LIBRO XIII

[ACERCA DEL ASCENSO DEL EMPERADOR AL PODER Y DE SU CARÁCTER]

[VIIb.10] El linaje de este emperador, me refiero a Romano, hijo de Diógenes, era antiguo y, salvo por el padre, próspero —éste en efecto, acusado de conspiración contra el emperador Romano de la familia de los Arguiros, se mató arrojándose por un precipicio—[1]. Su forma de ser era en ocasiones directa y franca, pero por lo general insincera y soberbia y tampoco él pudo evitar ser sospechoso de conspiración. No obstante, la mayor parte del tiempo su comportamiento no llamó la atención y sólo durante el reinado de la emperatriz Eudocia, cuyo retrato acaba de trazar el relato precedente, desveló sus ocultos propósitos. Fue sin embargo detenido enseguida y habría pagado su audacia ante la justicia si no lo hubiera rescatado de la condena la clemencia de la emperatriz[2], que cometió con él un error de juicio. Creía en efecto que si nombraba emperador a aquel que había salvado cuando habría debido ejecutarlo, ella conseguiría asegurarse todo el poder, mientras que él no tendría nunca una opinión que fuera contraria a los deseos de ella. Sus razonamientos eran correctos, pero no logró su objetivo, pues después de que él fingiera obedecerla durante no muchos días, enseguida actuó como era propio de su carácter, y cuanto más quería ella dominarlo y como domesticar al que era el soberano, más se rebelaba él a las bridas y miraba aviesamente, con ferocidad, a la mujer que le tiraba de las riendas. Al principio mascullaba sólo entre dientes, pero después también hizo público su resentimiento.

[11] Él se aproximaba a mí como si yo fuese un ser superior. Cuando su puesto estaba todavía entre los simples ciudadanos, me trataba en efecto con un extremo servilismo e incluso se aprovechó de algún apoyo que le di. No se olvidó de esto cuando se le escogió para el trono imperial, sino que, por el contrario, me daba tales muestras de su amor y respeto, que incluso se levantaba cuando yo me aproximaba y me concedió el privilegio de ser la persona que más disfrutaba de su confianza. Quede esto sin embargo como un inciso en el relato. Él pretendía ser soberano absoluto y disponer en exclusiva del poder del Estado, pero como todavía no había realizado ninguna noble empresa durante su reinado, estaba reservándose la oportunidad para actuar. Justamente con este propósito, además de para salvar el Estado, declaró la guerra a los persas[3].

[ACERCA DE LAS CAMPAÑAS MILITARES DEL EMPERADOR EN ORIENTE]

[12] Yo, que acostumbro a aconsejar a los emperadores que hagan lo que es más conveniente, intenté disuadir a este hombre. Le decía que en primer lugar debía considerar los efectivos militares disponibles, llevar un registro de las tropas y recurrir a los aliados extranjeros; y que luego, una vez dispuestas así las cosas, podría decidirse a ir a la guerra. Pero los que están acostumbrados a hablar sin considerar mis palabras, con unas pocas excepciones, echaron a perder la situación, y eso tanto entonces como ahora. Y así se impuso la peor decisión. El emperador vistió la armadura de guerra antes de salir de Palacio, asió el escudo con la izquierda y con la derecha “una lanza de veintidós codos ajustada con clavos”[4], pues creía que con el primero contendría el ataque de los enemigos y que la lanza les alcanzaría en los costados. Mientras en ese momento el resto de la tropa daba gritos de guerra y batía palmas, yo permanecía con el rostro sombrío, pues adivinaba, en la medida de mis capacidades, lo que iba a ocurrir.

[13] Salió pues en campaña contra los bárbaros con todo el ejército, sin saber a dónde se dirigía ni qué iba a hacer. Anduvo así errante, decidiéndose a seguir un camino y tomando luego otro. Quizás le rondaba la idea de ir a Siria y Persia, pero lo único que consiguió fue llevar al ejército tierra adentro y hacerlo acampar en las cumbres de unas montañas, para luego volver a descender a la costa, dejarlo aislado en un paso estrecho y conseguir que murieran muchos soldados en esta maniobra. Al menos de momento regresó, a su parecer victorioso, pero sin aportar botín alguno de medos o persas, orgulloso únicamente por una cosa: porque había salido en campaña contra los enemigos[5].

[14] Éste fue el primer pretexto que dio alas a su jactancia. A partir de ese momento se desentendió por completo de la emperatriz, despreció a los dignatarios, prescindió de consejeros —incurable enfermedad esta última que es recurrente entre los emperadores— y a la hora de abordar cualquier cuestión no acudió a los consejos y advertencias de nadie, sino sólo a los suyos propios. Yo entonces, lo juro por el Dios al que venera la Filosofía, al darme cuenta de que había tramas ocultas y temiendo por la emperatriz y por el Estado, no fuera que el imperio se viniese abajo y cayese en el caos, intentaba disuadir a este hombre de sus propósitos. Le recordaba los pactos contraídos y le infundía, cuando era posible, el temor de que al final sus proyectos resultasen al revés de lo que pensaba. Puesto que la emperatriz, después de encajar las constantes humillaciones con que éste la golpeaba, tenía el alma inflamada de dolor y albergaba en su interior pensamientos nocivos, yo medié entre los dos y con mis discursos intercedía en cada caso con uno a favor del otro.

[15] No había transcurrido mucho tiempo cuando, nada más llegar la primavera, se agravó la situación frente a los enemigos, con lo que el precedente triunfo del emperador quedó en evidencia. De nuevo pues se hicieron preparativos para una segunda campaña[6]. Para abreviar mi relato, diré que en esta ocasión también yo tomé parte, aunque incidental, en la expedición. El emperador me presionó de tal modo para llevarme con él que no me fue posible negarme. La causa por la que se empeñó tanto en tenerme con él, no debería decirla ahora, ya que en mi historia prescindo de la mayoría de estos detalles, sino que la revelaré cuando en alguna ocasión escriba al respecto. Evito así mencionarla ahora, para no dar pie a que se me acuse de hostilidad hacia su persona y de querer arruinar completamente su prestigio.

[16] El emperador reconocía que en todas las disciplinas, me refiero a las científicas, mi discurso era superior al suyo, pero pretendía tener más conocimientos de estrategia que yo. Cuando vio sin embargo que yo dominaba a la perfección la ciencia táctica, tanto en lo relativo a los batallones y formaciones de combate, cuanto a la construcción de máquinas de asedio, toma de ciudades y todas las demás cosas relativas a las maniobras militares, es verdad que se quedó admirado, pero también que sintió envidia, que se me opuso y que me cerró el paso por todos los medios. Apelo aquí a las numerosas personas que entonces participaban conmigo en la expedición y que saben que no exagero en lo que respecta a la actitud del emperador.

[17] Tuvo así lugar la segunda campaña, que no destacó en nada por encima de la primera, pues resultó en todo equiparable y equivalente. Aunque nosotros caímos por millares, apenas eran capturados dos o tres enemigos parecía que ya no estábamos vencidos y estallaba un gran aplauso por nuestra acción contra los bárbaros. De esta forma, su jactancia no hacía sino crecer y cada vez era mayor su arrogancia porque había conducido dos campañas. Perdió totalmente el sentido de la realidad y se apartó por completo del camino correcto cuando recurrió a malos consejeros.

[18] A la emperatriz la tenía como secuestrada y no le habría costado nada expulsarla de Palacio si hubiera querido. En cuanto al César[7], lo miraba con recelo, y aunque muchas veces había tenido el impulso de detenerlo y ejecutarlo, luego le asaltaban dudas y no cumplía su propósito, de forma que, al menos por el momento, se limitaba a exigir mediante juramentos garantías de fidelidad de él y de sus hijos. Y puesto que no tenía una excusa válida para llevar a cabo los proyectos que concebía contra él, partió de nuevo en campaña por tercera y última vez contra los bárbaros que nos amenazaban, pues tan pronto como aparecía la primavera, éstos no dejaban de saquear el territorio de los romanos y de devastarlo con toda su población. Partió pues de nuevo y llevaba ahora un contingente de fuerzas nacionales y aliadas superior al de las veces anteriores[8].

[19] Como acostumbraba a hacer en todos los asuntos, ya fuesen civiles o militares, no solicitó a nadie su opinión sobre cómo actuar, sino que poniéndose en marcha enseguida, se apresuró a llegar a Cesárea con el ejército[9]. Luego tuvo dudas acerca de si avanzar o no hacia delante y buscaba un pretexto que tanto a él mismo como a los demás les permitiera justificar el regreso. Pero como no era capaz de soportar esta vergüenza, a pesar de que habría sido preciso firmar la paz con los enemigos y contener así sus ataques anuales, él, bien porque considerase la situación desesperada, bien porque confiase más de lo debido en su audacia, sin darse la vuelta marchó contra los enemigos. Cuando éstos se enteraron de su avance, quisieron atraerlo hacia ellos para hacerlo caer en sus redes, y así se ponían a correr hacia delante con sus caballos y luego se daban de nuevo la vuelta como si quisieran huir, de forma que, después de hacer esto muchas veces, capturaron a algunos de nuestros generales y los retuvieron como prisioneros.

[20] Hubo un hecho que aunque a él le pasó inadvertido, yo sí advertí entonces: que el sultán en persona, el rey de los persas y los curdos[10], estaba allí con su ejército y era el responsable de la mayoría de sus éxitos. Pero si alguien le hubiese advertido de su presencia, el emperador no habría creído en sus palabras, pues no quería la paz, sino que creía que podría tomar al primer asalto el campamento enemigo. Su desconocimiento de la estrategia le llevó a dividir nuestras fuerzas y así mantuvo a una parte junto a él y envió al resto a otro lugar. Y cuando más bien habría sido preciso hacer frente a los enemigos con todo el grueso del ejército, él en cambio los afrontó con el contingente más pequeño [11].

[21] Lo que ocurrió después es algo que no puedo alabar, pero que soy también incapaz de censurar. El emperador asumió en persona todo el peligro. En torno a este hecho se originó una controversia. En efecto, si alguien valorase al emperador por ser un guerrero intrépido y arrojado, tendría en ello material suficiente para un encomio. Pero si, por el contrario, considerase que él se expuso a los peligros de manera irreflexiva, a pesar de que habría sido preciso que se mantuviese apartado del frente de acuerdo con la estricta lógica militar por su condición de comandante en jefe del ejército, para dar las oportunas órdenes a sus tropas, encontraría entonces mucho que censurar en su comportamiento. Yo por mi parte estoy con los que lo alaban, no con los que lo censuran.

[22] Así pues, se puso toda su armadura de guerrero y desenvainó su espada contra los enemigos. Diré, tal como se lo oí a muchos, que a muchos mató de nuestros enemigos y obligó a los otros a huir. Pero luego, cuando los que le hacían frente se dieron cuenta de quién era, se vio rodeado por un círculo de enemigos, cayó del caballo al ser herido y fue capturado. Entonces, mientras el emperador de los romanos es conducido hacia el campo enemigo como un prisionero de guerra, nuestro ejército se dispersa. Sólo una pequeña parte escapó, mientras que la mayoría, o bien fueron hechos prisioneros, o bien cayeron bajo las espadas rivales[12].

[ACERCA DE LOS ACONTECIMIENTOS QUE TUVIERON LUGAR EN LA CORTE MIENTRAS EL EMPERADOR PERMANECE EN ORIENTE]

[23] Dejemos por el momento el relato del tiempo que pasó el emperador en cautividad y de lo que decidió el vencedor de la batalla al respecto. Cuando no habían transcurrido aún muchos días, uno de los que habían escapado de la batalla, tomando la delantera, llegó como mensajero a la Ciudad y anunció la catástrofe. Enseguida vino un segundo y a continuación un tercero, al que siguió otro. Traían sólo informaciones confusas e interpretaban cada uno a su modo la catástrofe acaecida. Unos anunciaban de hecho la muerte del emperador, otros decían que sólo había sido hecho prisionero, otros que lo habían visto herido y caído en tierra, otros finalmente que se lo había conducido encadenado al campamento enemigo. Los acontecimientos fueron valorados en la Ciudad por los consejeros de la corona. La emperatriz preguntaba qué debía hacerse. A todos les pareció conveniente dejar por el momento de lado al emperador, ya hubiese sido capturado, ya estuviese muerto, y reafirmar en el poder a la emperatriz y a sus hijos.

[24] Entonces unos quisieron entregar el poder al joven hijo de la emperatriz para neutralizar por completo a la madre, pero otros pedían que se le devolviera a ella de nuevo todo el gobierno. A mí no me complacía ninguna de las dos propuestas —pues no voy a mentir acerca de mi opinión—, sino que prefería que ambos actuasen de consuno, el uno mostrando la debida obediencia a la madre que le engendró, y la otra compartiendo con el hijo la administración del Estado. Esto mismo es desde luego lo que pensaba el emperador Miguel, que coincidía en este propósito. Pero aquellos que querían apoderarse del imperio e intervenir en los asuntos de gobierno para provecho propio, incitaban a la emperatriz a que asumiese sola el poder y presionaban al hijo para que se opusiese a su madre.

[25] Llegado a este punto no sé cómo expresar mi admiración por Miguel. Él, que deliberaba sobre los asuntos de Estado sólo conmigo, había decidido, aunque a la espera de contar con la aprobación de su madre, abdicar del trono, pues no quería mostrarse con ella ni prepotente ni mezquino. En efecto, aun cuando yo había propiciado numerosos encuentros entre los dos, él era hasta tal punto incapaz de contradecir a su madre, que cada vez que tenía que mirarla de frente enrojecía de vergüenza y se echaba atrás. Pero cuando estas cuestiones estaban todavía en suspenso, el César, convocado por la emperatriz, hizo su ingreso en la Ciudad. Él apoyó mi propuesta y acogió entusiasta la idea de un gobierno conjunto de toda la familia.

[26] Pero todavía no había amainado la tormenta, cuando en ese mismo día ya se había formado otra que bramaba con furia. El comandante del ejército enemigo, cuando ve que tiene cautivo al emperador de los romanos, no se deja llevar por el éxito, sino que se siente cohibido ante tal golpe de suerte y se comporta en la victoria con una moderación que nadie habría podido prever. Consuela entonces a su prisionero, comparte su mesa con él, le concede honores, le asigna una escolta, le libera de las cadenas como él le pidió, da la libertad a cuantos prisioneros él le indica y, finalmente, lo redime de su cautiverio. Entonces, después de cerrar un acuerdo de alianza con él y obtener de él bajo juramento la promesa de su cumplimiento, lo devuelve a su imperio conducido por una escolta de guerreros como nadie podría imaginar. Este hecho fue el comienzo de nuestros males y la causa última de muchos desastres, pues el emperador, una vez que obtuvo lo que jamás había esperado, creyó que ocuparía de nuevo sin esfuerzo el trono imperial de los romanos. Asumiendo entonces él mismo el papel de mensajero de la fortuna en que se había trocado su desgracia, informa a la emperatriz mediante una carta de su puño y letra de lo que le había sucedido.

[27] Enseguida se produjo una gran confusión y el Palacio se convirtió en el centro de muchas idas y venidas. Unos se admiraban de lo sucedido, mientras otros cuestionaban que el hecho fuese cierto. La emperatriz era presa de la incertidumbre y dudaba sobre lo que debía hacer. Yo me encontré también en medio de aquel desconcierto general, cuando todos me instaban a que dijese lo que convenía hacer. Puesto que sobre todo mi noble y querido emperador me apremiaba y presionaba[13], yo declaré que no se debía acoger ya más a Romano en el imperio, sino que había que deshacerse de él y enviar a todas partes órdenes excluyéndolo del gobierno. Las personas de juicio consideraron útil este consejo, pero hubo otras que fueron de otra opinión.

[28] Estando así las cosas, el emperador Miguel, temiendo por su vida y desconfiando del hijo de Diógenes por su crueldad, adopta sin duda la decisión más segura para su persona y uno diría que la más sensata: se separa de la madre y se emancipa. Tomando entonces como consejeros a sus primos, me refiero a los hijos del César, consigue ganarse el apoyo de la guardia de Palacio. Los extranjeros que la formaban eran todos portadores de escudos y blandían una pesada hacha de hierro de doble filo por encima de sus hombros. Así que golpearon sus escudos al unísono, lanzaron su grito de guerra con toda la fuerza de sus pulmones, hicieron resonar sus espadas golpeándolas entre sí y subieron juntos hacia donde estaba el emperador, como si corriese peligro. Formaron entonces un círculo en torno suyo para hacerlo invulnerable y lo condujeron a las estancias más elevadas de Palacio.

[29] Mientras aquéllos actuaban de este modo, las personas que estaban con la emperatriz, entre las que me contaba yo mismo, ignorantes como estábamos de lo que sucedía, nos quedamos casi como paralizados pensando que se nos venía encima una catástrofe. En cuanto a la emperatriz, no había manera de contenerla y, quitándose ya el velo que cubría su cabeza, corría precipitadamente hacia un subterráneo secreto. Mientras ella desaparecía en aquella gruta, yo permanecía junto a la entrada, sin saber qué sería de mí ni a dónde podría dirigirme. No obstante, el emperador, una vez a salvo, se preocupó de mí antes que de ningún otro y envió emisarios a que siguiesen mi rastro y me buscasen por todos los rincones de Palacio. Cuando éstos me encontraron, me cogieron entre sus brazos y me condujeron con prontitud hacia el emperador como si fuera una ofrenda valiosa o un tesoro felizmente hallado. Tan pronto como él me vio, pareció como respirar aliviado de la tormenta y me encargó que decidiera lo que convenía hacer.

[30] Mientras yo hacía frente a las decisiones políticas, tomaba algunas medidas y disponía cómo se debían tomar otras para que se serenasen las aguas de la Ciudad, otras personas se ocupaban del destino de la madre del emperador. Por obviar muchos detalles que entorpecerían el curso de nuestro relato, diré sólo que se aprobó contra ella una decisión, la de expulsarla de la Ciudad y alojarla en el convento de la Madre de Dios, que ella misma había fundado junto al mar. La decisión se llevó a efecto enseguida a pesar de que su hijo el emperador —algo que comprobé personalmente y que certificaría ante todos poniendo a Dios como testigo— se negó al exilio de la madre. Pero las circunstancias presionaban en esa dirección y se oponían a la voluntad del emperador.

[31] Puesto que, tal como se suele hacer y decir en tales circunstancias, cada uno expresaba una opinión distinta respecto a la emperatriz y las críticas contra ella llovían como flechas, se tomó una segunda decisión, la de disponer su ingreso en la vida monástica. También esto se llevó a cabo enseguida. Aquí se interrumpe pues el relato de la vicisitudes de la emperatriz.

[ACERCA DEL ENFRENTAMIENTO DE LAS TROPAS DE DIÓGENES CON LAS DE MIGUEL DUCAS]

[32] En cuanto a Diógenes, no estaba contento por haber sido liberado de su cautiverio, ya que consideraba una terrible desgracia el no poder recuperar de nuevo el poder. Una gran multitud de tropas habla ya acudido a ponerse de su lado. Él pasaba de un sitio a otro, incautándose del dinero del fisco con total impunidad al no encontrar quién se lo impidiese. Tomó entonces con todo su ejército la fortaleza, cuyo nombre está todavía en boca de todos. Me refiero a Amasea[14].

[33] Entonces el emperador confía sin dilación el mando del ejército romano al más joven de los hijos del César[15]. Éste era una persona resuelta a la hora de actuar, de una inteligencia aguda y admirable, y destacado sobre todo por su capacidad para darse cuenta de lo que había que hacer y traducirlo en hechos. Una vez que llegó cerca de la ciudad en la que Diógenes se había establecido, al principio contuvo al ejército, pero luego empezó a lanzar constantemente proyectiles, a simular ataques y a intentar por todos los medios o tomar la ciudad o forzarle a una salida. El otro, al ver que el bloqueo era cada vez más estrecho, se arriesga a una salida de la ciudad y coloca a todo su ejército en formación frente al enemigo. Ambos ejércitos traban entonces combate y se produce una gran matanza en ambos bandos. Luego nuestro general, como si fuese un jinete alado, lanza su caballo contra los enemigos, y cayendo sobre la falange rival como si de una torre se tratase, consigue hacerla retroceder y dispersarla en muchos grupos. A partir de ese momento, parte de nuestros adversarios cayó luchando en combate, parte fue hecha prisionera y sólo unos pocos huyeron, el primero de todos Diógenes, que espoleó a su caballo todo cuanto pudo. Esta victoria fue el primer episodio que nos infundió ánimos.

[34] A partir de ese momento da comienzo la ruina de Diógenes, que con unos pocos de sus partidarios se encierra en una fortaleza[16]. Habría sido capturado enseguida, si no hubiese ocurrido otro suceso. Un hombre, de ascendencia armenia, que había mantenido oculta su opinión y su hostilidad a nuestra causa y al que Diógenes, cuando era emperador, había concedido un cargo muy importante[17], acude junto a él a la cabeza de un importante contingente para devolverle el favor en el momento de su desgracia. Después de exhortarle a que tenga valor y prometerle grandes éxitos, no le permite enfrentarse a nuestros ejércitos, sino que lo conduce al territorio de los cilicios, para protegerlo del avance de los nuestros colocando ante ellos los valles de Cilicia. Le proporciona entonces un ejército, le facilita dinero y lo restablece en la dignidad imperial. Así, este hombre astuto primero le da armas y luego se reserva paciente el momento adecuado para luchar con nuestras tropas.

[35] De nuevo los nuestros se pusieron a deliberar. Consideraban qué debía hacerse. A unos les parecía que debíamos hacer la paz con Diógenes y limitarnos exclusivamente a cederle una parte del poder; otros en cambio opinaban que había que continuar la guerra para privarle de cualquier posibilidad de que en el futuro se atreviese a nada. Las primeras medidas que se tomaron fueron por la paz. El emperador le envió una carta solidaria y clemente, pero Romano, como si se ofendiera porque se le mostraba comprensión cuando él no había cometido falta alguna, insistió en sus reclamaciones y ni renunció al imperio ni se conformó con pedir una modesta participación en el poder, sino que se mostró arrogante en sus respuestas, aunque quizás en sus propósitos no lo era tanto.

[36] De forma que renunciando al partido de la paz, el emperador se vio obligado a proporcionar tropas a Andrónico —éste era el mayor de los hijos del César, un varón de una enorme prestancia física, con independencia de criterio, tolerante y razonable en sus juicios— y, después de confiarle el mando de todo el Oriente, lo envió contra Diógenes. Él, al principio, consiguió concertar las voluntades de todos sus soldados, abordando a cada uno de ellos con amabilidad y tratándolos a todos como les correspondía. Luego se fijó como objetivo aproximarse a los pasos montañosos de Cilicia sin que lo advirtiese Diógenes, para cruzar así tranquilamente las anfractuosidades de aquellas montañas y todos los senderos más abruptos y presentarse de improviso ante los enemigos. Los nuestros pusieron en esto su empeño y conforme a su propósito cruzaron aquel desfiladero por un sendero escarpado. El emperador mientras tanto consideraba algo terrible que su rival, una vez vencido por nuestro ejército, o bien cayera en combate, o bien fuera capturado vivo y se le mutilara.

[37] Yo lo vi muchas veces llorar por Romano y querer comprar su inmunidad a costa incluso de su propio riesgo. Estaba en efecto unido a este hombre por amistad, tal como decía, y por ciertos pactos que tenía miedo de contravenir. Confió pues sus propuestas amistosas a varones de la Iglesia de ánimo conciliador y les entregó una carta para su rival en la que le hacía promesas de todo tipo, promesas que habrían convencido incluso a un alma dura como el diamante para que le prestase obediencia.

[38] Pero Romano, antes de recibir estos mensajes, había salido ya para la guerra. Se refugió dentro de la fortaleza que había ocupado previamente con unos pocos de sus hombres[18] y puso prácticamente a todo su ejército bajo el mando de Catatures el armenio, al que mencioné antes en mi relato y al que despachó ahora hacia el frente de guerra con lo que, al parecer, eran buenos auspicios. Marchaba éste al mando de la infantería y la caballería y ocupó previamente los lugares más estratégicos, disponiendo en falanges a sus hombres, de los que la mayoría eran de espíritu intrépido y de cuerpo vigoroso.

[39] Andrónico formó sus tropas frente a éste en orden de combate. Pero antes de que los escudos se entrechocasen y los enemigos se enfrentasen en una lucha cuerpo a cuerpo, el franco Crispino —escribo esto el día de su muerte: se trataba del Crispino que al principio se reveló hostil a Roma, pero que luego, después de cambiar de actitud, se mostró tan partidario nuestro como al principio había sido enemigo[19]—, este Crispino pues, que permanecía junto a Andrónico, bien dándole ánimos, bien recibiéndolos de él, cuando vio que el ejército enemigo estaba en formación, después de exhortar a los presentes a que tuvieran confianza en él, ordenó a Andrónico que marchase sobre la caballería y lanzó a su caballo al galope arrastrando detrás de sí a sus gentes, de modo que cayó en medio de los enemigos y dividió en dos su falange. Aunque éstos le hicieron frente por un breve lapso de tiempo y aguantaron su embate, luego se volvieron de espaldas y él, con algunos de los suyos, persiguió por detrás a los fugitivos. Allí acabó con muchos, pero aún capturó vivos a muchos más.

[40] La falange de Diógenes estaba deshecha y sus tropas dispersas y Andrónico regresaba triunfante junto a Crispino hacia la tienda que se le había dispuesto. Luego se presentó un jinete conduciendo a uno de los enemigos ante su general. Se trataba de Catatures el armenio. Éste, al huir, se había caído del caballo sobre un foso y, según decía, ocultado luego debajo de unos arbustos. Cuando uno de los perseguidores lo descubrió, se abalanzó sobre él para matarlo, pero como lo vio llorar, le quitó el vestido y se fue dejándolo desnudo bajo los arbustos. Luego otro, al verlo desnudo, se lanzó a su vez sobre él para matarlo, pero él le dijo: «Si me perdonaras la vida y me condujeras ante este general», y le indicó su nombre, «te colmará de regalos la mano derecha». Cuando Andrónico reconoció al que contaba estos hechos, consideró que se trataba de un segundo augurio favorable y a este hombre lo visitó y honró, como convenía a un noble general, reteniéndolo en su poder como prisionero bajo palabra.

[41] Diógenes no podía confiar ya en el puñado de hombres que le quedaba, pero esperaba aún que los aliados persas se presentasen en breve para apoyarlo. Por ello daba fuerzas a sus tropas y mantenía vivas sus esperanzas. Pero justamente aquellos a los que animaba y a los que confió las llaves de la fortaleza fueron los primeros a los que debió su captura. Éstos en efecto se pusieron de acuerdo con nuestro general y una vez que recibieron garantías de que no se les haría daño, abrieron las puertas y permitieron la entrada a nuestras tropas, conduciéndolas incluso a la pequeña estancia en la que residía Diógenes. Fue algo terrible y digno de lástima ver entonces a éste de pie, completamente desesperado, con las manos atadas, como si fuera un esclavo, indicando a los que lo retenían que hiciesen con él lo que quisieran. Ellos le instaron a que por el momento tomara el hábito monástico y él se cubrió con la negra túnica y se descubrió la cabeza para permitir que quien quisiese lo tonsurase. Los que casualmente se encontraban allí junto a él improvisaron su paso al estado monástico, lo sacaron de la fortaleza y lo condujeron ante Andrónico en medio del mayor alborozo que uno pueda imaginarse. Éste no lo trató severamente, sino que se compadeció de su suerte, le tendió la mano derecha, lo introdujo en su propia tienda y compartió con él una mesa espléndidamente provista.

[42] Nuestro relato hasta aquí ha avanzado a paso ligero y marchado por un camino pavimentado, una vía imperial, tal como dicen las Escrituras[20], pero a partir de ahora vacila a la hora de proceder hacia adelante y relatar unos hechos que no deberían haber tenido lugar, pero que, aunque sea repitiendo prácticamente las mismas palabras, diré que sí deberían haber tenido lugar necesariamente. No deberían: en consideración a la piedad y por el escrúpulo moral que provocan hechos tan terribles; pero sí deberían: considerando la evolución de los acontecimientos y las circunstancias del momento, pues las personas del entorno del emperador, temiendo que por un exceso de clemencia hacia Diógenes, éste intentara algo que ocasionase nuevos problemas al emperador, encargan mediante carta al que lo custodiaba en ese momento que le saque los ojos, aunque ocultan su propósito al emperador.

[43] El emperador, realmente, no sabía nada de lo sucedido. No estoy escribiendo una historia para adular al emperador, Dios lo sabe, sino una historia verídica en todos sus aspectos, y por ello diré que el emperador, cuando luego se enteró, derramó más lágrimas por lo ocurrido que lamentos profirió la propia victima antes de padecer el castigo. Pero es que ni siquiera cuando se anunció al emperador la captura de Diógenes, manifestó arrebato alguno de alegría o dio muestras de ningún tipo de satisfacción a los que lo rodeaban, sino que incluso, de no haber temido las críticas de la corte, habría permanecido abatido durante mucho tiempo.

Después de que se le sacaron los ojos, Diógenes fue conducido al lugar de meditación y retiro que él había fundado en la isla que se llama de Prote[21], donde después de vivir poco tiempo murió sin haber cumplido cuatro años enteros al frente del imperio[22]. Miguel fue entonces el dueño incontestable del poder.