Introducción

VIDA DE MIGUEL PSELO

LOS HUMILDES ORÍGENES DEL NIÑO PRODIGIO

Al igual que a Demóstenes o Isócrates, los más famosos oradores áticos, la naturaleza les puso trabas para declamar en público[1], también el que quizás fue el mejor de los oradores bizantinos tuvo un defecto físico (probablemente era belfo) que le hacía sesear al hablar y le valió el sobrenombre de Pselo (en griego psellós[2]). En efecto, el nombre con el que se conoce a nuestro autor no es un apellido familiar, del que entonces sólo gozaban las familias terratenientes, sino un apodo que él mismo incorporó a su nombre y que proclamaba ante todos un defecto que él nunca negó y al que alude incluso en sus escritos. Además de este defecto, tampoco facilitó la carrera de Pselo su nacimiento en el seno de una modesta familia residente en Constantinopla. Es verdad que el padre, originario de Nicomedia (Bitinia), tenía a patricios y cónsules entre sus antepasados más próximos, pero nada le quedaba ya de esos ilustres orígenes y ejercía como simple tendero en un barrio de la capital, donde se había casado con una mujer de familia humilde. Del matrimonio nacieron dos hijas antes de nuestro orador, que vino al mundo a fines del año 1017 o principios del 1018, en los últimos años del reinado de Basilio II (959-1025), cuando el imperio parecía hallarse en la cúspide de su poderío militar, pues extendía su dominio desde el Danubio y el sur de Italia hasta los confines de Siria y el Cáucaso.

Cuando Pselo concluyó su educación elemental a los ocho años de edad, la familia, reunida en consejo, pensó en buscarle un oficio para que contribuyese a la economía de sus miembros. Sólo la insistencia de la madre, convencida de las cualidades de su hijo, pudo persuadir a los familiares para que siguieran pagando su formación: lo recuerda emocionado nuestro autor en el discurso fúnebre que le dedicó a su muerte años después. La decisión de la madre se vio recompensada y pronto Pselo, con apenas diez años, sabía recitar de memoria la Ilíada y comentar sus figuras y sus tropos, demostrando unas capacidades excepcionales, aunque quizás más sorprendentes para nuestro tiempo que en aquella edad, que sabía cultivar la memoria hasta extremos hoy impensables. La madre seguía de cerca sus progresos y le repasaba sus lecciones, pero, pese a su talento, a los dieciséis años la economía familiar no pudo costear más su formación y Pselo se puso a trabajar como secretario de un juez provincial, probablemente en el distrito europeo de Tracia y Macedonia. Por entonces murió su hermana y sus padres se retiraron a un monasterio. Pselo regresó a Constantinopla, donde inició estudios superiores de retórica y filosofía con Juan Mauropus, uno de los intelectuales más importantes de su tiempo.

Durante los años siguientes Pselo verá promocionada su carrera administrativa como juez (gobernador provincial), probablemente por el apoyo de su amigo Constantino Licudes, que entra en el senado y asume puestos de responsabilidad durante los reinados de Miguel IV y Miguel V. Así, Pselo asume funciones como juez por lo menos en tres distritos de Asia Menor (Tracesios, Bucelarios, Armeniacos), sin que sepamos exactamente las fechas ni tengamos noticia de que nuestro autor haya superado una prueba de ingreso para esta función. Sorprende en efecto que un joven de unos veinte años asumiese puestos de tan alta responsabilidad, algo para lo que no se encuentra paralelo alguno en la historia administrativa del imperio y que habla de sus excepcionales cualidades. Del periodo de Pselo como juez dan testimonio además sus numerosas cartas posteriores a jueces provinciales, en las que reconoce que el alejamiento de la capital no resultaba a veces fácil, pero era absolutamente necesario para quien quisiera ascender en la administración. Es probable que su presencia en provincias no fuera permanente durante esos años y que la alternara con estancias en Constantinopla para continuar con su formación.

EL INGRESO EN PALACIO DEL CÓNSUL DE LOS FILÓSOFOS

En 1042 encontramos a Pselo trabajando para Miguel V como secretario imperial (hypogrammateús) en Palacio. Este emperador, que había ascendido al poder al ser adoptado por Zoe, hija de Basilio II y depositaría de la legitimidad dinástica de los emperadores macedonios, no tardó en destituir a la emperatriz, provocando una sublevación popular contra su gobierno. Pselo es testigo de la violencia de la muchedumbre que se dirige enfurecida a Palacio cuando se encontraba «en el pórtico exterior dictando algunos documentos de carácter muy reservado». Huido el emperador, nuestro autor presencia cómo es cegado en la iglesia en la que se refugia, sin que valgan de nada sus desgarradas súplicas. El impacto que en Pselo causan estos acontecimientos será descrito con vivacidad por él en unas de las mejores páginas de su obra histórica. Nuestro autor parece haber alcanzado la edad adulta a raíz de estos sucesos.

Una vez derrocado Miguel V, el poder recae de nuevo en las dos princesas de sangre imperial macedonia, Zoe y su hermana Teodora, pero la primera no tarda en ceder el mando a su nuevo marido, Constantino IX Monómaco, cuyo reinado, algo más largo que los anteriores (1042-1055), marca la decisiva consagración de la carrera de Pselo. En efecto, durante el reinado de Monómaco se abre el senado a un gran número de homines novi, lo que en la práctica significa el ascenso a altos puestos de responsabilidad del estado de una serie de eruditos de primera fila que, de una u otra manera, estaban vinculados a Pselo, ya fuera como maestros (Juan Mauropus), o como compañeros de estudios (Juan Xifilino). Son todos hombres con una vasta formación retórica, filosófica y jurídica, que asumen ahora por vez primera funciones de gobierno y que nos han legado una amplia producción escrita. Que Pselo es uno de los responsables de este cambio es innegable, aunque la creciente inmodestia de la que va haciendo cada vez más gala en sus escritos nos lleve a rebajar con frecuencia el tono de sus afirmaciones. Es evidente, sin embargo, que el senador Pselo se convirtió desde el primer momento en depositario de las más importantes confidencias del emperador, que se sintió atraído por su vastísima cultura y sus cualidades oratorias. Pselo relata incluso cómo el emperador llegó a sentarlo en el trono mientras él impartía sus clases, de las que Monómaco tomaba notas como si fuera, nos dice, un nuevo Marco Aurelio.

El hecho que realmente plasma su papel en la corte es el título de Cónsul de los filósofos que le otorga el nuevo emperador y que no sólo simbolizaba la preeminencia de nuestro erudito en el vasto campo del saber, sino que implicaba responsabilidades concretas con respecto a la enseñanza de la filosofía en Constantinopla, por más que los estudiosos no se pongan hoy de acuerdo acerca de la exacta naturaleza de éstas. En cualquier caso, las obligaciones de Pselo como Cónsul de los filósofos no debían de ser muy diferentes a las que por esas mismas fechas asumió Juan Xifilino en su condición de Guardián de las leyes (nomophylax), un cargo creado también por el emperador (bajo el asesoramiento de Mauropus) para poner orden en la intensa labor exegética del corpus de derecho romano que tuvo lugar entonces.

Desde el puesto áulico que le confirió el emperador, Pselo alcanzó su mayor prestigio como profesor, una actividad que ejercía ya privadamente desde el mismo momento en que concluyó sus estudios con Mauropus, pero que sólo ahora en el reinado de Monómaco le proporcionó un merecido reconocimiento. A su labor docente atribuye Pselo el renacimiento de la filosofía en el imperio, una disciplina de la que, según afirma, sólo se conocían las premisas más básicas antes de comenzar él su labor. Como iniciador de este campo de estudios, Pselo se detiene incluso a explicarnos en su Vidas de los emperadores (VI.37-39) cómo se produjo su acercamiento a los grandes filósofos del pasado, Platón, Aristóteles y todos los filósofos neoplatónicos tardoantiguos. En este proceso de iniciación a la filosofía Pselo no reconoce deudas a sus maestros y se presenta como un autodidacta. Nuestro autor menciona también en este pasaje sus conocimientos en aritmética, geometría, música y astronomía, disciplinas éstas en las que nos ha dejado obras de cierta entidad.

Pero Pselo no sólo destaca en filosofía y ciencias (o pseudo-ciencias como la magia y la alquimia), sino que compone también importantes escritos divulgativos en derecho y medicina y un gran número de escritos teológicos. Finalmente, está su inabarcable producción literaria (poemas, historias, obras retóricas…). Toda esta amplia producción (de la que luego hablaremos), unida a sus vastas capacidades como orador (de las que ahora empieza a servirse para ascender en la corte), hacen de él un hombre famoso y explican el flujo constante de discípulos hacia su escuela, entre los que hay que señalar a algunos de los intelectuales más famosos de la generación siguiente, como Juan Ítalo o Teofilacto de Ocrida. Incluso intelectuales bagdadíes, como el nestoriano Ibn Butlan, acuden a Constantinopla atraídos por su aura. Aunque no faltan tampoco escritos de nuestro autor que trazan un panorama de desinterés y absentismo en algunos de sus alumnos, Pselo está por lo general orgulloso de sus clases y sus discípulos. El siglo XI bizantino vive una verdadera ebullición intelectual que despierta el interés de una juventud deseosa de aprender y que, como es el caso de Pselo, reclama nuevos métodos a sus maestros. Éstos por su parte no se contentan con la imitación retórica y literaria de los clásicos griegos, sino que aspiran a debatir, guiados de la mano de esos clásicos, sobre cuestiones esenciales de la ética o de la física, profundizando en su visión del mundo más allá del dogma cristiano.

CAÍDA EN DESGRACIA Y TONSURA DEL FILÓSOFO

El principio del reinado de Monómaco representó uno de los periodos más felices de la vida de Pselo, que iniciaba por entonces su vida de casado, ya que poco antes de la subida al trono de este emperador había contraído matrimonio con una mujer de buena familia, descendiente de un valido del emperador León VI (886-912). Del matrimonio nació una sola hija, Estiliana, a la que nuestro orador colmó de atenciones. Sin embargo, conforme pasaron los años, su situación tanto personal como política fue cambiando lentamente. Su hija Estiliana murió a la temprana edad de nueve años, lo que motivó el ingreso de su mujer en un monasterio. Pselo se quedó únicamente con una hija adoptiva, Eufemia, adoptada quizás antes de la muerte de su hija natural, en la que ahora puso todas sus esperanzas de descendencia. No obstante, un primer compromiso de la chica con un joven de buena familia debió romperse, lo que provocó incluso un proceso legal contra nuestro orador.

Mientras tanto, el humor cambiante de Monómaco había experimentado un vuelco y el emperador fue retirando poco a poco su favor a los eruditos del entorno de Pselo: lo que Lemerle llamó «el gobierno de los filósofos» tocaba a su fin. Primero fue Mauropus el que debió aceptar el nombramiento de obispo de Eucaíta por las mismas fechas en las que Licudes era apartado del poder, en torno al 1050. Luego le llegó el turno a Xifilino y, finalmente, a Pselo, que tomaron el hábito monástico para evitar ser perseguídos. No sabemos exactamente las razones que motivaron la caída en desgracia de nuestro orador, aunque no debieron de ser pocos los intereses que estaban en contra de que un grupo de intelectuales se hicieran con las riendas del poder. Por su parte, Pselo señala cómo a veces, cuando redactaba documentos de la cancillería imperial destinados a gobernantes extranjeros, adoptaba por su propia iniciativa decisiones que iban en contra de los usos diplomáticos habituales, lo que quizás pudo comprometer algunas relaciones (Vidas de los emperadores VI. 190).

En cualquier caso, nuestro autor se tonsuró como monje repentinamente a finales del año 1054, aunque señala, sorprendentemente, que lo hizo a pesar de las protestas del propio emperador que no quería verse privado de su compañía. Pselo es de hecho deliberadamente ambiguo al hablar sobre los motivos que le impulsaron a retirarse de Palacio, y que quizás no tengan que ver directamente con el emperador sino con su entorno, algo que explicaría que justamente a la muerte de Monómaco, en enero del 1055, Pselo abandone enseguida Constantinopla y se refugie en el monasterio de la Hermosa Fuente, en el Olimpo bitinio. Por entonces murió su madre (su padre lo había hecho hacía ya bastantes años) y Pselo, privado de familia, pasó por momentos amargos.

EL MONJE HETERODOXO

Quizás nuestro autor había pensado que en su retiro monástico iba a encontrar la verdadera filosofía, pero su experiencia le resultó decepcionante en muchos sentidos, sobre todo por la ignorancia e inactividad de sus compañeros de hábito. Hay que tener en cuenta además que el estudio de los clásicos había situado a Pselo en muchas ocasiones al margen de los preceptos de la Iglesia y aunque es inconcebible que cayera en el paganismo, tal como propugna Anthony Kaldellis, su independencia de criterio chocó claramente contra la postura conservadora de muchos sectores de la Iglesia, los mismos que condenaron más adelante a su discípulo Juan Ítalo a abjurar de su platonismo y dejaron caer varios anatemas sobre los estudiosos de los «helenos» que no respetaban los dogmas cristianos. El concepto de los misterios de la fe que tenía Pselo se apartaba en gran medida, como veremos, de los dogmas cerrados de la tradición ortodoxa y era producto más bien de una permanente curiosidad intelectual que aspiraba a integrar filosofía antigua y teología cristiana y que al mismo tiempo no concebía barreras a la ciencia y a la argumentación filosófica en una época en la que se producía un intenso debate sobre los clásicos.

Pselo se vio de hecho obligado a acreditar su ortodoxia en un escrito redactado durante el reinado de Constantino IX[3]. No es por lo tanto de extrañar que durante su retiro monástico entablara una disputa con su amigo Xifilino, que pareció aceptar mejor su nuevo hábito y criticó a Pselo su dedicación a Platón al margen de los dogmas de la Iglesia. El ataque de Xifilino indignó a nuestro autor, que compuso una famosa epístola dirigida a él, que para muchos modernos investigadores constituye el primer manifiesto del humanismo cristiano. El comienzo de la carta revela por sí solo la intensidad del debate:

¿Mi Platón, dices?, santo y sabio hermano, ¿el mío? ¡Oh tierra y sol!, por indignarme también yo como un trágico. Si lo que me reprochas es tratar asiduamente con él en sus diálogos, admirar el carácter de su interpretación o rendirme ante la fuerza de sus demostraciones, ¿por qué no se lo echas en cara también a los grandes Padres, que derribaron las herejías de los Eunomios y Apolinarios con la exactitud de los silogismos? Pero si te refieres a que sigo sus doctrinas o que me apoyo en sus normas, mala opinión te has hecho de mí, hermano[4].

Incapaz de adaptarse al retiro monástico, Pselo regresó sin embargo a la capital ese mismo año de 1055, cuando la emperatriz Teodora, convertida en el último eslabón de la dinastía macedonia tras la muerte de Zoe, le llamó a su lado como consejero. El alejamiento de la corte había sido breve, pero no fue un simple paréntesis en la vida de Pselo, que a pesar de que recuperó e incluso incrementó la influencia perdida, lo hizo ya desde su condición de monje. Ni siquiera su nombre es ya el mismo, pues ha dejado el de pila de Constantino y adoptado el monástico de Miguel, con el que se lo conoce en la tradición posterior. Su autoridad no se basará más en títulos o dignidades concretas, sino en la posición de influencia que le quieran conceder en cada caso los emperadores reinantes. El único retrato, que conservamos de nuestro autor, que se describe a sí mismo como personaje de gran estatura, piel oscura y cabellos rubios, lo representa con negras vestiduras monásticas.

INTRIGAS EN PALACIO

Poco antes de la muerte de Teodora en 1056, cuando la obstrucción intestinal de la emperatriz anunciaba su muerte inminente y la extinción de su dinastía, el consistorio de palacio obligó a que ésta designara un sucesor. El elegido, Miguel VI (1056-1057), será coronado poco después. Pselo declara haber sido testigo de los conciliábulos para elegir al sucesor, pero se coloca al margen de una decisión que enseguida se revelará efímera. En efecto, apenas proclamado emperador Miguel, se sublevan contra él los generales de Asia Menor, miembros de poderosas familias terratenientes descontentas con el gobierno de funcionarios de la capital. Se trata de la primera amenaza real contra el poder central y se produce en el momento en el que se extingue la dinastía macedonia a la que perteneció Basilio II, el emperador que más hizo por reforzar las atribuciones del estado frente a las fuerzas centrífugas locales.

Cuando los rebeldes, capitaneados por Isaac Comneno, llegan a las proximidades de la capital, Pselo es enviado como embajador por Miguel VI para negociar un acuerdo con el usurpador: nombrarle César y heredero al trono a cambio de su renuncia a las hostilidades. El relato de esta embajada, contenido en su historia, demuestra una vez más las habilidades oratorias de Pselo, que en medio de una tienda llena de soldados enemigos es capaz de superar el ambiente hostil y convencer a los presentes de la bondad de su propuesta. Pero si el discurso acredita a Pselo como excelente orador, el hecho de que a continuación Isaac lo considerase su hombre de confianza levanta sospechas sobre la gestión de su embajada y su fidelidad a Miguel, que fue derrocado en Constantinopla por sectores próximos al patriarca Miguel Cerulario, cuando el usurpador acampaba todavía al otro lado del estrecho del Bósforo en compañía de Pselo.

Isaac entró poco después en la capital y nombró a Pselo presidente del senado, lo que hizo visible ante todos su cambio de bando. Sin embargo las peores cualidades de político de Pselo se hicieron patentes sólo después, cuando aceptó el encargo del emperador de redactar una acusación contra el patriarca Miguel Cerulario por traición. El patriarca, responsable del cisma con Roma que se había producido al final del reinado de Monómaco (julio de 1054), era un hombre con ambiciones políticas y peligroso para el poder imperial, por lo que su deposición estaba justificada, pero lo singular del hecho es que Pselo fuera el encargado de formular los cargos a pesar de la amistad que le unía a él y al hecho de que sobrinos de Cerulario eran destacados discípulos suyos. Conservamos tanto una carta abierta al patriarca, como el escrito oficial de acusación contra él, en los cuales Pselo marca sus diferencias con Cerulario y denuncia sus ambiciones y su desprecio a la cultura profana. Sin embargo, el patriarca, depuesto y desterrado, murió antes de que las acusaciones de Pselo se hicieran públicas ante el sínodo convocado en la capital. Esta circunstancia puede explicar que Pselo siguiera manteniendo, en apariencia, buena relación con su familia y redactara incluso, años después, un hiperbólico elogio fúnebre de Cerulario, en el que omite su responsabilidad en la deposición del patriarca. Sean cuales fueren las motivaciones de las actuaciones de Pselo, la deposición de Cerulario le hizo ganar prestigio ante el emperador, que nombró además patriarca a Constantino Licudes (1059-1063), viejo amigo de nuestro orador.

Pese a todos los elogios que Pselo vierte sobre Isaac, el gobierno de este emperador, como representante de la aristocracia provincial, era ajeno a las tradiciones políticas de la capital, lo que le llevó a tomar medidas radicales de restricción del gasto que le enajenaron apoyos políticos, incluido el de nuestro autor. Sabido es que Isaac aparecía blandiendo una espada en las monedas de su reinado, una pose militar en la que no se habían mostrado nunca los emperadores bizantinos. Es posible por ello que, como sugiere Robert Volk, la abdicación de Isaac en 1059 por causa de una enfermedad fuera estimulada por Pselo, que, como médico personal del emperador, exageró los síntomas de su mal para hacerle renunciar al trono. Es curioso que Pselo no señale en su obra que Isaac moriría únicamente meses después de haber abdicado.

En cualquier caso es evidente que a Pselo le convenía el ascenso al poder de Constantino X, de la familia de los Ducas (1059-1067), con la que mantenía excelentes relaciones desde que se alojó en su palacio en época de Monómaco. El nuevo emperador, que inventó el nuevo título de hypertimos para Pselo, tuvo a nuestro autor como principal consejero y le encargó incluso la educación de su hijo y sucesor al trono, el futuro Miguel VII Ducas. El hecho de que, a la muerte de Licudes, su antiguo amigo Xifilino fuera nombrado patriarca (1064-1075) no significó, sin embargo, nada para la carrera de Pselo, pues ambos amigos se habían alejado ya desde el momento que asumieron el hábito monástico.

Las intrigas contra nuestro autor se desataron abiertamente cuando, a la muerte de Constantino, su viuda Eudocia (regente de su hijo menor de edad) siguió confiando en Pselo para el gobierno. Entonces el eunuco Nicéforo, tal como relata el contemporáneo historiador Ataliates, le acusó de mantener relaciones adúlteras con la emperatriz. No sabemos en qué desembocaron estas acusaciones, pero es evidente que el matrimonio de Eudocia con el general Romano Diógenes en el 1068 no favoreció los intereses de nuestro orador. Diógenes, convertido en coemperador, desconfiaba de Pselo y temía dejarlo en la capital mientras él partía en campaña. El distanciamiento entre ambos se hizo patente cuando ordenó que le acompañara en su campaña militar contra los turcos selyucíes del 1069, una campaña que Pselo le había desaconsejado por precipitada. No obstante, nuestro orador consiguió descolgarse de la expedición al llegar a Cesárea y regresar a Constantinopla.

Cuando en 1071 Romano Diógenes fue capturado por los turcos en la batalla de Mantzikert, su mujer Eudocia asumió el poder en su nombre y en el de su hijo Miguel. Pselo estuvo detrás de esta decisión, pues fue el que instó al César Juan Ducas, hermano del fallecido Constantino X y cabeza visible de los Ducas, a dar este paso, tal como señala en su historia. La recuperación del poder efectivo por parte de la familia Ducas beneficiaba a Pselo, que era íntimo amigo del César (son muchas las cartas dirigidas a él que se nos conservan) y tenía un gran predicamento ante Miguel Ducas, su pupilo imperial. El César fue sin embargo más lejos de lo que tal vez había pretendido nuestro orador y ordenó encerrar a Eudocia, al fin y al cabo mujer de Romano, en un monasterio, de forma que el poder quedó exclusivamente en manos de su sobrino Miguel. Mientras tanto el sultán turco Alp Arslán había liberado a Diógenes, que no estaba dispuesto a ceder su poder a Miguel VII. El conflicto estaba servido. Pselo describe en sus Vidas de los emperadores cuál fue su reacción en medio de la confusión que provocó la inesperada liberación de Diógenes (VIIb.27):

Yo me encontré también en medio de aquel desconcierto general, cuando todos me instaban a que dijese lo que convenía hacer. Puesto que sobre todo mi noble y querido emperador me apremiaba y presionaba, yo declaré que no se debía acoger ya más a Romano en el imperio, sino que había que deshacerse de él y enviar a todas partes órdenes excluyéndolo del gobierno.

Fue este el consejo que se tomó finalmente. Tropas enviadas desde Constantinopla derrotaron a Romano Diógenes y, a pesar de las garantías de seguridad que le dieron cuando acabó rindiéndose, le sacaron los ojos. Romano murió poco después a resultas de las heridas: un final trágico para un noble general y uno de los capítulos más infamantes de la historia bizantina. Antes de su muerte, cuando ya había sido cegado, Pselo fue aún capaz de dedicarle un pequeño discurso, que se nos antoja lleno de cinismo, en el que declara no saber si lamentar o envidiar el destino de Romano. El discurso comienza así:

La confusión que me domina es completa, oh nobilísimo y admirable Diógenes, pues no sé si debería llorarte por ser el más desgraciado de todos los hombres, o admirarte por la gloria incomparable de tu martirio, ya que cuando contemplo las desgracias que te han sobrevenido y que superan cualquier cálculo posible, te incluyo entre las personas más infortunadas, pero cuando considero tu ánimo inocente y tu inclinación hacia el bien, es entre los mártires donde te asigno un puesto. Pero si después de tan numerosas desgracias aún mantienes la nobleza de tu alma y das gracias a Dios, sin duda que te alisto en las filas de los mártires. No conozco desde luego a otro hombre que haya probado tantos males, sin merecerse además ninguno de ellos. Pero quiero que sepas esto, divino Diógenes, que todos los sucesos de nuestra vida dependen de la tutela y la presciencia divinas y que no hay nada irracional ni imprevisible, sino que el Ojo insomne todo lo supervisa y a cambio de los padecimientos y rigores de aquí, reserva allí grandes recompensas a los que sufren. Sé desde luego que es doloroso ser privado de la luz de los ojos, y además de forma tan penosa, cuando se añade a tantas desgracias previas, pero al mismo tiempo no ignoro que es algo grande el participar de la luz divina, para la que ya te habías preparado antes y a la que no dejará de guiarte tu corazón de ahora en adelante, pues Dios alumbrará en tu alma una luz pura, el día de la salvación te iluminará y el sol que nunca se pone te deslumbrará, de forma que odiarás este fuego solar y amarás aquella inteligencia y luz indescriptible[5].

Parece difícil creer que la compasión de Pselo hacia Romano Diógenes fuera sincera, cuando él mismo fue responsable de su deposición. Pero quizás Pselo tuviera remordimientos por su actitud y no pensó que el enfrentamiento entre Diógenes y Miguel Ducas desembocara en una pequeña guerra civil y mucho menos que acabara con Romano cegado por los sicarios imperiales. ¿Quiso por lo tanto nuestro orador lavar su conciencia con este escrito dirigido al depuesto emperador? Nunca lo sabremos, aunque no parece desde luego que Romano, ya ciego, pudiera oír con agrado el discurso que le dirigió nuestro orador hablándole de la luz superior que guiaba su corazón.

AÑOS DE CRISIS Y FINAL DE PSELO

Los años posteriores a la derrota de Mantzikert fueron cruciales para Bizancio, que vio asentarse en la altiplanicie anatolia a las primeras tribus turcas procedentes de Asia Central, iniciando un largo proceso histórico que siglos después concluiría con la desaparición del helenismo de estas regiones. Durante aquellos momentos difíciles, Pselo fue en parte uno de los hombres fuertes del régimen, y sin duda plenamente consciente de los problemas, pues incluso compuso un escrito religioso dirigido al sultán Malik-sha, el nuevo líder selyucí, y en algunas de sus cartas se demuestra perfecto conocedor de la situación de las provincias. No obstante, no parece que Pselo, pese a todo, diera a la invasión turca relevancia a largo plazo, pues en ningún escrito analiza, siquiera superficialmente, la crisis que se había desencadenado. Es verdad que, al igual que él, algunos modernos historiadores han relativizado el impacto de Mantzikert, y podemos suponer que los contemporáneos no fueron tan conscientes como hoy de sus trágicas consecuencias, pero sí hubo, pese a todo, entre los responsables políticos bizantinos del momento personas, que como el propio Romano Diógenes, apreciaron la gravedad de la amenaza turca. No parece que fuera este el caso de Pselo y, de hecho, su pupilo Miguel VII Ducas es presentado por la historiografía, bizantina y moderna, como un político incapaz, entretenido en vanos ejercicios filológicos y ajeno a los peligros del imperio. El retrato que hace nuestro autor de él en sus Vidas de emperadores no desmiente esta imagen, pues no es más que una caracterización hiperbólica de sus cualidades intelectuales, de su talla como persona y hombre de cultura, con una simple mención de pasada a sus cualidades como gobernante.

Pese a sus vinculaciones con Ducas, Pselo fue perdiendo peso político durante su reinado. Mientras el eunuco Niceforitzes se hacía con las riendas de la administración, iban emergiendo nuevos intelectuales que le hacían sombra, como su antiguo discípulo Juan Ítalo, nuevo Cónsul de los filósofos, o Simeón Seth, conocedor de la tradición científica oriental y autor de importantes obras médicas y astronómicas. Los desengaños en el ámbito familiar fueron no menos graves: el matrimonio de su hija adoptiva Eufemia con Basilio Maleses durante el reinado de Isaac Comneno le había hecho concebir antaño esperanzas de descendencia, y, en efecto, años después nació por lo menos un niño de esta unión. Pero Basilio, según ha demostrado Eva de Vries, defraudó sus expectativas en su carrera como juez, tal como sabemos por cartas de nuestro autor en las que le reconviene por su venalidad. Basilio fue además hecho preso junto con Romano Diógenes en Mantzikert, pero cuando fue liberado dos años después y llegó a la capital, Miguel Ducas le confiscó todos sus bienes y le privó de la tutela de sus hijos. Pselo, enfrentado a su yerno desde hacía tiempo, estaba detrás de esta medida que le devolvió la tutela de sus nietos, pero es probable que su hija no le secundara y que acompañara a su marido al exilio al que lo condenó el emperador en 1074.

Sin familia y con cada vez menos amigos, la estrella de nuestro autor se fue apagando y de hecho no sabemos cuándo murió. Él, que compuso algunos de los discursos fúnebres más célebres del siglo, en honor a Cerulario, Licudes o Xifilino, no encontró a nadie que, llegado el momento de su muerte, diese siquiera constancia de ella. Si se identifica, como piensan muchos, a nuestro autor con el Miguel de Nicomedia que cita el historiador Miguel Ataliates, Pselo habría muerto en abril del 1078. Ataliates, enemigo declarado de nuestro autor, habría escrito su epitafio con estas palabras: «Poco después exhaló su último suspiro el monje e hipértimo Miguel, que había estado al frente de los asuntos de gobierno y cuya familia procedía de Nicomedia, hombre desagradable y orgulloso, que a duras penas aprobaba la munificencia del emperador»[6].

Reinaba entonces Nicéforo III Botaniates, que, apenas unos días antes (veinticuatro de marzo), había sido coronado emperador por el patriarca después de haber culminado con éxito una sublevación contra Miguel Ducas. Ataliates, partidario declarado de Botaniates, consideró la muerte de Pselo un presagio del fin de un ciclo político. No sabemos en qué circunstancias murió Pselo, pero sí que su nieto, hijo de Eufemia, vivía en la penuria años después, hasta el punto de que uno de los discípulos de Pselo, Teofilacto de Ocrida, compadecido de su suerte, se vio obligado a pedir ayuda para él. De Pselo no oiremos en cambio un solo elogio entre los escritores posteriores. Sólo sus escritos dan constancia de lo que significó el hombre.

OBRA

LOS ESCRITOS DE PSELO DENTRO DE LA LITERATURA BIZANTINA

Una buena parte de los escritos de Pselo se explica por el deseo del autor de dar cuenta de sus controvertidas acciones, de justificar sus cambios de bando, de presentar su persona bajo una luz favorable. Esto se convierte en una verdadera obsesión para él, de forma que si el bosquejo biográfico que acabamos de pergeñar nos presenta a Pselo como un político sin escrúpulos, capaz de sacrificar sus amistades y vínculos personales en función de sus propios intereses, la lectura detenida de sus escritos no hace sino empeorar aún más esa imagen que nos hemos formado de él, pues en ellos nuestro autor no sólo cae en unos extremos de narcisismo verdaderamente excesivos, sino que resulta incapaz de convencer en muchos casos a la hora de justificar sus acciones. Si a esto se une la alambicada retórica con la que algunas veces envuelve sus propias acciones, la figura de Pselo se volverá a veces antipática al lector actual. Tal vez debido a sus humildes orígenes y a las múltiples envidias que despertó su temprano ascenso y su innegable genialidad, Pselo se vio obligado toda su vida a adoptar una postura defensiva, a resaltar constantemente sus valores en un proceso constante de reafirmación personal. No se pueden descartar sin embargo traumas personales que amargaran su carácter, como su temprano paso al estado monástico o la ausencia de descendencia, así como su creciente soledad.

No obstante, la antipatía que en el lector actual despierta la personalidad de Pselo no evita una fascinación creciente hacia una figura cuyas capacidades intelectuales están fuera de duda y que, en su intensa vida política, consiguió seducir con su palabra a sus contemporáneos. Muchos acabaron, ciertamente, desengañados de él y los últimos años de su vida transcurren en una creciente soledad, pero esos desengaños vinieron por sus acciones, no por sus escritos, que se siguieron copiando tras su muerte y que se nos han conservado hasta hoy en gran número[7]. Esos escritos de Pselo, que suman miles de páginas y lo convierten en uno de los autores más prolíficos del Bizancio, abarcan todos los campos del saber y constituyen una fuente inagotable de sorpresas para el moderno estudioso. Tras su lectura no importa ya tanto la persona real de Pselo como su persona literaria, y lo que en un personaje histórico molesta, fascina en el narrador. La censura al hombre de estado se olvida y se admira en cambio su extraordinario dominio del lenguaje, su permanente curiosidad intelectual, la originalidad en la presentación de los problemas y su constante subversión de las formas. Pero para poder apreciar estos valores el lector actual debe todavía superar una barrera, ciertamente compleja, que tiene que ver con los ideales estéticos de la literatura bizantina. Sobre éstos conviene decir unas palabras.

Cyril Mango definió hace ya tiempo la literatura bizantina como un «espejo deformante», dando a entender que reflejaba la realidad de forma distorsionada, es más, que falseaba la realidad que supuestamente reproducía. Los grandes escritores bizantinos, hombres de corte imbuidos de la retórica y de los modelos literarios clásicos, aspiraban a recrear estos modelos con un lenguaje fosilizado, el griego clásico, que no era apto ya para evocar o parodiar ambientes y situaciones cotidianas, que se expresaban en un lenguaje más coloquial, precursor del actual griego moderno. Por otra parte, eran pocas las personas capaces de dominar los registros del griego clásico, no sólo ya para escribir en esta lengua, sino para apreciar como lectores las cualidades de la literatura clasicista, cuyo principal valor consistía en juegos de estilo y guiños intelectuales apreciables desde el profundo conocimiento de la tradición literaria.

Es evidente por lo tanto que una literatura destinada al consumo de una minoría de intelectuales en muy pocos casos podría alcanzar el calificativo de universal. En efecto, si ya por definición este tipo de literatura excluía a un amplio público lector de su propia sociedad, incapaz de apreciar sus juegos formales, ¿qué decir entonces de los lectores modernos, ajenos a la compleja realidad lingüística griega e ignorantes de la historia bizantina? No es de extrañar que la literatura clasicista bizantina haya sido estudiada esencialmente por filólogos e historiadores, que en minuciosos análisis han intentado desentrañar sus claves y construir una imagen de la intelectualidad bizantina y su visión del mundo, cuando no se han limitado simplemente a extraer datos de sus obras, convirtiéndolas en meras fuentes históricas. Son pocos los que se han atrevido a proponer la lectura de algunas de las obras maestras del clasicismo bizantino a lectores no especializados, precisamente porque son por lo general demasiadas las premisas culturales y lingüísticas exigibles al lector para que pueda apreciar el alcance de lo que tiene en sus manos.

Quizás Pselo sea uno de los pocos casos en los que un escritor clasicista bizantino puede aspirar a despertar el interés de un lector actual no especializado. Obviamente muchas de sus obras, por su carácter más filosófico o científico, resultan difícilmente apreciables, incluso para los especialistas, pero dentro de su producción encontramos también pequeñas joyas en las que nuestro autor sabe encontrar un equilibrio entre sus aspiraciones formales y sus inquietudes personales, sin caer en los extremos de virtuosismo y patetismo que vician parte de la producción literaria bizantina.

Pasaré ahora a realizar un breve recorrido por su obra, destacando los textos que a mi juicio presentan más interés desde el punto de vista literario, aun sin excluir una rápida mención a la producción más técnica de nuestro autor[8]. De hecho la interrelación que presenta su obra científica con la estrictamente literaria es muy estrecha y resulta arbitrario separar ambos campos al analizar sus escritos. Tampoco es procedente hacer un tratamiento aparte de su poesía, ya que los temas que aparecen en ella están con frecuencia vinculados a sus inquietudes filosóficas y científicas. Dejaré de lado por el momento sólo su obra histórica, a la que dedicaré mi atención en el apartado tercero.

CARTAS, DISCURSOS, LITERATURA DE OCASIÓN…

Entre las obras más sugerentes de Pselo se encuentra su colección de más de quinientas cartas, en su mayoría personales y motivadas por circunstancias concretas, aunque todas escritas con gran cuidado y elegancia, pese a que algunas no parezcan haber sido destinadas a la publicación, al menos en un principio, puesto que abordan temas coyunturales y ofrecen en ocasiones una imagen negativa de nuestro escritor[9]. Así por ejemplo, en una carta nuestro autor advierte a su corresponsal, el drungario de la vigilia Maquetario, de que aunque lo ha mencionado en su Historia, está tentado de borrarlo de ella si continúa criticando su aproximación al emperador Isaac Comneno. Pero, con independencia de las circunstancias de la publicación de estas cartas, que desconocemos, interesa destacar que en muchas de ellas Pselo aborda de manera vivida problemas que le afectan especialmente y consigue romper la hinchazón retórica que aplasta a gran parte de la epistolografía bizantina. En las cartas de Pselo hay un mayor equilibrio entre forma y contenido, y del mismo modo que reprende al hijo adoptado con un lenguaje formal que no oculta su indignación, no deja de incluir en ocasiones reflexiones personales en misivas más oficiales dirigidas a personajes públicos.

Este tono aparece también en su autobiografía, que es una de las obras más sorprendentes de este género en la tradición medieval, sobre todo porque, a la manera de las Confesiones de San Agustín, se trata de una biografía intelectual del autor, cuajada de reflexiones eruditas. No deja tampoco de dar cabida en ella a imágenes llenas de sensibilidad, como por ejemplo cuando cuenta cómo su madre le llenaba de caricias sólo cuando estaba dormido, a fin de no malcriarle:

No dejaré tampoco de recordarte una cosa que hiciste y que aunque querías que me pasase desapercibida, no lo conseguiste. Mi madre me quería, como alguien diría, de manera intensa y ardiente, pero aunque muchas veces deseaba cogerme por el cuello y besarme, sin embargo refrenaba su deseo como si obedeciera a una ley superior y a un propósito más elevado, a fin de que yo no me ensoberbeciera y llegara a desobedecer de algún modo sus órdenes. Una vez que reprimía su sentimiento amoroso, yo simulé dormir, aunque en realidad sólo tenía entrecerrados los párpados. Ella, desconociendo por completo mi engaño, se acercó a mí y cogiéndome tiernamente entre sus brazos me besó muchas veces en la cara y luego, llorando sin poder contenerse, dijo: «hijo de mis entrañas, te quiero de verdad, pero no puedo besarte a menudo». De esta manera ella no sólo vigilaba sus instintos, sino que ponía mi educación bajo su vigilancia. Así era ella en realidad y ése era el carácter de su alma[10].

Desde el punto de vista de los géneros, es difícil distinguir las cartas más extensas de algunos discursos de ocasión dirigidos a contemporáneos y editados en ocasiones con ellas. Dentro de esta categoría pueden incluirse las cartas a Xifilino y Cerulario, dos interesantes piezas oratorias en las que Pselo hace una defensa de su visión de la filosofía y la tradición cultural griega frente a la concepción más religiosa y teológica de la cultura encarnada por los dos patriarcas. Ugo Criscuolo ha definido ambos opúsculos como verdaderos manifiestos del humanismo griego[11]. Ya citamos antes el exordio de la carta a Xifilino. Reproduciremos ahora dos pasajes de la dirigida a Cerulario, imitadora también de su pathos demosténico, en la que Pselo advierte al patriarca para que ponga fin a sus ambiciones temporales frente al emperador Isaac y al mismo tiempo realiza un vibrante elogio de la filosofía, que personaliza en su propia actividad. En este sentido se entiende la comparación que hace nuestro orador entre las sedes patriarcales ocupadas por seguidores de Cerulario y el trono del saber filosófico que ocupa Pselo y se impone a ellas por encima de la distancia:

Fíjate en los que comparten tu solio: a uno le tocó en suerte el Oriente, a otro Alejandría, a éste le correspondió Palestina, a aquél la vieja Roma. Pero si a éstos el trono los alejó de mí, el saber los ha sometido a mi autoridad. En efecto, tú conoces quizás la sabiduría inefable y mística, pero ignoras la que se obtiene con la razón y con una correcta especulación. En este campo también mi trono es elevado y sublime, en nada inferior al tuyo, por no decir incluso más autosuficiente, y tú no podrás hacer teología prescindiendo de mi elocuencia, ni explicarás los cánones, ni harás ninguna otra cosa relativa a tus funciones sagradas, pues yo soy la medida y el canon de todas estas cosas.

La contraposición entre su propia figura como filósofo y el autoritario patriarca alcanza un clímax muy efectista al final del discurso, cuando Pselo se caracteriza como víctima de las ambiciones políticas de Cerulario:

Deseo que no llegues a gobernarnos, a ser nuestro emperador, pues no se te admite, al menos no la mayoría de las gentes. ¿Ves pues como ni yo te comprendo ni estoy sometido a tu supremacía? Yo siento amor, tú odio, yo busco el consenso, tú aborreces, yo intento congraciarme, tú rechazas, yo alabo, tú injurias, yo he aguantado toda una generación sometido al poder tiránico y tú en cambio, comenzando a gobernar ahora, ansias que el presente supere al pasado. He padecido los trabajos de Pablo, corriendo peligros entre falsos hermanos, acumulando calamidades, he sido delatado, tiranizado, he soportado toda clase de injustas conspiraciones sin rebelarme ni conspirar a mi vez, sino diciendo la verdad, nunca calumniando. Sólo este consuelo me queda de mis desgracias: con Pablo se me lanza al abismo, con Pedro soy, o quizás seré, crucificado, comparto los peligros con el género humano, muero con Foción. No obstante, detén todavía el golpe del castigo contra mí: ya «llegará un día…» y callo los versos que siguen[12]. Entonces yo también yaceré con la patria, seré entregado con mis conciudadanos, de la Hélade llegaré a tierra bárbara. Todavía no ha llegado mi hora, en ese momento te saciarás de mi sangre, si es que te soy entregado…

Desde el punto de vista literario no importa que ni los padecimientos que Pselo dice haber sufrido, ni los peligros a los que dice enfrentarse, no fueran tan graves como los que aquí se plantea, sino que lo verdaderamente relevante es la imagen trazada del rival, una imagen que ha sobrevivido en la moderna historiografía no menos que la del ambicioso rey Filipo II de Macedonia dibujada por Demóstenes. El orador ha conseguido su objetivo al trazar un oscuro retrato de su rival, aunque para ello haya tenido que elevar sus méritos hiperbólicamente vinculando su suerte a la de Pedro, Pablo, Foción (el político y orador promacedonio de la época de Demóstenes) e incluso a la de todos sus compatriotas, pintando su destino como el de un nuevo Eneas obligado a abandonar su patria (y tal vez a fundar una nueva Roma).

Diferente es el carácter de los panegíricos que dirigió a figuras relevantes de su tiempo, pues en ellos Pselo responde a sus obligaciones públicas como panegirista de corte más que a sus convicciones de filósofo. No es por ello de extrañar que estos discursos, entre los que encontramos piezas de oratoria convencional dirigidas a emperadores como Constantino Monómaco, Isaac Comneno, Romano Diógenes o Miguel Ducas, apenas hayan atraído la atención de los estudiosos y que el propio Pselo en sus Vidas de los emperadores parezca lamentar haber escrito algunos de ellos, en especial los dirigidos a Monómaco, excesivamente elogiosos[13].

Algo de convención puede encontrarse también en los discursos fúnebres de nuestro orador, de los que los más importantes son los tres compuestos en honor de Cerulario, Xifilino y Licudes [14]. Si consideramos que los dos primeros fueron objeto de aceradas críticas en vida de nuestro orador, no deja de sorprender que Pselo les dedique a su muerte un elogio entusiasta sin retractarse en nada de su postura anterior o aludir siquiera a la contradicción. La única explicación válida pasa de nuevo por el carácter en cierto modo oficial de algunas de estas composiciones.

Prácticamente desconocidas, aunque contamos con traducción castellana de alguna de ellas, son una serie de piezas oratorias breves, de inspiración lucianesca en algunos casos, que podemos llamar oratoria minora, en las que nuestro orador da rienda suelta a su sentido del humor y su vena satírica, criticando costumbres y parodiando motivos de la tradición literaria, o bien describiendo pequeñas escenas[15]. Tenemos entre ellas composiciones dedicadas a retratar el ambiente de sus clases y la indolencia de sus alumnos, a describir la caída de la cúpula de Santa Sofía, a elogiar al vino, a criticar a comerciantes o sacerdotes, a elogiar a insectos como la pulga, el piojo y la chinche, o a defenderse de manera burlona de las acusaciones de sus enemigos. Un par de pasajes pueden servirnos para dar el tono de estas piezas.

Una de ellas es la que dedica al sacerdote de su parroquia, una persona de vida poco edificante que se pasa el día entregado al juego y las tabernas. En esta composición Pselo da rienda suelta a su sentimiento anticlerical visceral, sin embarcarse en reflexiones filosóficas elevadas, tan habituales en su obra:

Pasa el día entero, y aun la noche, entregado a tan funestos juegos y no aparta el tablero de sus rodillas, sino que lo ase firme, como si fuera una tablilla para escribir. ¿Pero acaso los intervalos entre estas ocupaciones discurren en tranquilidad y reposo, tal como ocurre entre los periodos de fiebre? Sin duda que no, pues entonces son la bebida y las tabernas las que reciben su atención preferente, ya sea que aspire el néctar fragante del vino puro, ya sea que lo mezcle, aunque diluyéndolo sólo con un poco de agua tibia, para así, según dicen, no rebajar mucho la fuerza de su pureza, y es que sabe actuar como un filósofo en estos menesteres. Son muchas las veces en las que asiendo con ambas manos un ánfora como las de Mégara, alzándola en lo alto y aplicando a ella sus labios, bebe de ésta sin respirar, tal como hacen los bueyes. Examinó a conciencia todas las tabernas de la ciudad y de entre ellas concede la palma, tal como él mismo nos contó a menudo, a las de Sanano y Melitrago, pues dice que la de Gorgopluto ha retrocedido unos puestos, ya que el hijo de éste no domina ya demasiado este arte. Sabe en cuáles de ellas el vino puro se vende puro, cuáles lo adulteran, dónde se encuentra el más negro, dónde el clarete y dónde el más ligero, y que el quiota los supera a todos, pues es, dice, el que más grados tiene de todos y por sí solo se basta para alimentar la constitución corporal[16].

La elaboración pseudocientífica que hace Pselo del nacimiento del piojo en el tratadito que consagra a este insecto, no deja tampoco de tener interés:

Nos asombramos más ante lo inusual que ante lo habitual. Aunque unas cosas son más grandes y otras más pequeñas, son las pequeñas las que nos maravillan. No hay nada más asombroso y más común que el sol, pero al ver los cometas nos asombramos más. Y así nos asombramos más del vencejo que de la golondrina, y de la hormiga con alas que del elefante. Por eso, lo insólito del nacimiento del piojo es más asombroso que lo usual. El hombre nace del hombre: la naturaleza conoce el hecho y el suceso no sorprende a la razón. Pero el piojo, en lo que se refiere a la procreación, nace de la nada. Este hecho supera cualquier sorpresa imaginable: el piojo, que no es concebido a partir de especie alguna, sino que nace él por sí mismo, establece un nuevo principio, el de que algo nazca de la nada, que es un pensamiento y un razonamiento imposible entre los físicos. Puesto que de muchas maneras los filósofos explican lo que es y lo que no es, no privaremos al piojo de toda materia en su generación, sino que añadiremos algo y algo le quitaremos. Le privamos entonces de un nacimiento que esté en consonancia con su substancia, le concedemos en cambio una materia diferente de aquella de la que obtiene su existencia. Los burros putrefactos generan escarabajos, los caballos avispas, los toros abejas y las aguas estancadas mosquitos. Se sabe que el más hermoso animal engendra al piojo, un animal que no está ni podrido ni corrompido, sino dotado de alma y animado, ya que es de la cabeza del hombre de donde nace el piojo. Después de que transformamos nuestro alimento en energías físicas, parte se deposita en el bazo, parte en la vejiga, parte asciende hacia la boca del hígado, y cuanto es calentado y transformado en el estómago se disipa en vapor. Esta exhalación llega a ser ligera y muy leve y asciende hasta la cabeza como si fuera hacia el cielo. Para que no produzca somnolencia o parálisis al permanecer en un lugar, la naturaleza ha cortado el cráneo en varias suturas. Pero también ha perforado toda la armónica osamenta craneal con unos pequeños orificios a través de los cuales discurre y fluye el vapor que, una vez se ha establecido en la membrana pericraneal, engendra entonces de forma sorprendente al piojo[17].

El elevado origen del piojo queda demostrado por su nacimiento del lugar en el que reposa el intelecto humano, aunque la burla de Pselo parece ir más allá de una banal parodia, sobre todo cuando señala que es imposible, desde el punto de vista físico, que algo sea creado a partir de la nada, lo que parece una peligrosa alusión al principio cristiano de la fundación del mundo por Dios a partir de la nada, quizás el dogma cristiano más combatido por la filosofía pagana. Aunque no vamos a caer en el tópico del paganismo de nuestro autor, es verdad que la libertad con la que Pselo jugaba con los principios de la religión cristiana y con la tradición filosófica y literaria pagana, su condición, diríamos, de librepensador, le convirtieron en un personaje molesto para su época.

OBRA RELIGIOSA Y FILOSÓFICA

Una prueba de esta singularidad la encontramos también en la parte de su obra que menos atención ha merecido a los estudiosos: los escritos teológicos, de los que hay unos 160 recogidos en Theol. I y II. En ellos aparecen en efecto con frecuencia elementos que chocan con lo esperable en este tipo de obras. Éste puede ser el caso de las obras hagiográficas de Pselo, donde hallamos escritos dedicados a la crucifixión de Cristo, a la decapitación de San Juan Bautista o al arcángel Miguel. Los elementos originales que aparecen en estas obras no tienen que ver, como quizás podría pensarse, tanto con el estilo elevado de nuestro autor, que encuentra un precedente en la labor de Simeón el Metafrasta, que tradujo al «ático» decenas de vidas de santos bizantinos (y se ganó así con ello el reconocimiento de Pselo, que compuso un elogio de este autor en el que, en cierto modo, lo considera un modelo a imitar literariamente[18]), cuanto con los temas que aborda y el tratamiento que les da.

Un caso significativo es el de su Vida de San Aujencio[19], un santo constantinopolitano del siglo V de escasa relevancia, aunque objeto de una Vida «traducida» por el Metafrasta. Pselo remodela la obra según sus inclinaciones y recrea en el círculo de Aujencio el ambiente intelectual de su época, de forma que el propio Aujencio parece un trasunto del propio Pselo; su amigo Marciano, caracterizado maestro y patriarca, no es sino un doble de Xifilino; Antimio, guardián de los sellos y las cartas imperiales, una imagen de Licudes; y Juan, maestro de los anteriores y recluido en una piedra, una réplica de Juan Mauropus, maestro de Pselo y Xifilino y profesante entonces en el monasterio de Petra. Pselo ha convertido una vida de santo en un divertimento intelectual[20].

No faltan tampoco referencias a autores neoplatónicos en otras obras hagiográficas suyas. Significativo es un pasaje que se encuentra en el escrito que Pselo consagra al milagro de la Virgen de las Blaquernas, cubierta por un velo que, cuando la iglesia se vacía de gente los viernes por la tarde, se levanta solo, descubriendo así la imagen[21]. Al final del texto Pselo hace una digresión sobre la naturaleza de los milagros divinos, digresión que no sólo es estrictamente racional y filosófica y equipara todos los milagros como simples manifestaciones de potencias superiores, sino que se basa en el neoplatónico Proclo (siglo V), una de las «bestias negras» de la teología cristiana:

Pero mi discurso, que de una manera singular ha ido dando vueltas por el estadio en las dos direcciones, ya que tanto disertaba sobre cosas divinas en un momento, como en el siguiente se volvía hacia las sensaciones materiales subyacentes, pretende ahora hablar sobre algo más elevado e investigar acerca de cuál es la causa de estas señales divinas. Con frecuencia, en efecto, se ven impresas en el suelo huellas de pies o manos invisibles, se revelan formas de animales —del mismo modo que antaño meteoritos dejaron improntas quemadas en las piedras—, algunas imágenes y estatuas exudan como ciertos efluvios, se manifiestan en tomo a ellas movimientos sin causa visible, se oyen resonancias, algunas procedentes del aire, otras de las profundidades, otras de otros orígenes, y de esta forma otras sensaciones inusitadas similares a éstas recaen sobre los sentidos. Desde luego que sólo Dios —y todo aquel que esté próximo a la naturaleza divina— podría saber cuál es la verdadera y última causa de estos fenómenos. Pero al menos las cosas que nosotros hemos aprendido por obra de la más inefable filosofía, si se nos permite hablar con modestia, podrían bastar para los que nos escuchen. En primer lugar, es preciso que se reconozca que de entre las cosas que existen, unas, que existen por sí mismas, son divinas y sobrenaturales, mientras que otras son inferiores a éstas. Así, cuando se produce un descenso desde las primeras hasta la percepción y la materia en sí, los cuerpos inferiores admiten algunas revelaciones de los superiores, pues los elementos inferiores son partícipes de los superiores. Y así como lo divino es igual a sí mismo e impasible, todo el mundo sublunar es desigual y pasible, de forma que cuanto más progresa la caída, más intensa es la pasión. Pero los elementos más imperfectos admiten también la iluminación de los más excelsos, no tal como aquéllos están conformados, sino tal como éstos los admiten. En efecto, aunque lo divino es inamovible, cuando una iluminación procedente de él recae sobre el cuerpo, éste es movido por ella, ya que el cuerpo no recibe la impresión de forma impasible —no es capaz de ello—, puesto que el que actúa es informe, mientras que el que recibe admite una cierta forma y mutación. Y los colores son símbolos de las cosas por venir, pues las cosas blancas anuncian el esplendor de los acontecimientos futuros, las negras, las tinieblas y la indefinición, mientras que de las que están entre ambas, cuantas tienden hacia lo negro son peores, cuantas hacia lo blanco, mejores, y las intermedias mezclan ambas tendencias, del mismo modo que los grises comparten por igual los dos extremos. Las improntas quemadas revelan que se producirá un movimiento violento y un cambio a peor, pero las huellas, si son de las manos, son muestra del contacto con una naturaleza superior, y si de los pies, del brusco movimiento que se producirá en el futuro. El aire y el agua, al recibir la impronta de lo divino, puesto que no son capaces de percibir esta impronta impasiblemente, provocan una cierta reverberación en los que escuchan. Y, como dice el poeta, «fuertemente resonó el eje de madera de encina»[22], no porque el elemento superior presionara de forma sensible la materia, sino porque la materia recibió su impronta de acuerdo con sus capacidades.

Tras la lectura de este pasaje parece que hay que insistir de nuevo: Pselo no es el pagano opositor del cristianismo, sino el cristiano que racionaliza su fe con la ayuda de su utillaje filosófico. Es verdad que nuestro autor explica los milagros por la impronta que dejan en la materia unos elementos divinos impasibles caracterizados como las ideas neoplatónicas, pero ello no indica que deje de creer en ellos, sino que busca una explicación racional para un fenómeno religioso. Una prueba más de su actitud la tenemos en su tratado Sobre la actividad de los demonios[23]. La obra se presenta bajo la forma de diálogo entre el monje Timoteo y el funcionario Tracio, que vivió más de dos años entre herejes y relata a su interlocutor el diálogo que sostuvo con el monje Marcos (un diálogo dentro del diálogo, algo muy frecuente en Platón) a propósito de los demonios. La obra tuvo un gran impacto en Europa, donde fue traducida y usada por la Inquisición, que estaba interesada en la corporeidad de los demonios para aplicar la tortura a sus detenidos. Pues bien, esta obra, que convirtió a Pselo en un demonólogo durante siglos en Europa, se basa en presupuestos filosóficos que poco tienen que ver con la tradición religiosa ortodoxa y mucho con una elaboración intelectual de nuestro autor, muy interesado en aunar los preceptos del cristianismo con los de su propia formación filosófica. Y ello hasta tal punto que son mayoría los autores que niegan transfondo histórico alguno en el siglo XI a la discusión religiosa que tiene lugar en este diálogo. Como prueba de su tenor creo que bastará un pasaje que reproduce en estilo indirecto el diálogo entre Tracio y Marcos, en el que se contrasta la demonología con la medicina a la hora de valorar los desajustes humorales en el cuerpo humano:

«Ni por odio», me dijo Marcos, «ni por deseo de hacerle mal se lanzan los demonios sobre los animales, sino porque buscan el calor animal. Como pasan la vida en los más profundos lugares, extremadamente fríos y secos, están llenos del frío de allí, y, contraídos y encogidos por éste, buscan el calor húmedo propio de los animales. Para gozar de él se lanzan sobre los animales o se arrojan a los baños y a las fosas. Y ello porque rehúyen el calor del fuego y del sol, que quema y seca, mientras que el de los animales, que es moderado y agradablemente húmedo, lo buscan y ante todo el de los hombres, que es suave y bien temperado. Por esta razón se introducen en ellos y provocan una agitación desmedida una vez que se han apoderado de los poros en los que se encuentra el espíritu del alma, pues el grosor de su cuerpo lo comprime y rechaza. De donde los cuerpos se ven sacudidos, las fuerzas rectoras afectadas y los movimientos se vuelven inconstantes y torpes. Si el demonio atacante es de los subterráneos, sacude y debilita al poseso y habla a través de él sirviéndose de su espíritu como de un órgano propio. Si se ha metido en su cuerpo uno de los lucífugos, produce relajamiento, reprime la voz y deja al poseso como muerto, porque este demonio, el último de todos, es de naturaleza muy terrosa, sumamente frío y seco, y a sus víctimas las debilita embotando su fuerza anímica. Este demonio, carente de raciocinio, de cualquier percepción del intelecto y regido por una imaginación brutal, como las más embotadas de las bestias, ni atiende a razones ni teme los castigos, por lo que, con tino, muchos lo llaman mudo y sordo. Los posesos de él no pueden ser librados más que con la fuerza divina de la oración y el ayuno». «Pero Marcos», repuse yo, «otras cosas muy distintas nos enseñan los médicos, que mantienen que tales afecciones no proceden de los demonios, sino de desarreglos de los líquidos, los sólidos o los vapores del cuerpo e intentan curarlas naturalmente con medicinas y dietas, y no con conjuros ni purificaciones». «Nada hay de extraño», me contestó Marcos, «en que tal digan los médicos, que no conocen nada más allá de sus sentidos y que atienden sólo a los cuerpos. Por lo demás, bien está considerar como procedentes de desarreglos humorales los sopores, las profundas somnolencias, las melancolías y los delirios, que incluso sanan mediante irrigaciones, por evacuación o con apósitos. Mas a las inspiraciones divinas, arrebatos y estados catalépticos, en los que el afectado nada puede pensar, decir, imaginar o sentir, sino que otro ser es el que lo mueve y guía, el que dice cosas que el poseso ni conoce y el que, en ocasiones predice hechos futuros, a estas afecciones, ¿cómo podemos sin más llamarlas movimientos desordenados de la materia?».

Entre el vasto corpus de escritos teológicos de Pselo encontramos también diversas obras exegéticas y dogmáticas que nuestro orador dirige en ocasiones a sus discípulos, atendiendo a cuestiones que éstos le plantean en sus clases. En ellas Pselo acude de forma permanente a la autoridad de filósofos paganos, para discutir cuestiones de fe. Así, en su tratado Acerca de la teología y la interpretación de los dogmas de los paganos[24] usa un principio del neoplatónico Proclo («todo efecto permanece en su causa, se deriva de ella y regresa a ella») para explicar la relación de Cristo con Dios Padre. Por ello se puede decir que no hay mucha diferencia de método entre estos tratados teológicos y los cerca de cien escritos de nuestro autor que los modernos editores califican de filosóficos y en los que, paralelamente, aparecen constantes referencias al dogma cristiano.

En efecto, el objeto de análisis para Pselo en estos escritos filosóficos lo constituyen en principio cuestiones lógicas o científicas de la filosofía pagana, y así diserta tanto sobre la materia, las ideas o aspectos de la lógica aristotélica como sobre los vientos, rayos, tempestades, terremotos o cualidades de las piedras, pero no deja una y otra vez de contrastar las doctrinas antiguas con los presupuestos de la ortodoxia. Se puede decir que la moderna división de sus escritos en teológicos y filosóficos, que se basa en el texto o idea que constituye el punto de partida de sus reflexiones en cada tratado, es por completo ajena a la concepción de Pselo. Con John Duffy podemos afirmar que Pselo actúa como filósofo siempre, tanto si explica a Aristóteles como si comenta un pasaje del Evangelio. De hecho él concibe la teología como una rama de la filosofía, de manera similar a como la concebían los antiguos filósofos, especialmente los neoplatónicos, y no piensa que la filosofía deba ser una ancilla theologiae.

Una prueba de esta visión global la tenemos en su gran obra filosófica, el gran tratado De omnifaria doctrina, en el que expone a lo largo de unos doscientos capítulos diversas nociones que van desde teología hasta zoología o botánica pasando por ética, biología, astronomía, meteorología, cosmología y física[25]. Pselo recurre con frecuencia en esta obra a autores antiguos sin pensar en posibles contradicciones con postulados cristianos. Así, en el capítulo 161, Pselo establece en 1.753.200 años el ciclo del «gran año cósmico», es decir, el tiempo que tarda en repetirse la conjunción de los sietes planetas. Para ello se basó no sólo en Ptolomeo, sino en cálculos egipcios[26], sin pensar de qué modo esto era compatible con la visión más corta que de la historia del mundo tenía la ortodoxia cristiana, que databa la Creación en el 5500 a. C. (el año cero de la cronología bizantina) y no era ajena a miedos milenaristas sobre la inminencia del fin del mundo. Muy significativo es también su acercamiento independiente a la mística del número de los pitagóricos en diversas obras, en las que maneja fuentes entonces poco accesibles[27].

Encontramos también con frecuencia casos en los que Pselo desaprueba ideas paganas que entran en contradicción con el dogma cristiano. Sin embargo sería un error valorar la aproximación de Pselo a la filosofía pagana en función del número de veces en que nuestro autor aprueba o refuta ideas de los antiguos, pues lo significativo es que acude constantemente a las obras de los filósofos paganos para contrastarlas con los principios del dogma cristiano. Es decir, aunque esas ideas entren en clara discrepancia con el dogma cristiano, Pselo no deja nunca de citarlas, de referirse a ellas. El uso de la filosofía antigua no responde a las necesidades de la teología ortodoxa, ni se explica en función de los alumnos para los que Pselo parece escribir sus tratados filosófico-teológicos, sino que responde al simple deseo de saber, tal como Pselo declara al final de un tratado (quizás dirigido a Miguel Ducas), en el que ha abordado doctrinas ocultas y mágicas, no especialmente gratas a la iglesia:

Yo recopilé la mayoría de estas doctrinas no por una ociosa curiosidad, lo juro por lo más sagrado de tu alma, sino por amor al saber, pues la naturaleza me ha dotado de un deseo insaciable de conocer cualquier materia y no querría que nada se me escapase, sino que incluso me gustaría saber lo que se oculta bajo la tierra: yo no dirigí mis afanes sobre un tema y rechacé otro, tal como hace la mayoría, sino que me esforcé por conocer los métodos de artes que son incluso innobles o condenables en algún sentido para poder refutar gracias a ellas a aquellos que las practican[28].

Una afirmación similar, también a modo de excusa para justificar su dedicación a aspectos prohibidos de la tradición pagana, la encontramos en otro tratado dedicado a averiguar si la esencia es una realidad que subsiste por sí misma y en el que aborda doctrinas neoplatónicas ajenas al dogma cristiano:

Yo he enumerado todas estas ideas tanto para conduciros hacia un conocimiento universal, como para familiarizaros con las doctrinas de los helenos. Soy consciente de que nuestros dogmas se oponen a algunas de estas doctrinas, pero no fue mi propósito haceros cambiar unos por otras, sería una locura por mi parte, sino que aun siendo devotos de éstos, tuvierais simplemente conocimiento de aquéllas. Y si de algún modo os ayudaran a abriros paso en el difícil camino hacia el discurso verdadero, servios entonces de ellas[29].

Este uso independiente, simplemente erudito, de la tradición filosófica antigua, al margen de su utilidad para la teología cristiana, es significativo del interés cultural de nuestro autor, que se distancia de las tendencias de su época, hasta el punto de afirmar, con razón según subraya Duffy, que «practico la filosofía en solitario en una época afilosófica»[30]. Sobre el alto concepto que Pselo tenía de la filosofía nos informa en un pequeño tratado[31], en el que constata que la mayoría de las personas se dedican en su época al estudio de las leyes, pero que la filosofía, aunque menos cultivada, es una disciplina superior, que aventaja a la astronomía, la geometría, la medicina o la retórica, disciplinas con las que Pselo compara también a la filosofía en este breve ensayo.

Pero ¿cuáles son las fuentes de la filosofía de Pselo? Fundamental es su aportación a la hora de transmitir las doctrinas de los neoplatónicos griegos, especialmente Proclo, pero tampoco faltan estudios sobre Aristóteles que garantizan a Pselo un puesto de honor entre los pocos bizantinos incluidos dentro de los comentaristas de Aristóteles. Pese a ello, su extenso comentario a la Física aristotélica está todavía inédito y su paráfrasis al complejo tratado De interpretatione, conservada en unos treinta manuscritos, espera una reedición desde el Renacimiento. Interesantes son también sus estudios sobre algunas obras de la tradición mistérica como la que representan los Oráculos caldeos, obra de época romana escrita en hexámetros griegos en la que se pensaba se recogía la sabiduría babilonia y que en parte conocemos gracias a su labor. Pselo se interesaba también por obras de contenido mágico y esotérico, como el De mysteriis de Jámblico o el Corpus Hermeticum, que para él reflejaban las tradiciones filosóficas antiguas no griegas.

Este interés por dar a la filosofía griega su lugar en la historia es similar al que tuvieron los Padres de la Iglesia griega, ya desde Clemente de Alejandría, que se esforzaron en demostrar la dependencia de los filósofos griegos respecto a la tradición judía anterior, vinculada a Moisés. Para ello se apoyaron en las fuentes griegas que reconocían su deuda respecto a un Oriente, deuda que los teólogos cristianos procuraron judaizar al tiempo que convertían a Moisés, según una feliz expresión, en un filósofo ático[32]. De esta forma los cristianos conseguían integrar en su sistema a filósofos griegos paganos, aun cuando fuese a costa de subestimar su originalidad. Pselo parece heredar esta tradición, como cuando escribe en un comentario a un pasaje del Corpus Hermeticum:

No dice la verdad Platón cuando afirma que los helenos, al tomar sus doctrinas de los bárbaros [Epinomis 987d-988a], las mejoraron gracias a la educación y a los oráculos de Delfos y dicen más bien la verdad los que afirman que los helenos han perseguido con indolencia la búsqueda de la verdad y que sobre todo han errado en la opinión acerca de Dios. Y los que afirman esto no son los nuestros, sino los más famosos de los helenos. Basta con que alguien lea lo que Porfirio escribió a Anebo el egipcio: «De aquél busco en definitiva aprender la verdad, puesto que desesperé de obtenerla de los griegos»[33].

No obstante, hay algo en lo que Pselo, influido por los neoplatónicos (Porfirio o Proclo), va más allá de la tradición patrística, y es en su deseo de considerar las tradiciones mistéricas y religiosas babilonias («caldeas») y egipcias como sistemas filosóficos de pleno derecho, al margen de la tradición judía e incluso anteriores a ella. Con ello crea cinco escuelas filosóficas esenciales de las que se deriva en principio todo el saber filosófico que él aspira a armonizar en un único sistema. Son las escuelas sobre las que diserta en un pequeño ensayo respondiendo de nuevo aparentemente a las preguntas de sus alumnos: caldea, egipcia, judía, helena y cristiana[34]. Pselo defiende con convicción la mayor antigüedad de las dos primeras con respecto a las restantes, la dependencia de los griegos con respecto a ellas y de los cristianos con respecto a la judía, así como las aportaciones, válidas o no, de las cuatro primeras a la teología cristiana. En este sentido, por más que hoy sepamos que las tradiciones que los griegos y Pselo llamaron caldea y egipcia se basan en un corpus de textos griegos tardíos en el que se funden supersticiones y tradiciones muy diversas, es preciso reconocer que la sistematización que hizo Pselo del saber filosófico en cinco escuelas tuvo un enorme impacto en la tradición bizantina. Un tardío deudor de ella puede considerarse al filósofo bizantino Jorge Gemisto Pletón (†1452), que siglos después consideró todas ellas como descendientes de la doctrina de Zoroastro, en la que vio a la filosofía original de la humanidad[35]. A través de Pletón, que impartió clases en Florencia durante el concilio de unión de las iglesias celebrado en esta ciudad en 1439, estos modelos pasaron al Renacimiento italiano y fueron la base de los sistemas filosóficos de humanistas como el platónico Marsilio Ficino (1433-1499) o Giovanni Picco de la Mirándola (1463-1494), que, sin ser quizás conscientes de ello, continuaban directamente con la vieja idea pseliana de explicar la teología cristiana en función de sistemas filosóficos autónomos de ella. Basta leer la Theologia platónica de Ficino o el De hominis dignitate de Pico para darse cuenta en qué gran medida coinciden sus presupuestos con la obra de Pselo. No se trata por lo tanto de una casualidad que del mismo modo que Pico tuvo problemas con la Iglesia que condenó sus DCCC theses, también Pselo tuviera que dar razón de su ortodoxia en un escrito.

POESÍA DIDÁCTICA Y OBRA ERUDITA

Un grupo importante de escritos dentro de la producción literaria de Pselo lo constituye su producción poética. Sin embargo, si exceptuamos unos cuantos epigramas e invectivas sin especial mérito, el grueso de sus poemas puede incluirse dentro del epígrafe de poesía didáctica, ya que en ellos Pselo aborda con afán pedagógico temas jurídicos, médicos, filológicos, teológicos y filosóficos. Este tipo de poesía se puso de moda en el Bizancio del siglo XI y está fundamentalmente representada por Juan Tzetzes, autor de las indigestas Chiliadas, donde a lo largo de doce mil versos el propio autor diserta sobre todo tipo de temas eruditos y anticuarios, en lo que constituye un empacho de sabiduría poco atractivo para el lector actual, aunque muy útil para el estudioso del mundo clásico. Pselo no llegó a los niveles de ampulosidad de Tzetzes, pero tuvo también una significativa producción poética en versos fluidos y ligeros que hacían más atractivos y amables temas de por sí áridos y complejos. Es sin embargo improcedente hacer un análisis formal de la poesía de Pselo con independencia de su contenido, pues en ocasiones sus poemas fueron la puerta de la que se servía nuestro autor para introducir a sus alumnos en el estudio de las más diversas disciplinas. Por ello haré una exposición de su poesía didáctica por temas que irá paralela a la de su producción en prosa en esos mismos ámbitos[36].

La relación de su poesía con su actividad docente la apreciamos en su Synopsis legum[37], un poema de unos mil cuatrocientos pentadecasílabos dedicado a Miguel VII, en el que Pselo realiza una panorámica de la jurisprudencia y se entretiene en aclarar el sentido de algunos términos técnicos jurídicos latinos. La obra no está destinada a estudiantes profesionales de derecho, sino que pretende proporcionar un conocimiento general de la disciplina para los propios alumnos de la escuela de Pselo[38]. Con la Synopsis se puede relacionar un pequeño grupo de tratados sobre cuestiones de derecho y léxicos jurídicos de Pselo editados en parte por Günter Weiss y que demuestran el interés y competencia de nuestro autor por estos temas[39]. Aunque Pselo no llegó a ser un jurista profesional de la talla de Xifilino y aunque la Synopsis no da la talla de sus conocimientos jurídicos (pues sacrifica la precisión a los requisitos del verso), no cabe duda de que nuestro autor se manejaba perfectamente en la tradición jurídica grecorromana, no sólo porque inició su carrera como juez provincial, sino porque él mismo redactó sentencias judiciales y decretos imperiales [40].

La misma finalidad didáctica pudieron tener también sus dodecasílabos sobre cuestiones y términos médicos, especialmente el Ponema iatrikon[41] así como alguna otra composición menor, como un curioso poema sobre la epilepsia. De nuevo sus versos sobre esta materia se corresponden con los amplios intereses de Pselo por la medicina, mereciendo una investigación de Robert Volk, quien demostró que, aunque los tratados en prosa de Pselo sobre temas médicos son escasos y de poca entidad, las reflexiones sobre cuestiones médicas son omnipresentes en el resto de sus escritos, especialmente en sus Vidas de los emperadores, donde encontramos una minuciosa descripción de las enfermedades de prácticamente todos los biografiados.

Algunos poemas de Pselo, concretamente sus composiciones didácticas en versos políticos De grammatica[42] y De rhetorica[43], pueden servir de introducción a su obra filológica. Entre los escritos de este grupo, dejando aparte algunos sobre cuestiones gramaticales, destacan los ensayos comparativos del estilo de Eurípides y Jorge Pisides (épico bizantino del siglo VII) o de los novelistas Heliodoro y Aquiles Tacio[44], las exégesis alegóricas sobre temas relacionados con las poesías homéricas, tales como Tántalo, la Esfinge, Circe o la gruta de las Ninfas[45], una paráfrasis en prosa de la Ilíada[46] un pequeño ensayo sobre topónimos y nombres áticos sacado de Estrabón[47], por citar sólo algunos casos. Más dudoso es que pertenezca a nuestro autor un pequeño tratado Sobre la tragedia que en parte se solapa con el que Tzetzes dedicó al tema[48]. No menos interesantes son una serie de consideraciones que Pselo hace sobre algunos términos de uso popular o koinolexíai, en las que se descubre sus capacidades como filólogo y gramático[49].

Contamos también con algún pequeño tratado de Pselo acerca del estilo y sus modelos literarios. Así, en una obrita titulada Sobre algunos modelos de composición[50] Pselo critica a los que han empezado su formación literaria con los libritos de Leucipe y Cariclea (en alusión a las novelas griegas de Heliodoro y Aquiles Tacio muy populares entonces), las composiciones de Filóstrato o los escritos de Luciano, pues considera que partir de estos modelos es construir la casa por el tejado. Pselo reconoce que él se sintió también atraído por el despliegue formal de que hacen gala estas obras, pero considera que hay que partir de otros criterios, que sustancia del siguiente modo:

De entre las obras de esta clase escogí ante todo las de Demóstenes, Isócrates, Arístides y Tucídides. Incluí en este catálogo también los diálogos de Platón y todos los escritos de Plutarco, cuantos discursos de Lisias se pueden encontrar y a nuestro teólogo, Gregorio[51], al que considero el corifeo más destacado tanto por el ornato como por el contenido de sus obras.

Pasa luego Pselo a definir los puntos en los que cada autor aporta algo a su estilo, ofreciéndonos así una guía precisa de los modelos literarios de la época y de su propia filiación como escritor, guía que no ha sido aprovechada todavía como criterio para valorar su amplísima producción literaria.

En alguno de estos pequeños tratados se contienen interesantes consideraciones sobre la elección del léxico clasicista por parte del autor aticista en función de sus sonidos, consideraciones que, unidas a algún testimonio de las cartas de Pselo, parecen indicar que los textos cultos del momento no eran pronunciados de la misma forma que el griego corriente de entonces, lo que ahondaría si cabe más aún el foso que separaba la literatura culta de la popular[52] y nos permitiría comprender el valor de la obra de Pselo en su justa medida.

LAS VIDAS DE LOS EMPERADORES DE BIZANCIO

La obra de Pselo que traducimos en el presente volumen es la única composición histórica que escribió nuestro autor, si exceptuamos la Historia syntomos, es decir, el Breviario histórico de la historia de Roma entre Rómulo y Basilio II que atribuye a Pselo un manuscrito griego del siglo XIV conservado en el monasterio de Santa Catalina del Sinaí, pero que no es seguro que pertenezca a nuestro autor y, en cualquier caso, es de mérito literario muy inferior[53]. El título de Cronografía que Pselo da a su obra puede inducir a confusión, pues no se trata en absoluto de lo que hoy entendemos por una crónica, pese a lo que pudiera sugerir el título en castellano (en el griego bizantino el adjetivo chrónos y sus derivados aluden simplemente a la perspectiva temporal del relato), sino una suma de biografías de emperadores de su tiempo. Por eso hemos preferido titularla Vidas de los emperadores de Bizancio, pues este título da mejor cuenta de su contenido.

No obstante, nuestro autor denomina historia a su obra en numerosos pasajes y nunca se refiere a ella con el término biografía. Las apelaciones a la verdad histórica y el constante empeño de Pselo por calificar a su obra como una exposición objetiva de los hechos frente a la distorsión operada por la retórica en general y el encomio en particular, insertan también a las Vidas dentro del género histórico. El deseo de mantener un hilo narrativo que apreciamos en las Vidas es igualmente propio de la historia y las diferencia de la estructura de las crónicas, en las que el autor se limita a consignar dentro de cada año una serie de sucesos cerrados en sí mismos y sin continuidad formal o narrativa con los del año siguiente. Es más, Pselo renuncia a toda precisión temporal, ni siquiera indica el año de ascenso al trono de los emperadores, limitándose únicamente a consignar la duración de su reinado en años.

Esta renuncia a la datación de los acontecimientos es un acto consciente de nuestro autor, como si quisiera dar con ello a su obra un carácter intemporal, incluso universal, y liberarla del estrecho corsé cronológico de la cronística. Por otra parte, Pselo no depende de otros autores, como los cronistas que se limitan a copiar y refundir sus fuentes, sino que es testigo de los acontecimientos que narra. Finalmente, propia también del género histórico es la presencia constante en las Vidas de digresiones sobre temas muy diversos, en las que se ponen de relieve las habilidades literarias de nuestro autor: discusiones etnográficas sobre pueblos extranjeros (los «misios» en la sección dedicada a Isaac Comneno), descripciones retóricas de edificios (las tan tipificadas ekphráseis de la antigua retórica), relatos de batallas, disquisiciones intelectuales sobre la cultura y filosofía de su época o sobre géneros literarios (la distinción entre historia y encomio al principio de la sección consagrada a Constantino Monómaco), descripción física y moral de sus personajes e incluso, en un alarde de sus conocimientos médicos, de la síntomatología de las enfermedades que llevaron a la muerte a los emperadores que desfilan en su obra.

La capacidad para reunir todas estas piezas dentro de una secuencia narrativa uniforme es uno de los grandes méritos literarios de Pselo, y lo sitúa dentro de la órbita de los antiguos historiadores, que concebían la historia como el género literario cumbre en la prosa, en el que se fundían, como en un crisol, todas las formas literarias existentes. La habilidad con que Pselo pasa de un tema a otro, debate las razones de su proceder como narrador o apela incluso al lector para justificar el tratamiento que da a un suceso, le sitúan así dentro de la línea de los grandes historiadores del pasado. Únicamente sorprende la falta de discursos retóricos puestos en boca de sus personajes, uno de los rasgos definitorios de la antigua historiografía, pero ello no es debido a la falta de capacidad de nuestro autor, un orador consumado, sino probablemente a la consideración de Pselo de que toda pieza de recreación retórica es incompatible con el discurso histórico. Por ello prefiere dar la palabra a sus personajes en breves intervenciones antes que construir discursos artificiales. Incluso cuando relata el discurso que él mismo pronunció ante Isaac Comneno para disuadirle de tomar al asalto Constantinopla contra Miguel el Viejo, se limita a parafrasearlo, cuando nada le habría costado recrearlo.

Sin embargo, los acontecimientos que son centrales en una historia política tradicional sólo tienen cabida en las Vidas en la medida en que sirven para trazar el retrato de los distintos emperadores, su biografía, que es la que constituye en realidad el objetivo principal de la obra. De esta forma, se habla sólo de batallas cuando éstas tienen al emperador como protagonista y el foco de la exposición se centra sólo en la vida de la corte en la que vive el emperador y no en las lejanas provincias, donde se juega el destino de Bizancio, pero a las que los emperadores no suelen acudir casi nunca. Pero no es sólo el centralismo constantinopolitano, que ignora la historia provincial, el responsable de esta óptica distorsionada del imperio. Pselo conoce perfectamente los problemas de las provincias, donde se inició su carrera en la administración y se ocupó incluso, como dijimos, de redactar la correspondencia diplomática de los emperadores con las potencias extranjeras. Y sin embargo ni la vida provincial ni las relaciones exteriores merecen la menor atención de nuestro autor, que se detiene en describir la apariencia física de los emperadores, su carácter, su comportamiento, su cultura, sus aficiones y, finalmente, las guerras en las que se ven envueltos, siguiendo un orden en su exposición que no es tanto cronológico (¡pese al título de la obra!), cuanto temático, propio por lo tanto de las biografías tal como las concebía la retórica antigua.

Significativo de cuál es el foco de la narración puede ser por ejemplo el relato de las campañas militares de Romano IV Diógenes: aunque las sucesivas expediciones del emperador, que pasó la mayor parte de su breve reinado ocupado en combatir a los turcos, centran inevitablemente la exposición, Pselo no dedica una sola línea a reflexionar sobre las consecuencias de estas campañas y, en particular, sobre la derrota bizantina en Mantzikert en el año 1071, que abrió a los turcos las puertas de Asia Menor. Pselo no ignora la grave amenaza que para la propia supervivencia de Bizancio supone la entrada masiva de pueblos turcos desde Asia, pues de hecho a ella se refiere más de una vez en su historia, aunque sea en términos generales (comprensibles, eso sí, perfectamente para el lector de entonces). Pero nuestro autor no quiere entrar en estos aspectos, porque le apartan del objeto de su obra: trazar un retrato fidedigno de los protagonistas de la historia, no hacer historia en sí. Por eso le interesa más hablar de las reacciones de Romano IV en el momento de ser cegado, que de las consecuencias devastadoras que tuvo la guerra civil que le enfrentó a Miguel Ducas. Se produce así la paradoja: los cronistas bizantinos del momento nos proporcionan la perspectiva histórica de la que prescinde nuestro historiador, que concibe su obra en términos casi éticos y biográficos, quizás porque piensa que sólo en esos términos se puede hacer literatura. Quizás Pselo es un mal historiador, juzgado desde nuestra perspectiva, pero no por ello deja de ser un excelente biógrafo y un gran literato, que con unas pocas pinceladas sabe recrear la escenografía dentro de la que actúan sus personajes.

A esta tensión entre los géneros biográfico e histórico se une un tercer elemento, la autobiografía, ya que Pselo analiza los acontecimientos históricos desde el prisma subjetivo de su experiencia personal. Pselo ha escogido en efecto como objeto de su análisis histórico el reinado de los emperadores bizantinos desde Basilio II (959-1025) hasta Miguel VII Ducas (1067-1078), es decir, el de los emperadores que coinciden con su propia peripecia vital, puesto que Pselo nació en el reinado del primero y murió apenas concluido el del segundo. No se trata sin embargo únicamente de un problema de autopsia y de documentación histórica el que lleva a Pselo a hablar sobre su propia época, tal como hicieron tantos historiadores antes que él, ni su constante presencia en el relato se debe sólo a su importante posición en la corte como consejero de emperadores. En realidad, Pselo era un protagonista más de los hechos que narra, pero su sistemático silencio acerca de los otros actores de la historia, cuyos nombres silencia en las Vidas, le convierten inevitablemente en el centro de su exposición. Pselo se nos presenta como el único personaje de relieve junto a los sucesivos emperadores de su historia, es de hecho el hilo conductor de la obra, el punto de unión entre las sucesivas biografías, el testigo permanente de las sucesivas abdicaciones y coronaciones que se suceden a ritmo vertiginoso.

No es difícil dar ejemplos de cómo Pselo sobredimensiona su papel en la historia. Basta con ver cómo describe la sublevación popular contra Miguel Calafate en función de los escenarios en los que él mismo estuvo presente, cómo amplifica las conversaciones privadas que tuvo con Constantino Monómaco cuando éste contemplaba desde la muralla el asedio de Constantinopla por León Tornicio, cómo reduce el relato del reinado de Miguel el Viejo al de la embajada que él encabezó para negociar con el rebelde Isaac o cómo convierte sus entrevistas con la emperatriz Eudocia en la clave para entender la regencia de ésta a la muerte de su marido. Es más, la importancia que se da en la obra a los distintos reinados depende en gran medida de la influencia que éstos han tenido en su propia biografía. Así, el crucial reinado de Basilio II sirve sólo de rápido portal a la obra, porque nuestro autor, que había nacido en los últimos años del mismo, ni participó en los acontecimientos ni fue testigo de los mismos. Por el contrario, el reinado de Constantino Monómaco, que marca el ascenso de nuestro autor en la corte, recibe un tratamiento desproporcionado (es la biografía más extensa) y es además aquel en el que Pselo aparece de manera más clara implicado en la acción. Finalmente, el gobierno de Constantino Ducas es tratado de manera somera (pese a durar más años que el de muchos de sus predecesores) en parte porque Pselo, que estaba muy unido al emperador, no tiene mucho que decir acerca del personaje, que no se vio confrontado a grandes retos, pero en parte también porque Pselo escribe su obra durante el reinado de su hijo y no puede ser excesivamente crítico con la dinastía.

Esto explica igualmente que la última biografía contenida en el libro, la de Miguel Ducas, no sea parangonable a ninguna otra (salvo quizás a la del propio Constantino Ducas), pues en ella Pselo se limita a componer un panegírico de la familia imperial. Entramos pues en el género del encomio: el contraste con el retrato de los emperadores precedentes resulta manifiesto, pero no impide que Pselo nos deje caer, casi imperceptiblemente, algunas dosis de crítica, como cuando señala que Miguel Ducas, llevado por su bondad, jamás castigaba a los delincuentes (lo que indica desgobierno y negligencia) o insiste, de manera sorprendente, en el control que tenía el emperador de la economía monetaria, cuando precisamente en su reinado se produjo una galopante inflación que lo hizo sumamente impopular. También suena poco sincera la afirmación de Pselo de que el emperador ha conseguido poner freno a las invasiones bárbaras, algo que no se corresponde con la realidad y para lo que el orador no aporta dato alguno. Es evidente que cuando Pselo señala que muchos lectores podrán quizás mostrarse escépticos acerca de la verdad de lo que escribe y acusarlo de adulador porque ha escrito la biografía de Ducas en vida de éste, está indicándonos de manera indirecta cuál es la clave en la que debe leerse este último libro: en la de un panegírico. Algo que hace expreso más adelante cuando señala que el emperador en persona le pasó un borrador de su biografía, que luego su secretario leyó al propio Pselo.

El final abrupto de la obra se comprende fácilmente desde esta perspectiva: el autor se siente incómodo con este apéndice que traiciona su voluntad de ser un historiador objetivo. Los estudiosos han demostrado que la obra se compuso en dos fases: una primera parte, que comprendería las diez primeras biografías (hasta Isaac Comneno), fue redactada por Pselo a principios de los años sesenta a petición de algunos amigos, tal como él mismo señala (probablemente por instigación de Constantino Licudes); la segunda parte, que comprende las biografías de Constantino Ducas, Eudocia, Romano Diógenes y Miguel Ducas, fue compuesta a instancias de este último a principios de su reinado. Pselo no pudo negarse a este añadido, como tampoco Procopio de Cesárea, que en el siglo VI había atacado duramente a Justiniano en su Historia Secreta, pudo negarse a componer una alabanza de su actividad constructora en su libro Sobre los edificios. Pero prueba de que a ambos el encargo les contrariaba es que los dos dejaron sus obras incompletas. Habrá no obstante quizás alguien que, tras la lectura del encomio a Miguel Ducas en las últimas páginas de la obra, pueda pensar que la adulación de nuestro orador es, si no sincera, sí por lo menos interesada. No es posible obviamente negar este extremo, máxime considerando que nuestro autor, como preceptor de Miguel Ducas, tenía una estrecha vinculación personal con él, pero hay que recordar que Pselo fue apartado del poder precisamente en su reinado, paradójicamente por decisión de aquel al que había instruido como emperador. Y es probable que ya intuyera su futuro cuando en el breve retrato que traza de su relación en la biografía de Miguel escribe: «¡Ojalá no me alcancen nunca los dardos de la envidia y el rencor!».

Por otra parte, nuestro autor tenía que ser consciente de la contradicción que suponía este panegírico de Miguel Ducas con el retrato de otros emperadores. El caso más significativo es el de Constantino Monómaco: a pesar de la estrecha relación que Pselo tuvo con él y de los numerosos encomios que le dirigió en vida (y que se han conservado en buena parte[54], Pselo no duda en resaltar los aspectos negativos de su persona y su reinado e incluso se embarca en una larga e interesante digresión, en la que establece las diferencias existentes entre una obra histórica, que debe ser reflejo fiel de todos los aspectos de la realidad, y un panegírico, que sin faltar a la verdad, selecciona sólo aquellos aspectos de ella que más favorecen al destinatario del discurso. Pselo no ignoraba pues las convenciones a las que estaba obligado y debemos por ello suponer que redactó contra su voluntad esta última parte de sus Vidas.

Para entender la obra no basta sin embargo con considerar las influencias formales de otros géneros, sino que hay que tener en cuenta también el transfondo filosófico de muchas de sus páginas. Nuestro «cónsul de los filósofos» consideraba la filosofía como su vocación más personal, por lo que es esperable que reflejase sus inquietudes en las Vidas, una obra central dentro de su producción literaria. Anthony Kaldellis considera en este sentido que hay que hacer una lectura de la obra más en términos filosóficos que históricos. Según este autor, el pensamiento platónico, o mejor, neoplatónico de Pselo no era una mera afición erudita, sino que se traducía en una clara militancia pagana en contra de los postulados cristianos. Ante la imposibilidad sin embargo de declarar abiertamente su paganismo en una sociedad ortodoxa, Pselo, de acuerdo con los postulados de Kaldellis, se habría servido de un lenguaje alusivo y simbólico para difundir sus ideas y concretamente, en el caso de las Vidas, habría utilizado la trama histórica como vehículo circunstancial para hacer llegar a sus lectores su visión filosófica del mundo.

Esta hipótesis, en términos generales, no parece sostenible, pues Pselo, como vimos, aunque heterodoxo, tenía profundas convicciones cristianas, pero en cualquier caso nos sirve para comprobar hasta qué punto la filosofía permea muchas de las páginas de las Vidas. No me refiero con ello obviamente a las explícitas digresiones sobre filosofía, teología o educación que Pselo intercala ocasionalmente en sus biografías, sino al lenguaje filosófico utilizado para valorar los hechos y a la caracterización de los personajes de acuerdo con postulados filosóficos y éticos de alcance general. Ésa puede ser la razón que le llevó a omitir referencias a nombres, fechas y circunstancias, ya que pretendía que la discusión de muchos de los hechos no se vinculase con personas y realidades concretas, sino que adquiriera un valor paradigmático[55].

Es evidente así que las consideraciones que hace Pselo sobre su relación como filósofo con algunos emperadores, especialmente con Constantino IX, parten en gran medida del ideal platónico de los filósofos como responsables del estado. En este sentido resulta interesante ver cómo nuestro autor describe y juzga el carácter de cada uno de los emperadores y sus aficiones en términos que tienen por lo general más que ver con su cultura y educación que con sus aptitudes como políticos o militares. De Romano III, al que Pselo consideraba un diletante, nos dice por ejemplo que durante su gobierno «se podía ver a la realeza envuelta en un ropaje filosófico, pero todo no era sino máscara y afectación, y no prueba y búsqueda de la verdad» (III.3).

Critica Pselo igualmente con frecuencia la fe ciega en el apoyo en la divinidad que tienen los emperadores, convencidos de la naturaleza superior de su poder, una convicción que les impide, según él, reaccionar adecuadamente en las circunstancias de crisis. La piedad de algunos es también censurada por nuestro autor, que busca siempre el elemento lógico y racional detrás de los sucesos que analiza. Ello le lleva a escribir las siguientes palabras sobre Romano III: «Este emperador se esforzaba en parecer piadoso y verdaderamente mostraba un gran interés por los asuntos divinos, pero la simulación llegaba a prevalecer en él por encima de la verdad y la apariencia se revelaba superior a la esencia. Por ello al principio tuvo un afán excesivo por indagar en las cuestiones divinas, buscando causas y razones que nadie podría hallar mediante el conocimiento científico, a no ser que se volviese hacia la Mente Suprema y de allí obtuviese una revelación directa de estos arcanos» (111.13).

La identificación de la Divinidad con principios racionales o abstractos no se produce sólo en este pasaje sino, de manera indirecta, en muchos otros. Así por ejemplo, cuando va a ser cegado el César Constantino afirma: «Dios no es injusto actuando de este modo. La Justicia exige que yo pague por lo sucedido» (V.43), en lo que constituye una clara identificación del concepto de Justicia con el Dios cristiano, al igual que antes se identificó a Dios con la Mente Suprema o Suprema Razón: un proceso de análisis de la Divinidad de acuerdo con conceptos filosóficos de larga tradición neoplatónica. En este contexto, no extraña que en un momento determinado Pselo llegue a realizar el siguiente juramento: «Lo juro por el Dios al que venera la Filosofía» (VIIb.14). Es verdad que luego Pselo, cuando aborda las causas de los hechos que narra, apela muchas veces al factor sobrenatural y a la intervención divina sin mayores precisiones, pero ello lo hace siempre, casi sin excepciones, en una segunda instancia, después de haber expuesto las causas racionales de los sucesos. De este modo nos habla por ejemplo de la inesperada salvación de Romano III en una batalla, cuando estaba rodeado por los enemigos: «Y si no le hubiera montado alguien sobre el caballo y, dándole las riendas, le hubiera ordenado que huyera, poco habría faltado para que él mismo no fuese capturado y cayera así en manos enemigas quien había esperado hacer temblar todo el continente. O mejor dicho, si Dios entonces no hubiese contenido el ataque de los bárbaros y no les hubiese persuadido para que no abusaran de su victoria, nada habría impedido que pereciera entonces todo el ejército romano y a su cabeza el propio emperador» (III.9). Significativa puede ser también esta afirmación sobre la Divina Providencia que encontramos en el libro dedicado a Miguel IV (cursiva mía): «Yo que estoy acostumbrado a atribuir a la Divina Providencia el gobierno de los asuntos de mayor transcendencia y que incluso hago depender de ella todas las demás cosas que se producen, siempre que nosotros no invirtamos el orden natural, considero que también fue obra de la Providencia y del gobierno celeste el que la sucesión del emperador no recayera en cualquier otra persona de la familia, sino precisamente en este César, el instrumento del que supo servirse la Divinidad para exterminar a toda su familia» (IV.30).

Cuando comprobamos por otros pasajes que para Pselo es el filósofo el intérprete de los criterios de la Providencia y el que los traduce a términos humanos (V.24; VII.42), empezamos a comprender por qué nuestro autor ha decidido escribir una historia: no para dar cuenta de hechos, sino para buscar sus causas en términos filosóficos. Obviamente es difícil apreciar todas las implicaciones de las afirmaciones de Pselo en una lectura superficial del texto, y menos aún en una traducción, ya que son muchas veces simplemente las palabras, preñadas de referencias y connotaciones filosóficas (que se pierden en castellano), las que nos dan la clave de la lectura de un pasaje en apariencia inocente. Otras veces es el uso de imágenes o símiles el que nos conduce a un concepto, aunque el moderno lector sólo aprecie tras ellas un adorno estilístico.

Pienso en este sentido que no es casual que Pselo describa en varias ocasiones las escenas que presencia como un drama en el que los hombres se muestran como simples actores que ignoran sus mecanismos: el uso de un léxico teatral, a la manera de Calderón, para describir las vivencias humanas, no es en estos casos un recurso retórico, sino que responde a una visión más profunda de los hechos, cuya esencia para Pselo sólo es comprensible para el filósofo, verdadero intérprete de la Mente Suprema.

Llegados a este punto, vemos que la obra es una suma de influencias de todo tipo, que incluyen la historia, la biografía, la autobiografía, el encomio y la filosofía. Se entiende así la condición de incalificable con la que muchos estudiosos se refieren a ella y en la que reside buena parte de su mérito. De hecho dentro del panorama de la historiografía bizantina puede decirse sin temor que hay un antes y un después de las Vidas de Pselo: antes, nos encontramos con simples relatos históricos que carecen de pretensiones literarias y se limitan a reescribir sus fuentes; después, aparecen los grandes historiadores bizantinos, que recrean de forma personal las vicisitudes de su época partiendo de los grandes modelos literarios del pasado. Sin embargo, aunque Pselo se sitúe entre esos dos periodos, sería incorrecto atribuir el cambio en la historiografía al solo impulso de su obra histórica y no al de la época que le tocó vivir, el siglo XI, que experimentó una gran efervescencia en el panorama literario y social[56].

Pselo fue sin duda el alma de este proceso de cambio, como señalábamos antes, pero sus Vidas en concreto, como obra difícilmente calificable, no parece que tuviera repercusión inmediata entre sus contemporáneos. De hecho apenas se nos han conservado dos manuscritos de ella (uno de ellos incompleto) y hay pocos autores que la citen. Se trataba de una obra incómoda, incatalogable desde el punto de vista de las convenciones literarias. La ausencia de tratados de historiografía en la Antigüedad[57], tal y como los había sobre epistolografía u oratoria, había permitido a Pselo renovar el género mezclando influencias diversas, pero sus continuadores prefirieron por lo general un camino menos libre y más convencional en la imitación de los grandes modelos literarios del pasado griego. Este hecho, unido a la evidente distorsión histórica que implicaba la omnipresencia del autor en su obra, hicieron que en la época posterior a Pselo se prefiriera consultar a cronistas para hacerse con una idea exacta de los acontecimientos del periodo. La obra de Pselo, que omitía sistemáticamente nombres de protagonistas, fechas o incluso topónimos, obedecía a las pretensiones de Pselo de hacer universal su mensaje, pero en la práctica resultaba incómoda e imprecisa para los lectores que deseaban tener una noción exacta de los acontecimientos. Esto explica que este «clásico» bizantino tuviera poca consideración como tal en su época (algo, por otra parte, extensible a muchos otros «clásicos») y que sólo recientemente se le haya valorado como es debido, tal como lo atestiguan las traducciones modernas de su obra a lenguas como el francés, italiano, inglés, ruso, sueco y polaco.

LA PRESENTE TRADUCCIÓN

Si toda traducción es una tarea difícil, traducir la compleja prosa de Pselo, expresada en periodos amplios y equilibrados, llena de alusiones y guiños intelectuales, con torrentes de palabras cultas y preñadas de connotaciones, se convierte en un reto. Para dar una idea de las calidades estilísticas del texto de Pselo, he cambiado por completo la sintaxis del original, que en castellano es irreproducible (entre otras muchas razones por la pobreza de nuestra lengua en participios que proliferan en el griego literario de entonces para expresar múltiples matices), aunque procurando que la secuencia y subordinación de ideas en castellano respete siempre las del texto griego. De los peligros que plantea una excesiva fidelidad a la sintaxis original da muestra la traducción francesa de Émile Renauld (el primer editor del texto), la única existente durante muchas décadas, que resulta verdaderamente fatigosa para el lector, aunque, por su carácter pionero (que sería injusto negar), resulta todavía hoy muy útil al filólogo[58]. He utilizado un lenguaje culto evitando caer en la pedantería, pero sin rehuir términos técnicos o eruditos que puedan ser considerados como tales en el original. He reducido las notas al mínimo, para dar alguna orientación histórica o aclarar referencias demasiado elusivas. Más allá del innegable valor histórico de la obra, he procurado tratarla como un texto literario y he huido de toda erudición superflua que interfiera en su lectura.

Me baso en la edición italiana de Salvatore Impellizzeri, que va acompañada de una traducción ejemplar de Silvia Ronchey y un extenso comentario de Ugo Criscuolo[59]. No he respetado sin embargo la división en libros del manuscrito original, en primer lugar porque no procede de la pluma de Pselo; en segundo lugar, porque no responde a un criterio claro, al incluir con frecuencia las biografías de varios emperadores dentro de un mismo libro; y en tercer lugar, porque es probable que la redacción de la obra en dos momentos cronológicamente distintos sea la responsable de que se hayan colocado las seis últimas biografías dentro del mismo libro[60]. Pienso por lo tanto que se aprecia mejor la estructura de la obra como sucesión de biografías si se asigna una sección autónoma a cada emperador biografiado, tal como he realizado en la presente traducción.

Dentro de cada libro, el manuscrito introduce ocasionalmente títulos para una sección, títulos que los editores mantienen pese a considerar que no son originales de Pselo. Yo los he mantenido también, marcándolos con cursiva, porque orientan al lector acerca del contenido de cada libro, pero dado que sólo aparecen de forma muy irregular, he añadido de mi mano títulos nuevos, marcados también con cursiva, pero incluidos entre corchetes cuadrados. A veces he desplazado también los títulos originales por razones de su adecuación al contenido. El resultado de estos cambios es que cada libro aparece dividido en secciones que reflejan perfectamente la sucesión de temas o escenas tratadas por Pselo en cada biografía y agilizan y estimulan la lectura. Las referencias a los parágrafos se mantienen de acuerdo con la numeración convencional.

Incluyo finalmente aquí una tabla de equivalencias entre la división en libros de los manuscritos (columna izquierda) y las biografías de emperadores contenidas en ellos (columna derecha), que facilitará el cotejo de los pasajes con el texto griego:

Libro I I. Basilio II
Libro II II. Constantino VIII
Libro III III. Romano III
Libro IV IV. Miguel IV
Libro V V. Miguel V
Libro VI VI. Zoe y Teodora [VI. 1-20]
VII. Constantino IX [VI. 21-203]
VIII. Teodora [VIa. 1-21]
Libro VII IX. Miguel VI [VII. 1-43]
X. Isaac I [VII. 44-99]
XI. Constantino X [VIIa. 1-29]
XII. Eudocia [VIIb. 1-9]
XIII. Romano IV [VIIb. 10-43]
XIV. Miguel VII [VIIc. 1-17]