Marika siempre creyó en seguir a su corazón, sin importar adónde la llevara. El mío me condujo a Devon. Llegué esa tarde de agosto justo cuando el sol poniente se extendía por las colinas como si fuera oro, y las sombras del atardecer se estrechaban y alargaban. La visita truncada de mi padre, el día anterior, parecía haber pasado hacía mucho tiempo. Estaba en la portezuela del huerto mientras mi taxi se detenía, sujetando un ramo de flores del jardín, margaritas de grandes corolas, desgarbados ranúnculos y mustias campánulas.
No podía esperar a que llegáramos a la casa iluminada. No podía esperar a que el sonido del motor del taxi hubiera desaparecido del aire de la tarde. Ni siquiera podía esperar a que terminara de abrazarme, aplastando las flores entre los dos.
—Ha muerto, papá —dije a su cuello—. Marika ha muerto.
Sentí que su cuerpo se tensaba. Me agarró muy fuerte. El abrazo había sido para mí, pero ahora supe que también había sido para él.
—Ay —murmuró—. Ay, Marika.
Después de un rato, me soltó. Ya recuperado, llevó sus manos a mi cara, y me enjugó las lágrimas.
—La carta era de Zoltán —dije—. Me escribió para contármelo.
—Beth, no lo sabía. Jamás te hubiera dejado a solas con eso —contestó—. No si lo hubiera sabido, nunca, Beth. Pobre, querida Marika.
—Fue un ataque al corazón. Nadie pudo hacer nada.
Me acarició el pelo, su mano en mi cabeza parecía firme y segura. Cerré los ojos. Este era mi padre. Recordaba a este hombre.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó—. ¿Qué puedo hacer para que las cosas vayan a mejor?
Me liberé con suavidad de su abrazo, y saqué El libro de los veranos de mi bolso. Se lo tendí, y nuestras manos se tocaron. Me acerqué otra vez, mientras él lo miraba.
—Lo hizo ella —comenté.
—¿Un álbum de fotos? —preguntó.
Dudé. Era un álbum de fotos. Sin duda, cada casa de Harkham los tendría, en estantes, cajones y armarios. Libros llenos de vacaciones y de fiestas, cumpleaños y reuniones familiares, fotos que se habían sacado y pegado, álbumes abriéndose y cerrándose, mientras que la gente se reía de los cortes de pelo que quedaban fatal y de las ropas pasadas de moda, o se ponían melancólicos por glorias pasadas y épocas más sencillas. ¿Cómo podía explicarle que el libro de Marika era diferente? Que una vez que te dejabas llevar por sus páginas era como si te crecieran alas.
—Soy yo, y es ella —dije—. Somos nosotras.
Mientras caía la noche, nos quedamos fuera, en el jardín. Nos sentamos uno enfrente del otro y bebimos vino blanco frío en copas alargadas. En vez de la luz del porche, habíamos encendido velas que habían empezado a fundirse hasta formar un charco, y la última llama se estaba extinguiendo. Toda la tarde había tenido un aire muy de Marika. La comida que había preparado mi padre estaba fuertemente condimentada con pimienta. La noche en Devon era acogedora y cálida. La música nos llegaba desde la ventana abierta del salón, una obra clásica de la que no sabía el nombre pero que me gustaba.
Mi padre se pasó mucho tiempo mirando El libro de los veranos, pasando cada hoja con solemnidad. Le observé, viéndolo otra vez a través de sus ojos. Un mundo del que él nunca formó parte, que le había escondido a propósito, pensando que era lo que había que hacer. Nunca había husmeado, yo nunca le había ofrecido información, y nos las habíamos arreglado sin preguntas ni respuestas. Pensé en todos los secretos, las ideas que casi no me atrevía a expresar, los poemas que nunca terminé, los deseos escritos y después tachados. Nuestra casa siempre había estado hasta los topes, bajo los zócalos, en los espejos llenos de vaho con palabras escritas, las arrugas de las almohadas que se aplanaban al golpearlas, húmedas por las lágrimas. Nosotros tres siempre escondimos cosas porque pensamos que, de algún modo, era lo mejor. Supongo que éramos unos soñadores. Y los mundos en los que vivíamos se debían a nuestra feroz imaginación.
—Verte feliz fue la cosa más inesperada, poderosa y valiosa, Beth. —Mi padre levantó la vista de las páginas, hablando de repente, como si le hubiera preguntado algo.
Le miré, los familiares surcos de su frente y las pequeñas arrugas en las comisuras de la boca. Empezó a hablar, en un torrente manso pero inquebrantable, palabras que habían estado encerradas tanto tiempo, pero que todavía conservaban la gracia y la dignidad al echarse a volar.
—Después de que Marika se fuera, me quedé pensando, tenía que decírtelo, tenía que contarlo, pero entonces llegaba otra carta, o una postal, y te abalanzabas sobre ella como si fuese la mañana de Navidad, la devorabas, y su contenido te animaba durante días, o semanas. O te llamaba por teléfono, y después te quedabas ahí, abrazándote. Y te reías durante la cena, adorable, casi achispada, y no te importaba que cocinara fatal, porque habías hablado con Marika. Te dijera lo que te dijera, o te escribiera lo que te escribiera, te daba esperanza. Te daba alegría. Y mucho me temo que eso era lo que no abundaba en esta casa.
La última vela se apagó, y nos quedamos en la oscuridad. Me alisé la falda con las manos, repasando una costura con la uña del pulgar. Pensé: «Recordaré este momento, este es un momento importante». Siguió.
—Y entonces fuiste y te quedaste con ella, por primera vez. Un largo viaje hasta Hungría, tú sola. Estuve muy inquieto toda la semana que pasaste fuera. Creo que cavé el jardín unas cinco veces. No sabía si había hecho lo correcto al dejarte ir. Pero habías sido tan honesta, Beth, y querías ir tanto… Y por supuesto, volviste y te lo habías pasado maravillosamente. Supongo que se convirtió en una rutina, después de eso. Cada verano te ibas a Hungría, con Marika, y te hacía tan feliz que no me podía atrever a quitártelo.
—Pero debías de saber que todo saldría a la luz algún día…
—¿Por qué? Marika no quería perderte. Te quería. Ya había arriesgado mucho al dejarnos y cambiar las cosas, tenía tanto miedo de no volver a verte… Tú creías que ella estaba muy segura de sí misma, que tenía una gran autoestima, pero yo sé lo que significaba para ella tenerte allí. Cómo os convertisteis en amigas, de una manera en la que no lo erais cuando estábamos todos en casa. Fue una buena madre para ti, muy cariñosa, pero tú y yo éramos los cómplices. No siempre fue así, pero Marika tenía un modo de separarse de nosotros, como si sintiera que no nos pertenecía. Así que éramos tú y yo. Ayudándome a recoger las judías en el huerto. Viendo esos tontos programas en la televisión. Escogiendo libros en la biblioteca. Cuando eras pequeña, Marika solía decir que eras una niña de papá, lo que por supuesto era cierto. Pero, Beth, algo cambió. Cuando empezaste a ir a Hungría y viste lo feliz que era ella, justo como quería ser, tú también empezaste a querer eso. Al final de las vacaciones tuve a mi niña de vuelta, y estabas tan morena como una castaña y te brillaban los ojos, te bullían de aventuras. Y siempre fuiste maravillosa para mí, mucho más dulce de lo que me merecía. Y me sentía muy aliviado de que pudieras ser feliz, de que fueras feliz.
Me quedé callada. Cuando hablé, fue en un susurro.
—Pero todo era mentira —dije.
—No. No del todo. Algunas partes fueron muy, muy de verdad. ¿O no?
—Quizás. A lo mejor algunas.
—Nunca me has llegado a perdonar, Beth. Y aunque ha sido terrible vivir con ello, lo acepto, me lo merezco. Pero Marika…
—No digas nada más, por favor. No puedes estar callado durante catorce años y ponerte a hablar sin poder detenerte. Es demasiado tarde.
—Sí.
—Así que no lo hagas.
—Solo una última cosa. Te hicimos daño de la manera más espantosa, ya lo sé. Nunca quisimos hacerlo, pero eso no importa, te herimos igualmente. Pero Marika…, ella fue la que te dijo la verdad. Ella era la que quería que tú lo supieras. Por eso nunca entendí por qué nos trataste de una manera tan diferente.
Quería contarle todo lo que me había repetido a mí misma. Que ella me había traicionado dos veces. Que había destrozado nuestra familia, pero que yo, con nueve años, me había obligado a entender sus razones, segura de que me seguía queriendo. Pero lo había vuelto a estropear, otra vez. El vínculo que había crecido entre nosotras, los secretos que había compartido con ella en esa fantasía húngara que hizo que me creyera, todo eso era una burla. Había perdido todo lo que podía reclamar al ser su hija. Villa Serena se había ido. Y Tamás. También Zoltán. Por culpa de Marika, todo había acabado, y lo que quedaba eran cosas horribles. Por no hablar de la vergüenza, una lacerante humillación que me había dejado sin aliento, el hecho de que lo había entendido todo mal. Traté de interpretar un papel que sencillamente no me pertenecía: la despreocupada chica medio húngara, con el corazón rebosante de amor. Pero si no era ella, ¿quién era yo entonces? ¿Qué quedaba de mí?
Pero no dije nada de eso. Porque ya era antiguo, y estaba cansada y aburrida. Quería sentir otra cosa, algo diferente.
—Tú me necesitabas más —dije—. Sabía que ella estaría bien. Marika entendía las despedidas, sabía cómo iban.
—Pero no funcionó, ¿verdad?
Acercó su mano por encima de la mesa y la cogí. La aferré, y parecía muy sólida. Tan real, tan caliente. Tan importante que en ese momento decidí que nunca la dejaría marchar.
Esa noche sacó dos fotografías que le pertenecían a él. La primera era una que ya había visto, la que intentó enseñarme cuando me iba a Londres, un sofocante día de verano, cuando estaba desesperada por irme y al mismo tiempo asustada.
Los dedos de mi padre temblaron al pasármelas. La miré fijamente y después la volví a colocar con suavidad en su mano.
—Parece amable —dije—. Parece una buena madre.
—Sí —contestó. Estaba un poco bebido, podía adivinarlo, tenía la mirada ausente—. Has tenido suerte, Beth, de alguna manera. Haber tenido dos. Porque ella también lo fue, Marika, ¿verdad? A su modo.
Asentí.
Sostuvo la fotografía entre su índice y su pulgar. La miró, moviendo la cabeza. Dijo su nombre, en voz muy baja. «Sarah».
—Nunca dejé de amarla —dijo—. No podía dejarla ir. Una vez que el pasado te tiene entre sus garras, bueno, tienes que querer pelear para poder liberarte. Nunca lo hice. Ese fue mi error.
La puso en el bolsillo de su camisa. Me pregunté dónde la guardaría en la casa, y si había otras similares. Esperaba que sí, por su propio bien. Pues Sarah había sido su gran amor, el que sobrepasó a todos los demás, incluyendo a Marika. Incluso entonces no tuve fuerzas para hacerle preguntas, nunca pude. No sabía si prefería la miel o la mermelada, si su risa era clara y aguda, o grave y apagada. Si le gustaba el verano más que el invierno. Podía haber sido mi madre, un momento breve, hacía mucho tiempo, pero sobre todo era la ladrona de la felicidad de mi padre. Un fantasma triste y pálido.
—Marika y tú erais tan diferentes… —me atreví a decir—. ¿Fue por eso por lo que te gustaba?
Mi padre asintió.
—La quise una vez, Beth —dijo—, solo que… no fue suficiente, supongo. Fue culpa mía. Recuerdo el día que se presentó aquí, ya sabes, desde Oxford. Fue de lo más extraño ver a esa atractiva y brillante mujer, tan bulliciosa, en mi puerta, cuando nos estábamos escondiendo, tan en silencio, tú y yo. No creo que supiera lo que estaba haciendo, yo por mi parte no, pero todo lo que sabía era que estaba contento de verla, porque cuando abrí la puerta, algo se movió en mi interior. Solo que me confundí. Pensé que era afecto, y que quizás algún día se podría convertir en algo más. Pero creo que era alivio. Porque estaba tan llena de vida, y eso era lo que nos faltaba; nos estábamos ahogando, llorando hasta que nos dormíamos, ahogándonos. Tú eras un bebé, pero ¿yo? Yo era sencillamente patético. Una vez le pregunté qué veía en mí. Qué le había impelido a seguirnos como lo hizo. Y me dijo que no podía explicarlo. Me dijo que había seguido a su corazón, y que su corazón le había dicho que esto era lo correcto. Me quedé perplejo, hasta el infinito, pero así era Marika. No te daba explicaciones. A cambio, tampoco te las pedía.
—Así que, por un momento… —mi voz se rasgó, tomé aire—, ¿nos salvó?
—No sé qué hubiera sido de nosotros sin ella. Esos primeros días.
Nos imaginé a los dos llorando, yo un bebé, mi padre de pena. Oí el golpe en la puerta, esa incierta noche de Devon, después su canción y sus risas. Sentí sus veloces besos y sus abrazos envolventes. Entonces pensé en los días posteriores, los días sin ella, cuando la había echado de mi vida. Las aristas que quedaron detrás.
—¿Y esa otra foto? —susurré.
—Ah —dijo—. Me la encontré en una caja. Pensé que había tirado a la basura todo lo de esas vacaciones, pero debí de olvidarme de esta. —Recapacitó—. O la guardé. Quizás la guardé, después de todo.
Mostraba una familia de tres personas, sentadas a una mesa iluminada por la luz de las estrellas. Reconocí nuestra primera noche en Hungría, antes de ir al lago. Tras nosotros, la noche se cernía, pero no podíamos ver su oscuridad, pues mirábamos en la otra dirección, y estábamos sonriendo. Me atraganté, porque lo alegres que parecíamos solo se podía deber a un truco de la luz. Mi padre vestía un traje de algodón blanco, la viva imagen de un inglés en el extranjero. Debería haberse mostrado triunfal, pues había atravesado Europa con su familia, y les había llevado sanos y salvos hasta esa mesa. Pero no era muy de regodearse. En vez de eso, se regaló una cerveza fría, cuya espuma mostraba el temblor de su bigote. Marika se sentaba muy tiesa, su larga melena enmarcaba su pálida cara en forma de corazón. Sus clavículas brillaban, y el hueco entre ellas era una sombra circular, como un colgante. Parecía ágil y a punto de moverse, la fotografía solo podía contener su energía durante un momento. Si mirabas a otra parte, probablemente se echaría a correr. ¿Y yo? Estaba entre ellos dos. Mi camiseta blanca relucía. Tenía un pasador rojo en el pelo, sujetando mechones desobedientes. Mis brazos estaban puestos con descuido alrededor de los hombros de mis padres. Qué tonta era. Tocarles de manera tan superficial, cuando en verdad tendría que haberlos estado abrazando con fuerza. Como si me fuera la vida en ello.
«¿Cómo habría sido si las cosas hubieran transcurrido de forma diferente?».
Eso fue lo que le pregunté a mi padre, mientras estábamos sentados en la oscuridad del jardín, las colinas detrás de nosotros. Antes de que pudiera responder, le conté todo lo que había pensado alguna vez.
Si las cosas hubieran sido diferentes, dije, habría tenido los mismos veranos, incluyendo el último, pero al final no me habría escapado. Al enfrentarme a la verdad, me habría mantenido firme. Me habría sentido triste, me habría sentido herida, pero después se habría arreglado, habría llegado el perdón y después el creer otra vez. Y, años después, ¿cuál habría sido mi secreto? ¿Dónde estaría mi lugar escondido? Que yo no era la hija de mi madre ni la niña de mi padre, sino alguien de mi propia invención. Alguien que podía perdonar sin olvidar. Que sabía que, si rastreabas algo en el lugar adecuado, lo encontrarías, sin importar lo agotadora que se volviera la búsqueda.
Si las cosas hubieran sido diferentes, dije, Marika y tú os habríais separado igualmente, pero me habrías contado toda la verdad a los nueve años y mis mejillas estarían mojadas de todos modos. Las nuevas penas se habrían diluido en las antiguas, y algún día habría superado todo eso. Habría considerado a Marika como la mujer que todavía me quería, si no hasta los confines de la tierra, sí el largo viaje hasta Hungría y de vuelta, por lo menos; y así habría ido a Villa Serena igualmente. Zoltán y Tamás habrían estado allí, esperándome. Y juntos habríamos tenido días bajo el sol, y las sombras se habrían despejado a nuestro paso. Después habrías venido a buscarme al aeropuerto, con la espalda erguida y fuertes manos. Habrías cogido mi maleta y preguntado: «¿Y qué me has traído?». Y habría habido algo para ti. Un pequeño caballo de madera o una ristra de guindillas.
Si las cosas hubieran sido diferentes, dije, habríamos ido todos a Hungría la primera vez y nos habría encantado. Nos habrían gustado las cosas grandes, como el Balatón, tan reluciente, y las llanuras donde siempre brillaba el sol, los palacios que parecían helados y los siete puentes sobre el río, hechos de criaturas de piedra y pesados collares. Y también las cosas pequeñas, como las galletas de miel de Zita Szabó, el requesón dulce, y saber que si una cigüeña anidaba en tu chimenea significaba buena suerte para todos los que vivieran en esa casa. Y habríamos vuelto de vacaciones, quizás no cada año, pero sí la mayoría. Y de regreso al hogar, aquí en Harkham, habríamos colocado las fotografías por toda la casa. Encima del piano, al lado del reloj, en las mesillas de noche. El sol y los recuerdos capturados y encerrados en un bonito marco.
Si las cosas hubieran sido diferentes, dije, nunca habríamos ido a Hungría, porque Marika habría tenido todo lo que pensaba que necesitaría aquí, con nosotros. Habría hablado de ese país algunas veces, la cuna de sus raíces, pero como uno discute el contenido de un sueño, tomando una cierta distancia, y sin intención de volver. Cuando yo hubiera crecido, las piernas largas y la sonrisa amplia, quizás habría viajado a Budapest, un vuelo barato con amigos, después de Praga y antes de Múnich. La habría llamado por teléfono después, y le habría dicho que se la consideraba el París oriental, o alguna otra frase que hubiera cogido prestada de una guía de viajes. Habríamos estado de acuerdo en que estaría bien ir juntas algún día, a los deslumbrantes mercadillos navideños, o irnos de crucero por el Danubio azul, tan azul. Cuando su cabello estuviera volviéndose gris y yo tuviera un bebé, a lo mejor. Una niña.
Si las cosas hubieran sido diferentes, dije, tú, mi padre, te habrías recuperado, y habrías encontrado valentía en medio de tu pena. Cuando esa atrevida mujer inteligente que conocías de Oxford te hubiera seguido a Devon, te la habrías quitado de encima educadamente, y la habrías mandado a casa después de pasar la tarde, con un tarro de miel de la zona, y quizás una promesa de que escribirías. O, si hubieras dejado que se quedara, al final habrías conseguido quererla más. La habrías amado como una persona que quería ser amada a cambio. Como alguien que sabía que la prueba del amor es el amor en sí mismo. Habría habido besos furtivos en la despensa mientras yo me caía en la mantita de los juegos. La habrías empujado en el columpio que colgaba del manzano, mientras yo cogía margaritas y las estrujaba en mi puño gordezuelo. Y habríamos crecido juntos, tan unidos como las campanillas que se entrelazan con una veranda. Nuestro amor por los otros nos habría dado una fuerza que no podíamos ver pero sí sentir, como la música en los dedos de las manos y de los pies. Y así, cuando hubiera sido lo suficientemente mayor para hablar, y pensar, y ver el mundo, me habría dicho algo que por un momento quebraría todo lo que sabía hasta entonces. Pero me recuperaría; habría heredado lo mejor de ti, todo tu valor, toda tu lucha. Habría llorado por Sarah Lowe, pero habría sido refugiándome en el pecho de Marika. Y con tus brazos alrededor de las dos. Sin dejarnos ir, porque estaríamos vivas. Estaríamos viviendo.
Si las cosas hubieran sido diferentes, dije, Harkham no habría alzado las cejas cuando mi madre se ponía las sandalias rojas de cuero y las faldas que revoloteaban, porque, en vez de eso, se habría vestido de azul marino, con una pinza sujetando su pelo rubio, y habría sido otra persona. Nos habríamos ido de vacaciones a algún lugar lluvioso y nublado, no soleado y caluroso, sin tener que enfrentarnos a nada más que a los charcos de la lluvia, llevando puestos nuestros impermeables y los calcetines hasta la rodilla. Habríamos sido un grupo de tres bajo la lona de un camping en Gales, o sentados a la mesa de una granja en Cornualles, comiendo bollos con la boca abierta, haciendo ruido, sin saber y sin preocuparnos de que la palabra para eso en húngaro fuera csámscog.
Si las cosas hubieran sido diferentes, dije, la lluvia del condado de Oxford no habría vuelto las carreteras resbaladizas. No se habría hecho oscuro tan deprisa, y el grueso roble de la esquina no se habría alzado tan alto ni habría sido tan resistente; cuando cosas más débiles, como el duro metal y los cuerpos blandos, se chafaban y caían.
Si las cosas hubieran sido diferentes, dije, yo habría muerto al lado de mi madre esa noche. Un punto hecho a lápiz, borrado.
—No habría conocido la desdicha —continué—. Sin dolor. Sin arrepentimiento. Si hubiera muerto esa noche, te habría dejado todo eso a ti. Una herencia espantosa, pero verdadera. ¿Y si eso fuera lo que debería haber pasado?
—Ay, Beth —dijo, sonriendo con tristeza.
Su mirada me hizo parar. Había perdido el hilo.
—No podemos decir lo que podría haber pasado. Solo tenemos lo que fue, y lo que es.
—Ya lo sé… —empecé, pero continuó hablando.
—Y lo que será. Ya sabes, las cosas siempre pueden cambiar, Beth. Estoy llegando un poco tarde a esa conclusión, y no estoy seguro de que me pueda perdonar por ello, pero es la verdad.
—Marika está muerta, papá —y esas palabras me dejaron sin aliento—. Y no hay nada que pueda hacer. No hay manera de decirle que la quería.
Mi padre se levantó. Se movió lentamente hasta donde acababa la terraza, y se quedó mirando la noche.
—Beth, me gustaría tomarme la libertad de hacer algo —dijo, con la cabeza medio vuelta—. Hace mucho tiempo, cuando eras muy pequeña, hice algo similar. ¿Recuerdas? Te di un billete de avión a Hungría. Y a pesar de todo lo que ocurrió, tanto antes como después, todavía creo que fue lo correcto.
—Lo fue, papá —susurré.
Se dio la vuelta, el resplandor de la ventana solo le iluminaba una parte de la cara. Su mejilla brillaba, húmeda por las lágrimas. Era la segunda vez en la vida que le veía llorar, pues las suyas eran lágrimas vertidas detrás de puertas cerradas, barridas por las palmas de las manos o reprimidas antes de que cayeran. No eran algo que me enseñara, no desde la primera vez. Cuando Marika se fue.
—Quiero hacerlo otra vez, Beth. Quiero que me dejes comprarte un billete. Es fácil decir que es demasiado tarde, pero no creo que lo sea, no realmente, no del todo. Creo que todavía se puede salvar algo.
Le miré. Me enjugué los ojos, y vi que él hacía lo mismo. Nos volvimos a mirar.
—¿Hungría? —pregunté.
Asintió.
—¿Qué?, ¿Villa Serena?
Volvió a asentir.
A lo mejor, y de variadas maneras, llegábamos demasiado tarde; pero ¿acaso no era peor hacer que ese fuera el final? Quizás mi padre tenía razón. No había perdido a Marika para siempre. Si sabíamos dónde buscar, seríamos capaces de encontrarnos nuevamente.
En el pasado me pregunté bastante a menudo qué decir si alguien me preguntaba si me parecía en algo a Marika. Después de todo, habíamos crecido juntas, como hacen las madres y las hijas. Solía pensar en todas las cosas que podría responder, que ella se había marchado y después lo había hecho yo, sus esfuerzos para contactar conmigo después de eso, su tenacidad y su pasión, y mi rechazo, mi fuerza y mi brío, que iban a la par con los suyos. Y que, una vez que se quedó en silencio, asumí mi propio mutismo. Por lo menos de puertas para fuera. Cómo había vadeado los días que siguieron, los días que todavía seguían. Y entonces habría mentido. Habría dicho que éramos tan diferentes como podrían ser dos personas.
Si me lo preguntaran ahora, diría algo distinto, y se parecería más a la verdad. Porque aparte de las cosas grandes, también estaban todas esas cosas pequeñas. Diría que a las dos nos gustaba la mantequilla de cacahuete, la crujiente, la que se te pega a los dientes con rapidez. Diría que, cuando nos reíamos, algunas veces no podías distinguir de quién era la carcajada. Y diría que las dos pensábamos que las mañanas soleadas eran algo que merecía ser festejado, y alegrarse cuando te levantabas en uno de esos días.
Era una mañana de esas cuando, dos semanas después, volé de Londres a Hungría.
Marika habría cantado, con tonos sencillos, claros. Una mañana por la que estar agradecida. Contenta de estar viva.
Antes de dejar Devon, hacía una semana, había llamado a Villa Serena. Había marcado cada número con cuidado, como si un paso en falso me hiciera caer en una trampa. Esperé, conteniendo la respiración, mientras resonaba con largos zumbidos continentales. Zoltán contestó, y su voz era la misma de siempre. Era un milagro, y mi confianza, precavida, creció un poco más. Encontré mi voz. Dije que lo sentía mucho, mucho. Por Marika y por… todo.
—Ay, Erzsi —dijo—. Solo por Marika, y por nada más. Entiendo todo lo demás. Pero por Marika… sí. Tenía demasiada vida para que se la arrebataran así. Nadie merece morir, pero ella era la que menos probabilidades tenía. De desaparecer algún día.
Era cierto. Y, al mismo tiempo, no lo era. Porque había sido así, todos esos movimientos repentinos, todos esos fogonazos y estallidos. Así como, al final, también habían sido los míos.
Una vez, cuando estaba tratando de explicar por qué había vuelto a Hungría, Marika dijo: «Algunas veces, si no retrocedes, no puedes avanzar». Le repetí esto a mi padre, esperando que fuera capaz de desentrañar sus palabras. Pero solo masculló algo de coches que se obstinaban en chocarse en caminos campestres, y pensé que era mejor no preguntarle más. Aunque ahora pienso que los dos sabíamos lo que quería decir.
Le dije a Zoltán que si él quería, y se veía capaz de soportarlo, me encantaría verle. Quedarme con él otra vez, como solía hacer antes. La línea se quedó en silencio y permanecí atenta al sonido más liviano, una respiración, un suspiro, cualquier cosa para saber si todavía estaba ahí. Cuando se produjo, el suyo fue un grito que casi me destroza los oídos. Me apoyé contra la pared, mientras notaba cómo me invadía el alivio, el arrepentimiento y otro sentimiento que conocía muy bien pero que casi había olvidado. Mucho después de que él hubiera colgado, mantuve aferrado el auricular contra mi pecho. Pues al final había sido fácil descolgar el teléfono.
En el tren que iba al aeropuerto, cogí mi bolso y saqué El libro de los veranos, sosteniéndolo en mis rodillas. Lo abrí, me encontré con mi fotografía posando enfrente de Villa Serena, ese primer año, donde todo mi ser parecía relucir de alegría. «Erzsi, Largo Viaje desde Inglaterra». Lo dije en voz alta, como una prueba. Era raro, y dejaba un regusto extraño en mi boca. Pero no tan extranjero como habría podido esperar, no tan amargo como pensaba. A lo mejor era así como iba a volver. Unas pocas palabras cada vez, con las manos extendidas y los ojos bien abiertos.
Pensé en mi padre, y en el día que me había llevado a la estación, hacía un poco menos de dos semanas. En el poco tiempo que había pasado con él, habíamos encontrado más palabras de las que creía que pudieran haber entre nosotros. La imagen que me llevaba de mi padre a Hungría era maravillosa. Me había ido a despedir a St. David’s, y había dado unos cuantos pasos mientras el tren se ponía en marcha, para acompañarme. Sus pantalones de pana aleteaban por las ráfagas de viento, y parecía vagamente cómico, destinado a perder en esta carrera contra el tren. Pero sus ojos mantuvieron mi mirada, y me había despedido con la mano, y sonreído, y yo había hecho lo mismo. Me di cuenta de que ya le echaba de menos. Sabía que le vería otra vez en breve.
Y ahora, alcé la cabeza y observé cómo se extendía la ciudad. Los confines de Londres desaparecieron de mi vista. Las casas arracimadas y las inestables torres dieron paso a los bosques que se desplegaban detrás de Villa Serena. Entre los bloques de oficinas y las sucias antenas parabólicas, vi las rojas tejas de tejados inclinados. Las vías muertas del tren, llenas de mugre, se convirtieron en blancos caminos bordeados de rododendros, de un rosa llamativo. Incluso el sol parecía brillar más fuerte, y con más intención.
De vuelta al libro, pasé una página. La siguiente. Y la siguiente. Las imágenes empezaron a cobrar vida, ya no estaban reducidas a dos dimensiones, a una hoja de papel marrón y al celo que las sujetaba. Y mientras las miraba, me vino otra a la mente. No era una fotografía, pero ocupó su lugar como si lo fuera. Marika y yo íbamos caminando por un sendero, y sabía que estaba en Inglaterra, porque los árboles eran oscuros y el suelo estaba húmedo. Nuestros dedos estaban fuertemente entrelazados, y nuestros pasos iban al compás. Debió de ser antes de que la carta llegara de Hungría, antes de que fuéramos allí. Eso significaba que tenía ocho o nueve años. A pesar de eso, teníamos la misma altura, y nuestras cinturas tenían la misma forma. Su pelo se estaba encaneciendo, y le rozaba los hombros con aires de invierno, y sus labios brillaban rojos como las frambuesas. Marika era a un tiempo extraña y familiar. Todo lo que yo siempre había querido, y algunas cosas de las que podría haber prescindido. Con el tiempo, se giraría hacia mí y, después de un instante de sorpresa, nos encontraríamos sonriendo. Pero por el momento solo la observé, y sentí la presión de su mano en la mía. Mi corazón revoloteó, y después se calmó. El ritmo del suyo siguió.