Se me habían quedado las piernas entumecidas de quedarme sentada. Me estiré como un gato, y después me levanté. Me había pasado horas en el parque. El sol me había calentado la piel sin quemarme, mis dedos olían a tierra. Estaba un poco mareada, había pasado mucho tiempo desde que me había tomado un café a primera hora de la mañana, y había sido mi único alimento, pero el olor de una barbacoa cercana me revolvió el estómago. A pesar de eso, me sentí llena de decisión y con un propósito. Cogí El libro de los veranos y lo metí con cuidado en mi bandolera. Acaricié un momento su portada, y repasé con los dedos las letras que Marika había dibujado una vez. Había sido suyo, y ahora parecía pertenecer a una vida totalmente diferente. Doblé la manta y empecé a caminar de vuelta a casa, atajando por calles residenciales, aprovechando los callejones.
Pasé por delante de un raquítico arbusto de lilas, una ráfaga de viento estival movía sus ramas. Había habido lilas en los bosques que rodeaban Villa Serena. Las había atravesado el primer día que estuve explorando, aureolas púrpura que bailaban por encima de mi cabeza. Más tarde encontré una taza de té al lado de mi cama, llena de flores malva. Siempre había momentos como esos. Las cosas rutinarias, de todos los días, que suspiraban «Marika». Las joyas, cuando reflejaban la luz y resplandecían, brillantes como gemas. Y los huevos fritos perfectos. Solía echarlos en mi plato con un grito triunfante, como si hubiera atrapado el amarillo sol ella misma. Y amapolas, siempre las amapolas. En otoño, cuando la gente se prendía amapolas de papel en las solapas en recuerdo de los soldados muertos, yo nunca pensaba en la valentía de los que habían caído. En vez de eso, era siempre Marika, sentada al borde de la veranda, cosiendo flores en el ruedo de una falda, una aguja con hilo rojo alzada en el aire.
Algunos dicen que los recuerdos preservan la vida después de la muerte. A lo mejor hay algo de verdad en eso, pero solo si nos conformamos con disfrutar nuestras memorias desde la distancia, como destellos pasajeros o chispas ocasionales. Si somos codiciosos y estamos desesperados, si lo queremos todo y lo queremos ya, si nos estiramos para poder tocarlo, ¿qué ocurre entonces? Desaparece tan rápido de nuestra vista que nos quedamos preguntándonos si alguna vez estuvo allí. A lo mejor el truco es moderarnos en el uso de la memoria. Aprender a ahuecar las manos y atesorar en ellas los pequeños y gloriosos momentos, encontrando consuelo en ellos. Si no, todo lo que hacen es recordarnos que llegamos demasiado tarde. Que lo que se pierde se pierde para siempre.
Solía pensar que era Marika la que cambiaba de forma. La veleidosa y obstinada magiar, que se iba con el viento, la brújula de su corazón girando como loca. Mientras que yo era como una roca, una cáscara dura con una mente ordenada y los labios apretados; la hija de mi padre, me gustara o no. Cada año que pasé en Harkham, cada verano en Villa Serena viviendo una mentira sin saberlo, lo he compensado con un año de mi propia invención. Juré vivir una vida de verdad, ya ves. Cuando Marika me contó que yo no era quien pensaba que era, mi respuesta fue convertirme en otra persona. Me regalé una lente para poder mirar el mundo por ella, con un objetivo que podía ajustar. Me sumergí en las aguas de una ciudad con millones de personas, y bebí de sus profundidades. Mantuve mi arrepentimiento escondido, como la ropa interior gastada por el uso bajo un vestido de fiesta. Y durante catorce años me mantuve fiel a mi impulso original: escaparme y borrar a Marika con mi silencio. Ahora, el ruido blanco se ha convertido en un rugido atronador.
En el parque, con el libro de Marika a mi lado, había sido la primera vez en mucho tiempo que me había permitido volver a pensar en esas cosas. En algún sitio, Tamás estaba sonriendo, como siempre, tan sencillo. Me gustaba creer que todavía le distinguiría entre una multitud, pero sé con certeza que él no me reconocería. Supongo que la mía es una tristeza normal, un lamento típico por el amor perdido. A lo mejor nadie vuelve a amar como cuando tenía dieciséis años. Pero el dolor no mengua. A pesar de la distancia que había entre nosotros, un océano, la tierra y un idioma, Tamás y yo lo sabíamos, y creíamos el uno en el otro. Y cada vez que le veía, desde el primer día con la cabra subiendo a Villa Serena hasta el último, bajando solo por la carretera del Balatón, algo se removía dentro de mí. ¿Qué era ese sentimiento indescriptible que solo los afortunados experimentan? Creo que lo he olvidado. Desde luego, sé que nunca lo he vuelto a sentir.
¿Y qué pasó con Zoltán? El hombre que, sabiamente, nunca intentó ser mi padre, pero que me dio algo igualmente apreciado. Me encantaban todas las maneras en las que era diferente a todo lo que había conocido. Ponía música de jazz demasiado alta y bebía vasos de un licor muy fuerte de color negro incluso cuando no estaba resfriado. Tenía la piel impregnada de pintura, bajo las uñas y en los pliegues de sus nudillos. Normalmente tenía el pelo de punta, como si fuera una brocha. Y al ofrecerme su amistad no me pidió nada a cambio. La suya era una ecuación muy simple: amaba a Marika, así que también me amaba a mí.
Hace unos cuantos años ocurrió algo muy extraño. Vi un cuadro, una reproducción en un catálogo de expresionistas abstractos en una galería de Múnich. Era una publicación poco conocida, como para encontrarla entre una pila de revistas de arte en un bar de Shoreditch. Antes de ver su nombre, Zoltán Károly, reconocí el paisaje. Mostraba ondulantes colinas amarillas y verdes, con una niña de pelo castaño en primer plano, observando la cuesta abajo que hay delante de ella. Era similar al cuadro que había visto en la galería de Szentendre, pero no era idéntico. En este, la reluciente cúpula de la basílica de Esztergom no se veía en la lejanía, de hecho, no había nada en absoluto que lo pudiera situar en Hungría. Una hilera de árboles escuálidos, parecidos a los álamos, le daba un ligero aire mediterráneo, al igual que el tenue contorno azul de una cordillera sugería climas más exóticos. Mirándolo más de cerca, la única cosa que no había cambiado era la niña morena, que todavía estaba tumbada boca abajo, con la barbilla en las manos mientras contemplaba todo lo que tenía ante sí. Me quedé boquiabierta, y por un momento mi mundo giró sobre su eje. Todo amenazaba con desmoronarse. Arranqué la hoja de espaldas para que nadie pudiera verlo. Pero no la metí entre las páginas de un libro, un lugar seguro donde más tarde podría maravillarme de haberla encontrado. En vez de eso, me fui derecha al baño, la rompí en pedacitos, tiré de la cadena y observé cómo desaparecía entre remolinos de agua azul neón. Una colilla de cigarrillo cabeceó al seguirla. Entonces apoyé la cabeza contra la pared, temblando como una alcohólica durante el día.
La carta de Zoltán se merecía una respuesta, pero sabía que no podía simplemente sacármela de la manga, puesto que ¿qué podría decir? No tengo práctica en consolar a los deudos. Solo sé que la muerte puede o matar a los que se quedan o ser la mayor fuerza de las que empujan a la vida. Me inclino más por la primera; otra vez, digna hija de mi padre. Pero entonces pensé en la pérdida de Zoltán. Me lo imaginé en las colinas de detrás de Villa Serena, por donde había esparcido las cenizas de Marika. Le vi girando la cabeza hacia el cielo, un cielo azul como el techo de una capilla. Oía a todos los pájaros de Hungría uniéndosele en la misma canción.
Me vino una palabra a la mente. Hiányzol. Significa «te echo de menos» en húngaro. Lo he visto escrito, carta tras carta, caracteres dibujados en una página expresando dolor. Lo he oído en el teléfono, en la manera en la que sonaba y se cortaba la línea. Me lo he susurrado en la mano ahuecada, en los autobuses de Londres y en la oscuridad de mi piso, día tras día, año tras año. Una palabra que acarreaba todo ese arrepentimiento, esa pérdida, ese amor. Una palabra para toda esa gente a la que quería, pero sobre todo para Marika.
Hiányzol.
En medio de todo ese desastre, parecía que era lo único que quedaba por decir.
¿Podía oírme?, me pregunté. Prefería pensar que sí. Prefería pensar que siempre lo hizo. Marika creía en las cosas que quería creer, y la paz que encontraba se la fabricaba ella misma. A lo mejor en eso había una lección que aprender, un consuelo que sacar. Ser como ella y al mismo tiempo no serlo. No parecía real imaginarme viviendo así. Tener el conflicto viviendo dentro de mí, como los estratos de la tierra, en vez de que me destruyera por dentro, hasta destrozarme. Pero quizás era la única manera de ser. Con paso firme y el corazón preparado, a pesar de los errores del pasado.
Después de todo, cualquiera podía descubrir la verdad. Lo que importaba era lo que hacías con ella.
Llegué a mi puerta y, mientras giraba la llave en el cerrojo, ya sabía lo que iba a hacer. Entraría un momento nada más, cogería una muda de ropa, le dejaría una nota a Lily y haría una llamada de teléfono rápida. Necesitaba decirle a mi padre que iba a ir a casa a verle, esa misma tarde. Y que el motivo era Marika. «¿No lo ha sido siempre?», me lo imaginaba diciendo. Y los dos sonreiríamos con tristeza y sabríamos que era cierto.