por qué estabas gritando? —pregunté—. ¿Dónde está mamá?

Vino y se arrodilló enfrente de mí, como si yo fuera mucho más pequeña de lo que en realidad era. Me acarició la mejilla con un solo nudillo, como si me estuviera enjugando una lágrima, cuando yo no estaba llorando, todavía no.

—Lo siento —se disculpó—. Erzsi, lo siento. No pretendía asustarte.

—¿Por qué no he podido hablar con mamá?

—La próxima vez —dijo—. La próxima vez.

—¿Y qué pasa si no vuelve a llamar?

Me abalancé sobre él y enterré mi nariz en la lana de su jersey. Me rodeó con un abrazo, pero suavemente, como si me pudiera romper si apretaba muy fuerte. Nos quedamos así, sin movernos, hasta que se despegó con cuidado. Me quedé con los brazos a los lados, como si fuera un soldado.

—Erzsi, si hay algo que sé de tu madre, es lo mucho que te quiere.

—Pero no quería hablar conmigo —dije.

—Quería, por supuesto que quería. Llamaba para hablar contigo, no conmigo.

—¿Y por qué no he hablado con ella? —pregunté.

—Erzsi, eso ha sido culpa mía. Lo siento mucho. Es que no sé qué es mejor. No sé cómo hacerte feliz. No sé…

Volví a su jersey, y mis lágrimas empaparon su hombro. Le oí pedirme perdón, una y otra vez, y frotarme la espalda con lentos círculos. Una y otra vez.

Supe entonces que él también tenía que echarla de menos. Que, aunque no mostrara nada, también había hecho un agujero en su vida. Quizá lo sobrellevaba mejor porque él ya sabía lo que era estar sin ella. No podía haber estado casado con Marika toda su vida. Pero ¿yo? Yo no había conocido un día sin ella. Mientras me abrazaba fuerte, quería susurrarle al oído: «Háblame del día en que os conocisteis». Me los imaginé cortejándose, como novios en la escuela. Él tallando su nombre en la parte de debajo de un pupitre. Ella susurrando su nombre en grupitos de chicas. Pero sabía que nunca podría preguntarlo. Nunca lo haría. A veces era mucho mejor fabricarnos nuestras propias respuestas, y contentarnos así. La mano de mi padre que estaba en mi espalda se había vuelto cada vez más lenta, y al final había parado. Después de un rato fue como si se hubiera olvidado de que estaba allí, así que me liberé suavemente de su abrazo. Sus labios todavía se movían. «Lo siento». Me pregunté si él también se fabricaba sus propias respuestas, y pensé que probablemente sí.

Después nos sentamos juntos en el sofá, comimos tostadas con mermelada. Encendió el primer fuego del invierno y los troncos húmedos silbaron y echaron humo. Estábamos intentando crear un ambiente agradable. Mantuve mis oídos alerta por si el teléfono sonaba, pero tuve que esperar casi una semana antes de que volviera a llamar. Mientras tanto, mi padre hizo todo lo que podía hacer para compensarme. Horneó galletas, con una receta que sacó del periódico. En el horno se fundieron en un gigantesco pringue que se quemó enteramente por los lados, así que lo consideró un fallo, pero yo estaba encantada. Arranqué grandes y deformes trozos, y me llené de migas la camisa de la escuela. Otra vez me despertó pronto por la mañana, y nos fuimos a buscar champiñones en los campos llenos de niebla que había detrás de casa. Llevé una cesta, y me sentía como un personaje de un cuento de hadas, con mis manos calentitas en mitones rojos, mientras el mundo a nuestro alrededor todavía dormía. Más tarde, puso en una sartén nuestro botín y nos lo comimos encima de tostadas carbonizadas, todo esto antes de ir a la escuela. Otro día incluso trató de telefonear a mi madre por mí, pero el teléfono solo sonaba, sonaba y sonaba. Me imaginé a toda Hungría latiendo al ritmo de nuestra llamada sin respuesta.

Cuando nuestro teléfono finalmente volvió a sonar, los dos sabíamos que tenía que ser ella. Mi padre me dejó responder y desapareció en la cocina. Volvió solo para traerme una taza de té ya endulzado; se arrodilló para dejármelo al lado, pues yo estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo. Entonces volvió a atravesar de puntillas el recibidor y cerró la puerta tras él, tan respetuoso y silencioso como si estuviera volviendo a tapar una tumba.

Algo pareció cambiar en él, a medida que transcurría el año. Me vio devorar las cartas de Marika, y llevarme el auricular al pecho después de haber hablado con ella. Observó el placer que me proporcionaban las cosas que me mandaba: una postal del Danubio que metí entre las páginas de un libro de texto, una foto de un campo de amapolas que apoyé bajo la lámpara de al lado de mi cama. Pero cuando me dio el billete de avión, no me lo podía creer. Nunca pensé que realmente me fuera a dejar ir.

Estábamos sentados en la mesa de la cocina, con los restos de comida en los platos, y una tarde de domingo extendiéndose ante nosotros. Lo sacó del bolsillo, y yo sofoqué un grito, como si fuera un mago que hubiera hecho salir un conejo. «Está todo arreglado —dijo—, está loca por verte». Y supe lo difícil que tendría que haber sido para él, pero lo había hecho igualmente. Sentí el amor elevarse en mi interior, una ráfaga de aire caliente, y en ese momento era hacia él, no hacia ella. Mi pobre padre. Contemplando la victoria, me sentía honrada. Le di la vuelta al billete y vi la palabra Budapest imponerse en letras grandes. Parecía terriblemente lejos. Mi asiento, el 12B, sonaba muy solitario. Empecé a llorar, y debió de pensar que estaba viendo rastros de Marika en mis lágrimas de alegría. Me llamó tontita y me besó en la parte superior de la oreja.

Durante meses me había perdido a mí misma en la nostalgia y me había sentido segura anhelando. Ahora que iba a conseguir lo que deseaba, me sentía sobrecogida. Era como si supiera que, yendo a la Hungría de Marika, nada volvería a ser lo mismo. ¿Era así como ella se había sentido una vez? Recordé un día de viento cuando habíamos paseado juntas por los campos que había detrás de nuestra casa. Fue después de que llegara la carta de los Szabó, y después de que mi padre se hubiera mostrado de acuerdo en ir allí de vacaciones. El suelo estaba mullido bajo nuestros pies, la hierba estaba empapada por las lluvias de abril, y me hundía un poco con mis botas de agua, subiendo la colina. En el punto más alto, Marika se paró repentinamente, como si alguien la hubiera llamado por su nombre. Extendió los brazos, echó la cabeza atrás y gritó. Ninguna palabra en concreto, solo un gran bramido, como una tropa de asalto. En ese momento la capucha del abrigo se deslizó por mi cabeza, y me tapó los ojos. Forcejeé para echarla atrás, y me di la vuelta para verla de pie, muy quieta, secándose la boca con el dorso de la mano. El mismo viento que la había emprendido con mi abrigo había arrancado lágrimas de sus ojos, que le bajaban por las mejillas en todas las direcciones. Y me quitó de la boca las frases que trataba de encontrar para ella, llevándoselas del todo con su brisa. Las vacas del campo contiguo la observaron con desconfianza perezosa. Ella se dio cuenta de sus miradas, y después de un momento se rio. Sin decir nada, me cogió la mano y me arrastró con ella. Juntas corrimos colina abajo, mis pies se tropezaban entre sí en un esfuerzo por mantener el ritmo. Éramos cómplices, y el momento de preocuparse de la razón por la que había gritado ya había pasado. Terminamos desplomadas al pie de la loma, con las mejillas encendidas como el fuego.

Me preocupaba no ser capaz de reconocerla. Había mucho que recordaba, pero eran las pequeñas cosas, como la manera en la que ella golpeaba con la cucharilla la taza del té, después de echarse dos terrones, chop, chop. El coletero azul que se quitaba del pelo y se dejaba en la muñeca, lo hacía restallar cuando estaba pensando, y le dejaba una marca perfectamente circular. El vestido que llevaba el día que se fue, la forma que le hacía, una silueta tan tersa como la de nuestro azucarero. Pero su verdadero aspecto, la inclinación de su barbilla, la postura de sus hombros mientras se giraba en medio de una multitud, eso temía haberlo olvidado.

La gente podía cambiar en un año. Yo sabía que lo había hecho. A los diez años ya tenía una edad de dos cifras, era la tercera más alta de mi clase cuando solía estar más o menos por la mitad. Mi pelo era un poco más corto que antes, me lo había cortado mi padre con un par de tijeras de cocina, y tenía un jersey nuevo, uno que ella no había visto. Había sido un regalo de Navidad, y era a rayas blancas y azules, como el de un marinero. Para el viaje, tenía una maleta con ruedas, y era negra y cuadrada como el maletín de un mago. La llevaba detrás de mí, como si fuera una extraña mascota.

Fui escoltada a través de Llegadas por una azafata de mi mismo vuelo, con un pañuelo de seda anudado al cuello, tan blanco como el de un cisne. Había estado conmigo desde Londres, y me había enjugado las lágrimas después de decirle adiós a mi padre. Me puso una mano en el hombro, y la miré, vi sus perfectas uñas pintadas de un rosa chicle. Mi padre había esperado tras la valla, mientras yo me ponía de puntillas y entregaba mi pasaporte. Todavía estaba él allí cuando pasé por la máquina de rayos X, y seguía allí mientras cogía mi pequeño bolso de la cinta transportadora y me lo volvía a poner en el hombro. Me di la vuelta y saludé una última vez, y se quedó allí, tras el cristal, con una mano levantada, la palma extendida, cinco dedos diciendo adiós.

El aeropuerto de Budapest, después. Observé a la gente esperando en grupos, apretándose contra las verjas, las caras iluminándose con la anticipación. Había niños pequeños entrelazándose con las piernas de sus padres, y viejos encorvados sobre bastones. Había chicas con melenas teñidas de rojo, y mujeres con amplias caderas y batas floreadas. Busqué la cara de mi madre entre la multitud, imaginándome que habría empujado a los demás para estar delante de todos, esforzándose para verme la primera, pero no la pude encontrar.

El picor de las lágrimas estaba empezando en la parte posterior de mi garganta y tras mis ojos, cuando la vi atravesar con prisas las puertas de entrada. Me quedé sin aliento, pues estaba exactamente igual a como había sido siempre. Como había estado bajo las sombrillas rojas esa última noche en la que se había echado a reír en la orilla del lago. Igual que había estado en casa, en Harkham, salvando hierbas de la pala de jardinería de mi padre, o tendiendo la colada, sonriendo mientras se enredaba en las sábanas ondeantes. Todavía no me había visto, y al observarla, el corazón me golpeó en el pecho hasta preocuparme por si explotaría, de alivio y de inquietud. Llegaba tarde, y estaba nerviosa, lo adivinaba por el modo en que sus piernas se apresuraban, las llaves del coche tintineaban entre sus dedos, se sujetaba el pelo con una mano.

Fue entonces, en ese momento, cuando decidí que la llamaría Marika. Había una chica en la escuela que se dirigía a sus padres por sus nombres, Caroline y Marcus, y me parecía horroroso y fenomenal al mismo tiempo. Observándola en ese instante, como si estuviera tras una cristalera silenciosa, no podía imaginarme pronunciar «¡mamá!», ni siquiera susurrárselo a mi cuello. Mamá había sido alguien que me remendaba los codos de los jerséis, me hacía las gachas con grumos y me ponía una mano fría en la frente cada vez que yo estornudaba. A mamá se le habían ocurrido paseos en días soleados, había puesto ramilletes de flores primaverales al lado de mi cama y había cantado a coro con la radio de la cocina. Ya no podía hacer nada de eso, ahora que había escogido Hungría. Ella era Marika. El sabor de esa palabra en mis labios era extraño, pero nada en comparación con el espantoso y vacío timbre con el que resonaba mamá.

—¡Erzsi! ¡Erzsi, eres tú!

Me encontré metida en un abrazo, y con mi nariz fuertemente apretada contra su mejilla. Olía a cocina, un olor dulce y picante que recordaba del verano anterior. Así que no se había preparado meticulosamente, no se había enjabonado y perfumado ante la expectativa de mi llegada. En vez de eso, había caminado desde su nueva vida, llevándose todos sus aromas con ella.

—Oh, Erzsi —suspiró, y me besó el pelo.

—La comida huele bien —dije, y se rio de eso, acercándome a ella otra vez.

—Oh, ¿puedes olerlo? No he tenido tiempo para cambiarme. Venga, vayámonos, odio los aeropuertos. Te voy a llevar a casa.

Y la seguí, con mi mano apretando muy fuerte la suya. Fue solo cuando habíamos salido por las puertas y estábamos atravesando el aparcamiento cuando me di cuenta de que no me había despedido de la azafata del avión, con su sombrero en pico, su brillante pañuelo y sus labios pintados. Ni siquiera me había dado la vuelta para mirarla. Me acordé de cómo olía, una mezcla de aromas que me hacían sentirme más limpia y luminosa solo por aspirarlos. No llevaba los aromas de cocinas extrañas consigo. Me hizo pensar en algo que Marika solía decir: «Nos tienen que aceptar tal como somos». Lo decía si la gente se pasaba por casa y no había tiempo, ni ganas, de ordenar antes. Tenía un toque de orgullo guerrero. Ahora parecía como si fuera yo la que tuviera que aceptar a Marika tal como era. Mientras me acomodaba en el asiento delantero del coche, un poco destartalado, decidí que eso sería exactamente lo que haría. Porque a pesar del nuevo olor y las ropas conocidas, su impuntualidad y su enérgico abrazo, yo estaba tan enamorada de Marika como siempre lo había estado. La miré y sentí tal oleada de felicidad por estar a su lado de nuevo que creí que podría explotar. No importaba que hubiera llegado tarde a recogerme. Ni que forcejeara con las llaves para arrancar el coche, y me mirara y se riera como si este fuera cualquier otro día. Ella era perfecta.

Mientras nos alejábamos del aeropuerto, observé por la ventana la clara tarde húngara. Dejé que la luz del sol se adentrara en mí y arrullara mi corazón acelerado. Cinco minutos de viaje, cinco minutos de silencio roto solo por el traqueteo del viejo coche. Marika atravesó un carril en medio de una sinfonía de pitidos. Estacionó a un lado de la carretera. Apagó el motor y el coche se sacudió como si acabara de pasar un camión. Se quedó por un momento con las manos en el regazo y la cabeza inclinada. Me removí en el asiento, preocupada por si se estaba volviendo loca. Alcé una mano indecisa y le toqué el brazo. Se dio la vuelta y me miró con tal intensidad que la piel de mis brazos se erizó y el estómago se me contrajo. Mi boca trató de hablar, pero las palabras no acudieron. Los ojos de Marika rebosaban, y su roja boca estaba abierta. Parecía un dragón, respirando fuego y fantástica.

—Oh, Erzsi —le salió atropelladamente—. No sé qué decir.

Y no necesitaba decir nada, porque entonces se abalanzó sobre mí, besándome hasta que las mejillas me dolieron, agarrándome de tal manera que mis brazos se doblaron en ángulos incómodos. Mi rodilla chocaba contra el cambio de marchas y el codo de Marika hizo que sonara la bocina. Estaba segura de que, con tanta vida dentro, el coche se pondría en marcha por sus propios medios, y embestiría salvajemente contra el tráfico, matándonos a las dos. Cerré fuerte los ojos y me dejé llevar por su abrazo. Pues esto era amor, del desesperado, glorioso, arrebatado. No era solo una sugerencia, como los suaves besos de mi padre o el tacto de su palma en mi coronilla, sino una avalancha de amor real, cegador e imparable. Dejé que Marika me arrastrara y me llevara tanto como quisiera.

Después, seguimos camino. Me sentía mojada y me dolía ligeramente, por los besos, las lágrimas y su fiero abrazo. Pero estaba sonriendo, con una sonrisa de verdad, que se extendía por mi cara y me robaba todas las energías. Me acurruqué cómodamente en mi asiento mientras Marika conducía hasta estar fuera de la ciudad, y de ahí a las colinas Pilis. Budapest iba a seguir siendo un misterio, como ya lo había sido el año anterior. Solo había visto fotos, de un río como una gran serpiente gris, con los puentes como acordeones alargados, vigilados por leones con rostros pétreos. Pero me alegraba de que no fuéramos a ir, porque pensé que sería demasiado fácil perder a alguien en las multitudes de una ciudad. En vez de eso, nos íbamos hacia el campo, a la casa de Zoltán Károly, cerca de Esztergom.

Marika me había hablado de Zoltán. Me lo había escrito en una carta y su pluma había sido más suave en esas líneas, como si la punta solo estuviera deslizándose por el papel. Podías perderte las palabras si no estabas leyendo con atención. Pero yo tenía la nariz pegada a la página y mis dedos agarraban el papel con fuerza. Había respirado cada frase de las cartas de Marika, y oía su voz pronunciar cada palabra en mi cabeza.

Lo que escribió de Zoltán fue esto:

He conocido a un hombre, Erzsi, algo que no buscaba ni esperaba, y ni siquiera quería. Pero creo en el Destino, ¿sabes? Todos tenemos que creer en algo. Es un buen hombre. Un artista. Con una risa maravillosa. Y vive en el campo, en Villa Serena, rodeada de bosques, prados y flores. He empezado a compartir mi vida con él. Y él, a cambio, ha hecho lo mismo. Ahora yo también digo que Villa Serena es mi casa. Es extraño lo rápido que algunos lugares se pueden convertir en la propia casa, aunque sean nuevos para nosotros. Espero que te sientas igual cuando vengas. No sé lo que es, el lugar, la gente y algo más, algo mágico. A lo mejor es el Destino otra vez. Pero todo se combina para estar de alguna manera… bien. Creo que te encantará estar aquí tanto como a mí. Es un lugar para correr salvaje, para sentir el sol en tu piel y ensuciarte las plantas de los pies, solo aclarándotelas con el agua del arroyo. Nos quedaremos despiertas hasta tarde y observaremos las luciérnagas. Encontraremos gusanos de luz en el césped y oiremos cantar a los ruiseñores. Puedes hacer lo que quieras en Villa Serena, Erzsi, todo está aquí para ti. Eso te lo puedo prometer. Es un lugar de libertad. Un lugar para nosotras dos. Y sé que te gustará Zoltán, pero a tu ritmo. No te pediré nada cuando estés aquí, Erzsi, solo que sonrías y que sepas que eres amada. Eso te lo puedo prometer.

Tenía gracia que, después de esta carta, en lo único en lo que pudiera pensar fuera en Villa Serena, no en Zoltán. Quería que me enseñaran un gusano de luz, ver una luciérnaga en la oscuridad de un cielo húngaro. La creí, que mis pies estarían sucios y que el sol se reflejaría en mi piel, porque ese era el tipo de cosas que ella siempre había pensado que eran buenas y verdaderas. La recuerdo una vez levantándose las faldas y vadeando un río helado, chillando de placer mientras sus piernas se erizaban y después se ponían azules. «¡Es tan estimulante, Erzsi!». También recuerdo a mi padre echándole un vistazo por encima de un vaso de plástico lleno de café, observándola, con las comisuras de la boca curvadas hacia abajo. Y otra vez, cuando quería ver si todavía podía hacer una voltereta lateral, ahí en el césped de Harkham, un perfecto remolino de piernas, brazos y pelo que caía, terminando en un chafado pero victorioso lío en la verja del fondo del jardín. Había alzado las palmas manchadas de hierba y se había reído, y yo aplaudía con júbilo. Mi padre se enfadó más tarde y dijo que podía haberse roto la muñeca, pero ella lo descartó con una sonrisa y dijo lo maravillosa que se había sentido boca abajo y dando vueltas.

Solo pensé en Zoltán más tarde, al estar en la cama y taparme la cabeza con la manta. Sonaba como un guerrero, un personaje antiguo con una lanza y un taparrabos. ¿Qué hacía él cuando Marika daba volteretas laterales? ¿Golpearse el pecho en señal de que la valoraba? ¿Lanzar una lluvia de flechas hacia el cielo? Me pregunté si mi padre sabría que él existía, y concluí que probablemente sí. Los pasos de mi padre en esos días tenían un ritmo cansado, y parecía derrotado, como el abrigo con los codos destrozados que se ponía para salir a trabajar al jardín. A pesar de todo, la tía Jessica me comentó que no me preocupara. Dijo que estaba tan bien como podía estar, y que así era la vida. Era su hermana mayor, así que supongo que tenía que fiarme. Cuando Marika estaba en casa, la tía Jessica rara vez nos visitaba, nunca se llevaron bien. Oí que la tía Jessica la llamaba egoísta una vez, y otra vez la palabra extranjera fue pronunciada, a través de apretados dientes blancos como perlas y vaharadas de perfume. Marika se enfrentaba a su desaprobación cada vez, nunca pudo presentar la otra mejilla. En esas contadas ocasiones en las que mi tía nos visitaba, Marika usaba su pimentón extrapicante en la sopa de gulash que nos preparaba, y llenaba la casa de música zíngara que hacía que las telarañas vibraran, cuando la mayoría del tiempo estaba satisfecha con un bocadillo de queso y Cole Porter. Su efecto en mi padre se notaba menos, simplemente se callaba cuando ella estaba al lado, se retiraba al jardín o se escondía detrás de las páginas de un periódico. Así que realmente no me gustaba hacer caso de sus consejos, porque me sentía como si estuviera traicionando a todo el mundo.

Aunque mi padre estuviera bien, me pregunté por qué yo no estaba más enfadada al pensar en Zoltán y su casa, con sus campos y sus bosques, y mi madre corriendo a través de ellos. ¿Me había encandilado al hablar del Destino? Siempre me gustaron mucho los cuentos de hadas. En casa, me había hecho una bola bajo las mantas, como si fuera un erizo, y había pensado en Marika. Llegué a la conclusión de que me había contado la verdad. Había confiado en mí, había puesto a Zoltán y su casa suavemente en las palmas de mis manos y me había pedido que los sujetara con cuidado, pues eran importantes para ella. Y me gustaba que me hubiera confiado la verdad. Con cientos de kilómetros de por medio, y con solo unas frases garabateadas con ligereza, me había hecho sentirme como si fuera la persona más importante de la tierra. Y me había transmitido que Villa Serena me estaba esperando.

Marika condujo en silencio, con las gafas de sol ocultando parte de su cara. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta, con la raya tan marcada como si se la hubiera señalado un leñador. Llevaba puesto un vestido de verano de algodón con gigantescas amapolas estampadas, y la falda se le arremangaba por las rodillas al conducir. Me di cuenta de que estaba mucho más bronceada. Miré mi propio brazo pálido y decidí que yo también quería estar mucho más morena.

—Erzsi, podremos parar y comprar una bebida fría pronto, hay un quiosco de carretera cerca. ¿Te apetece?

—Estoy bien, gracias.

—¿Seguro? Está haciendo mucho calor. Puede que yo sí necesite uno. Y quería coger unas cuantas cosas para llevar, una sandía, por ejemplo. ¿Recuerdas las sandías, Erzsi? Las comíamos en el Balatón.

No había oído la palabra Balatón pronunciada por nadie, excepto yo misma, en un año. Mi padre la esquivaba y la rodeaba, y se acercaba a todas las palabras con precaución. E incluso Marika la había evitado en las postales y las cartas que me mandaba con estricta regularidad. Me deseó feliz navidad, y dibujó campanas y copos de nieve, y me dijo que en Hungría se celebraba más la Nochebuena, y que era un ángel el que traía los regalos. Me mandó una postal de un vaquero con una falda ondeante, en equilibrio con las piernas separadas sobre los cuerpos de dos caballos al galope. Ponía Puszta por delante en letras rosas redondas y aplastadas, y era otra palabra que llevaba conmigo, y que poseía, como Balatón.

—Erzsi, cariño. No te he hablado mucho, ¿verdad? Lo siento. Hay tantas cosas que quería decirte…, pero es que nada parece importar ahora que estás aquí. Solo que te quiero. ¿No es así como ha sido siempre? Quiero decir, ¿hay cosas que quieras preguntarme tú? No hay nada que no quiera contarte, Erzsi.

Y me pareció suficiente, fue suficiente. Me quería. Tenía docenas de preguntas que en casa parecían tan grandes que me seguían a cualquier sitio donde yo fuera. Rebotaban en las paredes silenciosas y me esperaban tras las esquinas, estaban ahí cuando me tapaba con las mantas por la noche, y en las burbujas cuando me metía al baño. Se abrían como horizontes sin fin y me perseguían hasta callejones estrechos. Pero aquí se desvanecían, como la pintura en el coche de Marika, de roja a rosa. Estaba en Hungría. Marika me amaba, y estaba a mi lado. Estábamos en el coche en un día de verano, íbamos a comprar una sandía y una bebida fría con pajita. Yo también me adaptaría, en unos pocos días mi piel se volvería morena y me pondría una falda floreada. Me sentí viva con la abundancia de posibilidades. A lo mejor era así la manera en la que las cosas funcionaban en Hungría, si prestabas atención. A lo mejor era esto lo que le había pasado a Marika el verano anterior. Era muy fácil convertirse en otra persona si nadie trataba de impedírtelo.

Deseé que mi padre me pudiera ver en ese momento, porque siempre que hablaba de Marika en casa se le quedaba cara de preocupación, con el ceño más fruncido que de costumbre. A lo mejor suponía que ella todavía era escurridiza, y por tanto era probable que se le deslizara si trataba de agarrarla. O a lo mejor creía que se había deshecho de nosotros demasiado fácilmente, como una oruga sacudiéndose la crisálida, sin mirar atrás, a la triste forma que tenía antes. Pero yo nunca pensé nada de eso. Escuchaba el cariño en su voz, veía el modo en que su pluma arañaba mis cartas y ponía besos al final de la página, filas y filas de puntadas desordenadas. Y cada vez que tenía que esperar para hablar con ella, la cara de mi padre se oscurecía, lo vi, esa sombra pasajera. Y supe entonces que él también tenía que echarla de menos, a su manera.

Mi primera visión de Villa Serena fue por encima del lomo de una cabra flacucha. Habíamos girado para seguir por un camino de piedras, e íbamos superando baches lentamente a medida que lo recorríamos. Seguimos su serpenteo paralelo a un arroyo, pasamos campos llenos de follaje y rastrojos que rezumaban con flores de un brillante rosa. Bajé mi ventanilla todo lo que se podía, el calor asfixiante de media tarde llenaba el coche, cuando me encontré de morros con el hocico tembloroso del animal. Grité, Marika pisó el freno, y la cabra nos miró con curiosidad, con sus grandes ojos lechosos.

—¡Ah, es Jimmy! Se ha escapado otra vez. ¿No es monísima, Erzsi? ¿No te encanta su cara? Acaríciala, no te va a hacer daño.

—Una cabra —dije—, una cabra salvaje.

Marika resopló.

—Jimmy es tan salvaje como un gatito. Es de los Horváth, que viven debajo de nosotros. Mira, puedes ver la esquina de la casa ahí, ¿la ves? Tras los árboles. Ahí arriba. Oh, mira, ahí está Tamás. ¡Eh, Tamás!

Marika hizo sonar la bocina, y la cabra agachó la cabeza y cogió un bocado de largas hierbas. Saqué una mano insegura y le di palmaditas en el lomo huesudo a través de la ventanilla. Por encima de las copas de los árboles podía ver un triángulo de tejado rojo y un destello de blanco. Después me giré, y toda mi atención se centró en el chico que se acercaba. Estaba bajando tranquilamente por la carretera, con las manos en los bolsillos. Era bajito y rubio, y solo llevaba unos pantalones cortos de jugar al fútbol. Nos saludó con la mano en cuanto nos vio, y empezó a correr.

Szia, Marika néni.

Se quedó en el lateral del coche donde estaba Marika y se inclinó.

—Tamás, esta es Erzsi, de la que te hablé. Ha venido desde Inglaterra.

Hablaba lentamente, pronunciando claramente el inglés.

—Ah, sí. Hola. Soy Tamás. Encantado de conocerte.

Tamás. La manera en que lo decía se parecía mucho a Thomas, que era su traducción al inglés, pero con un sonido metálico al final. Como una versión más ruidosa, más llena de vida del mismo nombre. Se cruzó por delante de Marika y me tendió la mano. Su brazo estaba incluso más bronceado que el de ella, del color de las avellanas. Se la estreché, y fue fácil pensar en cuántas manos había estrechado antes. Unas tres. Cuando conocí a Tibor Szabó el año anterior, cuando el director nos entregó los premios de final de curso y después de un partido de tenis, sobre la red, dos colegialas con las muñecas cansadas. Esto era totalmente diferente. Su mano era dura, áspera y caliente, no sudaba como la del director y no me aplastaba como la gigantesca zarpa de oso de Tibor. Encajaba perfectamente en la mía.

—Jimmy y Erzsi se estaban haciendo amigos —dijo Marika—. Deberías enseñarle tus otros animales. Se va a quedar esta semana.

Sonrió, y yo le devolví la sonrisa. Agarró a Jimmy por el pliegue del cuello y le dio la vuelta con maestría. Los dos, el chico y la cabra, se apartaron para que pudiéramos continuar. Tamás saludó con la mano y gritó: «¡Nos vemos!».

—¿Cómo es que sabe inglés? —pregunté, dándome la vuelta en el asiento.

—Lo estudia en el colegio. Y es uno de esos chicos muy listos. No sé si también los hay en Inglaterra. Realmente quiere aprender. Le va a encantar que estés aquí para practicar. Es de tu edad, ¿sabes?

—¿Así que es un vecino?

—Es el vecino. Tiene un hermano mayor, Bálint, pero no es lo mismo. No está mucho por aquí. Pero István y Ági, sus padres, son muy agradables. No tienen mucho, pero así son las cosas aquí, Erzsi. Te tendrás que acostumbrar.

—Pero llevaba pantalones de fútbol.

—Por supuesto, está loco por el fútbol.

El motor bramó sin ganas, pero Marika pisó el acelerador fuertemente con su sandalia marrón, y subimos la última parte del sendero, a través de unos portones de madera abiertos. Nos detuvimos bruscamente, haciendo que se levantara una polvareda, y aparcamos en la blanca gravilla bajo los oscuros árboles. Y allí vi cómo Villa Serena se alzaba ante nosotras. Me sobrecogió su belleza, esperaba una casa de campo destartalada o una nave en ruinas, como las que habíamos visto en la carretera durante todo el camino. En vez de eso, era una casa que te daba la bienvenida, y forcejeé para quitarme el cinturón de seguridad, para así poder acercarme. Marika había dicho que estaba construida al estilo de un pabellón de caza, y aunque no sabía exactamente lo que significaba eso, pensé que sonaba exótico y aventurero, como algo salido de una historia contada al calor de una fogata. Tenía dos pisos, con una terraza de madera que ocupaba toda la longitud de la primera planta y con columnas de madera rojiza que llegaban hasta las tejas de la cubierta. Todas las ventanas estaban cerradas y todas las paredes estaban pintadas de un blanco brillante. Se erigía al fondo de una extensa y llana parcela de césped, con una serpenteante vereda de losas atravesándola. Detrás, las colinas arboladas se alzaban hacia el bosque situado más arriba y, bajo ellas, los campos descendían hacia oleadas de hierba, la tierra pálida, una maraña de maleza encrespada. El camino que habíamos recorrido para llegar aquí había desaparecido, estaría en algún lugar entre los árboles de abajo. Villa Serena era un mundo en sí misma.

—¿Es esto? —pregunté, súbitamente aterrorizada con la posibilidad de haberme equivocado.

—Esto es —respondió Marika.

Zoltán bebía vasos de vino tinto antes de mediodía. Se ponía amplios pantalones azules y se los ataba con una cuerda a la cintura. Y tenía una manera de mirarte que te hacía sentirte como si supieras más acerca del mundo de lo que en realidad sabías. Esas fueron las cosas que aprendí sobre él los primeros días.

—Así que eres Erzsi —comentó, mirándome con sus ojos de un azul titilante; su pelo era una cubierta de paja gris—. He oído tantas cosas de ti… Eres más guapa de lo que dijo Marika.

—Tengo diez años —dije, como si eso lo explicara todo, y él me cogió de la mano, riéndose como si me encontrara graciosa aparte de guapa.

—Vamos, Diez. Entra y vamos a ponerte algo de beber.

Hablaba inglés con mucha energía, con un acento relajado que no tenía nada que ver con la precisión de Tamás. Más bien las palabras borboteaban, y sucedía que estaban en inglés, pero muy bien podrían haber estado en otro idioma. Húngaro o ruso o alemán. Quería mostrarme reservada con Zoltán, pero no me dejaba. Me ponía una mano en el hombro y me arrastraba con él. Después me di cuenta de que así era él, te reclutaba, conseguía que le ayudaras con algo, como levantar una esquina de una mesa, o buscar un zapato, o echar unos cubitos de hielo en un vaso. Como si tú fueras justo la persona que estaba buscando, y ahora que habías llegado, todo saldría bien.

Le seguí adentro, rozándome con la cortina de cuentas que colgaba en el marco de la puerta, y por un terrible momento mi corazón dio un salto hacia atrás, hacia la casa del lago de los Szabó. Pero no necesitaba haberme preocupado, pues en la cortina de Villa Serena y en las mosquiteras verdes de las ventanas, en las que todavía no me había fijado, era donde las semejanzas entre las dos casas empezaban y acababan.

En el recibidor, me fijé en la desordenada pila de zapatos bajo el perchero para abrigos. Unas gigantescas y aplastadas zapatillas de piel de cordero que debían de pertenecer a Zoltán, un par de zapatos con tiras plateadas que yo sabía que eran de Marika, unas deportivas con los cordones como tiras de regaliz, unas enormes y pulidas botas de montar negras. Sobre la montaña de zapatos, habían colgado los abrigos y los sombreros; conté varios sombreros de paja, un sombrero de tela para protegerse del sol y un impermeable amarillo brillante. Era el caos, pero todo parecía tener su lugar. Zoltán me hizo pasar hasta la cocina, riéndose de la cara que yo ponía.

La cocina era blanca y luminosa, con el suelo de baldosas del color de las manzanas rojas. En medio de una gran mesa había un cuenco con uvas, centelleantes como rubíes. Zoltán cogió una jarra de limonada de la nevera y llenó un vaso hasta el borde. Me lo pasó y bebí un trago largo, mojándome la nariz. Volvió a ponerme la mano en el hombro y me llevó afuera, a la terraza.

—Tu casa es muy bonita —dije, mirando hacia atrás, a la escalera y a la entrada de la habitación que salían del recibidor. Quería explorar cada pulgada, dejando mis huellas, tal como Marika había hecho.

—Gracias, Erzsi. ¿Verdad que sí? Queremos que te sientas aquí como en tu casa. Es muy importante para Marika, y para mí también. Nunca he tenido una pequeña niña inglesa que se quedara aquí antes, así que es muy emocionante.

—Soy medio húngara —comenté.

—Claro que sí —sonrió—. Así que la terraza. ¡Y las vistas! ¿Pintas? Tu madre pinta, ¿lo sabías? Te encontraremos unos pinceles, sí, te pondremos a pintar aquí. ¿Cómo podrías no hacerlo cuando te encuentras con esto?

Y fue así como realmente aprecié por primera vez las vistas desde la casa, con Zoltán a mi lado, las manos protegiendo nuestros ojos. Podía adivinar que su mente estaba dándole forma a las cosas, inquieto ante la idea de empezar, bosquejando ya las redondeces de las colinas, la maleza grisácea, el sorprendente cielo. A su lado, coloqué las palmas de las manos en la roja y tibia madera de la balconada, y miré hacia el azul. Detrás de mí oía a Marika hablando consigo misma mientras se ponía a hacer la comida, dando golpes y haciendo ruido, y de vez en cuando un fragmento de canción saliendo de su boca. Actuaba de manera diferente, como si el año pasado se volviera a repetir, pero esta vez le sentaba bien. Parecía completamente feliz. ¿O acaso lo recordaba mal? ¿Cómo se puede medir la felicidad, de todos modos? En Devon era a través de las cosas de todos los días, el disfrutar de una taza de té sentados en los escalones tomando el sol, el ver un puñado de nieve brillando en la tierra húmeda. Pero en Villa Serena te traía recuerdos de volar a cielo abierto, y horizontes lejanos. Marika tenía alas. ¿Y había empezado a pintar? Eso era definitivamente nuevo. Me agarré al borde de la balaustrada y traté de ver otra vez lo que Zoltán visualizaba, pero todo lo que podía pensar era en lo mucho que empalidecía el sol todo lo demás. En casa el cielo tosía nubes, y nuestro jardín estaba lleno de árboles que se volvían negros con la lluvia. Villa Serena estaba decolorada por el sol, pero Marika parecía tener más colores que nunca.

Comimos en la mesa de la terraza, un mantel blanco ondeaba con la brisa. Mi plato tenía jamón jugoso y queso con agujeros, pimientos amarillos como plátanos y gruesas rebanadas de tomates sangrantes. Me sorprendió el hambre que tenía y me lo terminé todo, empapando el líquido del tomate con el pan. Después, cuando Zoltán se quedó adormilado en la silla con un sombrero de paja tapándole los ojos, Marika me enseñó la casa.

El salón olía a cera, con un toque de humo de leña. El suelo se componía de tiras de madera complicadamente entrelazadas, y había dos enormes sofás de cuero del color de las moras. Las cortinas colgaban de las ventanas como si fueran tapices en una galería, mostrando retorcidas cadenas de fruta, uvas bulbosas y hojas de higuera. Los muebles eran antiguos y pesados, y parecía que hubieran estado allí siempre. Pero a pesar de los objetos de museo, me sentía como en casa. La brillante madera me suplicaba que la tocara, los cojines bordados que se apilaban en los sofás invitaban a mi cabeza a reclinarse sobre ellos. Había una amplia y peluda alfombra hecha de la piel de un animal desconocido, y en vez de darme miedo, me pedía que bailara encima de ella con los pies descalzos. Me sentí atraída hacia un cachivache que ocupaba una esquina y parecía estar construido en la misma estructura de la casa. Era más alto que yo, y tres de sus lados estaban cubiertos de azulejos verde oscuro. Una estufa tradicional para quemar leña, una kemence, me contó Marika. Me asomé a ella, observando cómo mi reflejo cambiaba sobre el brillante mosaico, y me la imaginé ardiendo en invierno mientras, fuera, la nieve caía abundantemente. Todas las habitaciones tenían un aire de la antigua Hungría, donde arrogantes vaqueros con pantalones bombachos y henchidas camisas llegaban hambrientos a casa, donde se saqueaba y se cazaba en los bosques, y lo que se conseguía se comía sobre fogatas crepitantes. Era romance y misterio, y yo estaba cautivada.

Había cuadros en las paredes, óleos con vivos colores, y antes de ver las puntiagudas iniciales ZK en cada esquina, supe que eran de Zoltán. Había también otras pinturas. Un sorprendente retrato de un lobo, con la mirada de desprecio y los hombros encorvados, las patas abiertas y separadas.

—¿No es maravilloso? —dijo Marika, situándose a mi lado—. Esa es de János Papp, un amigo de Zoltán. De hecho él y su esposa Margit vienen mañana, entonces les conocerás.

Los brochazos tenían algo de frenético, y no me gustaron. Me acerqué para observar un intrincado dibujo a lápiz de un paisaje montañoso, con un marco dorado. Fingí estudiar los contornos de las higueras, cuando realmente estaba pensando en el artista del lobo y preguntándome por qué otra gente tenía que venir de visita al día siguiente de que yo llegara. Marika me arrastró para explorar el resto de la casa.

Era un lugar hecho a la medida de Zoltán lo miraras por donde lo miraras. Sus zapatos y su ropa estaban amontonados en el recibidor. Un fajo de papeles de una galería de Berlín se desparramaba por encima del aparador. Un par de gafas para leer estaban plegadas en medio de la mesa, frágiles por carecer de montura. Pero Marika también estaba ahí, sus pertenencias dispersas sin ceremonia por la casa. Su libro estaba tumbado al revés sobre la mesa, con el lomo partido, y las cuentas de su collar se habían desparramado sobre el alféizar. Me pregunté si pensaba quedarse para siempre. De alguna manera eso no parecía posible.

Subimos, Marika delante de mí llevando mi maleta, que hasta ese momento se había quedado en la veranda. Mis pies descalzos resbalaron en las escaleras de madera, y a mitad de camino vi unas astas saliendo de la pared. Me puse de puntillas, dudando de si eran reales. Deslicé los dedos por su superficie y concluí que sí. Me apresuré tras Marika, echándoles una mirada mientras me alejaba, casi esperando que se agitaran y se removieran, junto con el fantasma de un ciervo enfadado.

En contraste con el majestuoso salón y sus muebles oscuros, arriba la radiante luz del sol invadía todo. Las habitaciones de la planta superior tenían los techos revestidos de madera, y las láminas del suelo eran de color caramelo. Marika abrió la puerta de lo que iba a ser mi habitación con cierta ceremonia, y yo entré tras ella. Era sencilla, con forma rectangular, con una cama en la esquina que tenía una colcha de hilo blanco, y una alfombra en el suelo en azules y amarillos. Había una mesita de noche con una lámpara, con el pie tallado a partir de la raíz de un árbol, el canto irregular. Había un vaso de hojalata lleno de nomeolvides.

—¿Te gusta, Erzsi?

Le cogí mi maleta y la abrí. Empecé a colocar mis cosas, mi camisón bajo la almohada, el libro que estaba leyendo al lado de la cama. Tarareé un poco.

—¿Erzsi?

—Me encanta —dije—. De verdad que me encanta.

Esa primera noche me costó mucho quedarme dormida. Mi habitación estaba justo bajo uno de los aleros y hacía bochorno; las paredes y el techo recubiertos de madera retenían el calor del día. Una escasa brisa pasaba a través de una pequeña ventana redonda que se abría al oscuro cielo. En la mosquitera se estrellaban sin cesar empachadas polillas y bichos ansiosos.

Estaba tumbada sin moverme, como una estrella de mar, sin que ninguna de mis extremidades tocara otra. Había aflojado la sábana y me la había acomodado en torno a la cintura. Fuera, la noche hacía ruido y me devolvía los ecos, de una manera que yo no había visto en Devon. En Harkham, cuando las luces se apagaban, había un pesado silencio, pero en Villa Serena la noche estallaba alrededor de mí. El ladrido de los perros era un lejano pero infinito intercambio de saludos y una brusca canción. Me los imaginé encadenados en el corral, acechando los linderos de los pastos y aullando en los porches, en sus conversaciones nocturnas. Oí un remoto y ominoso sonido metálico de maquinaria y soñé que me despertaba con un paisaje desolado, los bosques y los campos arrasados por la noche. Probablemente era un granjero volviendo de la taberna en un tractor gigante, con las luces oscilando. Después estaba el zumbido agudo de un mosquito que había conseguido colarse en mi habitación. Me incorporé sobre los codos y escuché en la oscuridad, dándome palmetazos en las piernas para anticiparme a su picadura. Pero bajo todo eso latía el constante chirrido de las cigarras, que hacía que el entorno de la casa burbujeara con una vida oculta. Esto último era para mí una nana muy exótica, y ese fue el sonido que conservé cuando al final me quedé dormida.

A la mañana siguiente el temprano sol me despertó con su resplandor. Me tapé con la sábana fresca que había desechado por la noche y me quedé en mi capullo un momento, escuchando. Las mañanas también tenían su propia personalidad. Los pájaros cantaban, pues la casa estaba rodeada de bosques. Más tarde, Marika diferenciaría entre los sonidos que hacían las alondras y los ruiseñores, y me recostaría escuchando alzarse su dulce gorjeo, sintiéndome como si me hubiera topado con una mágica y oculta verdad. Las colinas retenían los sonidos de varias millas a la redonda, y los devolvían una y otra vez. Ese mismo día me pondría de puntillas en una y chillaría, con los brazos extendidos tras de mí, fabricando mi primer eco, tan grande como un gigante. Y después todos los ruidos de una casa despertándose, la sinfonía matutina de Villa Serena. El parloteo a bajo volumen de voces húngaras en la radio, el golpear accidentalmente la descomunal cafetera metálica, Zoltán tarareando mientras bajaba las escaleras hacia su estudio. En casa, mi padre había desarrollado el don de deslizarse sin hacer ruido. Había un trozo de suelo que crujía al pisarlo, y nuestra tetera silbaba cuando el agua estaba hirviendo, pero esas eran las excepciones. Aunque él se levantaba siempre antes que yo, nunca sabía si ya se había despertado. Bajaba con mi camisón y me asomaba a las habitaciones, sobresaltándome al verle en la mesa de la cocina comiéndose una tostada de espaldas a la ventana. O le veía fuera, apilando tierra al fondo del jardín o moviendo los emparrados con largas zancadas. Levantaba la mano, o me deseaba buenos días con un susurro, como si hubiera un bebé en la casa y no quisiera despertarle. En Villa Serena, Marika y Zoltán se llamaban al doblar la esquina y se gritaban de una habitación a otra. Hacían ruido, y se chocaban y se reían, y yo me apresuré a salir de la cama, porque no quería perderme nada, temerosa de que me dejaran atrás.

Llegué abajo con el camisón arrugado y el pelo enredado del sueño. Y Marika se levantó en cuanto me vio, y exclamó: ¡Jó reggelt!, con alegría. Las mañanas estaban para ser celebradas, se saludaba a la aurora con un grito de ánimo. También había sido así en Devon, pero más imprevisible, como un viento cambiante. Algunas veces se levantaba con cambios de humor, y me echaba cereales en la taza como con furia y derramaba la leche en el mantel, pero los gloriosos saludos matutinos, cuando se producían, siempre habían hecho que mi corazón cantara. Allí, en Villa Serena, me deleitaba en ellos. Se convirtieron en parte de la rutina que tan rápidamente establecí. Un hábito de caos feliz que, a pesar de mi breve estancia, aprendí a seguir rigurosamente.

Mi primer desayuno en Villa Serena fue una tarta de frambuesas. La vi en la mesa, y mis dedos retorcieron el camisón con precavido placer. Tenía un glaseado blanco que rebosaba por los bordes hasta llegar al plato, una superficie inclinada como un enlosado irregular, y «Erzsi» escrito con frambuesas, mi fruta favorita. Cuando Marika se acercó, hundí la cabeza en su delantal y me manché el pelo de harina. Me abrazó fuerte. Después de un rato emergí sonriente y hambrienta. Me senté para comerme una porción gigante y cogí todas las frambuesas que formaban la letra E. Marika se sentó enfrente, con las manos alrededor de su taza de café.

—No me puedo creer que haya tarta para desayunar —conseguí decir, entre bocado y bocado.

—No me puedo creer que realmente estés aquí —comentó Marika.

Nos miramos, yo con los labios dulces y pegajosos, y Marika, a través del vapor que desprendía su taza. Ladeó la cabeza y me tendió la mano.

—Pellízcame, Erzsi.

Dejé el tenedor a un lado y, en vez de pellizcarla, tomé su mano en la mía. Le masajeé los dedos, sintiéndolos uno a uno, como si los contara, los bultos de los nudillos y la lisura de sus sortijas.

Sentí la magia en ese momento, como si estuviera bendiciendo la mesa de Marika solo por estar allí. No parecía que fuera yo a la que habían dejado atrás, con las mejillas húmedas y los ojos enrojecidos. En vez de eso, era una princesa visitando un país lejano, y mi llegada había sido recibida con incredulidad y alegría. Ensayé una sonrisa de frambuesa y me dediqué otra vez al pastel.

El retratista del lobo llegó a la hora de comer, con un estallido de chirriantes neumáticos y salpicando gravilla. Observé desde la terraza mientras él y su mujer, Margit, cruzaban el césped. Marika se adelantó para saludarles, Zoltán iba sin ninguna prisa detrás de ella. No me moví hasta que me llamaron.

Todos hablaban en inglés; me di cuenta de que era por mí, y me sentí honrada. Más tarde, después de una larga comida de carne a la brasa y montañas de chucrut, oí cómo Margit le decía a Marika que le gustaban los niños, pero de lejos. Marika se rio como respuesta. Sentí que me escocía y se me acaloraba de la cabeza a los pies, hasta que Zoltán me rescató. Me puso la mano en el hombro, y me dijo que János quería ver los caballos del campo de al lado, y que si quería ir con ellos. Dejé a Marika y la súbitamente odiosa Margit, y nosotros tres bajamos por el camino.

Me gustó mucho más János mientras silbaba a dos caballos castaños para que se acercaran a la valla. Se agachó, les sopló en los hocicos y parpadearon lentamente. Me subí al cercado y les di palmadas en el cuello; se levantó polvo con mis suaves toques.

—¿Pintaste el lobo? —pregunté.

János sonrió y vi el destello de un diente de oro.

—Erzsi tiene muy buen ojo —dijo Zoltán, y acepté el cumplido, sin saber muy bien a lo que se refería—. Creo que tiene el potencial para convertirse ella misma en artista.

Asentí con modestia, aunque lo que realmente quería era agarrarle del brazo e interrogarle: «¿De verdad piensas eso, Zoltán?». Pues un elogio de Zoltán era algo muy valioso, y quería entender su origen. Si estaba haciendo algo bien, quería hacerlo más. Pero fue como si me entendiera sin que tuviera que pronunciar una palabra, porque me puso una mano en el hombro y volvió a hablar:

—Erzsi es una romántica, János, como Marika. Aprecia la belleza de las cosas.

Resplandecí. Nunca había oído a nadie decirlo antes, pero tenía razón. Lo hacía. Y mientras estuviera en Hungría, lo único que quería era parecerme a Marika.

Mientras regresábamos a la villa, eché un vistazo a la casa de los Horváth, pero no había ni rastro del chico rubio, Tamás. Era una pena, pues había pensado que podía pavonearme caminando entre dos hombres, con los brazos sueltos a los lados. Yo, la romántica.

Cuando me fui a la cama, Marika entró para desearme buenas noches.

—Te has portado muy bien hoy, con János y con Margit —dijo.

—No me ha gustado esa tal Margit —contesté.

—Es una diseñadora de joyas —me contó Marika.

—Pero no le gustan los niños, ¿verdad? —pregunté, observándola con las pestañas entrecerradas.

—Y tampoco creo que a los niños les guste ella —respondió Marika, y nos reímos las dos.

Me dormí profundamente, y soñé que montaba los caballos castaños, y que mi boca rebosaba dientes de oro.

Esa primera semana en Villa Serena pasó rápida y lenta a la vez, con un ritmo abandonado. Algunos días se extendían ante mí tan infinitos como el horizonte, días en los que me pateaba los senderos en el bosque durante horas, antes de la comida, en los que extendía una manta en la hierba y los rayos de sol me acunaban para que me durmiera. Después, una larga y feliz tarde, desgarrando con los dientes la carne de las brochetas y atiborrándome de limonada, con los codos colocados con firmeza en la mesa. Días sin final.

Y luego estaban los días que se escapaban nada más despertar, y me desesperaba con cada hora que pasaba, porque el tiempo estaba transcurriendo y no había nada que yo pudiera hacer. Desperdicié mañanas enteras preocupándome porque la tarde estaba llegando. Después me precipitaba en la noche con la tarde persiguiéndome, y finalmente me iba a dormir en mi calurosa habitación del ático con la sensación de que no había hecho nada ese día, pero que había pasado igualmente.

Y me sentía al mismo tiempo una extraña y en casa, a partes iguales. Me gustaba Zoltán, y ni una sola vez se me ocurrió compararle con mi padre; era sencillamente una persona totalmente diferente. Pasaba los días en su estudio, deambulando con una sonrisa y una copa de vino, poniéndome una mano en la cabeza y obteniendo de mí una carcajada. Y Marika estaba tan feliz de tenerme allí que me llenaba de alivio, y me hacía apuntarme a cualquier plan que se le ocurriera. Algunas veces me sorprendía mirándola. Ella y Zoltán tenían una cámara, un cachivache gigantesco y pesado con una correa de cuero para colgársela al cuello. Nunca estaba lejos de ellos, y me sentía importante posando, mirando a la lente y perdiéndome por un instante en su agujero negro.

Tuve la mala suerte de que, aunque mi mente estaba satisfecha, mi cuerpo estaba siendo acosado. El sol fue bastante bueno conmigo, y al final cambió mi piel a un tono más cercano a la miel, pero también me atacó con fiereza. Mi espalda y mis hombros estaban rojos por las quemaduras del sol. Se me peló la nariz y me salieron pecas. Una tarde, cuando había estado explorando los campos de alrededor a pleno sol, regresé a la casa sintiéndome mareada y enferma. Me hicieron tumbarme arriba con una compresa fría, y pusieron un trozo de tela en la ventana para procurarme algo de oscuridad. Me desperté más tarde con el recuerdo de un dolor de cabeza y un sentimiento de incompetencia, como si no pudiera aguantar el ritmo. Y los mosquitos se alimentaban de mí con un placer salvaje. Siempre me acordaba de echarme loción por las tardes y me ponía ropa de manga larga, pero durante el día a menudo me encontraba con las pequeñas nubes de bichos que volaban de aquí para allá, esperando, en la sombra de los bosques. Nunca picaban a Marika ni a Zoltán, pero ellos encendían velas de citronela para mí, y aprendí a asociar ese aroma cítrico con la gratitud, aunque también con un sentido del fracaso. Cuando volví a casa, a Inglaterra, mis tobillos estaban llenos de picaduras, tenía costras en los brazos de tanto rascarme y mi bronceado tenía un ligero tono rojizo. Pero sonreí, y declaré que me lo había pasado de maravilla. Mi padre se limitó a asentir y me compró una botella de aloe vera que dejó al lado de mi cama.

Después de que vinieran János y Margit no hubo más visitas durante mi estancia, y fue algo de lo que me alegré. Me gustaba estar a solas con Marika, y también con Zoltán. De todas formas, estaba Tamás. Y aunque no es que le viera mucho ese verano, nuestros breves intercambios aguantaban una relectura, como la poesía mejor considerada, donde cada gesto se reviste de significado.

Después de conocerle el primer día, iba a ver a Tamás dos veces más. Se podría decir que la primera fue a causa de la bicicleta de Zoltán. Había estado en su cobertizo durante años, con los radios oxidados y rastros de telarañas. Pero la trajo reluciente una mañana, con el marco empapado y lleno de jabón de una rociada rápida. Las ruedas acababan de ser hinchadas, el sillín estaba ajustado, y se encontraba lista para ser montada. La bajé hasta el sendero y me monté en ella; mis pies solo rozaban el suelo si los estiraba. Justo cuando me estaba preguntando si podría atreverme con este nuevo reto, vi un destello de la cabeza rubia de Tamás asomándose por la vereda. Iba caminando con las manos metidas en los bolsillos, sus pies dando patadas al polvo. Llevaba una bolsa de la compra, hecha con cuerda, al hombro, supuse que estaba yendo a Esztergom. Decidí que era una buena oportunidad para mostrarle lo atrevida que era, así que puse los dos pies en los pedales y me dejé ir; el manillar se torcía a medida que me encontraba con hoyos y baches. Me saludó a gritos mientras yo pasaba zumbando, antes de desaparecer de su vista al doblar el recodo y bajar todo el camino. Pero con demasiada velocidad y demasiado poco control, me sacudí y me estremecí. Quité los pies de los pedales para ganar algún apoyo, pero todo lo que podía hacer era agitarlos en el aire inútilmente. Desequilibrada, la bicicleta se volteó y me mandó directa al polvo. No me hice demasiado daño, un raspón en la rodilla y un golpe en el codo, pero empecé a llorar con una intensidad breve y estupefacta. Me enderecé y cojeé apresurándome mientras empujaba la bicicleta. Cuando vi un claro en la maleza, me deslicé con rapidez a un lado y me escondí tras la maraña de un arbusto, junto con la bicicleta, y me froté la rodilla con un puñado de hierba. Contuve el aliento y recé para que no me viera así. Los chicos, según mi experiencia, no eran muy buenos en estas cosas.

Hacía dos años, cuando tenía ocho, me había caído de lo más alto de las barras de trepar que había en la escuela. Estaba colgada boca abajo, presumiendo de las habilidades que había perfeccionado en Harkham entre los manzanos, y el vestido se me había dado la vuelta. Dos chicos de mi clase, James y Kieran, habían empezado a gritar y a reírse, diciendo que se me veían las bragas. En medio de todo el follón me había resbalado y me había caído, aterrizando con un golpe en el césped lleno de margaritas del colegio. Recuerdo que todo se quedó en silencio, excepto por el llanto de una niña. Entonces me di cuenta de que era yo, y lloré más fuerte. Los chicos se dispersaron rápidamente, y fueron las chicas, que olían a algodón y a chicle, las que me rodeaban, con sus palabras de consuelo y sus mimos, y me garantizaban susurrando: «Se lo diremos a la seño». Me mandaron a casa temprano, con un chichón en la nuca del tamaño de un huevo recién puesto. Al día siguiente Kieran me dio una nota, doblada una y otra vez hasta que se puso grisácea por los pliegues. Decía: «Siento que te cayeras, Erzsi. No quería reírme. Me gustas mucho»; eso, por algún motivo, hizo que me sintiera peor. Como si me estuviera volviendo a caer. Solo que esta vez el suelo parecía más lejano, y mi aterrizaje, incierto.

Desde mi escondite en el arbusto oí pasos. El paseo tranquilo de Tamás había sido remplazado por una carrera. Me escondí en mi guarida. Oí que las pisadas eran más lentas. Atisbé entre las zarzas y vi su perfil. Estaba tan cerca que podía tocarle.

—Erzsi, ¿estás bien?

Me estaba hablando a través del arbusto. Me olvidé de mi rodilla despellejada al darme cuenta de ese hecho. Durante un momento no contesté. No había escapado, o pretendido no verme, de hecho me había ido a buscar. Y no solo quería saber si me encontraba bien, se sabía mi nombre. Como si fuera un nombre que ya se sabía de antes y hubiera estado esperando para decirlo. Erzsi. Sonaba bonito, al pronunciarlo un chico húngaro.

—¿Tamás? —pregunté. Porque fue lo único que se me ocurrió decir. Después, más inspirada, añadí—: Sí. Estoy bien.

—¿Te has hecho daño?

—¿Daño? No. Yo no.

—Pero ¿te has caído?

—Sí, pero no ha sido nada. Casi nada.

—¿Por qué te escondes?

—No lo hago. Digo, no me estoy escondiendo.

—¿Quieres que vaya a buscar a Marika?

Era una idea extraña. Estaba claro que no quería ver a Marika en ese momento.

—No, gracias —dije—. Me voy a ir a casa pronto, de todos modos.

Podía ver el azul de su camiseta a través de las ramas y las zarzas. No podía ver su cara, pero me la podía imaginar. Sus pestañas eran tan largas como las de una chica y estaba más bronceado que nadie que yo conociera. Lo recordaba del día de la cabra. «Un chico húngaro», me repetí a mí misma. Muy diferente a cualquiera que hubiera conocido antes.

—¿Cómo es que hablas inglés tan bien? —pregunté muy deprisa, como si así fuera a parecer menos curiosa.

—¿Lo hablo bien? Nunca he tenido a nadie para practicar —dijo—. No hasta ahora.

No hasta ahora. Tres palabras que parecieron cambiar todo lo que me rodeaba. Como si el futuro se hubiera acercado un poco.

—Marika dijo que debería ir a ver vuestros animales —me atreví a decir.

—¿Por qué la llamas Marika? —preguntó.

—Porque sí —contesté un poco irritada. Me lo imaginé alzando las cejas ante mi respuesta.

—Bueno, nos vemos —dijo. Y no sonaba enfadado, solo constatando un hecho.

—Ah —comenté, haciendo ruido mientras cambiaba de postura—. ¿Te vas?

—Creo que sí.

—Ah.

—¿Quieres venir? —preguntó.

Quería decir: «Sí, por favor». Adondequiera que él fuera. Pero en vez de eso, pensé en mi rodilla raspada y en la cojera que seguramente tendría. Mis mejillas surcadas de lágrimas y las hojas que se me habían quedado en el pelo. Y podría preguntarme más acerca de Marika. Acerca de por qué yo estaba allí y ella aquí. A lo mejor Tamás podía adivinar en lo que estaba pensando, porque después de mi larga pausa siguió su camino, diciéndome: «Adiós, Erzsi, la inglesa», mientras se iba. Me dejó abrazándome a mí misma, con una extraña mezcla de decepción y placer.

Cuando estuve segura de que se había ido, regresé paseando a la villa. Solo cojeaba ligeramente, e iba empujando la bicicleta. La agarré del manillar con cariño, contenta de que me hubiera tirado. Pensé en la imagen de mí que Tamás podría tener en su mente. Yo volando, con mi melena flotando detrás, libre como un pájaro. O quizás la media luna de mi sonrisa vista a través de las hojas del arbusto. De cualquier manera, esperaba que él tuviera alguna imagen. Algo que me hiciera parecer tan real como él lo era para mí.

La siguiente vez que le vi fue en el camino del bosque, el día antes de tener que regresar a casa. Estaba caminando con Marika, el tipo de paseo que dábamos a menudo la primera vez que me quedé, en los que ella me señalaba cosas en el suelo o en los árboles, y yo trotaba a su lado, admirando todo. Extraíamos nuestro placer de que un lento gusano se diera la vuelta en medio del polvo, o de un sapo que se arrastraba laboriosamente sobre su barriga. Preguntaba acerca de unas marcas de la piel, unas plumas brillantes bajo el ala, y los nombres de las flores salvajes que salpicaban los bordes de los senderos. Ninguna de las dos mencionaba el regreso a casa. Yo me agarraba a su mano y ella asía firmemente la mía.

Raramente nos encontrábamos con nadie más en esos paseos, excepto Tamás, aquella vez. Lo que hizo que pareciera que estaba predestinado. Estaba deambulando, sin nada que hacer, y me resultó difícil no tropezar con mis propios pies cuando le vi. Pero entonces recordé que Marika no sabía que ya nos habíamos visto antes, así que me tranquilicé, y le observé en silencio. Por primera vez nos podíamos mirar con calma, sin una cabra o un arbusto que nos tapara. Su pelo estaba húmedo, más oscuro y más largo. También él parecía más alto de lo que recordaba. Me di cuenta de que los pantalones de fútbol que llevaba tenían las puntadas del dobladillo en forma de diamante, y de que tenía un reloj de pulsera con una correa de plástico azul que parecía que se fuera a desintegrar en cualquier momento. Sentí que sus ojos se posaban en mí. Esperé que no se fijara en mi rodilla, con un feo rasponazo, como un puñado de cereales integrales, y que sin embargo viera mis vaqueros cortos, los que yo pensaba que molaban bastante, con sus tachuelas rojas en la cintura y sus bordes deshilachados. Había tanto en lo que fijarse cuando mirabas a otra persona…, pensé, algo de lo que no me había percatado hasta entonces.

Marika le preguntó si había estado en el estanque del bosque y si había tenido un buen baño, y él le dijo que sí, y mostró todos sus blancos dientes, y comentó, volviéndose hacia mí, que había sido maravilloso, y lo pronunció ma-ra-vi-llo-so, y la palabra sonaba mejor que ninguna otra vez que la hubiera oído en voz alta. Pensé en preguntarle: «¿Has hablado últimamente con otra persona en un arbusto?», y nos imaginé riéndonos juntos a carcajadas. Habría disfrutado de la mirada de asombro en la cara de Marika. Pero en vez de eso simplemente nos sonreímos el uno al otro en silencio, y después Marika habló con él un poco en húngaro. Después dijo adiós y me tendió la mano. Nos la estrechamos. Y esta vez fue diferente. El día de la cabra había sido especial, pero ahora ya no era suficiente. Me pregunté si eso contaba como ir de la mano, y me entristecí al concluir que probablemente no. Entonces me di cuenta de que ese era el adiós. Realmente me iba a casa al día siguiente y ni siquiera había visto su casa ni sus animales, y no había dejado que practicara inglés conmigo. Acaso porque me había escondido en un arbusto y le había respondido bruscamente a lo de Marika, y ahora él pensaba que yo era rara.

Mientras seguíamos caminando, Marika me dijo que su madre no se había encontrado bien, así que no habría sido un buen momento para que yo los visitara, pero que podía ir a ver los animales al año siguiente si me apetecía, la cabra, las tres ovejas y los pollos con la cresta colorada. Sonreí. Así que habría un año siguiente.

Pero volver el próximo año significaba irme ese primer verano. Y toda la eternidad que comprendían esas dos visitas. Me mordí fuerte el interior de la boca. Después de un rato, hablé.

—¿Puedo ir a nadar el próximo año también? —pregunté—. ¿Al mismo lugar que Tamás?

Marika se echó a reír con su característico gorjeo, y yo me lo tomé como un sí. Pero yo lo decía muy seria. Nadar me recordaba al Balatón, y estaba deseando tener un nuevo recuerdo para remplazarlo. El estanque del bosque con Tamás sería algo bueno que evocar.

Tomamos un camino diferente a casa, más largo, y parecía como si Marika quisiera retrasar mi regreso casi tanto como yo. Volver a la villa significaba quitar mis sandalias de su sitio en el recibidor y doblar mi gorro para el sol, que estaba en el perchero al lado del suyo. Significaba comprobar los billetes de avión, ver la palabra «Londres» impresa, y que parecieran letras extrañas, no un lugar cerca de casa. Y lo peor de todo, llamar por teléfono a mi padre, y Marika estaría encorvada sobre el auricular y hablaría con una voz que sonaría estirada como una vieja goma. Apartamos a un lado todas esas cosas, y nos fuimos a casa a través de los campos de maíz.

Desde la distancia, parecían perfectos, un mar dorado y suavemente ondulado. Quería sumergirme y que mi cuerpo brillara con polvo dorado al tiempo que yo flotaba. Pero paseamos tranquilamente. Los tallos nos hacían cosquillas en la cintura. De repente Marika se echó a correr y la seguí, con los pies golpeando terrones secos. Abrimos mucho los brazos y las yemas de nuestros dedos seguían nuestra estela. Entonces Marika se paró en seco, se dio la vuelta y se puso el dedo en los labios. Oímos el lejano ruido de un tractor. Sonaba cada vez más alto, y Marika señaló una pincelada de rojo metálico que se asomaba por entre los árboles al final del campo. Agitó las manos, y las dos nos tumbamos boca abajo, escondidas entre el maíz. Me tapé la boca con las manos, reprimiendo la risa, al tiempo que Marika me hacía cosquillas. Éramos ladrones escondiéndose en un laberinto, polizontes que se habían colado en el mar. Nos mantuvimos tan quietas como pudimos, y solo nuestros hombros se sacudían con regocijo. Cuando hubo pasado el tractor, Marika exhaló una gran bocanada de aire. Pero nos quedamos en nuestra guarida de maíz, con las manos sosteniendo las barbillas, la una enfrente de la otra.

—¿No quieres seguir pasándotelo bien? —pregunté—. ¿No quieres que me quede para que podamos seguir pasándonoslo bien? O vente a casa conmigo, también nos lo podemos pasar bien en casa.

—Ay, Erzsi.

Marika se acercó y me remetió el pelo por detrás de la oreja. Me acarició la mejilla con tres dedos, y estaban tan fríos como el agua. No era una respuesta el que me acariciara la mejilla y me remetiera el pelo.

—Sabes —dijo— que hasta que vuelvas otra vez, estaremos todos esperándote. No solo yo, sino también los campos, la casa, ese sapo que casi hemos pisado en el bosque. Todos estaremos aquí, esperando. Porque ahora somos tuyos. Te pertenecemos. Tienes otro mundo aquí, ¿ves, Erzsi? Y cada verano, el sol no brillará hasta que vengas. No para nosotros.

Bajé la cabeza al oír esto, y una lágrima resbaló por mi cara. Este pequeño trozo de Hungría, escondido entre colinas, era mío. El Balatón, y todo lo que había ocurrido, estaba lejos, y lo empujé hasta el fondo, hasta que ya solo quedaba un parpadeo en el recuerdo. Me estaba llenando la cabeza de cosas nuevas para remplazar las viejas, y Marika encajaba en este paisaje, con sus tartas que deletreaban nombres y su manera de atravesar los maizales. Y yo encajaba junto a ella. No era un mosaico perfecto, pero sí lo suficientemente bueno como para que hubiera un año siguiente.

Tumbada, respiré sin pretenderlo el aroma del suelo húngaro. Se había metido en mis uñas y manchado las suelas de mis zapatos. Y era el sol húngaro el que me había bronceado la piel y me había aclarado las puntas del pelo. Sin darme cuenta, me llevaba el lugar conmigo. Sabía que contaría los días hasta que volviera.

Y los conté, todos y cada uno de ellos. Fue como si tuviera un calendario de adviento que abarcara todo el año, y la ventanita doble que se abría con la promesa de una escena alegre en su interior, era el día que volvería a Hungría.

Y recuerdo ahora cómo era sentirse así. Cuando la promesa y la esperanza nacían de la tristeza, y eran más valiosas por ello. No lo recuerdo de manera lejana, donde solo queda el hecho de haber sentido. Tampoco comienza suavemente, con un cosquilleo en la boca del estómago. Es más bien una corriente que me levanta del suelo y me deja suspendida en el aire. Mis pies dan patadas, y de repente, paro. El tiempo de la promesa y la esperanza ha pasado, y todos esos días se han ido. No puede haber más, y lo sé.