Diez

Sostuve el libro en mi rodilla, mientras alrededor de mí el parque volvía a la vida. En las ramas que tenía por encima parloteaba un mirlo; más abajo, el balón de fútbol retumbaba cuando lo golpeaban, y más allá del parque un coche de policía molestaba con la sirena. Esos eran los sonidos de los vivos. Seguí mirando fijamente el libro, sin parpadear. No había más veranos. Volví las páginas que quedaban, cinco, seis, siete hojas marrones…, todas ellas en blanco. Marika y yo simplemente nos habíamos acabado.

A lo mejor me debería haber levantado entonces. Caminar cruzando por la hierba hasta llegar al bar y tomarme algo muy cargado. Después, pasear hasta casa, pasando por el cementerio, y susurrar una oración desacostumbrada a quien la escuchara. Pero, en vez de eso, me quedé allí. Pensé en las páginas vacías y en cómo las habría llenado con las fotos que venían después, las que Marika no iba a ver. Yo en el aeropuerto de Budapest, con el pelo revuelto y los ojos rojos, agarrándome a mi maleta como si fuera un salvavidas. Yo aterrizando en Londres a altas horas de la noche, caminando inexpresiva por Llegadas, mientras un mar de caras acogedoras, expectantes, me atravesaban con la mirada, buscando a sus seres queridos, que regresaban. Yo acurrucada en el asiento de un autocar con destino a Exeter, abrazándome hasta la contorsión, sacudiendo la cabeza cuando la anciana que estaba en el asiento de atrás me ofreció una bolsa de gominolas. Yo frente a mi padre, a la tenue luz del amanecer, él apresurándose a cogerme la maleta, como si fuera eso lo que me pesara. Como si eso fuera lo que había que hacer y lo único que se podía decir.

Pues esas son las imágenes que he llevado conmigo. Las que, si me preguntaras, me han hecho ser como soy. En ellas estoy pálida y dejo mucho que desear, no estoy morena y alegre. Mis labios son finos, duros, y se mueven solo para pronunciar palabras tristes.

En el vuelo vespertino con destino a Heathrow (Londres), la gente no era muy sociable. Mientras el avión subía hasta el cielo, el silencio descendió, y todos bajaron sus asientos, se echaron la manta por encima de las rodillas y dieron paso a las cabezadas. Yo estaba sentada al fondo, acurrucada junto a la ventana, sin nadie a mi lado. Abajo, las luces de Budapest parpadearon una vez y después desaparecieron. Nos adentramos en la noche. De algún modo, me quedé dormida. Pero mis sueños fueron de los nerviosos, en los que me sobresaltaba y me caía, levantándome con los ojos abiertos y las manos apretadas en puños. La inquietud me pellizcaba como si estuviera enferma, y me senté, intranquila. Miré por la ventana hacia la nada, una nube solitaria nos envolvía como un fantasma. Pero cuando llegamos a la pista de aterrizaje y rebotamos una vez, con los motores rugiendo, grité, llevándome una mano a la boca rápidamente. No quería haber llegado. El cielo nocturno había sido un refugio para mí. Su vacío, su oscuridad. Me podría perder ahí, había pensado. Podría desaparecer y nadie me encontraría.

Más tarde, en el autocar que iba a Exeter, me mantuve invulnerable. Una apariencia que he perfeccionado desde entonces. Mientras me ponía en fila para subir, tenía los ojos vidriosos. Recé para que nadie pudiera oír el estruendo de mi corazón en el pecho. Recuerdo el conductor al que le enseñé mi billete. Llevaba unas gafas gigantes, y me vi a mí misma reflejada fúnebremente en ellas. Quería hacerles lo mismo que al espejo. Él ladeó la cabeza con preocupación paternal, pero subí los escalones del autocar, subí los pies al asiento y fingí que masticaba chicle, mis mandíbulas se movían para nada. «Puedo hacer esto —pensé—. Puedo mantenerme en marcha, siempre hacia delante». Recuerdo cómo aceleramos por la autovía ya de noche, las puntiagudas torres de alta tensión, casi robóticas, recortadas contra el cielo, y pararnos en ciudades sombrías con bloques de apartamentos iluminados con rectángulos de luz. Recuerdo pensar que esa era una Inglaterra que no reconocía. Que ya no reconocía nada.

Había llamado por teléfono a mi padre desde el aeropuerto, para decirle la hora a la que llegaba mi autocar. Incluso en mi desdicha, las viejas costumbres eran difíciles de abandonar. Había tenido que marcar el número tres veces, pues mis manos temblaban y estaban torpes, y mi voz había sido como la de una máquina cuando por fin pude hablar, un mensaje automático dejando clara la hora de llegada. Llegamos a la estación de autocares de Exeter a primera hora de la mañana, justo cuando una luz rosácea empezaba a levantarse por el este. El lugar parecía desolado, hasta que mi padre salió de entre las sombras. Se quedó de pie con las manos en los bolsillos mientras el autocar describía un amplio y lento círculo. Tenía las piernas agarrotadas de haber estado encogida, y me tambaleé por entre los asientos, pasando las formas encorvadas de los pasajeros dormidos que iban a sitios como Torquay y Plymouth. Les envidié su despertar gradual al amanecer, pues el sol ya habría salido cuando llegaran a sus destinos. La luz de un día de verano les daría en la cara y no les importaría haber viajado durante toda la noche. Ya disfrutarían por la mañana, tomando un café de la máquina, mordisqueando el vaso de plástico con una sonrisa adormilada.

Les dejé atrás y caminé hacia mi padre.

Mientras me acercaba, se ofreció a llevarme la maleta. Miré mi mano.

—Erzsi, deja que te lleve eso —dijo.

En casa atravesé la puerta y me di la vuelta para enfrentarme con él en el recibidor, mis pies se deslizaron en el enlosado, los brazos abiertos en señal de protesta. Lancé mis palabras como si fueran cuchillos. Y le observé hundirse, primero apoyado en la pared, con la cara contra el papel que la recubría, con un diseño de rosas; y después de rodillas ante mí. Todo su cuerpo temblaba, como si fuera a explotar. El sonido que salió de ese desaliñado fardo, todo codos y espalda curvada, fue una mezcla entre ladrido y sollozo. Retrocedí, horrorizada. Me giré para subir corriendo, pero me detuve, con una mano en la barandilla. Respiré hondo, sabiendo que lo próximo que hiciera lo recordaría, una y otra vez. Así que tomé una decisión. De puntillas, me acerqué a él. Me arrodillé y le puse las manos en los hombros con delicadeza, y le ayudé a levantarse.

—Papá, papá, escucha, está bien. De verdad, está bien. Está bien.

Se colgó de mí con las dos manos. Me zarandeó ligeramente.

—No lo está, Erzsi, nada de esto lo está. Ni siquiera puedo empezar a pedirte perdón. No puedo encontrar las palabras. No sé cómo decirlo para que veas que realmente lo pienso. Pero lo siento. Lo siento mucho, mucho.

—Ya sé que lo sientes —contesté—. Lo sé. No hablemos más de esto, no lo hagamos.

Después me uní a él, añadiendo mis propios sollozos ahogados y palabras reconfortantes a sus roncos gritos.

El bulto que formamos aquel día en el suelo se convirtió en nuestro pacto, pues nuestra pena era del mismo tamaño. No podía abandonarle, como había hecho con Marika, así que, en vez de eso, me dediqué a remendarlo. Preparé el té, y nos sentamos juntos en el sofá, como solía hacer cuando era pequeña. Excepto que ahora apretaba los dientes. No me arrellané a su lado, buscando u ofreciendo consuelo. No cedí a la tentación de ningún abrazo. Había hecho ese tipo de cosas para salvarle, en el recibidor, pero no era capaz de hacerlas otra vez. En vez de eso, me giré hacia él, y me aseguré de que entendiera lo vital e importante que iba a ser esto. Le di un papel, doblado por la mitad.

—Me voy a la cama —le dije—, pero quiero que leas esto. Esta es la única manera en la que las cosas pueden ser a partir de ahora.

Así que dejé a mi padre con un trozo de folio en el que había garabateado que nunca podríamos hablar de Marika, pues estaba muerta. Y su esposa, la mujer que me había dado a luz, también. «Para mí —escribí—, ella nunca existió».

Arriba, estaba tendida en la cama con los ojos abiertos. Era mediodía y, aunque las cortinas estaban echadas, la luz del sol entraba en mi habitación. Oí que el teléfono sonaba en el piso de abajo. Sonaba y sonaba sin parar. «Bien —pensé—, está dejando que suene. Bien, bien, bien». Entonces paró. Un momento después, oí que llamaban suavemente a mi puerta.

—Estoy despierta —dije.

Entró en silencio a mi habitación, y me tapé todavía más con la colcha. No se sentó en mi cama, en vez de eso se quedó de pie al lado, medio agachado. Intentó cogerme de la mano.

—Lo que escribí —quise dejar claro—, no quiero ser cruel, pero es lo que pienso de verdad.

Asintió, y me apretó los dedos. Supe entonces que lo entendía. Que el silencio también iba a ser su modo de hacerlo. Era el precio que ya había pagado con su esposa, negarla durante demasiado tiempo. Esa tarde, en mi habitación, no pidió que le perdonara, y yo tampoco se lo ofrecí. Solo dijo «Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento», hasta que fueron las dos palabras que no quise volver a oír jamás. Y lo que no dije, lo que ni siquiera me atrevía a escribir, era esto: sabía que ver mi desdicha avivaría la suya. Que cuando se derrumbó llorando en el recibidor, no era solo por la angustia de haberme fallado, sino que era la honda pena por su esposa muerta hacía mucho tiempo, y el cruel destino que la arrancó de su vida. Sabiendo esto, sabiendo que mi inevitable desgracia le afectaría en todo, no tuve más remedio que apartarme. Era la única manera de poder salvarnos a los dos. Nuestra curación, si llegaba a suceder en algún momento, nos vendría por separado.

—Papá, ahora quiero dormirme. Estoy tan cansada…, no he dormido nada.

Empezó a disculparse de nuevo.

—Papá, por favor —insistí.

—Erzsi, el teléfono —dijo, sorprendido, como si se hubiera acordado de repente—. ¿Quieres saber si alguien llama?

—No. No contestes.

—No puedo dejar que suene sin parar, podría ser otra persona.

—Deja que suene, papá. O si no, no me lo digas. Creo que podrás. Lo de no decírmelo, se te da muy bien eso.

Cerró la puerta en silencio y oí sus pasos retirándose por las escaleras, hasta que todo lo que pude escuchar fueron mis propios sollozos ahogados y el triste eco de un golpe bajo.

Intentaron contactar conmigo, y les rechacé a todos y cada uno. Hungría era un lugar que simplemente hice desaparecer. En los años siguientes serían los detalles cotidianos de esta vida que había perdido los que me dejarían sin aliento y me hundirían cuando menos me lo esperara. El pensar en Marika en camisón, deletreando mi nombre con frambuesas. Zoltán en la puerta de su estudio, agitando un pincel alegremente para dedicarme un saludo salpicado de pintura. Y Tamás. Cómo me habría sentido al hacerlo por fin, haber dormido con él, una luz nueva calentándonos por todas partes. Me había dejado allí el corazón que me había dado, envuelto en un pañuelo, en la mesita de noche.

Una mentira así de grande arrasa con todo a su paso. No hay supervivientes a la catástrofe.

Las llamadas telefónicas fueron fáciles de ignorar, y perfeccioné el oído selectivo hasta convertirlo en un arte. Mi padre lidiaba con ello, se quedaba retorciéndose las manos enfrente del teléfono, que no dejaba de sonar, y después se iba al jardín con las manos en las orejas y se ponía a cavar con furia. Le observaba desde la ventana, con la nariz pegada al cristal. Cuando estaba segura de que estaba ocupado, iba al teléfono y presionaba las teclas que te dejaban saber quién había llamado. Escuchaba los números dictados por una voz fría y anónima. Siempre empezaban con un prefijo húngaro. Sabía perfectamente dónde estaba el teléfono en Villa Serena. En una mesa auxiliar en el recibidor, bajo un gancho del que colgaba el sombrero de tela de Marika. Había una estatua de bronce de un caballo encabritado, y un jarrón que normalmente contenía girasoles, con sus gigantescas corolas juntas, como si estuvieran cotilleando, o besándose. Una silla de mimbre pintada de blanco ofrecía al que llamaba un sitio donde sentarse. Me pregunté si esas cosas seguían allí. O si se las había llevado un fuego, una inundación, un terremoto. Después dejé de fantasear, e hice que la voz automática me repitiera los números. Siempre colgaba con fuerza antes de que me dijera el último.

También llegaron cartas. Todas a la papelera.

—¿Estás segura? —se atrevía a decir mi padre, sosteniendo un sobre en la mano.

—Muy segura —contestaba yo.

Y ese ritual por el destino de las cartas se convirtió en algo que nos unía. Si era invierno, se iban directamente al fuego, y yo atizaba las brasas, asegurándome de que desapareciera hasta el último trozo. Si era verano, las desmenuzaba en pedazos, y las empujaba hasta lo más hondo del cubo de la basura de la cocina. Una noche, cuando me estaba cambiando para acostarme, encontré un trozo de papel pegado a mi calcetín. Ponía: «Eso». Estaba escrito en la apretada letra de Tamás. Lo sostuve en la punta del dedo y lo inspeccioné sin atreverme a respirar, como si fuera una mariposa y pudiera emprender el vuelo en cualquier momento. Podía haber sido arrancado de cualquier palabra. ¿Beso? ¿Confieso?

La mayoría de días que me quedaban de aquel verano los pasé a dos pueblos de distancia. Ashridge era más grande que Harkham. Aparte de las achaparradas casas de campo y las mansiones de piedra blanca, también tenía dos bloques de viviendas de protección oficial y un club de jóvenes. Bicicletas y monopatines rodaban por el aparcamiento al atardecer. Los cigarrillos encendidos brillaban en la oscuridad. El amplio jardín del ayuntamiento era el lugar donde se juntaban todos por la noche, donde los cuerpos en horizontal aplastaban la hierba húmeda, y las botellas vacías de sidra se tiraban como si fueran bolos. Me hice amiga de gente con la que no me había molestado en relacionarme hasta aquel entonces.

—Pensábamos que eras un niña buena —dijeron—, pero eres peor que nosotros. —Mientras, unos dedos hurgaban bajo mi blusa, y un aliento con olor a tabaco se encontraba con el mío.

Se suponía que iba a ser Tamás, pero, en vez de él, fue Gary. Gary, con una coleta y unas botas Doc Martens color cereza. Gary, con una cicatriz por donde le habían extirpado el apéndice, y dedos que pellizcaban. Después de noches como esas, volvía en bicicleta a casa, gritando a mitad de camino, el viento me secaba las lágrimas de los ojos. Lanzaba la bicicleta contra el porche, y cerraba de un portazo al entrar. Mis ruidosas entradas no provocaban ninguna respuesta en mi padre. Solo hubo una vez que me llevó aparte.

—Erzsi, si vas a llegar tarde, tienes que decírmelo.

Su voz era tensa y me preocupó por si se le rompía. No podía soportar otra escena en el recibidor, todas esas lágrimas, las disculpas. No me atrevía a volver allí.

—Lo hice —le corté—, pero no me has oído.

Era mentira, por supuesto, pero los dos sabíamos que podría haber sido verdad.

De algún modo, el tiempo pasó. En otoño, fui al colegio de bachillerato, y estudié Arte. No en Exeter, como había planeado, sino en un lugar cerca de Torquay. Gente totalmente nueva, y había hecho que me llamaran Beth, no Erzsi. La Riviera inglesa, como ambicionaba llamarse, estaba a un mundo de distancia de Harkham, con sus palmeras sin podar y sus salones recreativos, siempre pitando y haciendo ruidos. Me trasladaba en autobús y en tren todos los días, me iba pronto y volvía cada vez más tarde. Empecé a quedarme a dormir allí con amigos nuevos, diferentes, que vivían en adosados llenos de gente, azotados por la brisa marina, o en bungalós idénticos los unos a los otros, con alfombras gruesas y coches nuevos en la entrada. Me comía la cena de otras personas. Me sentaba al lado de los hermanos de otra gente. Entablaba conversaciones educadas con padres diferentes, y ayudaba a otras madres con los platos. Llevaba permanentemente en mi mochila un cepillo de dientes metido en el bolsillo lateral. Lavaba el sujetador y las bragas en fregaderos, y mis camisetas tenían las huellas de los radiadores donde las secaba.

La mayoría de los fines de semana me iba a casa, a Harkham. Me encerraba en mi habitación y echaba las cortinas. Me enfocaba directamente con el flexo, así que lo único que veía eran manchas blancas. Me encorvaba sobre la mesa, sobre el caballete, trabajaba mucho, para que mis profesores me pusieran notas excelentes. Mientras estuviera triunfando, pensé que mi padre no podría reprocharme nada. El tiempo que me pasaba fuera de casa tenía sentido, porque el viaje era demasiado largo como para hacerlo todos los días. Y las horas que pasaba encerrada en mi habitación trabajando eran porque quería hacerlo bien, le dije, y era cierto. Nos dejamos en paz y, como artista, empecé a fraguar mi camino. Las espléndidas y llamativas escenas de cuento de hadas de Zoltán, y los intentos de Marika de dibujar abstracto, me hicieron inclinarme por el derrotero del realismo. Hacía dibujos intrincados en poco espacio. Perspectiva, escala, forma. Era una esclava muy servicial de todas ellas. Pasé por la etapa de la fotografía, como todo joven artista. Me encantaba el peso de la cámara en las manos, su frío metal contra mi frente. Hacía fotos a escenas cotidianas, un trío de señoras lamiendo helados en el malecón durante una tormenta, un jubilado arrastrando su maleta, con un estampado de cuadros escoceses, por una colina empinada e infinita. Robaba imágenes por las calles de la ciudad en la que estaba mi escuela, capturando a la gente, sintiéndome valiente, teniendo un objetivo. Nunca hice fotos en Harkham, ni siquiera cuando en primavera las flores del manzano flotaban en el aire como confeti, y en otoño las hojas caídas brillaban amarillas, como un patito de goma, entre el barro. Aunque en pleno invierno el jardín relucía como si fuera de cristal, y los árboles alzaban sus plateados brazos para que todos los admiraran. Y el verano, el verano cuando el perifollo te llegaba hasta la cadera, y rebosaba por entre las vallas, y los ranúnculos me llenaban los tobillos de polvo dorado. Nunca fotografié la casa con el tejado rojizo y la portezuela rota. Me fui a buscar un motivo a cualquier parte menos en casa, un lugar que dejé como abstracto e impreciso.

A los dieciocho me aseguré la plaza que quería en la Escuela de Arte, en el Colegio de Impresores de Londres, como entonces era conocido. Por fin me podía ir. Harkham atravesaba un veranillo de San Martín ese año, un septiembre caluroso y aromático. Mi padre insistió en cocinarme la última cena, un estofado de ternera con patatas que no acompañaba al tiempo. Se tiró horas cocinándolo, y cenamos muy tarde, sudando mientras nos lo comíamos, pues el horno que teníamos detrás nos estaba echando todo el calor, y nuestras mandíbulas trabajaban sin cesar. Abrió una botella de vino tinto, limpiándole una telaraña. Era francés y caro y apenas pude darle tres sorbos. Estaba inquieta, y me levanté para abrir la ventana, esperando conseguir un poco de brisa fresca. Me choqué contra el vaso, y lo hice caer, una mancha roja empapó el mantel y goteó hasta el suelo. Me disculpé muchísimo, y mi padre se unió al coro, como si no importara lo que hubiera pasado, la culpa siempre era suya. Después de la cena me excusé, bostezando y estirándome con el entusiasmo de una novata. Pero en la cama estaba tumbada con los ojos abiertos. Eran las tres de la mañana cuando le oí subir las escaleras. Se paró en mi puerta y contuve la respiración. Entonces el suelo crujió y él siguió su camino.

Al día siguiente estaba de pie en el camino a las afueras de la casa, los crecidos setos formaban un arco encima de mi cabeza. La luz me llegaba veteada de verde mientras esperaba a que mi padre me llevara a la estación. Sacó el coche del garaje y por un momento pareció como si estuviera debajo del agua. Respiré hondo, y entré. Estaba sentado con el motor en marcha, entretenido.

—¿Papá? —pregunté—. ¿Qué haces?

Giró la cabeza, una ligera sorpresa se reflejaba en su cara, como si hubiera olvidado que el viaje tenía un propósito.

—Te tengo que enseñar algo —dijo—. Antes de que te vayas.

Metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó una fotografía. Me pregunté si siempre había estado allí, solo que no me había dado cuenta. Era en blanco y negro, y poco nítida. Tenía las esquinas redondeadas y un tacto casi grasiento al tocarla. Vi a una mujer de pelo claro, recogido en una coleta, que llevaba puesto un polo que acentuaba su largo cuello. Tenía unos brazos largos y delgados que aferraban a un bebé contra su pecho. Su pequeña cara arrugada, sus ojos como dos pliegues, un poco de pelo negro en la frente. La mujer miraba al bebé, su boca formaba una sonrisa. Pero la cámara se había disparado demasiado pronto. Un segundo más tarde, y hubiese sido la imagen perfecta de una madre adorando a su bebé. En vez de eso, la mujer parecía insegura, como si el bebé no fuera realmente suyo.

La miré y la volví a colocar en su mano. Dijo su nombre, en voz muy baja. «Sarah».

Los dos nos sobresaltamos cuando una bocina sonó tras nosotros. Era un tractor, con el remolque lleno de balas de forraje. Mi padre se apartó con un gesto de disculpa, y nos adelantó, acelerando rápidamente. El aire se llenó de briznas de heno.

—Por favor —dije—. Perderé el tren.

Todo el camino hasta Londres, me siguieron. No fue mi padre con sus tristes, agobiantes recuerdos. Tampoco Sarah, ese fantasma pálido, la ladrona de su felicidad y mi verdadera madre. Si no siempre, sin descanso, Marika. Era como si estuviera subida en la parte de atrás del tren, con su melena negra flotando tras ella. Y lo que no se había hablado se agitaba ante mí, como briznas de heno flotando en un camino rural.